Casi de inmediato, llamaron para el examen físico a aquellos cuyo apellido empezaba por A. Un par de docenas de candidatos se pusieron de pie y desaparecieron tras una puerta situada junto al Libre-Visor. Sobre la puerta había un gran rótulo que decía POR AQUÍ. Debajo de estas palabras había una flecha que señalaba la puerta. El grado medio de alfabetización de los candidatos era notoriamente bajo.
Cada cuarto de hora, aproximadamente, llamaban una nueva letra. Ben Richards había entrado casi a las cinco, así que calculó que no le llamarían hasta pasadas las ocho. Deseó haberse traído un libro, pero consideró que todo iba bien como estaba. Los libros eran, cuando menos, objetos sospechosos. Sobre todo si los tenía alguien de la otra parte del Canal. Eran más seguras las revistas de perversiones.
Contempló con inquietud el noticiario de las seis (los combates en Ecuador habían empeorado, en la India habían estallado nuevos brotes de violencia caníbal, y los Tigres de Detroit habían vencido a los Gatos Monteses de Harding por 6 a 2 en el partido de la tarde). Cuando se inició el primero de los grandes concursos de la noche, se acercó a la ventana con nerviosismo y contempló el exterior. Abajo, en las aceras, una multitud de hombres y mujeres (la mayoría de ellos técnicos o burócratas de la Cadena, naturalmente) empezaba su deambular en busca de diversiones. Al otro lado de la calle, en una esquina, un Camello Autorizado pregonaba su mercancía. Un hombre pasó por debajo de Richards con una fulana de cada brazo; las mujeres iban envueltas en abrigos de marta cebellina, y los tres iban riéndose.
Le entró una terrible añoranza de Sheila y Cathy. Deseó poder llamarlas, pero consideró que no se lo permitirían. Todavía estaba a tiempo de retirarse, desde luego; varios hombres lo habían hecho ya. Se levantaban, cruzaban la sala de espera con una confusa e imprecisa sonrisa y enfilaban la puerta sobre la que se leía A LA CALLE. ¿Volver a aquel piso, con la pequeña consumida por la fiebre en la habitación contigua? No, imposible. Imposible.
Permaneció un rato más junto a la ventana, y después, volvió a sentarse. Un nuevo concurso, Cave su tumba, estaba ya en el aire.
El tipo sentado junto a Richards le dio un golpecito en el brazo con gesto nervioso.
—¿Es cierto que eliminan a más de un treinta por ciento en los exámenes físicos?
—No lo sé —replicó.
—¡Cielo santo! —continuó el hombre—. Yo tengo bronquitis. Quizás en Caminando hacia los billetes…
Richards no sabía qué decir. La respiración del tipo sonaba como un camión lejano que estuviera subiendo una cuesta pronunciada.
—Tengo familia y… —añadió el tipo, con abatida desesperación.
Richards clavó la mirada en el Libre-Visor como si el programa le interesara. El tipo permaneció en silencio un largo rato. A las siete y media, cuando se inició el programa siguiente, Richards le oyó preguntar sobre el examen físico al hombre sentado al otro lado.
En la calle ya había oscurecido. Richards se preguntó si aún seguiría lloviendo. Las horas le parecían muy largas.