8. El cazador y la presa

—Creo que te has tomado muchas molestias —dijo Sniper—. Para verme.

Escupí un buche de agua. Nos quitábamos el tizne de la cara en una fuente pública próxima a la plaza Masaniello.

—Es verdad —respondí.

—¿Y merece la pena?

Le miré los ojos. Con aquella luz parecían castaños y tranquilos. Llevaba echada hacia atrás la capucha de la felpa, y eso le descubría el cabello, que era vagamente rizado y empezaba a clarear en la frente. Sus facciones eran regulares, quizá atractivas; aunque parte de esto último se debiera, posiblemente, a la sonrisa que seguía en su boca, franca y ancha.

—De ti depende que la merezca o no.

Miró mis manos manchadas de pintura azul. Eso pareció acentuarle la sonrisa.

—Un hombre o una mujer son lo que hacen con sus manos… Al menos eso dice un proverbio oriental.

—Puede ser —convine—. En todo caso, las mías aún tiemblan.

Puso la cabeza bajo el chorro de agua y luego se incorporó sacudiéndola como un perro mojado. Era más bien alto, sin exageraciones. Delgado y en buena forma física, como había tenido ocasión de comprobar muy poco antes. De mí no se podía decir lo mismo: aún me ardían los pulmones, y sentía unas espantosas agujetas.

—¿Habrán pillado a alguno?

—¿De los chicos?… No creo. Éramos los últimos, me parece. Y ellos son rápidos.

—Creí que cuidaban de ti.

—En ciertas ocasiones, cada uno cuida de sí mismo.

Hubo un silencio. Sniper metió las manos en los bolsillos de la felpa y se me quedó mirando, indiferente al agua que le goteaba desde el pelo por la cara mojada.

—¿Qué te pareció?

Lo miré, despistada. Pensando en otras cosas. Para ese momento calculaba los siguientes pasos a dar. El modo de aprovechar la oportunidad antes de que ésta se desvaneciese como el resto del grupo, en la noche.

—¿Qué? —dije.

—La incursión… Los vagones de tren y todo lo demás.

—¿Era una prueba, como dijeron?

—¿Para ti?… Oh, no —encogió los hombros—. Era un asunto de rutina. A los gobbetti les gusta meterse en territorio de otros grupos, con incursiones de castigo. Esa parte del puerto es de la TargaN. Y a veces los acompaño.

—Corrías muy rápido, para tu edad.

Ladeó un poco la cabeza, distraído, cual si pensara en alguna otra cosa.

—¿Mi edad?… Ah, sí. Es cierto. Ya no voy estando para trotes. Pero aún tengo buena forma física. Es necesario, cuando te dedicas a esto.

—Es curioso.

—¿Qué te parece curioso?

—Tú. Esta noche. No necesitas esto. Podrías…

—¿Podría?

No sonaba a pregunta, sino a singular afirmación. Nos mirábamos como dos esgrimistas, y yo buscaba el hueco. Pero él no parecía tener prisa.

—Sólo eres joven en la víspera de la batalla —dijo tras un instante, como si lo hubiera estado pensando—. Luego, ganes o pierdas, has envejecido… ¿Comprendes lo que quiero decir?

—Creo que sí. Más incertidumbres que certezas.

Pareció satisfecho de mi respuesta. Entonces sacó la mano izquierda del bolsillo de la felpa e hizo un ademán con ella, como refiriéndose a la ciudad; al tráfico que ya escaseaba pero seguía siendo caótico y ruidoso, con los faros de los automóviles moviéndose entre las luces de los edificios y las farolas de la plaza.

—Es bueno reservarse vísperas de batallas de vez en cuando —dijo.

Sonreía otra vez, o quizá no había dejado de hacerlo. Sin más gestos ni comentarios caminó en dirección a la parada de autobús.

—Esos chicos te cuidan —insistí—. Te protegen bien.

No respondió a eso. Había llegado a la parada y consultaba el panel indicador de líneas bajo la marquesina.

—Creo que tienes algo para mí —dijo al cabo de un momento.

—No es un objeto.

—Sé que no es un objeto… ¿Una propuesta?

—Sí.

—Pues cuéntamela.

Se la conté. En términos precavidos, con largas pausas para darle tiempo a asimilar toda la información: la oferta de Mauricio Bosque, el catálogo, la gran retrospectiva prevista en el MoMA de Nueva York, la gente de las casas de subastas. Mi papel en todo aquello. Empleé en eso los veinte minutos que, con algunas paradas intermedias, un autobús tardó en llevarnos de la plaza Masaniello a la de Trieste y Trento, frente al café Gambrinus. Y durante todo el trayecto Sniper permaneció inmóvil y en silencio, sentado a mi lado junto a la ventanilla, con las luces de la ciudad recorriéndole la cara como trazos lentos de pintura luminosa y deleble, amarillo y naranja de farolas, edificios y automóviles, verde, ámbar y rojo de semáforos, y de nuevo más destellos amarillos y naranjas que a trechos me deslumbraban con su compleja paleta nocturna, recortaban el perfil de mi interlocutor o proyectaban sobre mí su sombra móvil de francotirador esquivo.

Pero he escrito interlocutor, y la expresión resulta imprecisa. En ningún momento a bordo del autobús mi acompañante dijo una palabra. Escuchaba vuelto todo el tiempo hacia el exterior, mirando la ciudad como abstraído en ella. Cual si lo que le planteaba no sonara como lo que de verdad era: el salto perfecto, la Consagración Definitiva con la que todo artista, del género que sea, sueña alguna vez en su vida. Parecía que estuviésemos hablando de una tercera persona cuyo destino le fuera indiferente. Recordé lo que semanas atrás me había dicho en Madrid el ex grafitero llamado Topo, con el que el hombre silencioso que ahora se sentaba a mi lado en un autobús de Nápoles había compartido años de muros ilegales e incursiones contra trenes a principios de los noventa: Sniper es muy listo. Algún día se quitará la careta y sus obras valdrán millones. No podrá seguir así siempre.

Ahora estábamos de pie junto al palacio real. Él y yo, cara a cara. Al otro lado de la plaza se alzaba la cúpula neoclásica, iluminada por focos, de San Francesco di Paola.

—Eso significa salir a la luz —dijo Sniper al fin—. Dar la cara.

—No necesariamente. Sé de tus problemas de seguridad. Todo estaría garantizado.

—Mis problemas de seguridad —repitió, pensativo.

—Eso es.

—¿Y qué sabes tú de mis problemas de seguridad?

Respondí despacio, con extrema cautela, eligiendo cuidadosamente cada una de mis palabras. Sniper escuchaba con atención casi cortés. Cual si valorase mi tacto.

—Con tanto dinero de por medio, dispondrás de un dispositivo perfecto —concluí—. Equiparable al de Rushdie, o al de Saviano.

—Una jaula de oro —resumió, ecuánime.

No supe qué responder. Tenía en ese momento otras cosas en la cabeza: metáforas más inmediatas que me preocupaban mucho. Sniper dio tres pasos como si hubiera decidido caminar hacia la via Toledo, pero se detuvo en seguida.

—Me gusta esta forma de vida —dijo sin dirigirse a mí en particular—. Vivir en el lado turbio de la ciudad… Llego con la oscuridad y dejo mensajes que después, con la luz, todos pueden ver.

Se quedó callado, mirando un coche de policía estacionado con dos agentes fuera, de pie: uno era una mujer con melena leonada bajo la gorra blanca, de esas policías increíblemente peinadas y maquilladas que sólo pueden verse en Italia. Por mi parte, no creí prudente interrumpir aquella pausa. La seguridad era el punto más delicado de todos, o así me lo parecía. Establecí un par de argumentos sobre eso, a fin de introducirlos en la conversación. Sin embargo, cuando habló de nuevo, Sniper se refirió a algo completamente distinto.

—Detesto a quienes pronuncian artista dándose importancia. Incluidos los idiotas que llaman aerosol art al grafiti, y todo eso… Además, las exposiciones en museos están agotadas. Ya es como ir a la Toyota a comprarte un coche. No hay diferencia.

Inclinaba la cabeza para encender un cigarrillo, protegida la llama en el hueco de las manos y accionando el mechero con la izquierda. Recordé que era zurdo.

—Yo no hago arte conceptual, ni arte convencional —añadió—. Yo hago guerrilla urbana.

—¿Como en la Maternidad de Madrid? —apunté.

Me dirigió una ojeada de súbita atención.

—Eso es.

Parecía agradarle que hubiera mencionado aquello. Esa actuación se había producido cuatro años atrás, en la clínica de maternidad de la calle O’Donnell: todo un muro amaneció cubierto con un enorme grafiti en el que, junto a una docena de bebés con cabezas de calacas mejicanas, amontonados dentro de una gran incubadora, Sniper había escrito con letras de medio metro de altura: Exterminadnos ahora que aún estáis a tiempo.

—También recuerdo —añadí— tu intervención saboteando la campaña oficial contra el sida de hace tres años. Aquellas vallas publicitarias del Ministerio de Sanidad grafiteadas por ti, con una frase terrible…

¿Mi sida es cosa mía?

—Sí.

—No padezco esa enfermedad. En tal caso, habría escrito algo diferente.

—O quizá no.

También pareció gustarle aquello. Mi quizá no. Exhaló humo por la nariz y se me quedó mirando.

—El arte sólo sirve cuando tiene que ver con la vida —dijo—. Para expresarla o explicarla… ¿Estamos de acuerdo en eso?

—Lo estamos.

—Pues no voy a aceptar tu propuesta. Ni exposición, ni catálogo, ni nada.

Un hueco repentino en mi estómago. Casi me tambaleé en mitad de la calle. Alarmada.

—Por Dios. Te he dicho quién respalda esto. Estamos hablando de…

Alzó la mano del cigarrillo con éste entre dos dedos, interrumpiéndome. Y entonces soltó un discurso que ya debía de haber empleado otras veces. El arte actual es un fraude gigantesco, señaló. Una desgracia. Objetos sin valor sobrevalorados por idiotas y por tenderos de élite que se llaman galeristas con sus cómplices a sueldo, que son los medios y los críticos influyentes que pueden encumbrar a cualquiera, o destruirlo. Antes eran los comitentes los que determinaban el asunto, y ahora son los compradores quienes determinan los precios en las subastas. Al final todo se reduce a reunir unos cuantos euros. Como en todo lo demás.

—Es repugnante la apropiación del mercado por parte de los cuervos del mercado —concluyó—. En este tiempo, un artista es, lo sea o no, quien obtiene su certificado de los críticos y de la mafia de galeristas que pueden impulsar o destruir su carrera. Secundados por los estúpidos compradores que se dejan convencer.

—Tú no eres de ésos —objeté—. Contigo sería diferente.

—¿De verdad lo crees?… ¿O crees que puedo llegar a creerlo?… Lástima. Si estamos conversando, es porque creí que eras una chica inteligente.

—Lo soy. He llegado hasta ti.

No parecía haberme oído. Retomaba el hilo.

—La calle es el lugar donde estoy condenado a vivir —prosiguió—. A pasar mis días. Aunque no quiera. Por eso la calle acaba siendo más mi casa que mi propia casa. Las calles son el arte… El arte sólo existe ya para despertarnos los sentidos y la inteligencia y para lanzarnos un desafío. Si yo soy un artista y estoy en la calle, cualquier cosa que haga o incite a hacer será arte. El arte no es un producto, sino una actividad. Un paseo por la calle es más excitante que cualquier obra maestra.

Lo estoy perdiendo, me dije. Sin remedio. Ha puesto el automático y se aleja. De un momento a otro dirá buenas noches y acabará todo. Ese pensamiento hizo que me sintiera irritada.

—¿Y matar? —casi se me escapó—… ¿También es excitante?

Me estudió casi con sobresalto. Como si alguien hubiese disparado un tiro en mitad de un concierto.

—Yo no mato —dijo.

—Hay quienes piensan lo contrario.

Tiró lo que quedaba de cigarrillo, se acercó un poco más a mí y miró a uno y otro lado, cual si pretendiera asegurarse de que nadie nos escuchaba.

—No te equivoques. Existe gente que sueña y se queda quieta, y gente que sueña y hace realidad lo que sueña, o lo intenta. Eso es todo… Luego, la vida hace girar su ruleta rusa. Nadie es responsable de nada.

Se detuvo. Los dos policías habían subido a su automóvil y se marchaban entre destellos.

—Imagina —añadió viéndolos alejarse— una ciudad donde no hubiera policías ni críticos de arte ni galerías ni museos… Unas calles donde cada cual pudiera exponer lo que quisiera, pintar lo que quisiera y donde quisiera. Una ciudad de colores, de impactos, de frases, de pensamientos que harían pensar, de mensajes reales de vida. Una especie de fiesta urbana donde todos estuvieran invitados y nadie quedase excluido jamás… ¿Puedes imaginarlo?

—No.

La sonrisa ancha y franca volvió a iluminarle la cara.

—A eso me refiero. Esta sociedad te deja pocas opciones para coger las armas. Así que yo cojo botes de pintura… Como te dije antes, el grafiti es la guerrilla del arte.

—Es un enfoque demasiado radical —protesté—. El arte aún tiene que ver con la belleza. Y con las ideas.

—Ya no… Ahora el único arte posible, honrado, es un ajuste de cuentas. Las calles son el lienzo. Decir que sin grafiti estarían limpias es mentira. Las ciudades están envenenadas. Mancha el humo de los coches y mancha la contaminación, todo está lleno de carteles con gente incitándote a comprar cosas o a votar por alguien, las puertas de las tiendas están llenas de pegatinas de tarjetas de crédito, hay vallas publicitarias, anuncios de películas, cámaras que violan nuestra intimidad… ¿Por qué nadie llama vándalos a los partidos políticos que llenan las paredes con su basura en vísperas de elecciones?

Se detuvo con el ceño fruncido, como para recordar si en su discurso había pasado algo por alto.

—Deberíamos… —empecé a decir.

—¿Sabes cuál es mi próximo proyecto? —me interrumpió, sin prestarme atención—. Mandar a cuantos escritores pueda a pintar el costado de ese transatlántico monstruoso que encalló hace un año lleno de pasajeros, y todavía yace sobre las rocas de una isla italiana… Todo bajo una frase: Tenemos los Titanic que merecemos… Mandarlos a decorar en colores y platas, en una sola noche, ese monumento a la irresponsabilidad, la inconsciencia y la estupidez humanas.

—Es bueno —admití.

—Es mucho más que eso. Es genial.

Puso una mano en mi hombro. Lo hizo de un modo natural, casi agradable. Y me quedé parada y en silencio como una estúpida, a la manera de una boba cualquiera aturdida por el discurso del jefe de una secta.

—El grafiti es el único arte vivo —sentenció—. Hoy, con Internet, unos pocos trazos de aerosol pueden convertirse en icono mundial a las tres horas de ser fotografiados en un suburbio de Los Ángeles o Nairobi… El grafiti es la obra de arte más honrada, porque quien la hace no la disfruta. No tiene la perversión del mercado. Es un disparo asocial que golpea en la médula. Y aunque más tarde el artista se acabe vendiendo, la obra hecha en la calle sigue allí y no se vende nunca. Se destruye tal vez, pero no se vende.

Dio la vuelta y se fue. En pocas zancadas llegó a la esquina de la primera calle del barrio español, que era su territorio y su refugio. Al cabo de unos segundos reaccioné al fin y caminé detrás, apresurándome, dispuesta a seguirlo. A caminar pegada a su huella hasta localizar la guarida. Pero cuando medio minuto después llegué a la esquina, Sniper había desaparecido.

El conde Onorato se presentó por la mañana, al poco de recibir mi llamada telefónica. Aparcó en la parada de taxis que hay en la esquina del hotel y accedió a acompañarme dando un paseo al otro lado de la calle, por el puente que sirve de entrada al castillo y al puerto marinero. Cruzamos el semáforo y fuimos a apoyarnos en el parapeto, mirando la curva azul del paseo marítimo y las lejanas alturas grises de Mergellina. El taxista sonreía con su cara flaca y morena de berberisco, inquisitivo, torciendo el bigotito recortado mientras me pedía noticias de la incursión nocturna. Si todo había ido a mi gusto, etcétera. Sin entrar en detalles le dije que sí, que todo. De lujo. Pero que todavía necesitaba un servicio suyo. Una información.

—Naturalmente —respondió.

Su mirada, de pronto recelosa, indicaba que de natural, nada. Que respecto a nuestro asunto con los grafiteros, el conde Onorato y su reputación habían llegado a donde estaba permitido llegar, e incluso más allá. Que la confianza, y hasta el dinero, tenían sus límites. Lo tranquilicé asegurándole que no iba a demandarle nuevos compromisos. Sólo una precisión sobre algo que él había dicho un par de días atrás.

—¿Qué dije? —se interesó, preocupado.

—Que Sniper trabaja como voluntario restaurando una iglesia en Nápoles.

Lo meditó un poco, cual si calculara los límites entre información y delación. Imagino que el recuerdo de los mil euros que yo le había entregado el día anterior, y tal vez la oportunidad de conseguir más, contribuyeron a matizar las cosas. A desplazar esos límites.

—Es cierto —confirmó al fin—. La Annunziata.

No pestañeé, ni moví un músculo, ni dije cáspita. Nada. Seguí mirando impasible las alturas lejanas donde la tradición, falsa, asegura que estuvo enterrado Virgilio.

—Una iglesia —repetí distraída, con aire de pensar en otras cosas.

—Exacto. En el mismo barrio español.

—¿Por qué parte?

—En la subida a Montecalvario, a la izquierda. Casi llegando a la plaza. En realidad no es una iglesia sino una capilla en mal estado. Pero una vez estuvo allí el padre Pío, y se le tiene devoción. Los vecinos llevan dos meses restaurándola, porque el municipio ha dado algún dinero para las obras… Como son del barrio, los gobbetti también ayudan. El párroco es joven, de esos sacerdotes abiertos de ideas. Modernos. Les da margen a los chicos, y así ellos respetan las paredes de las otras iglesias.

Me volví hacia el taxista, despacio. Con cuidado. Mi manifestación de interés sólo era razonable. Tranquila.

—¿En qué ayudan?

—En la decoración de dentro: los muros y la cúpula. Cómo será, que ahora la llaman Annunziata de los Grafiteros… Todo el interior quedará adornado con trabajos de ésos. De poca calidad, como puede imaginar. Lo que ellos hacen. Pero hay santos, palomas, ángeles y cosas así… Aún no está acabado, aunque resulta curioso de ver. Puedo llevarla, si le interesa.

Era el momento de colocar la pregunta, debidamente situada entre las otras. En su contexto lógico.

—¿Y Sniper suele estar allí?

El conde Onorato se encogió de hombros, aunque seguía mostrándose cooperador. Voluntarioso.

—Ayuda en la decoración de dentro… No sé si va todos los días, pero echa una mano. Creo que la cúpula la ha pintado él. O la está pintando.

Se quedó callado de pronto, contemplándose los tatuajes de los antebrazos. Luego me miró brevemente y de nuevo apartó la mirada.

—Si le interesa, puedo llevarla.

El tono era distinto, ahora. Un punto ávido, percibí. De fenicio calculando cuánto obtendrá de los indígenas en la próxima playa. Decidí soltar carrete al pez. No podía permitirme un error, ni correr riesgos. Un aviso imprudente a Sniper lo estropearía todo.

—Quizá vaya uno de estos días —respondí con indiferencia—. Ya se lo diré.

Me miraba, evaluando. Curioso. Al fin pareció relajarse.

—Cuando guste… ¿De verdad le fue bien anoche?

—¿Anoche?

—Claro —sonrió, amable—. Con Sniper.

Moví la cabeza afirmativamente, devolviéndole la sonrisa.

—Oh, sí. Fue muy bien.

—Me alegro. Le dije que era un gran tipo.

Aquella mañana, tras despedir al taxista, fui a ver la capilla. La Annunziata era como la había descrito: un pequeño edificio de portada barroca emparedado por dos antiguos palacios, ahora ruinosos, del barrio español, entre cuerdas con ropa tendida al sol y con bajos ocupados por una frutería y un mugriento taller de motocicletas. Un andamio metálico y unas lonas cubrían parte de la fachada, y en la puerta había un contenedor con escombros y una hormigonera oxidada. Estuve un rato observando el lugar desde una esquina próxima, donde un bar sin rótulo de bar, que sólo disponía de una mesa dentro y otra situada en la puerta, aparte un frigorífico con bebidas y media docena de sillas desvencijadas, ofrecía un apostadero seguro. Al cabo, tras asegurarme de que no llamaba la atención, crucé la calle, sorteé la hormigonera y los sacos, y me asomé a la capilla. Su nave no debía de tener más de cien metros cuadrados, y al fondo había un nicho con una imagen sacra cubierta por una lona. Había sacos de cemento apilados en el suelo, y un albañil trabajaba sin excesivo entusiasmo, de rodillas, enluciendo con una paleta parte del muro mientras otro, de pie a su lado, fumaba un cigarrillo. La pared opuesta estaba decorada con imágenes de grafiti pintadas con aerosol, que se encaramaban unas en otras con singular barroquismo posmoderno: había allí ángeles y santos y diablos, y niños y palomas y nubes y rayos de luz en colores vivos y trazos de toda clase, formando un conjunto al mismo tiempo estridente y atractivo, singular, como gritos simultáneos de desolación y de esperanza que trepasen por el muro buscando el cielo, allí donde una pequeña cúpula a medio pintar, con un andamio metálico que ascendía casi hasta el techo, mostraba innumerables manos de Dios formando un óvalo en cuyo centro, con su osamenta desnuda, se erguía un esqueleto de ser humano rematado por una calavera.

—¿Cuándo trabajan en esto? —pregunté a los albañiles, señalando los grafitis.

—Nunca antes del mediodía —respondió el que fumaba—. No son muy madrugadores.

Volví a mi acecho, y esperé. Media hora después vi llegar a Flavio con otro chico. No me vieron. Se quedaron dentro hasta las cuatro, y a esa hora me había bebido ya tres botellas de agua y comido una pizza sorprendentemente sabrosa, cocinada por la joven gruesa y escotada que atendía el tugurio. Vi irse a los dos grafiteros caminando calle abajo, y no entró nadie más. Al rato se marcharon los albañiles. Fui hasta la capilla para comprobar que la puerta estaba cerrada, y me alejé de allí. De vez en cuando me volvía a mirar con disimulo, pero no me seguía nadie. O eso creí.

Por la tarde hice unas compras en la via Toledo. Después, sentada en la terraza de un bar con las bolsas entre las piernas, telefoneé a Mauricio Bosque para que precisara con más detalle la oferta que yo podía hacer a Sniper: catálogo, exposición, MoMA, dinero.

—¿Mauricio?… Soy Lex.

—«¿Lex?… Maldita seas. ¿Dónde te habías metido?… ¿Dónde estás?»

—Sigo en Nápoles.

—«¿Y…? ¿Lo tienes?»

—Aún no. Pero lo podría tener.

Hablamos un buen rato, discutiendo cada punto. Bosque pidió detalles de mis progresos de acercamiento, y yo le dije que todavía estaba en ello. Que al menos la fase de contacto era cosa hecha. El editor se mostró entusiasmado. Del respaldo económico, aseguró, no había que preocuparse. Sus socios estaban dispuestos a adelantar lo que Sniper quisiera, bajo la forma que él mismo eligiese, si dedicaba un tiempo a reunir material subastable que pudiera ser puesto en circulación el próximo año en Londres o Nueva York. Respecto al catálogo, se publicaría en gran formato, dos volúmenes en un espectacular estuche, en la colección estrella de Birnan Wood que era buque insignia de las librerías en los principales museos del mundo; un sello selecto que hasta entonces sólo había publicado los catálogos retrospectivos, a modo de obra completa, de siete artistas contemporáneos: Cindy Sherman, Schnabel, Beatriz Milhazes, Kiefer, Koons, Hirst y los Chapman. Y en lo que se refería al Museo de Arte Moderno de Nueva York, añadió, todas las teclas estaban tocadas, con maravillosas perspectivas, a la espera de una confirmación formal del asunto.

—«Así que puedes decirle de mi parte —concluyó Bosque— que, si acepta el juego, hay un sólido equipo de gente dispuesta a conducirlo hasta el mismísimo cielo».

Le pregunté a bocajarro si era él quien había puesto sobre mi rastro a Biscarrués. Si jugaba doble en todo aquello. Respondió primero con un silencio en apariencia atónito, luego con indignación y al cabo con encendidas protestas de inocencia.

—«Te lo juro —insistió—. ¿Cómo iba a ir contra mis propios intereses?».

—Muy fácil. Obteniendo de Biscarrués más de lo que obtendrías con tu supuesta operación Sniper.

—«¿Te has vuelto loca?… ¿Sabes la de gente que tengo metida en esto?»

Lo dejamos en ese punto y volví al hotel. Seguía sin estar segura de si Mauricio Bosque actuaba de buena fe o era una pantalla para el juego de Lorenzo Biscarrués. Hasta podía ocurrir, concluí, que por cubrirse las espaldas el editor estuviese apostando a dos caballos a la vez. Pero eso no había modo de averiguarlo, por el momento. Y en cualquier caso, en lo que a mí se refería poco cambiaba las cosas.

Nadie parecía seguirme. Estuve leyendo el resto de la tarde La storia falsa, de Luciano Canfora, y por la noche cené pasta y me emborraché a medias con una botella de vino de Ischia. Continué con el minibar de la habitación, hasta agotarlo, viendo una película de Takeshi Kitano en la tele. Con los últimos restos de lucidez me asomé al balcón a echar otro vistazo. Igual que durante el resto del día, no vi rastro de Bigote Rubio ni de Cara Flaca; parecían haberse esfumado, pero yo sabía que no era así. Que andaban cerca, atentos a las últimas instrucciones que habían recibido.

La cabeza me daba vueltas. Cerré la ventana, fui a tumbarme en la cama sin quitarme la ropa, y me quedé dormida. Soñé con Lita y descansé mal: poco, inquieta. Atormentada.

Sniper apareció al tercer día. Para entonces, la mujer gorda y escotada del pequeño bar taberna sin rótulo en la puerta estaba persuadida de que yo era, como dije para justificarme, una periodista que realizaba un reportaje turístico sobre el barrio. Seguía leyendo en la mesa de dentro, junto a la ventana sucia por la que vigilaba la calle, cuando vi llegar a tres grafiteros, el más alto de los cuales era Sniper: vestía una vieja cazadora de cuero marrón, de piloto, y unos vaqueros raídos, y calzaba zapatillas deportivas. Entraron los tres en la Annunziata, y yo cerré el libro y me dediqué a esperar mordiéndome las uñas, atenta a que se calmasen los latidos de mi corazón. Lo tenía, al fin. O lo iba a tener. Ése era el plan. La gorda escotada, por su parte —seguía llevando la misma camiseta que el primer día—, pareció ofenderse de que yo no hiciera, como las veces anteriores, honor a la humeante pizza que puso en mi mesa. Pero el estómago se me había anudado; y mi boca, aunque despaché varias botellas de agua, seguía seca como si estuviera tapizada de arena.

—¿Hoy no tiene apetito, señora?

—No mucho, lo siento.

—Quizá desee otra cosa —propuso, malhumorada.

—No, de verdad… Gracias.

Sniper salió solo de la iglesia, una hora y quince minutos después. Con un estallido de pánico advertí que venía en mi dirección, y por un momento temí que entrase al bar y me descubriese allí sentada, espiándolo. Pero siguió de largo hacia la parte alta. Dejé un billete sobre la mesa, metí el libro en mi bolso, me crucé éste en bandolera —llevar con descuido un bolso en Nápoles resulta casi suicida— y salí detrás, siguiéndolo a distancia; lo bastante lejos para que no reparase en mí y lo bastante cerca para no perderlo estúpidamente, como la última noche. Por fortuna, el barrio estaba tan animado como solía: vecinas charlando, niños que a esa hora debían estar en la escuela, vehículos que pasaban acosando a los peatones en las calles estrechas, puestos de verdura que lo invadían todo con sus cajones multicolores o pescaderías donde coleaban anguilas vivas, combinaban entre sí un paisaje abigarrado, hormigueante de olores, voces y sonidos, donde era fácil pasar inadvertida.

Caminaba Sniper con calma, sin apresurarse. Relajado. Llevaba gafas de sol y se había puesto una gorra de béisbol. Un par de veces se detuvo a saludar brevemente a alguien, a cambiar unas palabras con conocidos. Procuré mantenerme a distancia prudente de su figura delgada, cuyos hombros parecían más anchos bajo la cazadora de piloto. Cuando se detenía, yo lo imitaba, disimulando entre la gente o pegándome a un portal o al escaparate de una tienda. En una frutería, Sniper se detuvo a comprar algo y salió con una pesada bolsa en la mano. Algo más arriba, la calle confluía con una escalinata y una calle transversal, formando una pequeña placita donde había un banco de madera al que faltaba el tablón central. Todas las casas tenían macetas y ropa tendida en las ventanas y balcones. De cables que iban de las ramas de unos árboles raquíticos a una farola con el cristal roto, pendían aún sobre los coches aparcados las banderitas y los farolillos de papel descolorido de alguna verbena remota.

Una mujer venía de frente, bajando la escalinata con una cesta de la compra en la mano. Era grande, atractiva, hermosa de formas, muy clásicamente napolitana. Me recordó a esas rotundas actrices italianas que estuvieron de moda en tiempos de Vittorio de Sica y de Fellini. Ésta llevaba el pelo más corto que largo, una falda oscura y un suéter ajustado que moldeaba las formas de un pecho de aspecto pesado, voluminoso —más tarde comprobé que tenía los ojos verdes y una nariz tan atrevida como su boca, ancha y de labios definidos y rojos—. Sniper se había parado al pie de la escalinata, viéndola llegar, y ella se acercaba a él, sonriente. Yo había visto ya sonrisas como aquélla, y supe lo que significaba antes de que él le enseñase desde lejos la bolsa con fruta que había comprado, la mujer lo amonestara sin perder la sonrisa, con palabras que no alcancé a escuchar, y un instante después, al llegar uno junto al otro, se besaran en la boca.

Continuaron camino juntos —Sniper había cogido la bolsa de la compra que la mujer llevaba—, pero no necesité seguirlos mucho más, porque en seguida entraron en uno de los portales de la plaza, correspondiente a un antiguo caserón de ancho pórtico, y los perdí de vista en el interior oscuro. Aquello, pensé, daba nuevas perspectivas al asunto. Me situaba en posición ventajosa, por fin, tras haber pedaleado mucho para alcanzar la cabeza del pelotón. Mientras consideraba los pros y los contras de la inesperada novedad, me acerqué a observar mejor el lugar, el edificio, las calles próximas y los detalles de la plaza. Había cerca otro pequeño bar de los que a mediodía se convierten en casa de comidas, comercios artesanales propios del barrio, una hornacina con flores de plástico en honor de san Gennaro y la entrada de un garaje. Tomaba nota mental de todo eso cuando la mujer apareció en un balcón estrecho del segundo piso, muy cerca de mí y justo sobre mi cabeza, mientras yo miraba hacia arriba. La vi inclinarse sobre la barandilla de hierro para comprobar si la ropa tendida estaba seca, y volverse luego hacia el interior, como si alguien le hablara desde allí. Después la mujer miró hacia abajo, en mi dirección. Lo hizo de modo accidental, pero se encontraron nuestras miradas. Sostuve la suya un par de segundos antes de apartar la vista con aire casual, sin darle importancia, y seguir mi camino como si paseara. No me volví, pero estoy segura de que ella aún me observaba. También de que, al mirarme por un breve instante, a sus ojos claros había asomado la inquietud de un presentimiento.

Regresé a la placita al día siguiente, temprano. Bebí dos cafés en el bar y estuve vigilando de lejos el portal de la casa, tomándolo con mucha calma, hasta que vi salir a Sniper. Llevaba gafas de sol, gorra y la misma cazadora de piloto que el día anterior. Se alejó calle abajo, pero esta vez no lo seguí, sino que sorteé los automóviles aparcados y me dirigí a la casa. Había visto moverse a la mujer en el piso, a través de la ventana que daba al balcón. Sabía que seguía arriba.

El portal era amplio, espacioso: una casa antigua con cierto empaque, muy venida a menos. Del patio interior subía una escalera ancha, de techo alto, ennegrecida de contaminación urbana, sobre la que pendían cables eléctricos y bombillas desnudas. Subí despacio hasta el segundo piso. En la puerta de madera, limpia y bien barnizada, había atornillado un Sagrado Corazón de latón reluciente. También una de esas viejas mirillas circulares enrejadas que al descorrerlas permiten ver al que llama. Pulsé el timbre, giró el semicírculo dorado de la mirilla y unos ojos verdes, grandes, me estudiaron desde dentro.

—He quedado con él —mentí.

No era del todo necesario, pensé mientras esos ojos me observaban. No forma parte del plan, y seguramente no aporta nada en lo técnico. Tal vez hasta complica las cosas. Pero había pasos —la noche en duermevela me había llevado a esa certeza— que yo debía dar con más seguridad antes de llegar al final de todo. Claves propias que, a la luz de los últimos descubrimientos, necesitaba proyectar en el hombre cuyo rastro seguía desde hacía semanas. En su mundo y en los seres que lo poblaban.

—No está en casa —dijo una voz agradable, profunda, de marcado acento napolitano.

—Lo sé. Me dijo que saldría. Que podría esperarlo aquí.

—¿Española?

—Sí. Como él —modulé una sonrisa adecuada a las circunstancias—. Estuvimos juntos la otra noche… Con los gobbetti.

Los ojos verdes me estudiaron durante unos segundos más tras la celosía de latón. Al fin sonó el pestillo y la puerta se abrió ante mí.

—Pase, por favor.

—Gracias.

Me adentré en un amplio vestíbulo oscuro, comunicado con una salita de estar que tenía un balcón a la calle. Esperaba un estudio de pintor con lienzos, pinturas y frascos de color por todas partes, y quedé sorprendida al verme en una casa convencional de apariencia modesta. El sofá, tapizado con dibujos de hojas otoñales, tenía labores de ganchillo en los brazos y el respaldo. Había fotografías familiares enmarcadas en las paredes, y el único cuadro pintado era un paisaje mediocre con ciervos bebiendo de un arroyo, bajo árboles por los que se filtraba un ancho trazo de sol púrpura. Completaban la decoración y el mobiliario una lámpara con tulipas de cerámica que pendía del techo, una talla vulgar de alguna de los cientos de Vírgenes italianas con flores puestas en un búcaro, y un aparador con figuritas de Capodimonte, una colección de dedales de metal y porcelana, algunas novelas y vídeos, y más fotos. Cerca de la ventana destacaba un enorme televisor conectado a un deuvedé. Excepto un par de fotos sin enmarcar en las que Sniper posaba junto a la mujer, en aquella habitación no había indicios de su presencia.

—¿Quiere café o té? —me ofreció.

—No por el momento.

—¿Un vaso de agua?

Sonreí, tranquilizándola. Con mi mejor mueca social.

—Tampoco. Gracias.

Estaba frente a mí, todavía indecisa. Imagino que estudiando la manera adecuada de tratarme. De averiguar quién era y qué hacía allí. Era más alta que yo, aunque calzaba sandalias sin tacón, y realmente hermosa de rostro y formas. Un magnífico ejemplar de su raza y de su casta. Llevaba un vestido ligero de tonos claros que le descubría los brazos desde los hombros y las piernas desde las rodillas, y se ajustaba suavemente a sus caderas —más bien anchas, observé— cuando se movía por la habitación. Llevaba barniz en las uñas, pero sus manos no estaban cuidadas. Por lo demás, las maneras eran tranquilas, sin afectación. Transmitía una apacible serenidad que parecía irradiar de los ojos, muy claros incluso cuando la luz no daba directamente en su rostro. Aunque ahora parecían sombríos.

—¿No le habló de mí? —inquirí, aparentando sorpresa.

Negó con la cabeza, sonriendo un poco a modo de disculpa. Luego me ofreció asiento con un ademán gentil de la mano izquierda, donde llevaba un reloj barato y una cadena fina de oro. De otra, en su cuello, pendía una crucecita del mismo metal. Me senté en el sofá y ella estuvo un momento de pie, aún dubitativa, antes de ocupar un sillón frente a mí, al otro lado de una mesita de cristal sobre la que había revistas del corazón y media docena de pequeños e inútiles ceniceros de alpaca. Tenía unas espléndidas piernas, aprecié. Carnosas pero fuertes, de recio aspecto, como los brazos. Al sentarse un poco inclinada hacia mí, sus senos pesados parecían gravitar más, moldeando la tela del vestido.

—Nos conocimos la otra noche, como le he dicho. En el puerto. Él y yo.

Dejé caer ese él con naturalidad, eludiendo el nombre de Sniper. Ignoraba si ella lo llamaba de ese modo, o si lo hacía por su nombre real, fuera el que fuese, o por otro inventado.

—En el puerto —repitió, espaciando cada palabra.

Era el suyo, comprendí de pronto, un recelo de índole animal. Poco elaborado. En realidad no desconfiaba de mí —había abierto la puerta, al fin y al cabo—, sino de lo que mi presencia anunciaba desde que nuestras miradas se encontraron por primera vez. En ese momento su instinto de hembra había detectado amenaza —nido en peligro—, y ahora ella intentaba establecer qué tenía yo que ver con eso. Con el presentimiento que había enturbiado la claridad de sus ojos.

—Sí —confirmé—. Anduvimos por allí con los otros chicos… Ya sabe.

No detalló lo que sabía o no sabía. Sólo siguió mirándome como en espera de más palabras. Por mi parte sonreí de nuevo, sosteniendo el farol con mucha naturalidad. Ni siquiera podía imaginar cuánto sabía ella de Sniper. De su vida clandestina, de su pasado, de la amenaza que pesaba sobre su vida.

—Es un artista genial —aventuré—. Lo admiro mucho.

Luego hablé durante un par de minutos para relajar el ambiente. Para disipar la suspicacia que aún advertía en sus ojos cuando los fijaba en mí casi radiografiándome los propósitos. Hablé de mi trabajo como historiadora del arte, de mi especialidad en artistas contemporáneos, de mis relaciones con museos y casas editoriales. Y al poco rato comprobé que dejaba de prestarme atención. Asentía a veces, amable, aunque sin mostrar ya un interés significativo. Su instinto de peligro parecía haberse adormecido. Dos veces consultó a hurtadillas el reloj que llevaba en la muñeca, y comprendí que no le interesaba lo que yo decía. Ahora sólo era cortés conmigo; aquélla era su casa, y cumplía con su deber de anfitriona, distraída, algo incómoda, en espera de que regresara su hombre. Confiando en que la presencia de éste confirmara o disipara sus aprensiones. Dispuesta, como en otras cosas, a ponerse en sus manos a ciegas. Y probablemente, deduje, ésa era su historia. Así de simple. No había, después de todo, ningún misterio en aquellos ojos; sólo el vacío. Los hombres suelen creer que los ojos de las mujeres bellas tienen algo dentro, y a menudo se equivocan. Yo misma había esperado algo más de la compañera de Sniper, y sólo veía ante mí un cuerpo grande, moreno, mórbido: un hermoso pedazo de carne. Lo mismo, pensé sarcástica, ni siquiera sabe que ese hombre suyo, o de quien sea, es uno de los grafiteros más famosos y buscados del mundo.

Entonces sonó la puerta de la calle. Cuando me puse en pie, Sniper estaba allí, mirándome desconcertado.

Me sacó a la escalera, tirándome del brazo. Sentí dolor, pero no opuse resistencia. Lo dejé arrastrarme por el pasillo hasta la puerta ante los ojos asombrados de la mujer, y sólo allí me encaré con él.

—Suéltame —dije, desasiéndome.

Estaba de verdad furioso, y en ese momento distaba mucho de parecer un francotirador paciente. La imagen de hombre tranquilo que tenía de él, la que me había fabricado durante aquellas semanas de búsqueda, nada tenía que ver con ese rostro crispado, los ojos coléricos, las manos en tensión que parecían dispuestas a zarandear o pegar.

—No tienes derecho —masculló—. No aquí… No con ella.

—Me faltaba esa pieza —respondí con calma—. Ha sido una larga caza.

Por alguna razón, mis palabras lo serenaron en el acto. Se me quedó mirando inmóvil, dominándose, mientras respiraba fuerte. Se diría, pensé, que lo he zarandeado yo a él.

—Tu retaguardia —añadí.

Apoyé las manos en el antepecho del rellano, que protegía del hueco de la escalera. Una caída de dos pisos, consideré. Le habría bastado un empujón.

—No tienes ni puta idea —murmuró.

—Empiezo a tenerla.

La puerta seguía abierta, y miré hacia el pasillo. La mujer estaba al fondo, casi en las sombras, observándonos de lejos.

—Tortillera de mierda —me dijo Sniper.

Lo hizo desapasionadamente, como quien enuncia un hecho objetivo. Y es que sabe fijarse en las cosas, pensé. Como buen artista, sabe ver. Tiene ese don. Yo seguía mirando hacia el pasillo y él se volvió siguiendo la dirección de mis ojos.

—Podrías estar muerto —comenté—. ¿Se te ha olvidado?… Nada más fácil, desde que nos encontramos. Pero no se trata de eso.

Me estudiaba ahora con fijeza. Luego volvió dos pasos atrás para cerrar la puerta, despacio. Creí advertir en él un ápice de indecisión.

—Yo también corro mis riesgos —añadí—. Y lo sabes.

—No tienes derecho —insistió.

Sonaba a protesta casi formal. Sonreí, burlona.

—No te reconozco… ¿Derecho?… ¿Es Sniper quien habla?

Aparté las manos del antepecho de la escalera. Ya no eran necesarias.

—¿El mismo que dijo aquello de si es legal, no es grafiti? —rematé.

Seguía mirándome a los ojos, atento. Quizá inquieto.

—Claro que tengo derecho —proseguí—. Me lo he ganado, resollando tras tu rastro como una perra. Y por Dios que lo hice bien.

Asintió de modo casi imperceptible, a regañadientes.

—¿Y ahora? —preguntó.

Me gustó el tono. El nuevo cauce del asunto. Ése ya era mi terreno.

—No pensarás que voy a irme por las buenas, después de tanto trabajo. Dejaría demasiadas cosas vulnerables tuyas detrás.

Hice una pausa para que la idea lo empapase a fondo. Una idea importante, al fin y al cabo, con mayúscula: la única Idea. Estar vivo o no estarlo. Después encogí los hombros:

—No te conviene que me vaya así.

Era innecesario, pero quise asegurarme. Se quedó pensando en aquello. Me miraba cual si calculase estragos inevitables. Control de daños.

—Convenir —murmuró al fin, dirigiendo un vistazo de soslayo a la puerta cerrada—. ¿Ésa es la palabra?

No respondí. Él sólo procuraba aclarar sus ideas, y lo que yo dijera nada tenía que ver con eso. Ahora la decisión era suya. Pero ni siquiera él mismo, consideré maligna en mis adentros, sabía hasta qué poco punto lo era. Dicho en seco, no quedaba más que un camino. Algo inevitable.

—Ven —dijo.

Lo seguí escalera abajo, conteniendo mi júbilo. Había una puerta interior en el amplio y gris vestíbulo. La abrió y nos encontramos en un garaje sucio convertido en estudio de pintura, aunque tales palabras no sean las que mejor definen el lugar. Yo había visto otros talleres de pintores, antes. Muchos. Y nada tenían que ver con aquel lugar cuyos muros estaban saturados de grafitis superpuestos, tachados sobre tachados, sin un solo lienzo pintado pero lleno todo de cartones con pruebas para ser llevadas a paredes de la calle, stencils de papel recortado, croquis preparatorios para bombardear vagones de tren y autobús, planos de varias ciudades con marcas y señales de colores, centenares de aerosoles de pintura nuevos o vacíos apilados por todas partes, mascarillas protectoras, herramientas para abrir candados o cerraduras, romper cadenas, cortar telas metálicas… Sobre una mesa de caballete, entre un arcaico Fiat cubierto de polvo y un banco con herramientas de mecánico, había tres pantallas de ordenador, un teclado y dos impresoras para escaneos de gran formato, pilas de libros sobre arte y grafiti, reproducciones de cuadros clásicos sobre las que Sniper había ejecutado irreverentes intervenciones personales. Vi calaveras mejicanas pegadas o pintadas sobre la Mona Lisa, y sobre la Isabel Rawsthorne de Bacon, y sobre la Santa Cena de Leonardo… Junto a la puerta, como un centinela de tamaño natural, se erguía una mala copia en yeso del David de Miguel Ángel con una máscara de luchador mejicano y el torso garabateado con firmas de Sniper. Y algo más allá, pintada con aerosol en una pared, una parodia magnífica de El Ángelus de Millet, donde una tercera figura de mujer, cruzada de brazos, fumaba indiferente un cigarrillo mientras los otros dos personajes, inclinados para la oración, vomitaban sobre la Dánae de Tiziano recostada en el suelo. Aquello, concluí mirándolo todo, no era, desde luego, un taller de artista. Era un genial laboratorio de guerrilla urbana.

—Dios mío —exclamé asombrada.

Sniper me dejaba moverme, ver, tocar, con plena libertad. Había pilas de cedés con música de los ochenta y los noventa: Method Man, Cypress Hill, Gang Starr, Beastie Boys, y algún vinilo histórico, entre ellos uno de The Jimmy Castor Bunch. Me detuve ante la reproducción grande, escaneada, de una fotografía del Costa Concordia tumbado sobre la orilla de la isla del Giglio: el costado visible del crucero se veía decorado con trazos a rotulador, a modo de estudio o maqueta previa; de intenciones del nuevo proyecto de Sniper. Junto a esa foto había una copia del retrato de la modelo Kate Moss hecho por Lucian Freud, con un billete de cien dólares americanos pegado sobre el sexo. Sólo aquellas docenas de papeles y cartones, pensé, sus manchas de color, calaveras, troquelados y trazos de pintura, valdrían ya una fortuna con la firma de Sniper al pie y un certificado en regla que los autentificase. Ese taller contenía millones potenciales de euros, de dólares, de rublos.

Lo dije en voz alta. Esto vale una fortuna, alegué. Un boceto, una simple maqueta o prueba en papel para trenes o autobuses rabiosamente coloreada, puede venderse por un dineral. Expuestos en el MoMA para la consagración oficial, subastados luego en Claymore, o Sotheby’s. Una locura.

—Cualquier coleccionista ávido —añadí—, cualquier rico caprichoso, pagarían sin rechistar cuanto les pidieran. Hasta los grafitis de estas paredes se los llevarían, troceados a tamaño manejable.

La idea lo divirtió mucho.

—¿Y por qué?… ¿Porque no conocen mi rostro?

—Porque todo es muy bueno —opuse—. Porque es terrible, atrozmente hermoso. Porque, sacado a la luz, haría la felicidad de mucha gente.

—Felicidad —repitió.

Parecía paladear esa palabra, sin encontrarle el punto.

—Exacto —dije.

—Yo saco a la luz lo que quiero sacar.

—No lo comprendes. Creo que ni tú mismo eres consciente —señalé hacia el techo, en dirección a la vivienda—. Yo sí lo he comprendido ahí arriba. Al verla a ella.

—Llevo aquí once meses —informó, seco—. Ella es ajena a este mundo. Ni siquiera comprende lo que hago.

—¿Cómo la conseguiste?

No pareció ofenderse por mi impertinencia.

—Va incluida en la ciudad —se limitó a decir—. Viene con el barrio.

Después, tras corta pausa, señaló unos papeles amontonados sobre una mesa.

—Posó para mí.

—Es hermosa, desde luego —yo miraba los papeles, que apenas eran bocetos: trazos abstractos, sin sentido aparente. Manchas de color. Nada que se relacionara con la mujer a la que había visto en la casa—… Y también algo anacrónica, tal vez.

—Sí —admitió.

—¿Eso es todo?

Leí en su silencio como si él mismo lo hubiera escrito en una pared ante mis ojos.

—Te encanta, ¿verdad? —caí en la cuenta—. Ese esnobismo tuyo. Presumir ante ti mismo de tu poca presunción. Como el millonario que puede permitirse un Jaguar, pero prefiere conducir un Golf. El discreto francotirador emboscado, ascético a su manera.

Frunció el ceño. Al fin hizo un ademán vago con las manos, que dejaba aparte todo cuanto no contenían aquellas paredes.

—Mantenla fuera —dijo.

—Sólo quiero comprender, antes.

Me miró penetrante.

—¿Antes de qué?

—De decidir sobre ti.

Su carcajada fue brutal.

—Creí que la decisión era mía.

—Todos tenemos una carta en la manga —apunté.

Siguió mirándome un poco más, cual si mi respuesta le pareciese demasiado oscura.

—¿De qué vives, Sniper?

Se encogió de hombros.

—Hago trabajos y los vendo.

—¿Con tu nombre?

—Claro que no. Diseño fundas de cedés, tatuajes, customizo ropa, decoro con los gobbetti alguna tienda de por aquí… Me las arreglo.

—¿Y eres feliz con eso? ¿Vives en el mundo que deseas?

Soltó una carcajada extraña. Al cabo cogió un paquete de tabaco de entre los cachivaches que cubrían la mesa y encendió un cigarrillo.

—Creemos que el arte hace el mundo mejor y más feliz a la gente —dijo—. Que lo hace todo más soportable. Y eso es mentira.

Señaló el David de yeso cubierto con la máscara de luchador.

—Los griegos marcaron la armonía y la belleza —continuó—, los impresionistas descompusieron la luz, los futuristas fijaron el movimiento, Picasso hizo la síntesis de lo múltiple… Ahora, sin embargo, el arte nos hace más…

Se detuvo buscando la palabra.

—¿Estúpidos? —propuse.

Me miró agradecido. Hasta tumbarse a dormir en una bañera, dijo, se consideraba una experiencia artística. Era elocuente el caso de Marina Abramović en Nueva York, tres años atrás, sentada ante una mesa y al otro lado una silla vacía donde los visitantes se iban turnando. La artista permanecía completamente inmóvil y en silencio, y estuvo así siete horas y media cada día, mientras duró la exposición.

—Acuérdate de todos aquellos cretinos que rompían a llorar o vivían experiencias espirituales sentados frente a ella… O por buscar otro ejemplo, piensa en Beuys y su Cómo explicar los cuadros a una liebre muerta… ¿Te enteraste?

—Por supuesto. Sentado en una silla en una galería de Düsseldorf, con la cabeza embadurnada de miel y en los brazos una liebre muerta a la que miraba fijamente… ¿Te refieres a eso?

—Sí. Ese fulano dijo que la idea era exponer lo difícil que es explicar el arte actual, de una parte, y de la otra señalar que los animales tienen más intuición que los humanos. De vez en cuando se levantaba, recorría la sala, y ante los cuadros murmuraba a la liebre palabras inaudibles… Así, tres horas. Por supuesto, el público estaba entusiasmado.

Apagó el cigarrillo aplastándolo en una lata vacía de coca-cola y se me quedó mirando desafiante, cual si por su parte casi todo estuviera dicho.

—Hasta el arte callejero lo han convertido los ayuntamientos en un parque temático —añadió—. Ese imbécil concepto de participación pública, tan socialmente correcto, acabó siendo una simple diversión más, con la gente tirándose por rampas y cosas así. Un jolgorio impune… Pero yo demuestro que, de diversión, nada. Y que a veces va la vida en ello.

Vomito sobre vuestro sucio corazón —cité.

Se echó otra vez a reír, halagado. En ese momento me pregunté si realmente Sniper tenía sentido del humor, y hasta qué punto éste podía consistir en seca y retorcida malignidad. O tal vez éramos los demás —el despreciable público— quienes le atribuíamos ese humor por nuestra cuenta. Y riesgo. Como la silla vacía de Abramović o la liebre muerta de Beuys.

—Desde siempre, los artistas han utilizado instrumentos, motores —dijo—. Grecia, la armonía y la belleza; el Renacimiento, las reglas y proporciones racionales… Yo uso ácido. Figurado, claro. O no tanto. Como arrojar ácido a la cara de una mujer estúpida, satisfecha de sí misma.

—¿Incluidos los que a veces mueren por devoción a ti?

Ni pestañeó al escuchar eso.

—Incluso ellos —admitió fríamente—. Hoy en día cualquiera se autodenomina artista con perfecta impunidad… Por eso hay que ganarse el título. Pagar por él.

Suspiré, fatigada. Lo estaba de verdad. Ni siquiera mi interlocutor podía imaginar cuánto, ni por qué. Ya no era la conversación que yo deseaba mantener. Para eso necesitaba la noche.

—¿No vas a aceptar, entonces? —reconduje el asunto.

Alzó las palmas de las manos, elusivo.

—Supongo que es difícil de entender. Que tú misma te preguntas cuánto tiempo aguantaré antes de jugar el juego que propones… El tuyo o el de otros.

—Quitarte la careta, dijo Topo.

Su sonrisa parecía sincera. Evocadora.

—El buen Topo… ¿También estuviste con él, preguntándole sobre mí?

—No me reveló mucho.

—¿Todavía es capaz de hablar de nosotros? ¿Aunque no termináramos bien?

—Aun así. Ya sabes: esa extraña lealtad que te guardan todos… ¿Nunca te preguntaste por qué?

—Quizá porque soy de verdad. Y lo intuyen.

Compuse una deliberada mueca escéptica.

—Topo tiene dudas sobre eso. Tu autenticidad.

—Quizá se limita a justificarse a sí mismo.

—Puede.

Alcé una mano muy despacio. Sniper seguía el movimiento con los ojos, preguntándose en qué iba a acabar.

—Te propongo una cosa —dije—. Un pacto honorable.

De nuevo la mirada desconfiada. Cautela de francotirador en paraje descubierto.

—¿Cuál?

—Salgamos juntos esta noche. Tú y yo. A buscar una pared complicada.

—¿A escribir?

—Claro. Pero no en sitio fácil… Una sesión particular. Sólo para mis ojos. Supongo que me la debes.

Pareció considerarlo, y al cabo hizo un ademán negativo.

—Yo no debo nada a nadie. Soy libre.

Rió esquinado tras decir aquello, cual si saborease otra broma que sólo él era capaz de apreciar. También yo sonreí. Ciertas bromas podían ir en ambas direcciones.

—De eso podemos hablar esta noche —dije—. De deudas y libertades, si quieres… Hay preguntas que todavía necesito hacerte.

—¿Y después?

—Nada. Cada cual por su camino.

Me estudió largamente, suspicaz.

—¿Así de fácil?

—Así.

—¿No contarás nada de esto? —parecía indeciso, o confuso—. A fin de cuentas, tengo la cabeza a precio. Mi seguridad…

Lo miré de cerca, a los ojos, sin parpadear ni un instante. Con todo el aplomo de que fui capaz. Que en ese momento era mucho.

—En tu seguridad no me meto —argumenté—. No es asunto mío. Pero es verdad lo que dices. Igual que yo te encontré, otros podrían hacerlo. Tú verás cómo te organizas en el futuro. Lo mío se zanja hoy… Es un asunto privado.

Asintió con la cabeza. Primero una vez, débilmente. Aún pensativo. Luego con más confianza.

—Esta noche, entonces —dijo.

—Sí —confirmé—. Tú y yo. Una pared adecuada y un lugar adecuado. Peligroso, como esos adonde envías a la gente a suicidarse. A hacer… ¿Cómo dijiste antes? Ah, sí. A tirar ácido a la cara.