El médico sentado al otro lado de la mesa en la pequeña cabina llevaba gafas de gruesos cristales. Tenía una desagradable sonrisa de complacencia que le recordó a Richards a un retrasado mental que había conocido de pequeño. Al tipo le gustaba meterse bajo las gradas del campo de deportes de la escuela para verles las bragas a las chicas mientras se masturbaba. Richards se sonrió.
—¿Es algo divertido? —preguntó el médico, al tiempo que le mostraba la primera mancha de tinta.
La desagradable sonrisa se hizo un ápice más abierta.
—Sí. Me recuerda usted a alguien que conocí.
—¡Ah! ¿A quién?
—No tiene importancia.
—Muy bien. ¿Qué ve aquí?
Richards miró donde le indicaba. Alrededor del brazo derecho llevaba un aparato de tomar la presión, y le habían adherido a la cabeza unos electrodos. Tanto éstos como aquél iban conectados mediante cables a una consola situada cerca del médico. En el visor del ordenador aparecía una línea ondulada.
—Dos negras. Besándose.
El médico le mostró la segunda mancha de tinta.
—¿Y aquí?
—Un coche deportivo. Parece un Jaguar.
—¿Le gustan los coches a gasolina?
—Tenía una colección de modelos a escala cuando era pequeño —respondió Richards encogiendo los hombros.
El médico efectuó una anotación y levantó otra cartulina.
—Una enferma. Está tendida de lado. Las sombras de su rostro parecen los barrotes de una celda.
—Vamos con la última.
Richards se echó a reír.
—Parece un montón de mierda.
Se imaginó al médico con su bata blanca corriendo bajo las gradas del campo de deportes, mirando bajo las faldas de las chicas y masturbándose, y se echó a reír otra vez. El médico sonrió de nuevo con su desagradable mueca, haciendo más real lo que Richards imaginaba. Y más gracioso. Por fin, sus risas se redujeron a un par de jadeos. Hipó una vez más y calló.
—Supongo que no querrá decirme…
—No —replicó Richards—. No quiero.
—Entonces, sigamos adelante. Asociaciones de palabras.
No se molestó en explicarle la prueba. Richards supuso que ya estaba corriendo la voz. Magnífico: así ahorraría tiempo.
—¿Preparado?
—Sí.
El médico sacó un cronómetro de un bolsillo, lo puso en marcha, preparó el bolígrafo y estudió una lista de palabras que tenía frente a sí.
—Doctor.
—Negro —respondió Richards.
—Pene.
—Polla.
—Rojo.
—Negro.
—Plata.
—Puñal.
—Fusil.
—Muerte.
—Ganar.
—Dinero.
—Sexo.
—Test.
—Falta.
—Gol.
La lista continuó; más de cincuenta palabras hasta que el médico paró el cronómetro y dejó el bolígrafo.
—Bien —dijo. Juntó las manos y estudió a Richards con gesto grave—. Una última pregunta, Ben. No voy a decir que reconozco una mentira en cuanto la oigo, pero la máquina a la que está conectado nos dará un resultado muy fiable en uno u otro sentido. ¿Intenta alcanzar la categoría de concursante por motivaciones suicidas?
—No.
—¿Por qué razón, entonces?
—Tengo a mi hijita enferma. Necesita un médico. Y medicinas. Y atención hospitalaria.
—¿Algo más?
El médico hizo otra anotación.
Richards estuvo a punto de decir que no (no era asunto suyo), pero luego decidió continuar. Quizá fue porque aquel médico se parecía tanto al pobre retrasado de su juventud. O quizá porque tenía que decirlo una vez para que tomara cuerpo y forma concreta, como sucede cuando un hombre se obliga a traducir en palabras una reacción emocional no madurada. Por eso añadió:
—Hace mucho que no trabajo. Y quiero volver a hacerlo, aunque sólo sea como incauto pichón de un concurso con trampa. Quiero trabajar y mantener a mi familia. Tengo mi orgullo. ¿Tiene usted orgullo, doctor?
—El exceso de confianza y vanidad trae el infortunio —sentenció el médico mientras tapaba y guardaba el bolígrafo—. Si no tiene más que añadir, señor Richards…
Se puso en pie. Eso y el retorno al apellido indicaban que la entrevista había terminado, tanto si tenía algo más que decir como si no.
—No.
—La puerta está al fondo del pasillo, a la derecha. Buena suerte.
—Claro —dijo Richards.