…Menos 94 y contando…

Un potente timbre eléctrico le despertó súbitamente a las seis de la mañana siguiente. Por un instante permaneció desorientado, sin reconocer dónde estaba, y se preguntó si Sheila habría comprado un despertador o algo parecido. Entonces recordó el día anterior y se incorporó.

En grupos de cincuenta, fueron conducidos a un cuarto de baño industrial donde mostraron la tarjeta a una cámara protegida por un vigilante. Richards se dirigió a una casilla de baldosas azules que contenía un espejo, un lavamanos, una ducha y un retrete. En un estante, sobre el lavamanos, había una hilera de cepillos de dientes envueltos en celofán, una máquina de afeitar eléctrica, una pastilla de jabón, y un tubo de pasta de dientes a medio usar. Un rótulo en una esquina del espejo decía:

¡RESPETE ESTA PROPIEDAD!

Debajo, alguien había garabateado:

¡YO SÓLO RESPETO MI CULO!

Richards se duchó, se secó con una toalla colocada sobre el depósito de agua del retrete, se afeitó y se peinó.

Les llevaron a la cafetería, donde volvieron a enseñar sus tarjetas de identificación. Richards tomó una bandeja y la empujó sobre las barras de acero inoxidable. Le dieron una caja de cereales, un plato de patatas fritas grasientas, un cucharón de huevos revueltos, una tostada fría y dura como la losa de una tumba, un vaso de leche, una taza de café turbio sin crema, un sobre de azúcar, otro de sal y un poco de falsa mantequilla en un pedazo de papel oleoso.

Devoró la comida. Todos lo hicieron. Para Richards, era su primera comida de verdad, aparte de los grasientos pedazos de pizza y de las píldoras gubernamentales, en Dios sabía cuánto tiempo. Sin embargo, resultaba extrañamente sosa, como si algún chef vampiro le hubiera chupado en la cocina todo el sabor, dejándola reducida a los meros productos nutritivos.

¿Qué estarían comiendo ellas esa mañana? Píldoras de algas y falsa leche para la niña. Un repentino sentimiento de desesperación le invadió. ¡Señor!, ¿cuándo empezarían a ver dinero? ¿Hoy? ¿Mañana? ¿La semana siguiente?

O quizás eso era también un truco, un señuelo. Quizás no iba a haber ningún arco iris, y mucho menos una olla de oro al final de éste.

Permaneció sentado, con la mirada en su plato vacío, hasta que el timbre eléctrico volvió a sonar, a las siete en punto, y le enviaron con los demás hacia los ascensores.