En el cuarto piso, el grupo de Richards fue el primero en ser conducido a una gran habitación sin muebles en cuyas paredes se abría algo parecido a bocas de buzón. Volvieron a mostrar sus tarjetas y las puertas del ascensor se cerraron con un suspiro a sus espaldas.
Un tipo enjuto con una incipiente calvicie y el emblema de la Comisión de Concursos (la silueta de una cabeza humana superpuesta a una antorcha) en su bata blanca entró en la habitación.
—Desnúdense y saquen todos los objetos de valor de sus ropas —dijo—. Luego, tiren éstas en las ranuras del incinerador. Se les facilitarán monos de trabajo a cargo de la Comisión. —Después, con una sonrisa magnánima, añadió—: Podrán ustedes conservar esos monos, sea cual fuese la resolución final de la Comisión.
Hubo algunos gruñidos, pero todo el mundo obedeció.
—Apresúrense —dijo el hombre, mientras daba un par de palmadas como un maestro de escuela que señalara el final del recreo—. Nos queda mucho por delante.
—¿Usted también va a ser concursante? —preguntó Richards.
El hombre le dedicó una mirada de desconcierto. Al fondo, alguien rió disimuladamente.
—No importa —añadió Richards, mientras se quitaba los pantalones.
Sacó sus míseros objetos de valor e introdujo la camisa, los pantalones y los calzoncillos por una de las ranuras. Abajo, a considerable distancia, se produjo un breve y voraz destello de llamas.
Se abrió la puerta del otro extremo (siempre había una puerta en el otro extremo: eran como ratas en un enorme laberinto escalonado piso a piso; un laberinto norteamericano, pensó Richards) y unos hombres entraron unas grandes cestas rodantes, cada una de ellas con monos de una talla distinta. Los había pequeños, medianos, grandes y extra grandes. Richards escogió uno de estos últimos por su estatura; pensó que le vendría ancho de hombros, pero se ajustó perfectamente a él. El tejido era suave, adherente, casi sedoso, aunque más resistente que la seda. Una única cremallera de nailon recorría la prenda de arriba abajo. Todos los monos eran de color azul marino y llevaban en el bolsillo superior del costado derecho el emblema de la Comisión. Al ver que todo el grupo lo llevaba, Ben Richards sintió que había perdido su rostro.
—Por aquí —les indicó el hombre, haciéndoles pasar a otra sala de espera. El inevitable Libre-Visor parloteaba sin cesar—. Serán llamados en grupos de a diez.
La puerta situada detrás del Libre-Visor llevaba otro rótulo que decía POR AQUÍ, acompañado de otra flecha.
Tomaron asiento. Al cabo de un rato Richards se levantó y se acercó a la ventana. Ahora estaban más arriba, pero seguía lloviendo. Las calles aparecían húmedas, negras y resbaladizas. Se preguntó qué estaría haciendo Sheila.