Estaba sentada al sol en la terraza de un café, junto a Santa Caterina, mirando a la gente que pasaba con bolsas con marcas de tiendas de ropa idénticas a las que pueden verse en Moscú, Nueva York, Buenos Aires o Madrid. Desde mi última visita a Nápoles, esa clase de tiendas había multiplicado su espacio. Y eso ocurre en todas partes, pensé. Cualquier comercio tradicional que cierra por ruina del negocio, librería, tienda de música, anticuario, taller de artesanía, se convierte automáticamente en tienda de ropa o en agencia de viajes. Las ciudades de todo el planeta están llenas de gente que va de un lugar a otro en vuelos baratos para comprar las mismas prendas que a diario puede ver expuestas en los comercios de la calle donde vive. El mundo entero es una tienda de ropa, concluí. O quizá, simplemente, una inmensa, innecesaria y absurda tienda.
Tenía un libro sobre las rodillas, aunque resultaba difícil concentrarme y leer. Veía mi reflejo en el vidrio de un escaparate cercano: vestida de oscuro, con gafas de sol, inmóvil. A la espera. Pasando revista a lo ocurrido y a lo que tal vez estaba a punto de ocurrir. Sopesando por última vez los pros y los contras de la aventura. Del camino sin vuelta atrás.
Bigote Rubio apareció a la hora prevista, caminando por la acera. Traía su acostumbrada chaqueta de gamuza y una camisa azul pálido sin corbata, a juego con sus ojos casi inocentes. Ocupó una silla en la mesa contigua, cruzando las piernas vestidas de pana beige. Me fijé en sus zapatos ingleses de costuras, viejos pero muy cuidados y relucientes.
—Bonito día —dijo sin mirarme.
No respondí. Estuvimos un rato callados, viendo pasar a la gente. Cuando vino el camarero, Bigote Rubio pidió un café. Lo tomó sin azúcar, de un único y lento sorbo. Después se secó la boca con una servilleta de papel y se recostó en la silla, apacible.
—¿Cómo está Cara Flaca? —pregunté.
Oí su risa queda, entre dientes.
—Bien.
—¿Cómo de bien?
Tardó en responder, cual si lo pensara.
—Mejor de salud —dijo al fin—. Prefiere no pasear con mucha luz, pero en general va bien. Menos hinchada, gracias a cremas antiinflamatorias, ibuprofeno y todo eso. Y aún tiene hematomas… Creo que también te tiene presente en sus oraciones. Quizá, ha comentado, pueda devolverte alguna vez las cortesías.
Compuse una mueca de falsa desolación.
—Se le pasó el momento, me parece. Mala suerte. De todas formas, ahora ella sabe que yo misma puedo ser tan cortés como cualquiera…
Volvió a reír suave, muy bajito. Apreciando el argumento.
—Eso le digo yo.
—Pues dale saludos míos.
—Oh, sí —parecía complacerse con la idea—. Lo haré.
Nos quedamos otro rato callados, mirando los escaparates y a la gente.
—Extraña ciudad, ¿no te parece? —dijo tras un momento.
—Sí.
—Llena de gente rara.
—Igual los raros somos nosotros —sugerí.
Pareció reflexionar sobre ello. Se había vuelto a mirarme de lado mientras intentaba, seguramente, situarme en la categoría adecuada de tipos raros. Y comprendí las numerosas dificultades que tenía para eso.
—El mundo es un lugar extraño —concluyó, resignado.
Asentí, mostrándome de acuerdo. Al cabo, cual si recordase algo de pronto, Bigote Rubio metió una mano en un bolsillo de la chaqueta.
—Ahí tienes lo que pediste —dijo.
No había dicho aquí sino ahí, como desentendiéndose. Cogí el pequeño paquete de sus manos y lo metí en el bolso.
—¿Están las dos cosas? —pregunté desconfiada.
—Absolutamente —parecía de verdad molesto con mi suspicacia—. En cuanto al teléfono, procura llevarlo encendido todo el tiempo… Con eso bastará.
Aún parecía pensar en algo más, dubitativo. Al fin movió la cabeza con ademán de censura. Casi desaconsejándolo todo.
—Oye… ¿Estás segura de lo que haces?
—Por completo.
—Me han ordenado seguir las indicaciones al pie de la letra. Y eso hago. Pero deberíamos…
—Vete al carajo —lo interrumpí, grosera.
Después me puse de pie. Al hacerlo encontré de nuevo mi reflejo en el cristal del escaparate. Y esta vez tardé en reconocerme.
—Ésa es —dijo Sniper.
Estábamos parados en una esquina. Me sequé las palmas de las manos en las perneras de los vaqueros. Sudaban.
—¿Por qué este lugar? —quise saber.
—Porque es perfecto. Peligroso y perfecto.
—Pues no parece muy peligroso.
—No te fíes.
—¿De ti?
—De las apariencias.
Tiró el cigarrillo que había estado fumando. Después recorrimos la calle, explorándola cautos mientras nos acercábamos a una garita metálica adosada a un muro de piedra y cemento coronado por una verja. Al llegar allí, me pasó una gorra.
—Tápate la cara —aconsejó—. Encima hay una cámara.
Me detuve, alarmada.
—¿Nos verán entrar?
—No. Sólo cubre parte del muro, hacia el otro lado. La garita queda fuera de campo. Por eso entramos desde aquí.
Subí el cuello de mi chaquetón y me puse la gorra, y él se cubrió la cabeza con la capucha de la felpa negra que llevaba bajo la cazadora de piloto.
—¿Has estado aquí otras veces? —pregunté.
—Muchas. Pero nunca llegué tan lejos como a donde vamos hoy.
—¿Por qué?
—Lo sabrás cuando lleguemos allí.
Estábamos más allá de la estación de metro y ferrocarril de Mergellina, hasta donde habíamos ido en autobús. El lugar era poco transitado y estaba oscuro. Los coches aparcados mejoraban la protección, y la luz de una farola situada a una veintena de pasos iluminaba lo suficiente para movernos con comodidad, aunque limitaba el lugar a un juego de tinieblas, sombras y penumbra.
—Tenía el lugar reservado para otras cosas —dijo Sniper—. Pero es una buena ocasión.
La garita estaba cubierta de pintadas y carteles con publicidad. Un candado grueso mantenía cerrada la puerta.
—Está cerrada —dije.
—Siempre lo está.
Se quitó la mochila de la espalda, la puso en el suelo y extrajo una cizalla grande, con mangos sólidos. Tras hacer presión y sonar un chasquido, el candado cayó al suelo.
—Vamos —dijo, colocándose de nuevo la mochila.
Había un pozo oscuro detrás de la puerta. Alcancé a ver los primeros peldaños de una escalera de hierro. Por el hueco ascendía una corriente de aire frío y húmedo. También olía sucio, a tierra corrompida tras siglos de soportar viejas ciudades encima. Sniper se había metido hasta el pecho en el agujero y me miraba, agarrado a los peldaños.
—Hay unos diez metros —comentó—. Procura no caerte.
Empezó a bajar, y lo seguí. Pese a que llevábamos zapatillas deportivas, cada uno de nuestros movimientos hacía resonar el hueco de tinieblas bajo los pies, aumentando la sensación de que nos hundíamos en un negro vacío sin final.
—Ya está. Cuidado ahora.
Pisé suelo firme. La luz de una linterna me deslumbró un momento.
—Hay cables a lo largo de la pared —comentó Sniper—. Algunos son eléctricos y están aislados; pero también son viejos y las paredes están húmedas… Así que procura no tocar nada.
El haz de la linterna se movió a uno y otro lado, iluminando un túnel de cemento de unos tres metros de altura por dos de ancho. Corrían cables y tuberías por ambos lados y el techo, entre grandes manchas oscuras de humedad. El suelo era de tierra, cubierto de escombros y suciedad añeja. Una rata inmóvil, con los ojos convertidos en dos puntos luminosos por efecto de la luz de la linterna, nos miró fijamente antes de desaparecer con rapidez arrastrando su larga cola.
—¿Te dan miedo esos bichos?
—No —respondí—. Siempre que no se acerquen demasiado.
Sniper parecía divertido.
—Pues esta noche vamos a cruzarnos con unos cuantos.
Caminé detrás de él y su linterna. Algo más adelante, el túnel se ensanchaba un poco. A partir de allí había grandes pilares de hormigón, como cimientos de un edificio situado encima. Pilares y muros estaban cubiertos de grafitis desde el suelo al techo: una espectacular galería decorada hasta la saturación, pintura sobre pintura, desde simples tags con rotulador hasta piezas complicadas hechas con aerosol, superpuestos unos a otros en un despliegue espectacular de trazos y color.
—Es nuestra capilla Sixtina… Varias generaciones de escritores pasaron por aquí.
El círculo de luz recorría los muros en mi honor: centenares de grafitis torpes, brillantes, mediocres, geniales, obscenos, cómicos, reivindicativos, se extendían alrededor y sobre mi cabeza.
—Dentro de unos siglos —comentó Sniper—, después de una guerra nuclear o cualquier otra catástrofe que mande lo de arriba al diablo, los arqueólogos descubrirán esto, impresionados.
Movió la cabeza, convencido de su propio argumento.
—Es cuanto quedará del mundo: ratas y grafitis.
Seguimos avanzando. Cada cuatro o cinco minutos, una especie de estruendo llegaba desde lejos, como un trueno, originando una corriente de aire cuya presión hacía sentir su efecto en mis tímpanos. Y a medida que recorríamos el túnel, ese estruendo era cada vez mayor.
—¿Adónde lleva esto? —pregunté.
—Al metro de Nápoles.
—¿Y vamos a pintar allí?… ¿Vagones?
—No —el tono de Sniper se había vuelto serio—. Vamos a hacer una pieza en un lugar donde nunca antes nadie la hizo.
La galería terminaba en un pasaje estrecho, abierto a un rectángulo negro que, cuando Sniper apagó la linterna, resultó ser una débil claridad que perfilaba contornos: una doble vía con reflejos metálicos en los raíles y un muro al otro lado, del que colgaban más tuberías y cables. Estábamos a tres o cuatro pasos del hueco cuando el estruendo que habíamos escuchado antes se produjo de nuevo, esta vez en forma de rugido creciente; y, al mismo tiempo que una brutal corriente de aire me golpeaba la cara y me ensordecía los tímpanos, un prolongado relámpago atronador cruzó ante mis ojos, al otro lado del hueco, con una sucesión de recuadros luminosos que desfilaron a gran velocidad, como una centella descompuesta en efectos de luz estroboscópica.
—Pasan cada cinco minutos, aproximadamente —dijo Sniper cuando se alejó el sonido.
Parecía divertirse con el efecto de terror que me había causado aquello. De nuevo tenía encendida la linterna y me iluminaba el rostro.
—Querías acción, ¿no? —dijo.
—Claro —respondí, rehaciéndome.
—Pues ven… Pero a partir de ahora habla en voz baja. Aunque no lo parezca, este lugar transmite el sonido de nuestras voces hasta muy lejos… Apaga también el teléfono móvil.
Metí la mano en el bolsillo del chaquetón e hice como que lo apagaba, pero lo dejé encendido, limitándome a quitarle el sonido. Al otro lado del hueco había una especie de nicho de un par de metros de anchura, contiguo a la vía. Al asomarnos a él, comprobé que el túnel describía en ese lugar una curva. Llegaba alguna claridad desde un extremo, quizá procedente de una estación de metro próxima, que estiraba largas sombras en el muro del túnel. Y aquella lejana luz difusa, amortiguada, permitía distinguir las vías y la pared de la curva pegada a una de ellas: larga, lisa, limpia, sin una sola marca.
—Ésa es —dijo Sniper.
Encendió otra vez la linterna unos instantes, el tiempo justo para iluminar mejor el tramo de vía que pasaba junto a la pared, a nuestra izquierda.
—Hay muy poco espacio, como ves. Nada donde guarecerse. Cualquier tren que pase y nos pille ahí nos hará pedazos.
Apagó la linterna y estuvo un momento callado, para dejar que la idea se asentara en mi cabeza.
—La única protección —añadió— es este nicho.
Me cogió del brazo, haciéndome asomarme un poco más. Animándome a comprobarlo yo misma.
—El asunto —prosiguió— consiste en ocuparse de esta pared y al mismo tiempo estar atentos a los trenes.
—¿Y cada vez que uno llegue?
—Prevenirlo a tiempo y refugiarse aquí. Después, salir y continuar el trabajo. Como te dije, suele haber unos cinco minutos entre tren y tren. Los que van en la otra dirección no son peligrosos.
—Pero los maquinistas nos verán, supongo. Llevan faros que iluminan las vías.
—Puede que sí, y puede que no… De cualquier manera, dudo que algún empleado del metro o guardia de seguridad se atreva a perseguirnos aquí. Tendrían que cortar el tráfico, suspendiendo el servicio en esta línea; y eso no van a hacerlo por unos grafiteros.
Mis ojos se habían acostumbrado a la penumbra. Ahora podía distinguir mejor las cosas: el túnel, la curva de las vías, el reflejo de luces lejanas en ellas, la distancia que en el punto más estrecho separaba nuestra vía de la pared. Apenas un metro, calculé. Insuficiente para protegerse, por mucho que alguien se pegara a ella. La misma turbulencia del convoy podía arrancarte de la pared.
—¿Tenías reservado esto para tus chicos?
—Era una posibilidad. Otro desafío.
Moví la cabeza, asombrada.
—Venir a jugarse la vida —dije.
—Lo hablamos esta mañana —replicó—. Hoy en día, la diferencia entre hacer arte callejero o emborronar paredes hay que ganársela.
—¿Y de verdad no te importa lo que les ocurra?
Encendió un cigarrillo, tapando la llama del mechero con el hueco de las manos.
—¿Por qué habría de importarme? Nadie obliga a hacer esto. Hay quien plantea problemas difíciles de matemáticas, o conjeturas científicas. Yo planteo intervenciones. Teóricas, hasta que alguien decide convertirlas en prácticas.
—Y muere.
Se echó a reír.
—O no. A partir de ahí no es asunto mío.
Ahora se asomaba a la vía con cautela, el oído atento. Fumando arrodillado en el borde del nicho.
—Sin embargo, el servicio de metro se suspende durante unas horas de madrugada —comenté—. ¿Qué impide a cualquiera venir y pintar, entonces?
Tardó un momento en contestar.
—Hay reglas. Códigos. Todo el mundo sabe que esta pared es lo que es. Se necesitan testigos para probar que se hizo como es debido. Colgar el vídeo en Internet y cosas así. Entre los escritores de grafiti, la única palabra que cuenta es reputación. Por eso se hace todo: por reputación.
Sonó algo en el túnel, lejos, y Sniper se quedó callado. Entre las sombras vi su brazo alzado, pidiendo silencio para escuchar. El ruido no volvió a repetirse.
—Cualquiera que hiciese trampa se vería despreciado por todos —susurró tras un instante, apagando el cigarrillo.
Había salido al túnel, sobre la vía, y palpaba la pared comprobándola con mano experta: textura, suciedad, posibles desconchados que hicieran saltar las placas de pintura, humedades.
—Una buena pared napolitana —decidió.
Volvió al hueco del nicho, retiró la mochila que llevaba a la espalda y la dejó en el suelo. Luego se quitó la cazadora de cuero. De la mochila extrajo dos botes de pintura, los hizo tintinear y me entregó uno.
—Conoces la secuencia, ¿verdad?… Marcar, rellenar, colorear… Yo marco y tú rellenas en rojo. ¿De acuerdo?
Me pasó también unos guantes de látex. Él se puso otros. Luego se sentó a mi lado.
—Después del próximo tren —dijo.
Éste pasó medio minuto más tarde: dos faros amenazadores precedidos por un estruendo creciente. Imitando a Sniper me protegí los oídos con las palmas de las manos, y de nuevo desfiló, ahora a menos de dos metros de nosotros, dando chispazos, el prolongado relámpago descompuesto en veloces recuadros de luz que en seguida se alejó por el túnel, dejando atrás una sensación de aplastamiento y vacío en mis tímpanos y pulmones, y un olor acre, sucio, intenso, a cable y metal quemados.
No se había desvanecido del todo el estrépito del tren cuando sentí la mano de Sniper en mi hombro.
—Vamos. Hay mucho por hacer.
Salimos al túnel, pisando la vía. Desconcertada al principio, miré a mi acompañante en demanda de instrucciones. La penumbra lo recortaba a contraluz en la pared. Pude así advertir su silueta cubierta con la capucha destacándose sobre el muro, el brazo izquierdo extendido, la mano presionando la boquilla del aerosol que, con un siseo de pintura blanca saliendo a presión, dibujaba ya un gran arco en la pared. Marcaba, comprobé, con una rapidez y una naturalidad pasmosas, un trazo sinuoso de arriba abajo, por la izquierda, y luego el trazo gemelo a la derecha, a dos palmos de distancia uno de otro, cerrados al fin por abajo y arriba, conformando una gran s mayúscula, la primera letra de su tag.
—Rellena lo marcado —dijo.
Como en un sueño extraño, me adelanté hasta la pared. Merced a su trazo blanco, el contorno era muy visible. Hice tintinear el aerosol, alcé el brazo y empecé a pintar de rojo la letra marcada, de arriba abajo, con un vaivén que cubría la totalidad del espacio señalado. Junto a mí, casi hombro con hombro, Sniper trabajaba en el contorno de las letras siguientes. Yo estaba acabando la primera, agachada, cuando el estrépito de otro tren empezó a acercarse por el túnel.
—Al hueco —aconsejó Sniper.
Unos faros asesinos avanzaban iluminando la curva. Nos metimos apresuradamente en el estrecho refugio, dejé el aerosol en el suelo y me tapé los oídos mientras la brutal serpiente de luz intermitente y sonido aterrador me zarandeaba como un tornado. El corazón me sacudía el pecho. Luego, recobrando el aliento bloqueado por la tensión y el miedo, cogí la lata de pintura y volví a mi tarea. Sniper ya estaba en la suya, contorneando más letras pared adelante.
—¿De verdad crees que lo mío es una máscara? —preguntó de pronto—. ¿Como dijo Topo?
Yo respiraba lento, muy hondo, para serenarme.
—No lo sé —repuse—. Pero de una cosa estoy segura. Los muertos son reales. La gente que se rompe el alma por ti, muere de verdad.
Seguí oprimiendo la boquilla del aerosol, rellenando de rojo la segunda letra.
—Si fueras un fraude, sería imperdonable —añadí.
—Eso nadie puede saberlo hasta el final, ¿no es cierto?… Mientras tanto, habrá que concederme el beneficio de la duda.
Sniper había retrocedido hasta el centro de la vía para echar un vistazo al conjunto.
—El único arte posible —añadió— tiene que ver con la estupidez humana. Convertir un arte para estúpidos en un arte donde serlo no salga gratis. Elevar la estupidez, lo absurdo de nuestro tiempo, a obra maestra.
—Y eso es lo que tú llamas intervenciones.
—Exacto.
—Es falso que estimes a alguien —cada vez lo veía más claro—. Nos desprecias a todos. Hasta a los que te siguen. Quizá porque te siguen.
—También el desprecio puede ser fundamento de la obra artística.
Lo dijo fríamente. Después fue hasta el nicho donde estaba la mochila y regresó con un espray en cada mano.
—¿Acaso crees que el terrorista ama a la Humanidad por la que dice luchar? —me preguntó—. ¿Que los mata para salvarlos?
Pintaba con las dos manos al mismo tiempo, aplicando colores. Y eso es él, pensé. Lo que acaba de decir. Una autodefinición perfecta.
—No merecemos sobrevivir —se detuvo a comprobar el efecto, y siguió pintando—. Merecemos una bala en la cabeza, uno por uno.
—El francotirador paciente.
—Justo eso —no parecía advertir mi sarcasmo—. Pero hace tiempo se me acabó la paciencia.
—Todos esos muertos…
—Me estás hartando, Lex. Con tus muertos… Forman parte de la intervención. La convierten en algo serio. La autentifican.
Yo había dejado de pintar y lo miraba. Hubo un roce en el suelo, cerca de mis pies. Una rata. Reprimiendo un escalofrío, la alejé de una patada.
—El asesinato como arte. ¿Es lo que estás diciendo?
—Nadie habla de asesinar. Yo no mato a nadie, cuidado. No es lo mismo. Yo sólo planteo el absurdo. Son otros los que, a su costa, rellenan la línea de puntos.
Hizo un ademán invitándome a volver a la pintura. Obedecí.
—Les doy gloria —dijo tras unos segundos en los que sólo escuché el sonido de los aerosoles—. Les doy olor fresco de napalm por la mañana. Les doy…
—¿Treinta segundos sobre Tokio?
—Exacto. Viven el ramalazo de sentir el peligro que llega. De ir allí donde saben que pueden morir. Dignos, responsables al fin.
—¿Redimidos?
Esa palabra no pareció gustarle.
—No sólo eso —contestó, áspero—. Esto no es sólo pintar paredes. Tú lo has vivido. Infiltrarse, combatir. Esconderse y sentir el pálpito del corazón mientras oyen moverse a quienes los buscan… Muchos me deben eso.
—Y luego mueren.
—Algunos. Todos morimos, tarde o temprano. ¿Acaso pretenden vivir eternamente?
—¿Y dónde colocas palabras como inocencia, como compasión?
—Ya no hay inocentes. Ni los niños lo son.
Sentí un estruendo creciente, seguido del resplandor de unos faros que se acercaban. Esta vez el tren venía de la dirección opuesta. Aun así fuimos a refugiarnos al hueco de la pared. Pasó el convoy, atronador, y se alejó por la curva.
—En cuanto a la compasión, ¿por qué habría de tenerla? —dijo Sniper cuando volvimos al trabajo—. Lo único que hago es ayudar al Universo a probar sus reglas.
—¿Y eso es arte?
—Naturalmente. El único posible. Un bombardeo continuo de imágenes destinadas a manipular al espectador ha borrado las fronteras entre lo real y lo falso… Lo mío devuelve con su tragedia el sentido de lo real.
—No veo ahí la palabra cultura. Por ninguna parte.
—¿Cultura?… ¿Esa palabra con nombre de puta?
Yo había agotado la pintura de mi bote, y Sniper me entregó otro. Con él empecé a rellenar la r final.
—El arte moderno no es cultura, sólo moda social —sentenció mientras me observaba—. Es una enorme mentira, una ficción para privilegiados millonarios y para estúpidos, y muchas veces para privilegiados millonarios estúpidos… Es un comercio y una falsedad absoluta.
—Sólo el peligro lo dignifica, entonces. ¿Es eso?
—No el peligro, sino la tragedia. Y sí: sólo ella lo justifica. Pagar por el arte lo que no se paga con dinero. Lo que no puede ser juzgado por la crítica convencional ni llevado a las galerías ni a los museos. Aquello de lo que no podrán apropiarse nunca: el horror de la vida. La regla implacable. Eso vuelve a hacerlo digno… Esa clase de obras de arte no pueden mentir nunca.
Seguía mirándome bajo la capucha que dejaba sus facciones en sombra. Parado en mitad de la vía.
—¿Es más arte la idiotez hecha en un taller que lo conseguido por esos chicos jugándose la vida? —prosiguió—. En toda esa mierda de que una instalación oficial sea considerada arte y otra no oficial no lo sea, ¿quién decide?… ¿Los poderes públicos, el público, los críticos…?
Sentí una punzada de cólera. Había terminado de rellenar la última letra y me volví hacia él.
—En esta guerra no se hacen prisioneros, quieres decir.
Rió, descarado.
—Eres una chica lista, Lex. Mucho. Por eso estás aquí esta noche. Y ésa es una buena definición del asunto. Hay grafiteros que vuelven a casa y se sientan a ver la tele o escuchar música, satisfechos de lo que han hecho ese día… Yo vuelvo a casa a pensar en cómo volver a joderlos a todos de nuevo. No busco un mundo mejor. Sé que cualquier otro de los posibles será aún peor que éste. Pero éste es el mío y es el que quiero atacar. Que cada cual joda el suyo. Yo no busco denunciar las contradicciones de nuestro tiempo. Yo busco destruir nuestro tiempo.
Fue hasta la mochila y regresó con más latas de aerosol. Las letras con su firma estaban acabadas: grandes, espléndidas, rellenas de rojo y contorneadas en azul, con el círculo de francotirador sin terminar. Sería algo espectacular visto desde la curva, con los faros de los trenes, imaginé. El conductor iba a verla el tiempo suficiente, y los viajeros pasarían por su lado admirados por aquella especie de herida de color rojo sangre practicada en el muro.
—Voy a contarte una historia —me decidí—. La que me ha traído hasta aquí.
—¿Una historia? —parecía sorprendido—. ¿Tuya?
—No. De una muchacha que poseía esa inocencia en la que tú no crees. Y que me dejó impresos sentimientos en los que tampoco crees… ¿Quieres escucharla, Sniper?
—Claro. Cuéntamela.
—Se llamaba Lita y tenía los ojos dulces. Creía en todo lo que puede creerse a los dieciocho años: en el ser humano, en la sonrisa de los niños y de los delfines, en la luz que dora los cabellos de alguien a quien amas, en los ladridos de un cachorrillo que cuando crezca será un perro leal hasta la muerte… ¿Te gusta el retrato de Lita, Sniper?
No respondió. Con un aerosol en cada mano, rellenaba de blanco el punto de la i para cruzarle encima, en negro, la obstinada cruz del francotirador.
—Ella era inteligente y sensible —seguí diciendo—. Gemía de noche, dormida, como los niños cuando sueñan. Y era escritora de paredes, fíjate. Salía de noche a la calle para dejar constancia allí de la mirada que, desde su ternura, proyectaba sobre el mundo. Para afirmar su humilde nombre en él, librando su propia lucha, a su manera… La vi incontables veces en su habitación, escuchando música mientras planeaba acciones en paredes de la ciudad… Repasando ingenua sus álbumes de fotos con piezas en trenes, metro y autobuses, haciendo croquis de las nuevas ideas con las que soñaba cubrir tal o cual pared…
Se aproximaba, de nuevo, el estrépito de un tren a lo lejos. Al deslizarse por la pared del túnel la luz de los faros, nos refugiamos otra vez en el nicho, sentados en el suelo uno junto al otro.
—Aún está su firma, Sniper. En las calles. A veces la encuentro, desvaída por el tiempo, medio cubierta por otras más recientes… Lita era el nombre, recuerda.
El estruendo aumentaba de intensidad y la luz de los faros iluminaba la curva y la pieza en el muro. No era tan difícil, descubrí. Tras esos largos e instructivos diálogos, no lo era en absoluto. O quizá no lo fue nunca. Bigote Rubio lo había dicho por la mañana mientras tomaba café: el mundo está lleno de gente extraña. Metí la mano en el bolsillo del chaquetón y toqué su navaja. Estaba cerrada, fría. Deslicé el dedo pulgar sobre el botón de apertura automática, sin oprimirlo.
—Te voy a pedir que pronuncies ese nombre, Sniper… El de una humilde grafitera a la que no conociste en tu vida. Dilo ahora, por favor.
Me miró en la penumbra, desconcertado, medio vuelto de espaldas; pendiente del tren. Saqué la navaja y apreté el resorte. El estrépito disimuló el chasquido.
—¿Lita, dices?
—Sí.
El tren ya pasaba por delante, atronando el túnel. Rectángulos de luz desfilaban ante nuestros ojos como rugientes centellas. Miré el perfil de Sniper, iluminado por esos flashes intermitentes, rápidos y brutales. Elevaba la voz para hacerse oír.
—Lita —casi gritó—. Y ahora…
Se le quebró la voz cuando le hundí la navaja en los riñones. Se revolvió, sobresaltado, llevándose una mano a la espalda. Saqué la navaja y volví a hundirla, y esta vez hice lo que sabía debía hacer: dar a mi mano un movimiento circular para que el acero, en el interior, desgarrase lo más posible. El tren ya se alejaba, y a la luz del último vagón vi los ojos desorbitados de Sniper bajo la capucha, su boca entreabierta en un grito que quizá ya había proferido sin que yo lo escuchase al paso del tren, o que tal vez se heló antes de emitirse. Había caído de costado, contra la pared, medio apoyándose en ella. Y me miraba.
—Sí. Lita —repetí, acomodándome junto a él.
Le aparté la capucha de la frente, casi con dulzura. La penumbra permitía distinguir el blanco de sus ojos, muy abiertos, en apariencia fijos en mí. La boca emitía un quejido apenas audible, hondo. Casi líquido.
—Yo amaba a Lita —susurré—. Me esforzaba cada día en orientarla hacia mí. En sustituir poco a poco, con lo que yo podía darle, aquella melancolía suya… Esa singular desesperación que la acometía a veces, toda su conmovedora inocencia traicionada por la imprecisa injusticia de la vida real. Lo que la hacía echarse a la calle con una mochila a la espalda y regresar de madrugada, fatigada, a veces feliz, oliendo a sudor y pintura fresca. A la cama donde yo la aguardaba despierta para intentar hacer mía la parte de ella a la que nunca logré acceder… A la que no tuve tiempo de acceder.
Me detuve a escuchar, inclinado el rostro. El quejido se había hecho más ronco. Más húmedo.
—¿Y sabes por qué, francotirador?… ¿Sabes por qué no tuve tiempo?
Me habría gustado seguir viéndole los ojos, pero con tan poca luz era imposible. O quizá estaban cerrados. Nunca había visto los ojos de un ser humano en el preciso instante de morir.
—Planteaste un desafío, Sniper… Una de esas intervenciones, como tú las llamabas. Algo difícil. ¿Cómo dijiste antes?… Ah, sí. Algo que convirtiera el arte banal en algo serio. Que lo autentificase.
El tren ya estaba muy lejos, apagándose su traqueteo en los ecos del túnel. Apoyé una mano en la frente del hombre inmóvil que estaba a mi lado. La sentí fría y húmeda a la vez. Su garganta seguía emitiendo un débil gemido. Un suave gorgoteo.
—Algo para sentir el peligro. La tragedia. El ramalazo del tren que llega.
Sniper estaba inmóvil, y yo no podía saber si aún me escuchaba o no. Me incliné un poco para hablarle al oído.
—Puede que recuerdes el depósito de la plaza de Castilla, en Madrid… ¿Te acuerdas, Sniper?… Aquella actuación tuya de hace unos años. Una de las primeras. Dos chicos muertos: Lita y su compañero. Cayeron desde arriba cuando intentaban descolgarse con cuerdas de montañero para pintar la pared de ese depósito. Por sugerencia tuya. Para, en tus palabras de hace un momento, denunciar las contradicciones de nuestro tiempo.
Sentí que me picaban los ojos y vertí una lágrima. Sólo recuerdo una, ésa: grande, fluida, inevitable. Me resbaló despacio hasta la punta de la nariz y se quedó allí hasta que me la quité con los dedos enfundados en el látex manchado de pintura.
—Hiciste arte auténtico, desde luego… Dos chicos estrellados abajo, al pie de tu propuesta. Como el hijo de Biscarrués. Como los otros.
Me incliné sobre él, escuchando atenta. El gorgoteo había dejado de oírse.
—¿Cuántos muertos, Sniper? ¿Los contaste alguna vez?… ¿Cuántas balas disparaste a la cabeza?
Volví a tocarle la frente. Estaba fría como antes, pero ahora no sudaba. No parecía piel humana viva, y supe que ya no lo era.
—¿También con Lita vomitaste sobre su sucio corazón?
Recogí la navaja del suelo y limpié la hoja en su ropa. Después la cerré y la dejé a su lado, con el teléfono móvil.
—También en esto te equivocaste, francotirador. Tú como los otros —me puse de pie, quitándome los guantes—. Era yo la asesina.
Las dos sombras aguardaban junto a la puerta de la garita. Las encontré allí cuando subí por los peldaños de hierro y salí al exterior, respirando con ansiedad el aire fresco de la noche.
—Está al final de la galería, junto a un túnel del metro —dije—. He dejado allí el teléfono encendido para que lo encontréis con más facilidad.
—¿Muerto? —preguntó Bigote Rubio.
No contesté.
—Joder —murmuró Cara Flaca.
Di dos pasos y me detuve, desorientada, intentando recobrar la percepción racional de las cosas. Me frotaba las manos, restregándolas como si la sangre de Sniper hubiese llegado a traspasar el látex de los guantes. Sólo ahora me empezaban a temblar. El estruendo de los trenes resonaba aún en mis oídos como el batir de un tambor. Todo me parecía irreal. Y seguramente lo era.
—Quiere hablar contigo —dijo Bigote Rubio.
Tardé un rato en comprender a quién se refería.
—¿Dónde está? —pregunté al fin.
—En un coche. Al extremo de la calle.
Me alejé. La última imagen que tengo de ellos es la de Bigote Rubio introduciéndose en el pozo, agarrado a los peldaños, mientras Cara Flaca se volvía a mirarme, silenciosa y perpleja. Me quité la gorra, la tiré al suelo y anduve sin apresurarme a lo largo de la calle. El coche estaba a la vuelta de la esquina, aparcado y con el motor en silencio: grande, oscuro. Había una silueta negra de pie y otra en el interior. La que estaba de pie me abrió la puerta y se retiró. Me dejé caer en un asiento mullido, tapizado con piel. Olía a cuero de calidad y a agua de colonia. Lorenzo Biscarrués era un perfil oscuro recortado en la penumbra, sobre la ventanilla abierta.
—Se acabó —dije.
Tardó un poco en sonar su voz. Un silencio largo, de casi medio minuto.
—¿Está segura?
No creí necesario responder a eso. Y él no insistió.
—Cuénteme cómo fue —dijo un poco más tarde.
—Da igual cómo fue. He dicho que se acabó.
Otra vez permaneció callado. Al cabo de un poco se removió en el asiento e hizo otra pregunta:
—¿Dijo algo?
—Dijo muchas cosas… Habló de arte y de tragedia. Y de gente como usted.
—No entiendo.
Moví la cabeza, indiferente.
—Es igual.
Otro silencio. Más corto esta vez. Reflexivo, por su parte.
—Me refería a si dijo algo en el momento final —insistió Biscarrués, al fin.
Hice memoria, brevemente.
—No dijo nada. Murió sin saber que moría.
Pensé un poco más, y luego encogí los hombros.
—Sí dijo algo —rectifiqué—. Pronunció un nombre.
—¿Qué nombre?
—Da lo mismo. Usted no lo conoce.
Mi interlocutor se movió otra vez, haciendo crujir el cuero del asiento. Cual si buscara acomodarse mejor.
—Le debo… —empezó a decir.
Se interrumpió. Cuando habló de nuevo, su voz sonaba distinta. Quizá conmovida.
—Le debo un grandísimo servicio. Mi hijo…
—No me debe nada —lo interrumpí, seca—. No vine aquí por su hijo.
—Aun así. Quiero que sepa que la oferta que le hice en Roma sigue en pie. Y me refiero a todo. El cheque, la recompensa… Todo.
—Usted no entiende nada —zanjé.
Abrí la portezuela y salí del coche, alejándome. Sentí pasos detrás. Biscarrués me daba alcance, apresurado.
—Por favor —dijo.
Esas dos palabras sonaban pintorescas en su boca, hecha a ser obedecida. Me detuve.
—Sólo quiero comprender —suplicó—. Por qué usted… De dónde sacó la fuerza. La decisión… Por qué lo planeó de este modo.
Lo medité un momento. Luego me eché a reír.
—Arte urbano, ¿no lo comprende?… Estamos haciendo arte urbano.
Dos días después, los periódicos publicaron la noticia e Internet empezó a hervir: Famoso grafitero despedazado por el metro de Nápoles. Los diarios italianos publicaron la fotografía del último trabajo de Sniper; la pieza que, según la policía, le había costado la vida en un lugar peligroso del tren subterráneo: el nombre del artista en grandes letras rojas contorneadas de azul, con el círculo blanco y la mira de francotirador como punto de la i. Según el informe oficial, el cadáver había aparecido unos metros más allá, trágicamente mutilado por uno de los trenes que, sin la menor duda, lo había arrollado mientras pintaba.
Aunque yo no lo pedí, la larga mano de Lorenzo Biscarrués facilitó mucho las cosas. Cuando la policía vino a buscarme para que prestara declaración —la mujer con la que vivía el fallecido y algunos amigos de éste me identificaron como una de las últimas personas que lo vieron vivo—, un abogado de cierto importante bufete de Nápoles aguardaba en las dependencias oficiales para asistirme en cuanto fue necesario. Ante un juez instructor y un secretario, que en todo momento me trataron con extrema cortesía, confirmé que en días anteriores a la tragedia yo había estado en contacto con Sniper a causa de una propuesta profesional, avalada por un conocido editor español y varios marchantes internacionales —Mauricio Bosque, a petición del abogado, lo confirmó en un correo electrónico que se añadió al expediente—: una oferta que, tras largas conversaciones, el artista estaba considerando en el momento del desafortunado accidente. Con la mejor voluntad del mundo di toda clase de detalles sobre el particular, me manifesté a disposición de las autoridades italianas para el resto del procedimiento, mostré la adecuada consternación por la desgracia ocurrida, y cuando el abogado estimó que ya era suficiente, me despedí del juez y el secretario y dejé todo aquello atrás para siempre.
Pero todavía me quedaba un encuentro. Cuando salí al pasillo del juzgado vi allí a la amiga de Sniper. Estaba en un banco del vestíbulo, en compañía de un desconocido vestido de gris que sostenía una vieja cartera en el regazo. La mujer tenía los brazos cruzados bajo los senos grandes y pesados; y al estar sentada, su vestido se ceñía a las caderas poderosas y situaba el dobladillo de la falda sobre las rodillas, descubriendo sus piernas largas y algo gruesas —calzaba cuñas de lona y esparto con cintas anudadas en los tobillos—, cuya desnudez destacaba aún más en el ambiente grave de aquel sitio.
Pasé por delante; y al hacerlo, los ojos de color esmeralda se fijaron en mí. Lo hicieron lenta, casi perezosamente, como señal única de vida en el hermoso rostro inexpresivo, de imperturbabilidad perfecta y casi animal. Fue aquélla una mirada indefinible, muy fija, tranquila pero sostenida hasta la violencia, llena de afirmaciones irracionales. O de certezas. Y yo sentí ese reproche de soledad verde, instintiva, más intenso e inolvidable que un grito desgarrado, una imprecación o un insulto, fijo en mi espalda incluso cuando me alejé de allí. En aquel instante supe que ella sabía. Y entonces, sólo entonces, sentí la sombra vaga de un remordimiento.
Nápoles. Septiembre de 2013