Una mano poderosa y encallecida se posó en su hombro al principio del pasillo, más allá de los mostradores.
—La tarjeta, amigo.
Richards la mostró. El vigilante se relajó. Su rostro, de facciones astutas, casi orientales, reflejaba disgusto.
—Te gusta echar a la gente, ¿verdad? —murmuró Richards—. Eso te da poder, ¿no es cierto?
—¿Quieres que te ponga en la calle a ti también, gusano?
Richards dejó atrás al vigilante y éste no se movió.
Se detuvo a medio pasillo y se volvió hacia el tipo uniformado.
—¡Eh, tú! —llamó.
El vigilante le miró con aire belicoso.
—¿Tienes familia? —le preguntó Ben—. La semana que viene podría tocarte a ti.
—¡Sigue adelante! —gritó el hombre, enfurecido.
Richards le obedeció con una sonrisa en los labios.
Había una cola de unos veinte candidatos junto a los ascensores. Richards enseñó la tarjeta a uno de los vigilantes, que le observó atentamente.
—¿Tienes la cabeza dura, muchacho?
—Bastante —replicó Richards, con una sonrisa.
El vigilante le devolvió la tarjeta.
—Pues ya te la ablandarán. Veremos si eres tan valiente con un par de agujeros en la cabeza.
—Tanto como tú si no llevaras ese arma a la cintura —replicó Richards, sonriendo todavía—. ¿Quieres probarlo?
Por un instante, creyó que el tipo iba a lanzarse sobre él.
—Ya te arreglarán —dijo el vigilante—. Terminarás arrastrándote de rodillas antes de que acaben contigo.
El vigilante dio el alto a tres tipos que se acercaban y les pidió las tarjetas. El hombre situado delante de Richards se volvió hacia éste. Tenía un aire nervioso e infeliz, y el rizado cabello le sobresalía de la frente como un promontorio.
—Escucha, amigo, no vayas a pelearte con esa gente. Aquí queda registrado todo lo que haces o dices.
—¿De veras? —replicó Richards, mientras dirigía al hombre una mansa mirada.
El tipo se volvió de nuevo hacia delante.
De pronto, se abrieron las puertas del ascensor. Un vigilante negro con un vientre enorme protegía el plafón de los botones. Al fondo del gran ascensor, en un pequeño cubículo blindado del tamaño de una cabina telefónica, había otro vigilante sentado en un taburete hojeando una revista de perversiones en tres dimensiones. En su regazo tenía una escopeta de cañones recortados, y junto a ella, dispuesta para ser cargada, había una caja de munición.
—¡Pasen al fondo! —gritó el gordo, con aire de aburrida importancia—. ¡Al fondo!
Los candidatos se apretaron hasta que a Richards le fue imposible respirar profundamente, encajado por todas partes con aquella triste masa de carne. Subieron al segundo piso y las puertas se abrieron. Richards, que pasaba la cabeza a todos los demás en el ascensor, vio una enorme sala de espera con muchos asientos, dominada por una inmensa pantalla de Libre-Visión. En un rincón había un expendedor automático de tabaco.
—¡Salgan! ¡Vayan saliendo! ¡Muestren sus tarjetas a la izquierda!
Obedecieron y cada uno enseñó su tarjeta de identificación ante el objetivo impersonal de una cámara. Junto a ésta permanecían tres vigilantes. Por alguna razón, la cámara emitía un zumbido al identificar algunas de las tarjetas, y sus poseedores eran apartados de la cola y devueltos a la calle.
Richards mostró la suya y fue autorizado a seguir. Se acercó a la máquina de cigarrillos, sacó un paquete y tomó asiento lo más lejos posible del Libre-Visor. Encendió un cigarrillo y expulsó el humo entre toses. Llevaba casi seis meses sin fumar un solo pitillo.