Como cualquier otra asociación, los carbonarios, o «carboneros», se atribuyen una enorme antigüedad […]. Sociedades parecidas surgieron en muchos países montañosos y se rodearon de ese misticismo del que hemos visto ya numerosos ejemplos. Su lealtad mutua y para con la sociedad era tal que en Italia acabó desembocando en el dicho «Por la fidelidad de un carbonaro» […]. A fin de evitar toda sospecha de asociación delictiva, se dedicaron a cortar madera y producir carbón […]. Se reconocían entre sí mediante señales, roces y palabras […].
CHARLES WILLIAM HECKETHORN,
The Secret Societies of All Ages and Countries
Entre las sociedades secretas italianas, ninguna abarcaba tanto en sus objetivos políticos como la de los carbonarios. A principios de la década de 1820 eran algo más que un simple poder en el país y se vanagloriaban de poseer sociedades filiales en confines tan alejados como Polonia, Francia y Alemania. La historia de estos «carboneros», según ellos mismos, comenzó en Escocia.
ARKON DARAUL,
A History of Secret Societies
Pero soy medio escocés de nacimiento y he criado a uno entero […].
LORD BYRON,
Don Juan, Canto X
Viareggio, Italia, 15 de agosto de 1822
Arreciaba el calor de la canícula. Allí, bajo el sol abrasador de la Toscana, en un tramo aislado de playa de la costa ligur, los arreciaba el calor de la canícula. Allí, bajo el sol abrasador de guijarros de la arena conformaban una plancha tan ardiente que incluso a esas horas, a media mañana, podía uno cocer pani en su superficie. A lo lejos, al otro lado de las aguas, las islas de Elba, Capraia y la pequeña Gorgona surgían del mar como destellantes apariciones.
En el centro de la hoz de la playa, al abrigo de los altos montes circundantes, se había reunido un pequeño grupo de hombres. Sus caballos no soportaban el ardor de las arenas, así que los habían dejado en un bosquecillo cercano.
George Gordon, lord Byron, aguardaba apartado de los demás. Se había sentado en una gran roca negra que las olas lamían; aparentemente para que su afamado perfil romántico, inmortalizado en tantísimos cuadros, quedara recortado en la postura más favorecedora contra el fondo ofrecido por el titilante mar. Aunque, de hecho, la oculta deformidad que aquejaba a su pie derecho desde su nacimiento casi le había impedido bajar siquiera de su carruaje esa mañana. Su pálida tez, que le había valido el apodo de Alba, quedaba a la sombra de un ancho sombrero de paja.
Desde allí, tristemente, disfrutaba de una posición privilegiada para observar cada detalle de la espantosa escena que se desarrollaba en la playa. El capitán Roberts —patrón del barco de Byron, el Bolívar, que estaba anclado en la ensenada— supervisaba los preparativos de los hombres. Estaban levantando una gran hoguera. El edecán de Byron, Edward John Trelawney —llamado el Pirata por su rudo aspecto oscuramente atractivo y sus excéntricas pasiones—, acababa de montar la jaula de hierro que haría las veces de parrilla.
La media docena de soldados de Lucca que los asistían habían exhumado el cadáver de su tumba provisional, cavada a toda prisa donde la marea había dejado varado el cuerpo. Los despojos apenas se asemejaban a un ser humano: los peces habían rebañado el rostro a mordiscos, y la carne putrefacta estaba manchada de un añil oscuro y espectral. Habían realizado la identificación gracias a la conocida casaca corta, en uno de cuyos bolsillos habían encontrado un pequeño tomo de poesía.
Colocaron entonces el cuerpo en la jaula parrilla y lo dispusieron sobre las ramas secas de balsamina y las maderas traídas por las olas que habían recogido de la playa. Esos escuadrones de soldados eran una presencia necesaria en una exhumación al uso, según había sido informado Byron, a fin de garantizar que se seguían los procedimientos adecuados de inmolación para luchar contra la fiebre amarilla de América, que estaba causando estragos en la costa.
Byron observó cómo Trelawney vertía el vino, las sales y el aceite sobre el cadáver. La llama rugiente saltó como un bíblico pilar de Dios hacia el severo cielo de la mañana. Una única gaviota volaba en círculos muy por encima de la columna llameante; los hombres intentaban ahuyentarla a gritos mientras agitaban sus camisas en el aire.
El calor de las arenas, exacerbado por el fuego, hacía que la atmósfera que rodeaba a Byron pareciera irreal: las sales habían vuelto las llamas de colores extraños, sobrenaturales. Incluso el aire estaba trémulo y ondeante. Se sentía verdaderamente enfermo, pero, por alguna razón que sólo él conocía, no era capaz de marcharse de allí.
Byron, que seguía contemplando las llamas, sintió repugnancia cuando el cadáver explotó a causa de la intensa temperatura y sus sesos, apretados contra los barrotes al rojo vivo de la jaula de hierro, bulleron, borbotearon e hirvieron como en una caldera. También podía haber sido una oveja muerta, pensó. Qué visión más nauseabunda y degradante… La realidad terrena de su querido amigo se evaporaba en blancas cenizas ardientes ante sus propios ojos.
Conque eso era la Muerte.
Ahora estamos todos muertos, de una u otra forma, pensó Byron con amargura. Pero ¿acaso no había bebido demasiado Percy Shelley de las pasiones oscuras de la Muerte como para durar una vida entera?
Esos últimos seis años, durante todas sus peregrinaciones, las vidas de los dos famosos poetas habían estado inextricablemente ligadas. Empezando por sus exilios voluntarios de Inglaterra, que habían emprendido el mismo mes del mismo año, si bien no por las mismas razones, y hasta su estancia en Suiza. También habían estado juntos en Venecia, de la que Byron había desaparecido hacía más de dos años, y ahora en su grand palazzo de allí, en la cercana Pisa, del que Shelley había salido apenas unas horas antes de su muerte. A ambos los había acechado la muerte; acosados y acuciados, casi se habían visto engullidos por el interminable y cruel vórtice que había empezado a girar tras sus respectivas huidas de Albión.
Primero el suicidio de la primera esposa de Shelley, Harriet, hacía seis años, cuando Shelley se fugó al continente con una Mary Godwin de dieciséis años que ahora era su esposa. Después el suicidio de la hermanastra de Mary, Fanny, a la que los amantes habían dejado en Londres con su cruel madrastra al huir. A ese golpe le siguió la muerte del benjamín de Percy y Mary, William. Y nada más que el febrero anterior, la muerte en Roma por tuberculosis del amigo e ídolo poético de Shelley, Adonais: el joven John Keats.
El propio Byron seguía dando tumbos por la muerte, acaecida hacía apenas unos meses, de su hija de cinco años, Allegra: la hija «natural» habida con la hermanastra de Mary Shelley, Clare. Pocas semanas antes de que Shelley muriera ahogado, le había explicado a Byron que había visto una aparición: Percy había creído ver a la difunta pequeña de Byron haciéndole señales desde el mar para que se reuniera con ella bajo las olas. Y de repente ese espantoso final del pobre Shelley.
Primero la muerte en el agua; luego la muerte en el fuego.
A pesar del calor asfixiante, Byron sintió un frío terrible al recrear mentalmente la escena de las últimas horas de su amigo.
Caída ya la tarde del 8 de julio, Shelley había salido del grand palazzo de Lanfranchi propiedad de Byron, en Pisa, y había corrido hacia su pequeña embarcación, el Ariel, amarrada un trecho de costa más abajo. Contra todo lo aconsejable y todo sentido común, Shelley había zarpado al instante sin avisar a nadie y había puesto rumbo hacia el vientre crepuscular de una tormenta que se acercaba. ¿Por qué?, pensó Byron. A menos que lo persiguieran. Pero ¿quién? ¿Y con qué fin?
No obstante, en retrospectiva esa parecía la única explicación verosímil, como Byron comprendiera esa mañana por primera vez. De súbito, en un fogonazo de lucidez, había visto algo que debiera haber sospechado enseguida: la misteriosa muerte por ahogamiento de Percy Shelley no había sido un accidente. Estaba relacionada con algo —o fue buscada por alguien— que iba a bordo de aquella embarcación. Byron ya no tenía duda alguna de que, cuando el Ariel fuera rescatado de su tumba acuosa, como pronto sucedería, verían que había sido embestido por una falúa o alguna otra gran nave con intención de abordarlo. Pero también sospechaba que no habrían encontrado lo que fuera que andaban buscando.
Y es que, como Byron no había intuido hasta esa mañana, Percy Shelley —un hombre que jamás había creído en la inmortalidad— podría haber logrado enviar un último mensaje desde más allá de la tumba.
Byron se volvió hacia el mar de manera que los demás, ocupados con el fuego, no le vieran sacar subrepticiamente de la cartera el tomo con el que había logrado hacerse: el ejemplar de Shelley de los últimos poemas de John Keats, publicados no mucho antes de que este muriera en Roma.
El libro empapado había sido encontrado con el cuerpo tal como lo había dejado el propio Shelley: remetido en el bolsillo de esa corta casaca suya de colegial que le venía pequeña. Todavía estaba abierto y tenía una marca en su poema preferido de Keats, La caída de Hiperión, sobre la batalla mitológica entre los titanes y esos nuevos dioses, encabezados por Zeus, que no tardarían en ocupar su lugar. Tras ese famoso combate mitológico que todo niño en edad escolar conocía, sólo Hiperión, dios del sol y el último de los titanes, sigue con vida.
Era un poema por el que Byron nunca había sentido especial inclinación, y que ni al propio Keats le había gustado lo bastante para terminarlo, pero le pareció significativo que Percy se hubiera tomado la molestia de llevarlo consigo, incluso en su muerte. Sin duda había marcado ese pasaje por alguna razón:
Al punto echó a correr el brillante Hiperión;
sus túnicas en llamas fluían tras sus talones,
produciendo un rugido como de fuego terrenal […]
Llameando se alejó…
En ese final prematuro de un poema que estaba destinado a permanecer inconcluso por siempre, el dios del sol parece prenderse fuego y extinguirse en el olvido estallando en una bola de su propia incandescencia: casi como un ave Fénix. Casi como el pobre Percy, inmolado allí, en la pira.
Con todo, lo fundamental era algo que nadie más parecía haber notado cuando encontraron el libro: justo en el lugar en que Keats había dejado su pluma, Percy había empuñado la suya y había dibujado cuidadosamente una pequeña marca en el margen de la página, una especie de huecograbado con algo impreso dentro. La tinta estaba muy desvaída a causa de la larga exposición a la salada agua del mar, pero Byron estaba seguro de que aún podría descifrarlo si lo examinaba en detalle. Por eso lo había llevado consigo esa mañana.
Tras arrancar la página del libro, volvió a guardar el tomo y estudió a conciencia el pequeño dibujo que su amigo había realizado en el borde. Shelley había trazado un triángulo que encerraba tres pequeños círculos, o esferas, cada uno en una tinta de diferente color.
Byron conocía bien esos colores por diversos motivos. Primero, porque eran los suyos: los de la heráldica de su familia materna escocesa, que se remontaba a tiempos anteriores a la conquista normanda. Aunque no era más que una casualidad de nacimiento, durante su estancia en Italia no le había ayudado precisamente hacer siempre orgullosa ostentación de esos colores en su enorme carruaje, un vehículo construido a imitación del que había poseído el destituido y difunto emperador de Francia, Napoleón Bonaparte, pues, como Byron debía saber mejor que nadie, en un lenguaje secreto o esotérico esos colores en especial significaban muchísimo más.
Las tres esferas que Shelley había dibujado en el triángulo eran negra, azul y roja. La negra simbolizaba el carbón, que significaba «fe»; el azul representaba el humo, que quería decir «esperanza», y el rojo era la llama, por la «caridad». Juntos, los tres colores representaban el ciclo vital del fuego. Es más, dispuestos como allí estaban, dentro de un triángulo, símbolo universal de dicho elemento, aludían a la destrucción mediante las llamas del viejo mundo, tal como profetizó san Juan en el Apocalipsis y la llegada de un nuevo orden mundial.
Precisamente ese símbolo, esos orbes tricolores dentro de un triángulo equilátero, había sido elegido también como insignia secreta de un grupo clandestino que pretendía llevar a cabo esa misma revolución, al menos allí, en Italia. Se hacían llamar los carbonari: los carbonarios.
En los veinticinco años que siguieron a la Revolución francesa, un lapso de terror y conquista que casi redujo a añicos a Europa entera, sólo hubo un rumor más aterrador que el de la guerra: el de la insurrección interna, un movimiento surgido del interior de los reinos que exigía la aniquilación de todos los señores de fuera, de cualquier imperio impuesto.
Durante los dos años anteriores, George Gordon, lord Byron, había vivido bajo el mismo techo que su amante veneciana, Teresa Guiccioli, una niña ya casada a quien doblaba la edad y que se había exiliado de Venecia junto con su hermano, su primo y su padre, pero sin su cornudo esposo. Se trataba de los afamados Gamba —los Gambitti, como los llamaba la prensa popular—, miembros destacados de la Carbonería, el mismo grupo que había jurado enemistad eterna a todas las formas de tiranía… aunque había fracasado en su intento de golpe de Estado, durante el carnaval del año anterior, para expulsar a los gobernantes austríacos del norte de Italia. En lugar de eso, los propios Gamba habían sido expulsados de tres ciudades italianas consecutivamente, y Byron los había seguido en cada nueva escala.
Esa era la razón de que todas las comunicaciones de Byron, ya fuera en persona o por escrito, fuesen diligentemente vigiladas y se tuviera orden de transmitirlas a los amos oficiales de las tres partes de Italia: los Habsburgo austríacos del norte, los Borbones españoles del sur y la propia iglesia de los Estados Pontificios en el centro.
Lord Byron era el capo secreto de los Cacciatori Americani: «los Americanos», como se conocía a la rama más popular y populista de la sociedad clandestina. Había financiado con sus fondos privados las armas, la munición y la pólvora de la reciente insurrección frustrada de los carbonari… y mucho más.
Le había proporcionado a su amigo Alí Bajá la nueva arma secreta que este quería utilizar en su rebelión contra los turcos, el fusil de repetición, que Byron había mandado diseñar para sí mismo en Estados Unidos.
También estaba costeando la Etaireía ton Philikón, o Sociedad de Amigos: un grupo secreto que apoyaba la lucha para expulsar de Grecia a los turcos otomanos.
Lord Byron era, sin duda, todo lo que los endriagos imperialistas tenían motivos para temer por encima de todo: un enemigo implacable de los tiranos y sus reinos. Esos poderes comprendían que él en persona era exactamente el fermento que requería la insurrección y que, además, era lo bastante rico para, en caso necesario, darle de beber también con agua de su propio pozo.
Sin embargo, en el último año esas tres sublevaciones nacientes habían sido brutalmente aplastadas y habían acabado con la yugular segada, a veces literalmente. No en vano se dijo, tras la muerte de Alí Bajá, hacía siete meses, que había sido enterrado en dos lugares diferentes: su cuerpo en Janina, su cabeza en Estambul. Siete meses. ¿Cómo había tardado tanto en darse cuenta? Hasta esa mañana.
Habían pasado casi siete meses desde que había muerto Alí Bajá y todavía no había recibido noticias, ninguna señal… Al principio, Byron suponía que habría habido un cambio de planes. Después de todo, muchas cosas habían cambiado en los últimos dos años mientras Alí permanecía aislado en Janina, pero el bajá siempre había jurado que, si alguna vez se encontraba en peligro, daría con Byron por cualquier medio a través de su servicio secreto, que era, a fin de cuentas, el más amplio y poderoso que jamás forjara en la historia una organización de ese tipo.
En caso de que, durante las últimas horas del bajá en la tierra, eso resultara imposible, él mismo se inmolaría en el interior de la gran fortaleza de Demir Kule junto con su tesoro, sus seguidores e incluso su amada y hermosa Vasiliki, antes que dejar que nada cayera en manos de los turcos.
Sin embargo, Alí Bajá estaba muerto y, según todos los informes, la fortaleza de Demir Kule había sido aprehendida intacta.
Pese a los reiterados intentos de Byron por descubrir cualquier indicio sobre qué había sido de Vasiliki y de todos los que habían sido apresados en Estambul, todavía no le había llegado noticia alguna. Tampoco había recibido el objeto que se suponía que la Carbonería y él mismo debían proteger.
El libro de poemas de Percy parecía contener la única pista. Si Byron lo había interpretado correctamente, el triángulo que había dibujado su amigo constituía sólo la mitad del mensaje. La otra mitad era el poema en sí: el fragmento que Percy había señalado de La caída de Hiperión de Keats. Uniendo esas dos pistas, el mensaje completo decía: «El viejo dios solar será destruido por una llama mucho más peligrosa: una llama eterna».
Byron comprendió al instante que, si eso era cierto, él mismo era quien más tenía que temer. Debía pasar a la acción, y enseguida además, porque si Alí Bajá había muerto sin la colosal explosión prometida, si a sus oídos no llegaban noticias de los supervivientes que habían estado junto a él —Vasiliki y sus consejeros, su servicio secreto, los shaijs bektasíes—, si Percy Shelley había sido perseguido desde el palazzo pisano de Byron y empujado hacia esa tormenta, hacia su muerte, todo ello no podía significar más que una cosa: que todo el mundo creía que ese trebejo había llegado al destino que le habían asignado, que Byron lo había recibido. Esto es, todo el mundo salvo quienquiera que hubiera escapado de Janina.
¿Y qué habría sido de la Reina Negra perdida?
Byron necesitaba retirarse a pensar y trazar un plan antes de que los demás subieran a bordo de su barco con las cenizas de Percy. Tal vez fuera ya demasiado tarde.
Arrugó en su mano la página que contenía el mensaje y, adoptando su habitual expresión de distante desdén, se levantó de donde estaba sentado y cojeó dolorosamente por las ardientes arenas hasta donde Trelawney seguía atendiendo el fuego. Los rasgos oscuros y salvajes del Corsario Londinense habían ennegrecido más aún a causa del hollín de la hoguera y, con esos resplandecientes dientes blancos y esos mostachos trepadores, el hombre parecía algo más que ligeramente loco. Byron se estremeció al lanzar con indiferencia a las llamas el rebujo de papel. Se aseguró de que prendía y ardía antes de volverse para hablar con los demás.
—No repitáis esta farsa conmigo —dijo—. Dejad que mi cadáver se pudra donde caiga muerto. Debo confesar que este homenaje pagano a un poeta muerto me ha dejado deshecho. Necesito un poco de aire marino para borrar de mi mente este horror.
Regresó a la orilla y, con una rauda cabezada hacia el capitán Roberts para confirmar su anterior acuerdo de encontrarse más tarde en el barco, Byron dejó a un lado su sombrero de ala ancha, se quitó la camisa, se zambulló en el mar y surcó las olas con brazadas fuertes e imperiosas. Era media mañana y el agua ya estaba tibia como la sangre; el sol abrasaba la blanca tez de Alba. Sabía que tenía que nadar menos de un kilómetro hasta el Bolívar; muy poca cosa para un hombre que había cruzado el Helesponto a nado, pero un trecho lo bastante largo para permitirle despejar la cabeza y pensar. Sin embargo, aunque el ritmo de sus brazadas y el agua salada que le lamía los hombros le ayudaban a calmar su agitación, su pensamiento no hacía más que volver una y otra vez sobre lo mismo: por mucho que lo intentaba, y pese a que pudiera parecer descabelladamente improbable, a Byron sólo se le ocurría una persona a quien pudiera hacer referencia el mensaje de Percy. Alguien que quizá poseyera un indicio fundamental sobre el destino del tesoro desaparecido de Alí Bajá. El propio Byron no había llegado a conocerla, pero su reputación la precedía.
Era italiana de nacimiento, una viuda acaudalada. Frente a la descomunal riqueza de esta, lord Byron sabía que su considerable fortuna personal palidecería. Esa mujer había gozado otrora de renombre mundial, aunque ahora vivía prácticamente aislada allí, en Roma. Sin embargo, decían que en su juventud había luchado con valentía empuñando pistolas y a lomos de un caballo para liberar a su tierra de los poderes extranjeros; igual que Byron y los carbonarios intentaban hacer en aquellos días.
No obstante, a pesar de las aportaciones personales de la mujer a la causa de la libertad, fue ella quien dio a luz al último titánico «dios solar» del mundo, tal como Keats lo había descrito: su vástago había sido un tirano imperial cuyo efímero reino había aterrorizado a Europa entera y luego se había consumido con prontitud. Igual que Percy Shelley. Al final, lo único que había logrado el hijo de aquella mujer había sido replantar la virulenta semilla de la monarquía en el mundo del momento. Hacía apenas un año que había muerto, hundido en la angustia y la oscuridad.
Mientras sentía que el sol le quemaba la piel desnuda, Byron se esforzó más aún por llegar a su barco entre las vastas aguas. Si estaba en lo cierto, sabía que tenía poco tiempo que perder para poner su plan en marcha.
A Byron, además, no dejaba de resultarle irónico el hecho de que, de haber vivido el hijo de la viuda romana, ese día, el 15 de agosto, habría sido su cumpleaños: un día que se conmemoraba en toda Europa durante los últimos quince años, hasta su muerte.
La mujer que lord Byron creía que podía tener la clave para localizar a la Reina Negra perdida de Ali Bajá era la madre de Napoleón: Letizia Ramolino Buonaparte.
Palazzo Rinuccini, Roma, 8 de septiembre de 1822
Aquí [en Italia] no se ven de momento más que las centellas del volcán, pero la tierra está caliente y el aire es sofocante […] hay en el pensamiento de las gentes una gran conmoción que desembocará en quién sabe qué […]. Las «eras de los reyes» desaparecen deprisa. La sangre se verterá como agua, y las lágrimas como niebla; pero al final los pueblos vencerán. No viviré para verlo, pero lo presagio.
LORD BYRON
Hacía una mañana cálida y agradable, pero Madame Mère había dispuesto que el fuego crepitara en todas las chimeneas del palazzo, que se encendieran velas en todas las estancias. Cada una de las costosas alfombras de Aubusson había sido cepillada, a cada una de las esculturas de Canova de sus famosos hijos le habían quitado el polvo. Los criados de madame estaban ataviados con sus más elegantes libreas verdes y doradas, y su hermano, el cardenal Joseph Fesch, pronto llegaría desde su cercano palazzo Falconieri para ayudarla a recibir a los invitados a quienes siempre abría su hogar ese día de todos los años, puesto que era una fecha señalada en el calendario sagrado, un día que Madame Mère había jurado que jamás desatendería y siempre honraría: la Asunción de la Virgen María.
Llevaba más de cincuenta años realizando el ritual, desde que hiciera su solemne promesa a la Virgen. A fin de cuentas, ¿no había nacido su hijo favorito el día de la festividad de la Ascensión de la Virgen María a los cielos? Esa criaturita endeble cuyo nacimiento había llegado tan repentina e inesperadamente pronto, cuando ella —la joven Letizia, con sólo dieciocho años— ya había perdido dos niños. De modo que ese día le había jurado a Nuestra Señora que siempre, sin falta, celebraría su nacimiento y que consagraría a sus hijos a la Virgen María.
Aunque el padre del niño había insistido en ponerle al recién nacido Neapolus en honor a un desconocido mártir egipcio en lugar de Carlo-Maria, como hubiera preferido Letizia, ella se aseguró de bautizar a todas sus hijas con el prénom de María: Maria Anna, a la que más adelante se conocería por Elisa, gran duquesa de Toscana; Maria Paula, llamada Paulina, princesa Borghese, y María Annunziata, más tarde llamada Carolina, reina de Napóles. Y a ella la llamaban Madame Mère: Nuestra Señora Madre.
La Reina de los Cielos había bendecido sin duda a todas las niñas con salud y belleza, mientras que su hermano, que sería conocido como Napoleón, les había dado riqueza y poder. Pero nada de ello duraría. Todos esos dones se habían disipado, igual que las nieblas turbias que Letizia aún recordaba envolviendo su isla natal de Córcega.
En ese momento, mientras Madame Mère avanzaba por las salas llenas de flores e iluminadas por velas de su enorme palazzo romano, sabía que tampoco ese mundo perduraría. Madame Mère, con el corazón palpitante, sabía que esa jornada de tributo a la Virgen podía acabar siendo su último día en mucho tiempo. Allí estaba ella, una anciana prácticamente sola, pues toda su familia había perecido o se había dispersado, vestida de un luto perpetuo y viviendo en un entorno que le era muy ajeno, rodeada únicamente de cosas efímeras: riqueza, posesiones y recuerdos.
Sin embargo, uno de esos recuerdos podía haber regresado de súbito para acosarla.
Sucedía que Letizia había recibido esa misma mañana un mensaje, una nota entregada a mano de alguien a quien no había visto y de quien no había tenido noticias en todos esos largos años del auge y la caída del imperio de los Bonaparte; desde que Letizia y su familia habían dejado atrás las agrestes montañas de Córcega, hacía casi treinta años. La nota era de alguien a quien la mujer, a esas alturas, había llegado a creer muerto.
Letizia sacó el papel del interior del corpino de su vestido negro de luto y volvió a leer el mensaje, puede que por vigésima vez desde que lo había recibido por la mañana. No estaba firmado, pero no cabía duda de quién lo había escrito. Estaba redactado con el ancestral alfabeto tifinagh de la lengua tamazigh de los bereberes tuaregs del Sahara profundo. Ese idioma había sido siempre un código secreto utilizado por una sola persona en los comuniqués con la familia de su madre.
Esa era la razón de que Madame Mère hubiera enviado a buscar urgentemente a su hermano el cardenal, para pedirle que acudiera enseguida, antes que los demás invitados, y que trajera con él a la inglesa, esa otra María que acababa de regresar a Roma hacía poco. Sólo ellos dos serían capaces de ayudarla en su horrible trance.
Si ese hombre al que llamaban el Halcón se había levantado verdaderamente de entre los muertos, Letizia sabía muy bien qué se le exigiría a ella.
A pesar de la calidez de los numerosos fuegos de las estancias, sintió ese frío tan conocido de las profundidades de su propio pasado mientras releía una vez más las fatídicas líneas: «El Pájaro de Fuego se ha levantado. El Ocho regresa».
Tassili n’Ajjer, el Sahara, equinoccio de otoño de 1822
Somos inmortales, y no olvidamos, somos eternos, y para nosotros el pasado es, como el futuro, presente.
LORD BYRON,
Manfredo
Charlot estaba de pie en la alta meseta, contemplando el vasto desierto rojo. La brisa hacía tabletear su túnica blanca en torno a él como las alas de un gran pájaro. Su largo pelo, del mismo color que las arenas cobrizas que se extendían ante él, flotaba libre. En ningún lugar de la tierra podía encontrarse un desierto de esa tonalidad exacta: el color de la sangre. El color de la vida.
Ese terreno inhóspito en lo alto de un precipicio del Sahara profundo era un lugar en el que sólo las cabras salvajes y las águilas decidían vivir. No siempre había sido así. Detrás de él, en los legendarios precipicios del Tassili, había cinco mil años de grabados y pinturas —siena quemado, ocre, ámbar puro, blanco—, pinturas que explicaban la historia de ese desierto y de quienes lo habían poblado en las brumas del tiempo, una historia que aún seguía desplegándose.
Aquella era su tierra natal —lo que los árabes llamaban la watan de uno, la patria—, aunque no había vuelto desde que era un niño de pecho. Allí había comenzado su vida, pensó Charlot. Había nacido para el juego. Y tal vez fuera allí donde el juego estaba destinado a terminar… en cuanto hubiera resuelto el misterio. Por eso había regresado a ese paraje ancestral, a ese tapiz de luz radiante y oscuros secretos: para encontrar la verdad.
Los bereberes del desierto creían que estaba destinado a ser quien lo resolviera. Su nacimiento había sido predicho. La más antigua leyenda beréber hablaba de un niño nacido antes de tiempo, con ojos azules y pelo rojo, que sería clarividente. Charlot cerró los ojos e inhaló el aroma del lugar, arena, sal y cinabrio, evocando sus recuerdos físicos más primigenios.
Lo habían lanzado al mundo demasiado pronto: rojo, crudo, chillando. Su madre, Mireille, una huérfana de dieciséis años, había huido de su convento en los Pirineos occidentales y había viajado hasta internarse en el desierto, cruzando dos continentes, para proteger un peligroso secreto. Había sido lo que llamaban una zhayib, una mujer que había conocido varón sólo una vez: su padre. El nacimiento de Charlot, allí, en los precipicios del Tassili, fue asistido por un príncipe beréber de velos añiles y piel teñida de azul, uno de los «hombres azules» de los tuaregs del Kel Reía. Era Shahin, el halcón del desierto, que haría de padre, padrino y tutor del niño elegido.
En la descomunal extensión que Charlot tenía ante sí, hasta donde le alcanzaba la vista, las silenciosas arenas rojas se transformaban como lo habían hecho durante indecibles siglos, moviéndose sin sosiego, como una criatura que vivía y respiraba; arenas que se le antojaban parte de él, arenas que borraban todos los recuerdos…
Todos menos los suyos, en realidad. El terrible don de la memoria acompañaba siempre a Charlot; recordaba incluso aquello que no había sucedido aún. De niño lo habían llamado el Pequeño Profeta. Había predicho el auge y la caída de imperios, el futuro de grandes hombres, como Napoleón y Alejandro de Rusia… O el de su verdadero padre, al que sólo había visto una vez: el príncipe Charles-Maurice de Talleyrand.
El recuerdo del futuro siempre había sido como un manantial imparable para Charlot. Podía predecirlo, aunque tal vez no pudiera alterarlo. Claro está, el mayor de los dones podía ser también una maldición.
Para él, el mundo era como una partida de ajedrez en la que cada movimiento provocaba un sinfín de jugadas posibles y al mismo tiempo desvelaba una estrategia subyacente, implacable como el destino, que lo impulsaba a uno a avanzar inexorablemente. Igual que el juego del ajedrez, igual que las pinturas de la roca, igual que las arenas eternas: para él, el pasado y el futuro siempre estaban presentes.
Y es que Charlot había nacido, tal como había sido predicho, ante la mirada de la antigua diosa, la Reina Blanca, cuya imagen pintada ocupaba la concavidad de la gran pared de piedra. La habían conocido en todas las culturas y en todas las épocas, y en esos momentos se cernía sobre él como un ángel vengador, grabada en lo alto del precipicio de roca maciza. Los tuaregs la llamaban Car: la Auriga.
Era ella, decían, la que había preñado el cielo nocturno de destellantes estrellas; ella la primera en poner en marcha el inexorable juego. Charlot había viajado hasta allí desde el otro lado del mar para posar su mirada en ella por primera vez desde su nacimiento. Ella era la única, decían, que podía desvelar —quizá sólo al elegido— el secreto que ocultaba el juego.
Charlot despertó antes del alba y apartó la chilaba de lana que había usado como manta para protegerse del crudo aire de la noche. Algo iba terriblemente mal… aunque todavía no presentía el qué.
En aquel lugar, tras una ardua ruta de cuatro días por el escabroso terreno del valle de abajo, se sabía muy a salvo, pero no tenía forma de esconderse del hecho de que algo andaba mal.
Se levantó de su improvisado lecho para ver mejor el panorama. Al este, hacia La Meca, se atisbaba a lo lejos la delgada cinta de rojo que recorría el horizonte y auguraba el sol, pero aún no había luz suficiente para distinguir su entorno. Allí de pie, en el silencio de lo alto de la meseta, Charlot oyó un sonido… a sólo unos metros. Primero una suave pisada en la grava, después el rumor de una respiración humana.
Le aterrorizaba dar un paso en falso, moverse siquiera.
—Al-Kalim… soy yo —dijo alguien, hablándole en un susurro, aunque en kilómetros a la redonda no había nadie que pudiera oírlos.
Sólo un hombre se dirigiría a él llamándole al-Kalim, «el vidente».
—¡Shahin! —exclamó Charlot. Sintió unas manos recias y firmes que le apresaban las muñecas, las manos del hombre que siempre había sido para él madre y padre, hermano y guía—. Pero ¿cómo me has encontrado?
¿Por qué había arriesgado Shahin la vida para cruzar los mares y el desierto? ¿Para atravesar de noche ese traicionero cañón? ¿Para llegar antes del alba? Sea lo que fuere lo que lo hubiera llevado hasta aquel lugar, debía de ser más perentorio de lo que pudiera imaginarse.
Sin embargo, había algo más importante: ¿cómo no lo había presagiado Charlot?
El sol atravesó el horizonte y lamió las ondulantes dunas de la lontananza con un cálido resplandor rosado. Las manos de Shahin seguían asiendo con firmeza las de Charlot, como si no pudiera soportar dejarlo ir. Tras un largo momento, lo soltó y se apartó los velos añiles.
En la luz rosada, Charlot vislumbró por primera vez los rasgos curtidos y falcónidos de Shahin, pero, en realidad, lo que vio en ese rostro lo asustó. En sus veintinueve años de vida, Charlot jamás había visto a su mentor delatar sentimiento alguno por ningún concepto. Menos aún la emoción que vio escrita entonces en su semblante y que lo aterrorizó: dolor.
¿Por qué seguía Charlot sin ver nada?
Sin embargo, Shahin hizo un tremendo esfuerzo por hablar.
—Hijo mío… —empezó a decir, ahogándose casi con esas palabras.
Aunque Charlot siempre había pensado en Shahin como en un padre, era la primera vez que el anciano se dirigía a él de esa forma.
—Al-Kalim —siguió diciendo—, nunca te pediría que utilizaras ese gran don que te otorgó Alá, tu don de la visión, si no fuera una cuestión de vital importancia. Se ha producido una catástrofe que me ha hecho cruzar el mar desde Francia. Algo de gran valor puede haber caído en manos maléficas. Algo de lo que no he tenido noticia hasta hace unos meses…
Charlot, con el corazón atenazado por el miedo, comprendió que si Shahin había ido hasta el desierto para buscarlo con tanta urgencia, la catástrofe debía de ser ciertamente grave, pero las siguientes palabras de Shahin fueron aún más inauditas.
—Tiene que ver con mi hijo —añadió.
—¿Tu… hijo? —repitió Charlot, temiendo no haber oído bien.
—Sí, tengo un hijo. Es muy amado —dijo Shahin—. E, igual que tú, fue elegido para una vida que no siempre somos quiénes para cuestionar. Desde su más tierna infancia fue iniciado en una orden secreta. Su formación estaba casi completa… antes de tiempo, pues no tiene más que catorce años. Hace seis meses, recibimos noticia de que había tenido lugar una catástrofe: el sumo shaij, el pir de su orden, envió a mi hijo a una importante misión para que ayudara a revertir la situación. Pero, por lo visto, el chico no llegó a su destino…
—¿Cuál era su misión? ¿Qué destino era ese al que debía llegar? —preguntó Charlot, aunque se dio cuenta, presa del pánico, de que era la primera vez que tenía que hacer preguntas así.
¿Cómo no conocía ya la respuesta?
—Mi hijo se dirigía a Venecia con otro participante en esa misión —repuso Shahin, si bien miraba a Charlot de forma extraña, como si también le hubiera surgido la misma pregunta: ¿cómo no lo sabía Charlot?—. Tenemos motivos para temer que mi hijo, Kauri, y su acompañante han sido secuestrados. —Shahin guardó silencio y luego añadió—: He sabido que tenían en su poder una pieza importante del ajedrez de Montglane.