…Menos 89 y contando…

Permanecieron en el quinto piso hasta las diez de la mañana del día siguiente. Richards ya estaba casi desquiciado de furia, preocupación y frustración, cuando un tipo joven con un ligero aspecto de marica y vestido con un ajustado uniforme de la Comisión de Concursos le pidió que se dirigieran al ascensor.

Serían quizás unos trescientos en total. Más de sesenta candidatos habían sido tachados sin ruido y sin dolor la noche anterior. Uno de ellos había sido el tipo de la interminable cantinela de chistes obscenos.

Fueron conducidos a un pequeño auditorio del sexto piso, en grupos de cincuenta. El auditorio era lujoso, tapizado con gran profusión de terciopelo rojo. Había un cenicero en el apoyabrazos —de madera auténtica— de cada asiento. Richards sacó su paquete de cigarrillos, encendió uno y tiró la ceniza al suelo.

En la parte frontal había un pequeño estrado, y en el centro de éste, un atril. Sobre él, una jarra de agua.

A las diez y cuarto, el tipo de aire amariconado se adelantó hasta el atril y anunció:

—Tengo el honor de presentarles a Arthur M. Burns, director adjunto de Concursos.

—¡Hurra! —dijo una voz detrás de Richards, en tono agrio.

Un tipo de aire majestuoso, con una tonsura circundada de canas, se acercó al atril; cuando llegó hasta él, hizo una pausa e inclinó la cabeza como si degustara una salva de aplausos que sólo él oía. Después dedicó a todos una sonrisa franca y deslumbradora que pareció transformarle en un Cupido rechoncho y senil, vestido con traje de negocios.

—Felicidades —dijo—. ¡Lo han conseguido!

Se oyó un enorme suspiro colectivo, seguido de unas risas y golpecitos de felicitación en la espalda. Se encendieron más cigarrillos.

—¡Hurra! —repitió la voz agria.

—En breve les repartiremos un sobre en el que consta el programa para el que han sido seleccionados y el número de sus respectivas habitaciones del séptimo piso. Los productores ejecutivos de cada programa les explicarán con detalle lo que se espera de ustedes. Sin embargo, antes de proceder a ello, deseo reiterarles mi felicitación y decirles que les considero un grupo valiente y animoso, dispuesto a no recurrir al seguro de paro cuando tiene a su disposición los medios precisos para obtener el reconocimiento general como hombres de pies a cabeza, e incluso diría, personalmente, como auténticos héroes de nuestro tiempo.

—Bobadas —masculló la voz agria.

—Permítanme que, en nombre de la Comisión de Concursos, les desee buena suerte y mucho éxito. —Arthur M. Burns dibujó una sebosa sonrisa y se frotó las manos—. Bien, comprendo que están ansiosos por conocer sus destinos, así que les ahorraré el resto de la charla.

De inmediato se abrió una puerta lateral y una docena de ordenanzas de la Comisión, vestidos con túnicas rojas, entraron en el auditorio y empezaron a cantar nombres. Los sobres blancos fueron repartiéndose y pronto cubrieron el suelo como confeti. Cada uno leyó la tarjeta de plástico con el programa asignado y lo comentó con el vecino o el recién conocido. Hubo risitas, murmullos y gruñidos. Arthur M. Burns presidió el reparto desde su podio, sonriendo con benevolencia.

—Ese condenado Entre en calor… ¡Señor, yo no soporto las cosas calientes!

—… ¡Ese maldito programa tiene una audiencia mínima! ¡Si sale justo después de los dibujos animados, por el amor de Dios…!

—… ¡Vaya, Caminando hacia los billetes! No sabía que tuviera el corazón…

—… Yo esperaba conseguirlo, pero realmente no pensaba que…

—… ¡Eh, Jake!, ¿has visto alguna vez El baño de los cocodrilos?…

—… Nada de lo que yo esperaba…

—… No creo que se pueda…

—… Y La carrera de las armas

—¡Benjamin Richards! ¡Ben Richards!

—¡Aquí!

Le entregaron un sobre blanco sin ninguna indicación y lo abrió. Le temblaban ligeramente los dedos y le costó dos intentos sacar la pequeña tarjeta de plástico. Frunció el ceño al leerla, sin comprender nada. No habían anotado ningún programa. Lo único que podía leerse era la indicación ASCENSOR NÚMERO SEIS.

Guardó la tarjeta en el bolsillo superior del mono, junto a la tarjeta de identificación, y salió del auditorio. Al fondo del pasillo, los cinco primeros ascensores estaban muy ocupados transportando al séptimo piso a los concursantes de la semana siguiente. Junto a la puerta del ascensor número 6 había cuatro individuos más, y Richards reconoció a uno de ellos como el poseedor de la voz agria.

—¿Qué significa esto? —preguntó Richards—. ¿Van a echarnos a la calle?

El hombre de la voz agria tenía unos veinticinco años y no era feo. Estaba impedido de un brazo, probablemente a causa de la polio, que había reaparecido con fuerza en 2005 afectando especialmente a Co-op City.

—No tendremos tanta suerte —dijo el hombre, con una risa hueca—. Creo que nos han escogido para los concursos de mucho dinero. Esos en los que te hacen algo más que dejarte en un hospital con un fallo cardíaco, o donde puedes perder un ojo, un brazo o los dos. Vamos a los concursos donde le matan a uno. Máxima audiencia, amigo.

Se les unió un sexto tipo, un muchacho de aspecto agradable que parpadeaba con aire sorprendido ante cualquier cosa.

—Hola, incauto —le saludó el tipo de la, voz agria.

A las once en punto, cuando todos los demás hubieron desaparecido, se abrieron las puertas del ascensor 6. En la cabina blindada volvía a haber un vigilante.

—¿Lo ves? —murmuró el tipo de la voz agria—. Somos gente peligrosa. Enemigos públicos. Y van a acabar con nosotros.

Puso una ruda mueca de auténtico gángster y roció la cabina blindada con una ráfaga imaginaria de ametralladora. El vigilante le contempló con aire inexpresivo.