7. Treinta segundos sobre Tokio

Pasé la mitad del día siguiente en mi habitación del hotel Vesuvio, mordiéndome las uñas de impaciencia mientras intentaba leer sin conseguir concentrarme en ello, o visitaba con el ordenador portátil los lugares de Internet donde podía haber rastro de Sniper. Estuve así todo el tiempo, atenta al teléfono de la mesita de noche y con el móvil sobre la colcha de la cama, confiada en que el conde Onorato cumpliera su promesa. La temperatura afuera seguía siendo agradable, así que dejé abierto el ventanal que daba al balcón sobre el fondo de la bahía y el castillo. Una ligera brisa de mar agitaba de vez en cuando los visillos, y de abajo llegaba ruido de tráfico y bocinazos cuando el semáforo situado frente al hotel cambiaba de rojo a verde. A las dos menos cuarto, el rectángulo luminoso de sol que a través de la ventana se había estado desplazando por el suelo con irritante lentitud pareció detenerse cuando vibró el móvil.

—«Tiene una cita —sonó la voz del taxista—. Pasaré a buscarla dentro de seis horas».

Quise saber más, pero el conde Onorato, muy en su papel de mensajero de los dioses, estuvo parco en palabras. Repitió las instrucciones, añadiendo que no debía llevar conmigo cámara fotográfica ni teléfono móvil, y cortó la comunicación. Saboreando mi júbilo bajé a comer un plato de pasta en el Zi’ Teresa, saliendo por la puerta principal del hotel; aunque, excitada como estaba, una vez allí apenas probé bocado. Después, para tranquilizarme, di un paseo por el Lungomare —nadie parecía seguirme esta vez— hasta la librería Feltrinelli, donde anduve curioseando entre las novedades y los libros de arte. Compré una novela de Bruno Arpaia y un ensayo de Luciano Canfora y regresé sin prisas, después de tomar un café, por la via Chiatamone, lo que me condujo directamente a la parte trasera del hotel. Por no rodear el edificio entré desde allí, recorriendo el pasillo de servicio hasta los ascensores del vestíbulo, pero me detuve en seco. Sentado en uno de los sillones próximos a la puerta del bar, convenientemente disimulado por una maceta con ficus de hojas frondosas, estaba el individuo rechoncho del bigote rubio. Vestía la misma chaqueta de gamuza del día anterior y mantenía abierto sobre las rodillas un libro al que no prestaba atención, pues tenía el rostro vuelto hacia la puerta giratoria que daba a la fachada principal y al Lungomare. Mi desconcierto fue breve. Tardé sólo tres segundos en comprender que vigilaba precisamente mi regreso; y esos tres segundos fueron el tiempo exacto que empleé en retroceder con cautela, tomar la escalera interior y preguntarme por qué en ese momento. Por qué ahora, y en el mismo hotel. Por qué no antes. Por qué tan cerca.

Me batía el pulso con violencia en las sienes, ensordeciéndome, mientras caminaba rápidamente sobre la moqueta del pasillo del cuarto piso, hacia mi cuarto. Intenté que no se desbocaran los latidos de mi corazón —en ese momento parecía bombear adrenalina a chorros— y que los pensamientos se ordenaran de forma útil en mi cabeza. Piensa, me decía. Piensa despacio. Calcula qué ha cambiado. Qué hay de nuevo. Qué ocurre, para que ese individuo se arriesgue más. Se acerque tanto. La intuición de que un peligro añadido, una modificación grave de acontecimientos entraba en escena, transformó durante los últimos pasos mi aprensión en certeza. Quizá por eso tenía limitada la capacidad de sorpresa y estaba más alerta de lo usual cuando introduje la tarjeta en la ranura de la puerta, abrí ésta y me encontré de cara con la mujer que en Verona me había golpeado en la cabeza, arrojándome al foso. Esta vez no llevaba abrigo de visón, sino un traje oscuro de pantalón, calzado bajo y el pelo recogido en la nuca —todo eso pude apreciarlo mejor algo después—; pero el rostro era como lo recordaba: muy delgado, huesudo y anguloso hasta casi lo desagradable, con labios finos y ojos negros grandes, muy vivos, que parecieron desorbitarse sorprendidos de verme allí, a dos palmos de su cara. Era un poco más alta que yo, y eso facilitó las cosas. Llevada por el impulso que había ido tensando en mi cavilación por el pasillo, animada por el estupor que parecía enflaquecer más las facciones de la intrusa, enfurecida hasta la repugnancia física por verla allí violando mi intimidad, me puse de puntillas y, olvidándome del espray de pimienta que llevaba en el bolso, le di un cabezazo en la cara.

Sonó fuerte. Sonó croc. Pero el ruido no era mío. Tuve suerte, creo. La alcancé de casualidad en mitad del rostro, justo cuando por el rabillo del ojo advertí que una de sus manos, la derecha, de pronto cerrada en forma de puño, ascendía hacia mí. Pero la violencia de mi golpe bastó para que el suyo perdiera fuerza a mitad de recorrido y diese en el vacío; tal vez porque, para entonces, Cara Flaca, o como se llamara, había emitido ya un quejido ronco y sordo, de aire que escapaba de sus pulmones, y retrocedía trastabillando mientras agitaba los brazos en busca de apoyo o equilibrio; de conseguir una ventaja que yo, a esas alturas y sin que el golpe propinado aliviara un gramo la furia que sentía, no estaba dispuesta a concederle. Así que le fui detrás, o encima, sin pensarlo siquiera, y con todas mis fuerzas le di una patada en el vientre que la hizo encogerse y dio con ella en el suelo. Me miró desde allí sin dejar de hacer esfuerzos por ponerse en pie —observé que le sangraba la nariz— con una expresión que no olvidaré nunca, pues jamás antes me había visto en una situación tan extrema como aquélla. Se le había deshecho el pelo recogido en la nuca y ahora se derramaba sobre la cara, negro como alas de cuervo de mal augurio, manchado de sangre, intensificando el odio en sus ojos. Aturdida y venenosa. Me estremecí con todo motivo, recordando el golpe que me había dado en la Arena de Verona: preciso y casi científico. Una tía capaz de mirar y de atizarte así, pensé. No sé si Cara Flaca es profesional de los golpes o no, pero sin duda sabe darlos. Vaya si sabe. Y si le permito levantarse estoy frita, concluí. Así que me puse a pegarle patadas en la cabeza hasta que dejó de moverse.

El fulano del bigote rubio y rizado en las puntas no me oyó llegar. Seguía sentado tras el ficus, mirando hacia la puerta principal del hotel, cuando salí del ascensor y me detuve a su lado. Bajo la chaqueta de gamuza llevaba una corbata de punto y una camisa rosa pálido cuyos botones se tensaban demasiado sobre el abdomen. La perplejidad en sus ojos azules, cuando se volvieron hacia mí con sobresalto, fue otro de los hitos gloriosos de aquel día.

—Tengo dos opciones en este momento —dije con calma—. ¿Quieres que te las cuente?

No respondió. Seguía mirándome en asombrado silencio. Los incisivos conejiles asomaban en la boca entreabierta por el estupor. Me senté en el sillón contiguo, un poco inclinada hacia él, disfrutando con la ventaja que la situación me proporcionaba. Bigote Rubio había cerrado el libro en edición de bolsillo que tenía sobre las rodillas, y alcancé a leer el título: Jardinería en casas rurales. Nunca lo habría adivinado, pensé absurdamente. Luego lo miré de nuevo a los ojos.

—Una opción es acercarme al mostrador de Recepción, pedir que llamen a la policía, y que ésta eche un vistazo a lo que hay en mi habitación. La otra…

Me detuve. Mi interlocutor había parpadeado tres veces, como si eso lo ayudase a recobrar el uso de la palabra.

—¿Viene de arriba? —preguntó, al fin.

La voz le había salido ronca, difícil, necesitada de lubricación inmediata. Acento educado, español. Los ojos claros seguían perplejos.

—Vengo. Y hay una mujer inconsciente en mi alfombra.

La perplejidad de Bigote Rubio cedió paso a la alarma.

—¿Inconsciente, dice?

—Sí.

—¿Qué ha pasado?

La voz seguía saliéndole ronca. Encogí los hombros.

—Se cayó. Así, por las buenas. Zaca. Se cayó y se golpeó la cabeza varias veces. Zaca, zaca. Ella sola. Parece aficionada a caerse.

—¿Usted hizo eso?

—Yo no hice nada. Te repito que se cayó ella. Me limité a maniatarla para que no se caiga más… Lo hice con bolsas de lavandería retorcidas y cinturones de albornoz. Y arriba sigue, supongo. Durmiendo boca abajo. Cuando despierte necesitará aspirinas y quizá un médico. Tampoco ha quedado guapa de cara, suponiendo que haya sido guapa alguna vez… Diría que tiene la nariz rota.

Advertí en Bigote Rubio un movimiento que no supe interpretar. Tal vez era de inquietud, o de amenaza hacia mí. Parecía recobrar el control y me estudiaba suspicaz, valorando la situación. Sin duda calculaba adónde iba yo a llegar. Mis intenciones. Me retiré un poco, recostándome en el sillón. Prudente. De cualquier modo, concluí, nada intentaría contra mí en aquel lugar, con el barman a diez metros y los recepcionistas y conserjes al otro lado del vestíbulo. Un grito mío bastaría para ponerlo en evidencia.

—Habló de dos opciones —dijo.

Lo hizo sereno, al fin. Y manteniendo el usted, a pesar de mi tuteo. Dispuesto a negociar la opción menos mala. Eso me suscitó un suspiro de alivio que procuré no exteriorizar. En realidad —caí en la cuenta luego—, salvo la inquietud que sentía por el estado de la mujer de arriba, yo estaba disfrutando con aquello. Con el triunfo. Con el momento y sus perspectivas.

—La otra es que subas y te hagas cargo de esa hija de puta.

Sostuvo un instante la mirada. Esta vez sin pestañear.

—¿Y? —preguntó al fin.

—Y eso. Que la lleves a un hospital o a donde te parezca oportuno —miré el reloj—. Y que Lorenzo Biscarrués me telefonee.

—No conozco a ese Biscarrués.

—Ya. Pero procura que ese cerdo me llame. Por la cuenta que le trae.

Los ojos azules se volvieron hacia el vestíbulo y luego me miraron largamente, valorativos, considerando despacio cuanto yo acababa de decir. Al fin, Bigote Rubio se metió el libro en un bolsillo de la chaqueta y compuso una mueca que descubrió algo más los incisivos: una sonrisa fría, postiza. Resignada.

—Está bien —dijo.

Nos levantamos —lo hizo con una agilidad asombrosa en un tipo regordete como él— y fuimos hasta el ascensor con apariencia de huéspedes inocentes. Pulsé el botón y subimos, evitando mirarnos directamente aunque nos vigilábamos de soslayo en el espejo y Bigote Rubio no apartaba sus ojos inquisitivos de mi mano derecha, metida en el bolsillo donde llevaba el espray de pimienta —como me equivoque de lado al apuntar, pensé absurdamente, estoy lista—. Pero no hubo necesidad de él. Una vez arriba, recorrimos en silencio el pasillo, abrí la puerta y me hice a un lado, cauta.

—Joder —exclamó al entrar.

Cara Flaca seguía tumbada en el suelo, boca abajo y maniatada, como la había dejado al irme. En las películas, la gente que recibe golpes se levanta luego tan campante; pero yo sabía que en la vida real las cosas rara vez ocurren de ese modo. Hay conmociones cerebrales, derrames y cosas así. Para mi alivio —temía haberme excedido en las patadas finales—, la mujer estaba ya medio consciente y gemía de un modo sordo, gutural. Había manchado un poco de sangre la alfombra, y en su nariz y labio superior empezaba a coagularse una costra pardusca. También tenía un gran hematoma violáceo en la frente y los ojos hinchados. Yo misma me asusté de su aspecto, y me alegré de que Bigote Rubio se hiciera cargo de aquello.

—Joder —repitió, arrodillándose incrédulo junto a la mujer—… ¿Usted le ha hecho esto?

—Ya he dicho que se cayó. Varias veces.

Me dirigió una mirada entre reprobadora y admirada mientras deshacía las ligaduras de las manos de Cara Flaca. No es fácil dejarla en este estado, parecía decir. Hace falta tener mucha suerte, o ser aún más perra de lo que puede serlo ella. Que puede, y mucho.

—¿Tiene hielo en el minibar?

—No querrá una copa, ahora —repuse con pésima intención.

Pareció encajar mi sarcasmo con mucha flema.

—¿Tiene o no tiene hielo? —insistió.

—No.

—Entonces traiga unas toallas mojadas en agua fría, por favor.

Parecía dueño de sí. Acostumbrado, pese a su aspecto apacible, a situaciones semejantes. Recordé el destello de la navaja en sus manos cuando yo estaba sobre la nieve, en Verona, junto al infeliz al que habían tomado por Sniper. Quizá he cometido un error al traerlo, pensé. Metiéndome en una nueva trampa. Mientras mojaba toallas en el lavabo, miré alrededor en busca de algo que me sirviera como arma defensiva, sin dar con nada. Luego recordé el florero de vidrio que estaba sobre la escribanía. Aquello podría valer, en caso necesario, como complemento del espray.

—Ayúdeme —pidió Bigote Rubio.

Entre los dos levantamos a Cara Flaca y la tumbamos en la cama. Volvía en sí. Seguía gimiendo, y entre el pelo apelmazado y la hinchazón de los párpados nos miraba con ojos vidriosos, intentando reconocernos. Su compañero le limpió la sangre de la nariz, y después le aplicó las toallas mojadas en la cara. Yo fui a situarme junto al florero de vidrio, precavida, con una mano en el bolsillo. Calculando distancias.

—¿Cómo está? —quise saber.

Me observaba receloso, intrigado. Parecía preguntarse por qué estaba yo tan serena, sin armar un escándalo.

—No demasiado mal —dijo—. La nariz no está rota.

—¿Podrás llevártela de aquí?

—Creo que sí. Dentro de un rato se tendrá en pie, me parece… ¿Tiene usted unas gafas de sol?

—¿Para qué las necesitas?

Señaló a la mujer, cuyo rostro, a excepción de una pequeña abertura para respirar, estaba cubierto por las toallas.

—Ella no puede cruzar el vestíbulo así, con esa cara. Llamaría demasiado la atención.

Abrí mi bolso, saqué las gafas y se las eché por el aire. Las atrapó de un manotazo. Por primera vez, la expresión de sus ojos claros se tornaba amable. Casi simpática. El bigote rubio pareció retirarse un poco más sobre la mueca conejil.

—Como sicarios no parece que os estéis luciendo mucho —comenté.

No contestó. Sólo emitió una risa suave, contenida, al escuchar aquello. La risa le daba aspecto bonachón, equívocamente benévolo. No habría sido mal parecido, pensé, con diez o quince kilos menos, una tripa que no le tensara los botones de la camisa y un palmo más de estatura. El bigote rizado en las puntas aportaba un toque de ridícula distinción.

—Quiero hablar con Biscarrués —le recordé.

Me miró unos segundos con curiosidad mientras el apunte de sonrisa se le extinguía muy despacio. Me pregunté cuánto sabía de mi vida. Desde cuándo me vigilaba. Pensarlo me hizo sentir un extraño pudor violentado. Y eso me enfureció.

—Biscarrués —repetí, seca.

No pareció haberme oído. Miraba a su compañera, que se recobraba poco a poco, quejumbrosa y dolorida.

—No es fácil madrugarle así —dijo, objetivo.

—Lo supongo… Pero ahora estamos en paz. Por lo de Verona.

Pareció considerar en serio el argumento. Al fin asintió ligeramente, como con desgana.

—No vea en ello nada personal. No iba contra usted.

—Puedes tutearme —reí, sarcástica—. A estas alturas de convivencia.

Sólo vaciló un instante.

—No iba contigo.

—Ni con aquel pobre tipo, supongo. El que confundisteis con Sniper.

—Tampoco. Fue un malentendido.

—Ya. Que casi nos mata.

Hizo un ademán vago, evasivo, medio fatigado. La vida, parecía argumentar, abunda en momentos en los que a cualquiera pueden despacharlo por error o por azar. Es absurdo buscar responsables.

—Biscarrués —insistí—. Y lo digo por última vez.

Siguió estudiándome un momento, como si dudara. Yo miré de reojo el florero, tensa. Al cabo sacó un teléfono del bolsillo de la chaqueta y marcó un número.

—Ella está aquí —dijo, lacónico, cuando hubo comunicación.

Después me pasó el teléfono, y con él en la mano salí al pasillo.

Cuando regresé a la habitación, Cara Flaca parecía más repuesta. Su compañero la había sentado en la cama, recostándola en las almohadas. Ya no tenía las toallas mojadas sobre la cara. Por entre el cabello húmedo, que dejaba a la vista un gran hematoma sobre el puente de la nariz, los ojos oscuros de la mujer me miraron con odio tras los párpados inflamados.

—Quiere hablar contigo —dije a Bigote Rubio, pasándole el teléfono.

Se lo llevó a una oreja y estuvo escuchando en un largo silencio, sólo roto por monosílabos de asentimiento. Los últimos los emitió en tono de ligera duda, aunque en ningún momento se opuso a nada. Al cabo cortó la comunicación, guardó el móvil y se me quedó mirando, desconcertado.

—No veo por qué… —empezó a decir.

Se interrumpió ahí, pensativo. No era, supuse, del tipo de quienes hacen confidencias sobre lo que ven o no ven ante quien acaba de hincharle la cara a patadas a su compañera de trabajo, o como se llamara lo que trajinaban juntos aquellos dos. En ese punto, Cara Flaca sintió una urgencia —«Necesito mear», murmuró con boca pastosa y desabrida vulgaridad—, y Bigote Rubio la ayudó a incorporarse y caminar apoyada en él hasta el cuarto de baño. Luego cerró la puerta, se volvió hacia mí y sacó un paquete de cigarrillos y un encendedor de oro.

—¿Se puede fumar aquí? —preguntó.

—Quizá salte la alarma —respondí—. Mejor hazlo en el balcón.

Sonrió un poco. Tenía una mueca simpática, confirmé ecuánime, con aquellos incisivos asomando bajo el bigote rizado en las puntas. Una sonrisa agradable en la cara regordeta y anacrónica de un verdadero hijo de puta. Mientras pasaba por mi lado y salía al balcón, encendiendo allí el cigarrillo, pensé si llevaría encima la navaja que había estado a punto de clavarle al pobre Zomo en la Arena de Verona.

—¿Todavía tienes esa navaja? —pregunté, apoyándome en el marco del ventanal abierto.

Asintió, y sacándola del bolsillo de la chaqueta me la mostró en la palma de la mano: larga, de metal plateado y cachas de nácar. Hasta parecía bonita. Observé que tenía un botón en la empuñadura: debía de ser de esas con resorte, automática, que desplegaba la hoja al presionar. Un modelo antiguo, seguramente. Según mis noticias, esa clase de navajas estaban prohibidas.

—¿Cómo te las arreglas en los aeropuertos? —me interesé.

—La facturo con el equipaje.

—Supongo que son tiempos incómodos para un asesino, ¿verdad?… Con tanto escáner, tanto detector y tanta puñeta.

—Y que lo digas.

—¿Asesináis sólo a ratos, o a dedicación completa?

No respondió a eso. Me miraba con gesto casi divertido, entornados los ojos por el humo del cigarrillo que ahora sostenía en la boca. La chaqueta de gamuza era de calidad. Bien cortada, cara. También los zapatos eran buenos. Observé que tenía el pelo ligeramente ondulado, cortado con esmero. Un sicario cuidadoso de su aspecto, aquél. Con posibles.

—Bonita vista —dijo señalando afuera, hacia el sol poniente sobre la bahía.

—¿Hace mucho que trabajas con Cara Flaca?

Sonrió del todo.

—¿Así la llamas?… ¿Cara Flaca?

—Sí.

—No creo que le guste. Aunque supongo que ése es el menor problema que tiene hoy —me dirigió una ojeada valorativa—. No es fácil dejarla en ese estado.

—Y tú eres Bigote Rubio.

—¿En serio?… Vaya. No puede decirse que hayas forzado mucho la imaginación.

—Tampoco puede decirse que como sicarios seáis eficaces. Os encuentro más bien chapuceros.

Se echó a reír.

—Ella suele tener mejores reflejos, te lo aseguro.

—Pues no me di cuenta.

—Bueno, ya sabes… Hay días y días.

—Será eso.

Sonó el ruido de la cisterna del cuarto de baño y Cara Flaca apareció en la habitación, moviéndose todavía con paso inseguro. Casi daba lástima verla. Bigote Rubio aplastó la brasa del cigarrillo en la barandilla de hierro del balcón y lo arrojó al vacío. Después fue a su encuentro, solícito.

—Adivina —le dijo— cómo te llama.

A las siete y cuarenta minutos, después de quedarme sola, recién duchada y vestida con un pantalón vaquero y un suéter bajo el chaquetón, bajé por la escalera de servicio, recorrí el pasillo interior, y utilizando la puerta de atrás del hotel salí a la calle donde aguardaba el taxista.

—¿Todo bien, señora?

—Todo bien.

No hice comentarios sobre lo ocurrido aquella tarde. No tenía por qué. El conde Onorato me dirigía una sonrisa resplandeciente a través del espejo retrovisor.

—¿Nerviosa?

—Un poco.

Arrancó, y nos sumimos en el tráfico intenso. Anochecía casi por completo, y los faros de automóviles y la iluminación urbana se imponían sobre la última claridad del cielo. Tras pasar el túnel della Vittoria salimos al otro lado, bajo el palacio y las torres negras del castillo, y recorrimos la avenida que discurre a lo largo de las instalaciones portuarias. Allí, mi conductor detuvo el taxi junto a un edificio arruinado en el que, a la luz de unas farolas torcidas, podían reconocerse los restos de un viejo búnker entre cuyas grietas crecían arbustos ralos y sucios. Era, comentó el conde Onorato, un antiguo puesto militar. En aquella parte del puerto, la que sufrió los peores bombardeos y destrucción durante la guerra, quedaban restos que nadie se había ocupado de demoler.

—¿Éste es el lugar? —pregunté, intrigada.

El taxista había bajado del automóvil y fumaba recostado en el muro del búnker.

—Sí, señora —respondió.

—¿Y qué hacemos aquí?

—Esperar.

Di unos pasos, mirando alrededor. Extraño lugar para una cita, fue lo primero que pensé. O no tan extraño, me corregí tras un instante. Olía a basura, a hormigón añejo, a suciedad secular. Al otro lado de una verja cercana que circundaba las instalaciones portuarias se veían contenedores apilados, con manchas de óxido sobre las marcas de las compañías navieras. Las luces del puerto estaban detrás, más intensas, iluminando grúas, depósitos, instalaciones y una especie de torre o chimenea con un destello rojo parpadeando arriba.

—Ahí están —dijo el conde Onorato.

Contuve el aliento. Los faros oscilantes de dos motocicletas llegaban por el mismo camino que habíamos recorrido nosotros. Se detuvieron junto al taxi, sin parar los motores. Tres figuras masculinas se destacaban sobre ellas, en la penumbra. Dos sobre una de las motos y una solitaria en la otra.

—Ella es Lex —dijo una voz.

Reconocí a Flavio, el tipo con el que había estado a punto de pegarme en el Porco Rosso: llevaba la misma sudadera de felpa con la hoja de marihuana estampada, los mismos vaqueros estrechos. La única novedad era una gorra negra de béisbol cuya visera parecía enflaquecerle de sombras el rostro. Los otros vestían de modo parecido: felpas, vaqueros, zapatillas manchadas de pintura. Ropa para pintar y correr.

—Puedes irte —le dijo Flavio al taxista—. La llevaremos luego.

El conde Onorato me dirigió una mirada en busca de confirmación. Asentí, me dedicó una última ancha sonrisa, dijo buona fortuna y desapareció con su taxi.

Flavio se bajó de la moto sin apagar el motor.

—Levanta las manos —ordenó.

Lo hice sin protestar. Se había arrodillado ante mí y me cacheaba desapasionadamente. Muy rápido y eficaz.

—Nada de grabadoras, teléfonos o cámaras de fotos —advirtió.

—No llevo nada de eso. Ya me lo dijo el taxista… ¿No te fías?

Sacó el espray de pimienta de mi bolsillo y lo tiró lejos.

—Claro que no me fío.

Se incorporó tras asegurarse de que no había nada más y volvió a subir a la moto, suficiente.

—Siéntate detrás.

Obedecí. Ocupando la parte posterior del asiento, pasé los brazos en torno a su cintura. Hizo resonar más fuerte el motor un par de veces, y luego arrancó con violencia. Íbamos a excesiva velocidad, envueltos en el ruido de las motos, brincando sobre un sendero estrecho y sin asfaltar. Los faros oscilaban enloquecidos, y la moto que nos seguía proyectaba nuestra sombra sobre los contenedores apilados a modo de alto muro al otro lado de la verja. Los tubos de escape, resonantes, vibraban como órganos que escupieran música techno. Un momento después, cuando dejamos de estar al resguardo de los contenedores, Flavio apagó la luz, lo mismo hizo el de la otra moto, y así continuamos en la oscuridad igual que centauros suicidas, sin que ninguno de aquellos descerebrados redujera la marcha, mientras yo me agarraba crispada a Flavio como si eso pudiera protegerme en caso de que —algo muy probable— nos fuéramos al diablo.

Había cuatro grafiteros más, y nos aguardaban. Sus siluetas se destacaron en la penumbra apenas se detuvieron las motocicletas. Salieron de las sombras donde estaban agazapados bajo una tapia que los protegía de las luces del puerto. Vestían como mis acompañantes y llevaban pequeñas mochilas. Todo de color oscuro. Ésta es Lex, se limitó a repetir Flavio a modo de seca presentación. Ningún nombre de la otra parte, ningún rostro especialmente visible bajo las capuchas o las viseras de las gorras de los gobbetti de Montecalvario. Estreché sus manos jóvenes, vigorosas, mientras se movían en silencio a mi alrededor. Lo hacían con aplomo casi militar, pensé. Como soldados antes de un combate nocturno. Olían a ropa sudada y a pintura.

—¿Y Sniper? —pregunté.

—Más tarde —dijo Flavio—. Primero vienes con nosotros… A pasar la prueba.

—¿Qué prueba?

No hubo respuesta. Alguien había sacado unos tapones de corcho quemado y circulaban de mano en mano mientras todos se oscurecían el rostro con ellos. Cuando llegó mi turno, asistida por Flavio, hice lo mismo, tiznándome la nariz y la frente.

—No se trata de que te vuelvas negra —dijo el grafitero—. Sólo de que desfigures el blanco de la cara.

Asentí, obediente. Me sentía al mismo tiempo ridícula y excitada. Era como jugar entre niños, concluí. Recobrar un retazo de infancia. La emoción del desafío, lo desconocido por llegar. La aventura. Imaginé, inquieta, que me acabara deteniendo un guardia aquella noche, con esa pinta. Una extranjera de mi edad, jugando a guerrillera urbana. Haciendo arte ilegal, o lo que hiciera aquella tropa. Sería muy difícil de explicar, desde luego. Una situación incómoda.

—¿Adónde vamos? —pregunté.

Flavio me lo contó. Cerca de allí había una terminal de ferrocarril que se usaba para carga de mercancías llegadas por mar. El día anterior, en un reconocimiento previo, habían descubierto un tren de siete vagones cisterna que transportaban productos químicos. El objetivo era hacerse con cuantos fuera posible.

—Su destino es Milán, y salen mañana… No les dará tiempo a eliminar la pintura, así que esos vagones van a recorrer media Italia con lo nuestro.

Sonaron golpes sobre el suelo. Algunos del grupo saltaban para ver si resonaban las latas de pintura en sus mochilas o llevaban objetos sueltos. Todo parecía en orden.

—Vamos —dijo Flavio—. A partir de aquí, que nadie fume ni hable en voz alta.

Caminamos en fila india, sin hacer ruido, a lo largo de la tapia. Algo más adelante ésta daba paso a una tela metálica gruesa, de unos dos metros y medio de altura, que tenía espirales de alambre de espino extendidas encima. Nos detuvimos agrupados y de rodillas en el suelo, como en las películas de comandos, y pensé que tal vez esos chicos habían visto demasiados videojuegos, aunque parecían tomárselo muy en serio.

—Oled eso —dijo alguien con deleite—. Huele a trenes.

Flavio sacó de su mochila unos alicates de cortar alambre. Durante cinco minutos se ocupó de la tela metálica hasta dejar libre un hueco adecuado. Nos metimos por allí uno tras otro, arrastrándonos. La película se volvía real.

—No te levantes todavía —susurró Flavio, que tiraba de mí—. Hay una garita de vigilancia treinta metros a la derecha.

Avanzamos sobre los codos y las rodillas, adentrándonos en el recinto mientras buscábamos la protección de la oscuridad. Aquello era asombroso, pensé. El latido de la sangre en mis tímpanos lo ensordecía todo con un tamborileo de tensión y miedo. Me sentía como una cría que jugara a esconderse en la noche: ecos de lejanos juegos infantiles, momentos perdidos en el recuerdo, me venían a la memoria.

—Ése es el túnel —dijo alguien.

Nos incorporamos a medias y recorrimos encorvados los últimos metros, muy despacio, procurando no hacer ruido. La boca negrísima de un túnel se abría ante nosotros como fauces siniestras que engulleran el doble reflejo metálico de unos raíles que corrían por el suelo, a nuestros pies. El convoy, explicó Flavio, estaba en una vía muerta del otro lado.

—Cuidado —murmuró uno de los grafiteros, sosteniéndome por un brazo.

Le di las gracias, porque yo había resbalado en una mancha de grasa. Nos adentramos en el túnel como ratas, caminando cautos mientras tanteábamos la pared, que rezumaba humedad. El aire era maloliente. La otra boca se distinguía a lo lejos: una especie de semicírculo algo más claro que la oscuridad que nos rodeaba, con el doble y tenue reflejo metálico de la vía que parecía converger en su centro. Era poca la distancia entre la vía y el muro, comprobé. Si entra un tren en el túnel y aún estamos dentro, pensé inquieta, puede hacernos carne picada.

—¿Y si viene un tren? —pregunté en voz alta.

—Más vale que no —comentó alguien detrás de mí.

En tono festivo, utilizando el dialecto napolitano, otro grafitero dijo algo que no entendí, y sonaron risas sofocadas hasta que Flavio reclamó silencio. Todos nos mantuvimos callados mientras alcanzábamos el final del túnel, donde nos fuimos agrupando tumbados en la vía.

—Ahí está.

Flanqueada por los grafiteros, en cuyos rostros ennegrecidos relucían sonrisas satisfechas, miré lo que todos miraban. La vía del túnel iba a unirse a otras que se multiplicaban medio centenar de metros más allá, bajo un entramado de postes, señales y cables de tendido eléctrico. En varios lugares había vagones de tren, aislados o unidos a otros. Conté una veintena. El sitio no estaba por completo a oscuras, pues una hilera de farolas potentes iluminaba una especie de andén y unos almacenes situados algo más lejos; y ese resplandor recortaba el contorno de siete vagones cisterna estacionados en una de las vías muertas.

—¿Son los nuestros? —pregunté.

—Claro.

Nadie pareció sorprendido de que también considerara mío el objetivo de aquella noche.

—¿Qué vais a hacer?

—Nada de florituras —respondió Flavio mientras se ponía unos guantes de látex—. Simples reglas de bombardeo: escribe y vete.

—¿Y si algo sale mal?

—¿Mal?

—Si nos descubre un guardia.

Sonaron gruñidos desaprobadores alrededor, cual si mentar aquello atrajese el mal fario. Flavio hurgó en su mochila y me pasó una linterna pequeña, de plástico.

—En ese caso, corres hacia el túnel y luego buscas el agujero de la tela metálica… Ya conoces el camino.

—¿Y si me cogen?

Más gruñidos incómodos. Todos movían la cabeza entre las sombras, desentendiéndose.

—Eso es cosa tuya.

No era tranquilizador en absoluto, así que decidí no pensar mucho en ello. Metí la linterna en un bolsillo del chaquetón y seguí tumbada estudiando el convoy: los vagones estaban sin locomotora, y en el contraluz del andén iluminado y las farolas dejaban un espacio de sombra y penumbra que hacía posible tanto la aproximación sin ser vistos como pintar, con relativo resguardo, en los costados de las cisternas opuestos al andén.

—¿Quieres una lata? —preguntó Flavio, haciendo tintinear un bote de pintura.

—Mejor no —dije—. Prefiero mirar.

—Vale —se había vuelto hacia los otros—. Buena caza, chicos.

Se subieron las capuchas de las felpas o se cubrieron el rostro con pasamontañas. Algunos se pusieron mascarillas. Después nos incorporamos y avanzamos agachados, dispersándonos en dirección al convoy. Seguí a Flavio, que se encaminó al primer vagón de la derecha. Tenía la boca seca y el pulso acelerado seguía martilleándome los tímpanos. En ese momento, en quien menos pensaba era en Sniper.

Así que era eso, concluí. Treinta segundos sobre Tokio. La excitación intelectual, la tensión física, el desafío a tu propia seguridad, el miedo dominado por la voluntad, el control de sensaciones y emociones, la inmensa euforia de moverse en la noche, en el peligro, transgrediendo cuanto de ordenado el mundo establecía, o pretendía establecer. Moviéndote con sigilo de soldado en los estrechos márgenes del desastre. En el filo incierto de la navaja. De ese modo avanzaba aquella noche junto a mis casuales compañeros: encorvada, cauta, escudriñando la oscuridad, atenta a las amenazas que pudieran surgir desde las sombras. Los vagones cisterna del tren estaban allí mismo, pesados, oscuros, cada vez más grandes, cada vez más cerca y al fin cerca del todo, al alcance de mi mano que se apoyaba en la superficie fría, metálica, áspera y ligeramente curva: el lienzo único sobre el que Flavio ya aplicaba la boquilla de su aerosol, la pintura liberada con un siseo de gas al escapar de su confinamiento, colores dispuestos a cubrir con su particular esencia, o identidad, cuanto de prohibido, de formal, de injusto, de arrogante, encerraban las ciudades y las normas y la vida. Habría gritado de gozo en ese momento para comunicar al Universo entero lo que estábamos haciendo. Lo que acabábamos de conseguir.

—Venga —dijo Flavio, pasándome un bote de pintura—. Anímate.

Esta vez no puse objeciones. Cogí la lata sin preocuparme de qué color contenía ni cuál era mi función en aquello. La agité, haciendo tintinear las bolitas, acerqué la boquilla a un palmo de la superficie metálica y la oprimí. El sonido del líquido pulverizado al salir me produjo una explosión interior casi física. Olía fuerte, mucho, a pintura y disolvente; y ese olor ascendía por tus fosas nasales hasta el cerebro, con la intensidad de una espesa droga. Moví la mano y pinté por todas partes sin objeto, sin plan, casi enloquecida, sin otro concierto que seguir escuchando aquel sonido, aspirando aquel olor, cubriendo de cualquier manera mi parte del vagón mientras unos pasos a mi izquierda Flavio trabajaba serio, metódico, marcando y rellenando letras enormes que ejecutaba con una rapidez y una facilidad pasmosas; y a lo largo del convoy, escalonadas ante los diferentes vagones, otras seis sombras hacían lo mismo, ágiles y silenciosas en el contraluz de unas luces lejanas que iluminaban el entramado del tendido eléctrico colgado de postes y los reflejos gemelos, prolongados hasta el infinito, en los raíles de las vías.

—¡Ahí vienen! —gritó alguien.

Mi corazón se detuvo un instante. Miré hacia las vías y vi moverse entre ellas y el andén tres puntos de luz que se acercaban apresurados. Eran linternas.

—¡Corre! —me dijo Flavio.

Una de las sombras más próximas, la del grafitero que había estado actuando en el vagón contiguo, corrió hasta mí, me dio un manotazo para que soltara el espray y me empujó hacia las vías, en dirección opuesta a las linternas que se acercaban. Por aquella parte sonó un silbato que se clavó en mi angustia como una daga. Flavio ya era una mancha oscura que corría en la oscuridad, y a mi lado pasaban, fugaces como exhalaciones, los otros chicos huyendo en la misma dirección. El pánico había estallado en mi cuerpo de dentro afuera, paralizándome; y habría permanecido allí, inmóvil hasta ser capturada, si el grafitero que me había empujado no hubiese vuelto sobre sus pasos para tirar de mí con violencia, obligándome a seguirlo. Reaccioné al fin y corrí tras él ignorando adónde se dirigía, sin prestar atención a nada más, aterrorizada ante la posibilidad de que aquella rápida silueta negra, mi única y última referencia, se desvaneciera en la noche dejándome sola.

—¡Espera! —exclamé.

No lo hizo. Yo corría detrás de él por la vía del tren, procurando no tropezar en las traviesas, cuando pasamos junto a uno de nuestros compañeros de aventura que saltaba con agilidad asombrosa para encaramarse a una tapia alta. Dudé un instante entre intentarlo o no —la tapia parecía más segura y próxima que seguir corriendo a ciegas en la noche—, aunque en seguida comprendí que mis posibilidades de salvar esa altura eran mínimas. Aquellos segundos de indecisión me hicieron perder de vista al que corría delante, así que reaccioné, aterrorizada, lanzándome en su dirección para darle alcance. No había luz en ese lugar y dejé de verlo. Sólo podía oír los pasos largos de su correr, alejándose.

—¡Espera! —supliqué.

De pronto el sonido de pisadas me llegó con un eco diferente, y vi el arco de piedra del túnel. Un momento después yo estaba dentro, corriendo también entre sus muros húmedos. Sola, sin escuchar otra cosa que mis pasos. Deshecha por el esfuerzo y respirando con dificultad —cada golpe de aire parecía arañar mis pulmones—, empuñé, desesperada, la linterna que me había dado Flavio, a fin de alumbrarme el camino. Y cuando salí de nuevo al aire libre, en la penumbra originada por el resplandor distante de unos focos que iluminaban contenedores apilados, una sombra surgió de la oscuridad. Su mano en mi brazo casi me hizo pegar un grito.

—Es por aquí —dijo.

Arrebató mi linterna, apagándola. Después me hizo seguirlo hasta la alambrada por la que todos habíamos entrado una hora antes. Noté cómo tanteaba la tela metálica hasta encontrar el hueco.

—Pasa. Rápido.

Obedecí. Vino detrás de mí, arrastrándose como yo. Una vez al otro lado, nos incorporamos y corrimos un trecho, encorvados, protegiéndonos entre los arbustos. Al fin nos detuvimos lejos de la alambrada, al amparo de un muro arruinado. Me dejé caer exhausta, sudando bajo el chaquetón y el suéter, mientras el grafitero, ensombrecido el rostro por la capucha, apoyaba la espalda en el muro y se deslizaba despacio hasta quedar sentado junto a mí.

—Joder —dije.

—Sí —respondió.

Escuché el chasquido de un encendedor, y a su breve luz vi un rostro delgado, moreno, con el mentón un par de días sin afeitar. También vi una sonrisa de las que hace falta tener dos veces veinte años para que la vida te la defina en la boca y en la mirada. Y entonces, como en una revelación brutal, supe que había encontrado a Sniper.