Eran más de las cuatro cuando Ben Richards llegó hasta el mostrador principal, y allí le indicaron que se dirigiera al mostrador número 9 (letras Q-R). La mujer sentada tras el mismo tenía un aspecto cansado, cruel e impersonal. Levantó la mirada hacia Ben y empezó a hacerle preguntas sin prestarle apenas atención.
—Nombre completo.
—Richards, Benjamin Stuart.
Los dedos de la mujer recorrieron el tablero, clac, clac, clac, introduciendo los datos en la máquina.
—Edad. Estatura. Peso.
—Veintiocho. Un metro ochenta y siete. Setenta y cinco.
Clac, clac, clac.
—Cociente intelectual certificado por el test de Welschler, si lo sabe, y edad en que pasó el test.
—Ciento veintiséis. A los catorce años.
Clac, clac, clac.
El inmenso vestíbulo era una algarabía de voces, ecos y resonancias. Preguntas y respuestas. Algunos candidatos eran rechazados. Unos se alejaban entre sollozos. Otros alzaban voces de protesta. Un par de gritos. Y preguntas. Siempre preguntas.
—¿Última escuela?
—Oficios manuales.
—¿Terminó los estudios?
—No.
—Cursos aprobados y edad en que dejó la escuela.
—Dos cursos. A los dieciséis.
—Razones para dejar de estudiar.
—Me casé.
Clac, clac, clac.
—Nombre y edad de su esposa, si la tiene.
—Sheila Catherine Richards. Veintiséis.
—Nombre y edad de sus hijos, si los tiene.
—Catherine Sarah Richards. Dieciocho meses.
Clac, clac, clac.
—Una última pregunta, señor Richards. Y no se moleste en mentir; si lo hace, se descubrirá durante el examen físico y será descalificado allí. ¿Ha utilizado alguna vez heroína o ese alucinógeno de anfetamina sintética que llaman push de San Francisco?
—No.
Clac.
La mujer entregó a Ben una tarjeta de plástico que había escupido la máquina.
—No pierda esta tarjeta, muchacho. De lo contrario, tendrá que empezar otra vez los trámites la próxima semana.
Ahora, la mujer estaba estudiando su rostro, sus ojos coléricos y su cuerpo larguirucho. No tenía mal aspecto. Al menos, tenía algún rastro de inteligencia. Una buena estadística.
Con gesto rápido, la mujer tomó de nuevo la tarjeta y efectuó una marca en la esquina superior derecha de la misma, dándole un extraño aspecto de gastada.
—¿Por qué ha hecho eso?
—No tiene importancia. Ya se lo dirán más adelante, quizás.
La mujer señaló un amplio pasillo que conducía hacia la zona de ascensores. Decenas de tipos procedentes de las mesas de recepción se encaminaban hacia allí, eran detenidos por los vigilantes, mostraban sus correspondientes tarjetas y continuaban adelante. Mientras Richards miraba, uno de los vigilantes detuvo a un tipo tembloroso y de facciones hundidas. Tenía todo el aspecto de un adicto al push, y el vigilante le negó el paso. El tipo empezó a llorar y a gritar, pero tuvo que marcharse.
—Éste es un mundo muy duro, muchacho —murmuró la mujer, sin el menor rastro de simpatía en la voz.
Richards se encaminó hacia el pasillo. Detrás de él, la letanía de preguntas y respuestas se iniciaba otra vez.