Pasaban algunos minutos de las nueve y media cuando llamaron a las R. El grupo, Richards incluido, pasó a la sala de observación. Gran parte del nerviosismo inicial había desaparecido, y la mayoría de los candidatos estaban contemplando la Libre-Visión con avidez y sin el temor reverencial de horas antes, o bien dormitaban en sus asientos. El tipo sentado a su lado había sido llamado una hora antes, pues su apellido empezaba por L. Richards se preguntó, ociosamente, si le habrían aceptado.
La sala de observación era grande y sus paredes estaban cubiertas de azulejos, que reflejaban la luz de los fluorescentes del techo. Parecía una cadena de montaje, con varios médicos de aspecto aburrido situados en diversos puntos del recorrido.
Richards se preguntó con amargura si alguno de ellos estaría dispuesto a examinar a su hijita.
Los candidatos mostraron sus tarjetas a otra cámara incrustada en la pared y recibieron la orden de detenerse ante una hilera de percheros. Un médico con una larga bata blanca de laboratorio se acercó a ellos con una tablilla bajo el brazo.
—Desnúdense —dijo—. Cuelguen la ropa en el perchero. Recuerden el número de su colgador e indíquenlo al ordenanza del fondo. No se preocupen por sus objetos de valor. Aquí nadie los quiere.
Objetos de valor. Menuda broma, pensó Richards mientras se desabrochaba la camisa. Llevaba una cartera vacía con algunas fotos de Sheila y Cathy, un recibo de una media suela que se había hecho colocar seis meses atrás, un llavero sin más llave que la de su casa, un calcetín de niño que no recordaba haber dejado allí, y el paquete de tabaco que había sacado de la máquina.
Bajo los pantalones, Richards llevaba unos calzoncillos deshilachados porque Sheila siempre insistía en que se los pusiera. En cambio, la mayoría de los demás iban sin ropa interior. Pronto estuvieron todos desnudos y anónimos, con los penes colgando entre las piernas como olvidadas mazas de guerra. Cada uno llevaba en la mano su tarjeta. Algunos arrastraban los pies como si el suelo estuviera frío, aunque no era así. La sala estaba llena de un suave aroma a alcohol, nostálgico e impersonal.
—Guarden la fila —indicó el médico de la tablilla—. Y muestren siempre la tarjeta. Sigan las instrucciones.
La cola fue avanzando. Richards advirtió que, a lo largo del recorrido, había un vigilante junto a cada médico. Bajó la mirada y aguardó, en actitud pasiva.
—Tarjeta.
La mostró y el primer médico anotó el número. A continuación, añadió:
—Abra la boca.
Richards la abrió, con la lengua recogida.
El siguiente médico estudió sus pupilas con una pequeña y potente linterna y luego comprobó sus oídos. Después, un tercer médico le colocó en el pecho el frío círculo del estetoscopio.
—Tosa.
Richards tosió. Delante de él, uno de los candidatos había sido descartado y protestaba. Necesitaba el dinero y no podían hacerle aquello. Acudiría a un abogado, si era preciso. El médico movió el estetoscopio de lugar y repitió:
—Tosa.
Richards tosió. El médico le hizo dar media vuelta y le colocó el estetoscopio en la espalda.
—Inspire profundamente y contenga el aire. —Movió el estetoscopio a diversos puntos de la espalda de Ben y añadió—: Exhale.
Richards soltó el aire.
—Pase allí.
Un médico sonriente con un parche en un ojo le tomó la presión. Otro médico, calvo y con la piel del cráneo moteada de grandes pecas oscuras, como si padeciera del hígado, continuó el examen. Tras colocar su fría mano en la ingle de Richards, entre el escroto y el muslo, indicó a éste:
—Tosa.
Richards tosió una vez más.
—Adelante.
Le tomaron la presión y le pidieron que escupiera en un recipiente. Ya había recorrido la mitad de la sala. Dos o tres tipos habían terminado ya y un ordenanza de rostro descolorido y dientes de conejo traía sus ropas en unos cestos de alambre. Otra media docena de candidatos habían sido descartados y conducidos hasta la escalera.
—Inclínese y abra los glúteos.
Richards se inclinó y los abrió. Un dedo envuelto en plástico se introdujo en su recto, lo exploró y se retiró.
—Adelante.
Entró en una cabina cerrada con cortinas por tres lados, como las antiguas casillas de votación. Éstas habían sido sustituidas por elecciones mediante ordenador hacía once años. Richards orinó en un recipiente azul. El médico se lo llevó y lo vació en un aparato.
En la siguiente parada, le aguardaba una prueba de visión.
—Lea —dijo el médico.
—E-A, L-D, F-S, P, M, Z-K, L, A, C, D-U, S, G, A…
—Suficiente. Adelante.
Entró en otra cabina como la anterior y se colocó unos audífonos. Le indicaron que pulsara el botón blanco mientras oyera algo, y el rojo cuando dejara de oírlo. El sonido era muy agudo y débil, como un silbato para perros ajustado precisamente en el umbral auditivo humano. Richards continuó pulsando los botones hasta que le indicaron que se detuviera.
Le hicieron subir a una báscula y luego le examinaron los pies. Le colocaron ante un fluoroscopio después de ponerle un traje protector de plomo. Un médico que mascaba chicle mientras tarareaba algo para sí con escasa entonación tomó varias placas y anotó su número de tarjeta.
Richards había entrado con un grupo de unos veinte. Doce habían llegado hasta el final de la cadena. Algunos ya estaban vestidos y esperaban el ascensor. Un número similar había sido descartado. Uno de ellos había intentado agredir al médico que le había sacado de la cola y un policía con la porra eléctrica en alto había caído sobre él con toda energía. El tipo había caído al suelo en redondo, como si le hubieran dado un hachazo.
Hicieron subir a Richards a una tarima y le preguntaron si había padecido alguna de una lista de cincuenta enfermedades.
La mayor parte de ellas eran de naturaleza respiratoria. El médico le miró con atención cuando Richards dijo que había un caso de gripe en la familia.
—¿Su esposa?
—No, mi hija.
—¿Edad?
—Dieciocho meses.
—¿Está usted inmunizado? ¡No intente mentir! —gritó el médico de pronto, como si Richards ya lo hubiese intentado—. Comprobaremos su historial sanitario.
—Inmunizado en julio de dos mil veintitrés. Dosis suplementaria en septiembre de dos mil veintitrés. Centro sanitario del barrio.
—Adelante.
Richards sintió el súbito impulso de abalanzarse sobre la mesa y apretarle el cuello a aquel gusano, pero obedeció y siguió adelante.
En la última parada, una doctora de aire adusto con el cabello pelado al rape y un exprimidor eléctrico en el oído le preguntó si era homosexual.
—No.
—¿Le han detenido alguna vez por delitos mayores?
—No.
—¿Tiene alguna fobia intensa? Me refiero a si…
—No.
—Es mejor que escuche la definición —insistió la mujer, con aire de leve condescendencia—. Se trata de…
—… si tengo algún miedo inusual o irracional, como la claustrofobia o la agorafobia, ¿no es eso? No.
La doctora apretó los labios y, por un instante, pareció tentada de hacer algún comentario punzante.
—¿Utiliza o ha utilizado alguna droga adictiva o alucinógena?
—No.
—¿Tiene algún pariente que haya sido detenido bajo la acusación de crímenes contra el Gobierno o contra la Cadena?
—No.
—Firme este juramento de lealtad y este juramento de liberación de responsabilidades para la Comisión de Concursos, señor…, hum, Richards.
Estampó su firma.
—Muéstrele al ordenanza la tarjeta y dígale el número…
Dejó a la mujer a media frase y le hizo un gesto con el pulgar al ordenanza, un tipo de dientes salientes.
—Número veintiséis, Bugs.
El tipo le trajo sus cosas. Richards se vistió lentamente y se encaminó hacia el ascensor. Notaba el ano caliente y alborotado, violado, un poco resbaladizo a causa del lubricante utilizado por el médico.
Cuando estuvieron todos reunidos, se abrió la puerta del ascensor. La casilla blindada estaba vacía esta vez. El vigilante junto a los botones era un tipo delgado con una gran marca junto a la nariz.
—Pasen al fondo —iba diciendo—. Pasen al fondo.
Mientras se cerraba la puerta, Richards vio que por el otro extremo de la sala entraban las S. El médico de la tablilla se acercaba al grupo. Luego, la puerta terminó de cerrarse y no alcanzó a ver nada más.
Subieron al tercer piso y la puerta dio paso a un enorme dormitorio semi-iluminado. Filas y filas de estrechos catres de hierro y lona parecían extenderse hasta el infinito.
Dos vigilantes empezaron a anotar sus números, asignándole un catre a cada uno conforme iban saliendo. A Richards le dieron el 940. El lecho tenía una manta marrón y una almohada muy delgada. Richards se tumbó y dejó caer los zapatos al suelo. Los pies le colgaban fuera del catre, pero no podía hacer nada al respecto.
Cruzó los brazos bajo la cabeza y fijó la mirada en el techo.