El grupo con el que había entrado se había reducido a cuatro. La nueva sala de espera era mucho más reducida. La masa de la noche anterior también había quedado reducida en ese sesenta por ciento, más o menos. Los últimos de las Y y las Z entraron a las cuatro y media. A las cuatro, un ordenanza había repartido unos bocadillos insípidos. Richards tomó dos y se sentó a engullirlos mientras escuchaba a un tipo llamado Rottenmund, que regaló los oídos de Richards y un puñado más con una retahíla al parecer interminable de anécdotas obscenas.
Cuando el grupo estuvo completo, fueron conducidos a un ascensor que les llevó al quinto piso. Una gran sala común, unos aseos comunales y la inevitable fábrica de sueños con sus hileras de catres constituían sus aposentos. Les informaron de que al otro extremo del pasillo, en la cafetería, se serviría una cena caliente a las siete.
Richards permaneció sentado unos minutos; después se levantó y se acercó al vigilante que montaba guardia en la puerta por la que habían entrado.
—¿Hay algún teléfono por aquí, amigo?
No esperaba que le permitieran llamar, pero el vigilante se limitó a señalar el pasillo con el pulgar.
Richards abrió un poco la puerta y echó un vistazo. Claro que había teléfono. De pago.
Volvió a mirar al vigilante.
—Escuche, si me presta cincuenta centavos para una llamada, yo…
—Lárgate, pobre diablo.
Richards contuvo su reacción.
—Quiero llamar a mi mujer. Nuestra hija está enferma. Póngase en mi lugar, por el amor de Dios.
El vigilante se echó a reír con un graznido breve y desagradable.
—Sois todos iguales. Un cuento para cada día del año. Technicolor y tres dimensiones por Navidad y el Día de la Madre.
—Cerdo —murmuró Richards, y algo en su mirada, en el gesto de sus hombros, hizo que el vigilante volviera de pronto la vista a la pared—. ¿Tú no estás casado? ¿No te has encontrado nunca sin dinero y has tenido que pedir prestado, aunque hacerlo pareciera llenarte la boca de mierda?
El hombre se llevó súbitamente la mano al bolsillo y sacó un puñado de monedas de plástico. Lanzó dos Nuevos Cuartos de Dólar, volvió a poner el resto en el bolsillo y asió a Richards por el mono.
—Si envías a alguien más aquí porque Charlie Grady es un blando, te voy a machacar tus malditos sesos, gusano.
—Gracias —replicó Richards con firmeza—. Por el préstamo.
Charlie Grady soltó una carcajada y le dejó pasar. Richards salió al pasillo, descolgó el teléfono e introdujo el dinero en la ranura. Cayó con ruido hueco y, por un instante, no sucedió nada. «¡Jesús, todo por nada!», pensó. Entonces oyó el sonido de marcar. Marcó el teléfono del vestíbulo del quinto piso con la esperanza de que no se pusiera la maldita señora Jenner, la vecina del rellano. Seguro que, si reconocía su voz, la bruja gritaría enseguida que se equivocaba de número y él habría perdido su dinero.
El timbre sonó seis veces hasta que una voz desconocida respondió:
—¿Hola?
—Quiero hablar con Sheila Richards, puerta cinco.
—Creo que ha salido —dijo la voz, en tono insinuante—. Anda arriba y abajo por el bloque, ¿sabe? Tienen una hija enferma y el marido es un inútil.
—Llame a la puerta, por favor —dijo él con la boca como de algodón.
—Espere.
Al otro lado de la línea, el teléfono golpeó la pared cuando la voz desconocida lo dejó caer. Apagada y lejana, como en un sueño, oyó la voz que llamaba y gritaba:
—¡Teléfono! ¡Teléfono para usted, señora Richards!
Medio minuto después, la voz desconocida volvió al aparato.
—No está. He oído llorar a la niña, pero ella no está. Como le decía, siempre está esperando a que lleguen los marineros…
La voz emitió una risita.
Richards deseó poder teleportarse por la línea telefónica y aparecer al otro extremo de la línea, como un genio malvado de una lámpara negra, y apretarle el cuello a aquella voz hasta que los ojos le saltaran de las cuencas y rodaran por el suelo.
—Tome un mensaje —dijo—. Escríbalo en la pared, si es preciso.
—No tengo lápiz. Voy a colgar. Adiós.
—¡Espere! —gritó Richards con un tono de pánico en la voz.
—Voy a… ¡Un momento! —De mala gana, la voz añadió—: Sube por la escalera ahora mismo.
Richards se apoyó en la pared, sudoroso. Un instante después, la voz de Sheila llegó a sus oídos inquisitiva, precavida y un tanto atemorizada:
—¿Diga?
—Sheila…
Cerró los ojos y dejó que la pared le sostuviera.
—¡Ben! ¿Ben, eres tú? ¿Estás bien?
—Sí, muy bien. ¿Y Cathy? ¿Está…?
—Igual. No tiene tanta fiebre, pero suena tan acatarrada… Ben, creo que tiene agua en los pulmones. ¿Y si tiene una pulmonía?
—Se pondrá bien. Se pondrá bien.
—Yo… —Sheila hizo una larga pausa—. Lamento dejarla sola, pero he tenido que hacerlo. Esta mañana he hecho dos clientes. Lo siento, Ben, pero así le he conseguido un poco de medicina en la tienda. Medicina buena.
La voz de la mujer había adoptado un tono elevado, evangélico.
—Todos esos fármacos son basura —dijo él—. Escucha, Sheila, no le des más, por favor. Creo que me van a escoger. De verdad. Ya no pueden echar a mucha gente más, porque hay muchos espectáculos que cubrir. Necesitan suficiente carne de cañón para todos. Y dan adelantos, me parece. La señora Upshaw…
—Vestida de negro tiene un aspecto horrible —interrumpió Sheila en tono monocorde.
—Eso no importa. Quédate con Cathy, Sheila. No más clientes.
—Está bien. No saldré más. —Sin embargo, él no la creyó. «¿No tendrás los dedos cruzados, verdad, Sheila?»—. Te quiero, Ben.
—Y yo a…
—Los tres minutos han terminado —interrumpió la telefonista—. Si desea continuar, deposite un nuevo cuarto de dólar o tres viejos cuartos.
—¡Espere un momento! —gritó Richards—. Salga de la maldita línea, zorra. Salga…
El murmullo vacío de la conexión interrumpida.
Lanzó el auricular contra el suelo. El cable dio de sí cuanto podía y lo trajo de rebote. El auricular dio contra la pared y quedó colgando atrás y adelante como un péndulo, como una extraña serpiente que hubiera mordido una vez para morir a continuación.
«Alguien va a pagar por eso», pensó ciegamente Richards mientras volvía a la sala. «Alguien va a pagar».