6. El sicario culto

Me gusta Nápoles. Es la única ciudad oriental, Estambul aparte, que se encuentra geográficamente en Europa. Y carece de complejos. Mientras el taxi me transportaba desde la estación Central orillando las viejas y negras murallas españolas, el Mediterráneo invadía luminoso las calles saturadas de ruido, tráfico y gente, donde un semáforo en rojo o una señal de prohibido son simples sugerencias. Cuando el coche se detuvo ante la puerta de mi hotel, miré el taxímetro y lo comparé con el precio de la carrera que el taxista me pedía.

—¿Por qué quiere robarme? —pregunté.

—¿Perdón?

Señalé el taxímetro.

—No soy una turista americana, ni alemana. Soy española… ¿Por qué me roba?

El taxista era un tipo muy delgado, con el pelo negro, teñido, ligeramente alzado en tupé sobre la frente. En el labio superior lucía un bigote fino y recortado, como el de los traidores de las películas antiguas en blanco y negro. Sus brazos flacos estaban cubiertos de tatuajes y lucía un pequeño brillante en el lóbulo de una oreja.

—¿Española?

—Sí.

—Me gusta el Real Madrid.

Se bajó del asiento y me abrió la puerta. Tenía una mano con tres anillos de oro puesta sobre la camisa de seda estampada, a la altura del corazón. En la otra muñeca relucían un reloj y una gruesa esclava, también de oro.

—Yo no robo, señora. Pregunte a mis colegas —señalaba con el mentón hacia la parada de taxis de la esquina—. Pregunte por el conde Onorato.

Se mostraba ofendido, solemne. Encogí los hombros, resignada, y le alargué dos billetes de diez euros, la suma que me pedía. Los rechazó, altivo.

—Usted se equivoca conmigo y con Nápoles. Está invitada.

Discutí aquello, me negué a aceptarlo, se obstinó el taxista. Terminé excusándome por mi indelicadeza mientras intentaba meterle el dinero en el bolsillo y él se resistía, forcejeando ante la mirada risueña del portero del hotel, al que mi conde Onorato se volvía de vez en cuando para dirigirle rápidas palabras en dialecto napolitano, poniéndolo por testigo del desafuero al que lo sometían. Fue realmente divertido, y todo se resolvió cuando acabé pagando treinta euros por una carrera que costaba diez.

—Si necesita transporte estoy a su servicio, señora —se despidió, dándome una tarjeta con su número de teléfono antes de arrancar ruidosamente y perderse en el tráfico.

—¿De verdad es conde? —le pregunté al portero cuando cogió mi maleta.

—El apodo es de familia —aclaró éste, aún sonriente—. Viene de su padre. Era estafador, y se estuvo haciendo pasar por conde hasta que lo metieron en Poggioreale.

—¿Poggioreale?

—Sí. La cárcel.

El hotel era el Vesuvio. Mauricio Bosque corría con los gastos, y yo estaba dispuesta a aprovecharlo. A esas alturas del asunto, sobre todo después del incidente de Verona y la áspera charla con Biscarrués en Roma, no sentía remordimiento cuando descorrí las cortinas de la lujosa habitación y vi el Lungomare a los pies del balcón, y enfrente el castillo dell’Ovo y la bahía napolitana, en cuyo horizonte grisazulado se adivinaban Capri y la costa de Sorrento. Deshice la maleta, conecté a Internet el ordenador portátil y trabajé durante el resto de la mañana. Después, tras unas llamadas telefónicas, bajé a recepción y pedí un plano de la ciudad que estudié a fondo, desplegado sobre el mantel, mientras comía al otro lado de la calle, disfrutando de la temperatura casi primaveral en la terraza de uno de los restaurantes situados junto al puerto. Luego tomé dos cafés antes de levantarme y dar un largo paseo hasta la piazza Bellini. De vez en cuando, ante un escaparate o detenida en un semáforo, me volvía de modo en apariencia casual para comprobar si alguien iba tras mis pasos. Nada advertí de sospechoso, aunque en una ciudad como aquélla era imposible estar segura de eso.

El de Nicó Palombo era un amplio estudio de artista tipo loft, con un magnífico ventanal orientado al sur que permitía ver, más allá de tejados y terrazas, el campanario de San Pietro a Maiella. Toda la casa olía a pintura fresca, a barniz, a creatividad intensa. Había cuadros grandes en bastidores apoyados en las paredes, y papeles, cartones y lienzos a medio pintar cubrían una mesa de trabajo puesta sobre caballetes de madera. Los platos y cubiertos de la comida, sin lavar, se mezclaban en el fregadero con botes de disolvente, aerosoles y frascos manchados de color. Y en un aparato de música sepultado bajo una pila de cedés, un rapero por mí desconocido, en italiano local y tono muy agresivo, proponía bombardear la isla de Lampedusa con todos los inmigrantes dentro. Missili, missili, reclamaba sin rodeos, trufando la pieza con elocuentes onomatopeyas del tipo pumba, pumba —sonaba a bombas dando en el blanco—, y también glub, glub —Lampedusa hundiéndose en el mar, imagino—. O eso me pareció entender.

—Sniper puede estar aquí —dijo mi anfitrión—, lo mismo que puede no estar… Pero que pasó un tiempo, es seguro. Hay algún trabajo suyo conservado en la calle.

—Me gustaría verlo.

—Fácil. Hay una pieza que ocupa toda la pared cerca de la central de Correos. Todavía se puede ver.

Nicó Palombo me había gustado al primer vistazo: calvo, pequeño, nervioso y muy simpático, con unos ojos vivos e inteligentes que nunca podían estarse quietos. Nápoles lo había hecho así. Nacido en una ciudad donde la palabra calle equivalía a peligro, y donde el contrabando, la delincuencia, la policía y la Camorra se combinaban de forma insalubre para quien salía de noche con latas de pintura en la mochila, la tensión y la adrenalina habían dejado sus huellas en quien durante once años firmó paredes y hoy era uno de los más reconocidos artistas italianos; y también el único grafitero de esa nacionalidad que tenía en la espalda, a modo de roja insignia del valor, la cicatriz de un balazo recibido cuando, en plena acción nocturna, Palombo, que en aquel tiempo firmaba Spac, había intentado darse a la fuga sin atender la intimación de un policía que llevaba unas copas de más; lo que, aunque sin duda ofuscaba el buen juicio del servidor de la ley —el disparo fue a veinte metros—, en absoluto le alteró el pulso.

—Es verdad que durante un tiempo —siguió contando Palombo— Sniper estuvo relacionado aquí con lo que nosotros llamamos una crew: un grupo grafitero que lo ayudó en Amalfi, cuando reventaron la exposición. Son bastante jóvenes y se hacen llamar gobbetti di Montecalvario.

Me removí, curiosa. Mi italiano llegaba justo ahí.

—Viene de gobbo, joroba —confirmó Palombo—. En diminutivo. Montecalvario es una zona alta del barrio español.

—¿Los jorobaditos?… ¡Vaya nombre extraño!

—No tanto. Alude a la mochila con latas de pintura que el escritor de grafiti suele llevar a la espalda. Pero que no te despiste la palabra. Son muy agresivos.

—¿Pintando?

—Y también cuando no pintan. Más que un grupo, lo que son es una banda.

Había sacado una botella de vino blanco del frigorífico y estaba a punto de abrirla. Se interrumpió para hacer un gesto con el sacacorchos a la altura de su garganta, parodiando el acto de cortarse el gaznate.

—Cuando vino a Nápoles, Sniper ya tenía la cabeza puesta a precio. Y no me preguntes cómo, pero obtuvo su protección.

—¿Son muchos, esos jorobaditos del espray?

—No sé. Doce, treinta… Es imposible calcularlo —terminó de abrir la botella y sirvió dos copas—. Todos son chicos a medio camino entre el arte callejero y la delincuencia común. Usan el grafiti para marcar su territorio: bombardean cuanto pueden, en plan salvaje, aunque entre ellos hay un par de artistas buenos, con más calidad que la media. Lo que pasa es que siempre actúan en grupo, sin individualidades. Y es poco lo que respetan.

—Si es legal, no es grafiti —apunté, sonriendo.

—No sólo eso. Para ellos, todo cuanto es legal debe ser atacado sin piedad. Por sistema.

Miré con genuina admiración los trabajos que Nicó Palombo tenía en el estudio: obras de gran formato basadas en piezas del ajedrez y cartas del tarot, con escenas y personajes difuminados en un puntillismo difuso que parecía traspasarlo todo de sugerente neblina. Pocos habrían identificado aquello con los orígenes grafiteros de su autor; pero yo venía preparada, al tanto de sus duros comienzos en líneas ferroviarias y su posterior evolución hasta la madurez del artista indiscutible que era ahora. Aun así, Palombo seguía recurriendo al aerosol: fat cap con mucha presión, sucio de cerca, hermoso de lejos. Con ese estilo se había dado a conocer en Venecia —una intervención ilegal sobre la Commedia dell’Arte hecha con soporte de papel para no dañar los edificios— y en Roma, donde acabó presentándose, esta vez con todos los honores, en una exposición titulada Gobierno antiético y antiestético. Tenía, además, el honor de ser uno de los dos únicos autores callejeros —el otro era un artista de Rimini llamado Eron— que habían sido elegidos para decorar la cúpula sobre el crucero de una iglesia del XVII restaurada en fecha reciente. Lo que no dejaba de tener su novedad en materia de arte sacro: dos escritores de grafiti modificando sin complejos el canon. Yo lo había visto en Internet, concluyendo que sólo en Italia era posible que una osadía como aquélla se ejecutara con buen gusto y excelente resultado.

—Conozco a los gobbetti —siguió contando Nicó Palombo—, porque alguna vez me los topé. Y no guardo buen recuerdo. Son chicos jóvenes, muy agresivos, de los que en un bolsillo de la sudadera llevan el bote de pintura y en el otro una navaja. De esos para quienes calle y casa se funden en un solo concepto… Su cuartel general está en las calles altas del barrio español, como te dije.

—¿De qué manera se puso Sniper en contacto con ellos?

—No tengo ni idea. Puede que amigos comunes lo recomendaran cuando lo de Amalfi, o quizá los conocía de antes. El caso es que les cayó bien y lo adoptaron. Así que como ese compatriota suyo, o vuestro, el tal Biscarrués, le había echado los perros, decidieron protegerlo.

Palombo había vaciado su copa. Hizo un movimiento con ella, señalando la ventana, la calle, la ciudad.

—Hay quien dice que los gobbetti están vinculados a la Camorra. De ser cierto, Sniper no habría podido encontrar mejor protección en Italia.

—¿Y siguen protegiéndolo?

—Si continúa en Nápoles, es probable… Pero quizá se haya ido. Lo de Verona puede ser una etapa nueva. Un paso de página espectacular.

—¿Cuánto tiempo ha estado aquí?

—Entre seis meses y un año. Actuó con sus colegas en varios eventos. Uno fue la huelga de basuras del verano pasado, cuando Nápoles se convirtió en un estercolero y los gobbetti llenaron la ciudad de consignas contra el alcalde. Sniper llegó a firmar un par de piezas que, por desgracia, los servicios municipales se ocuparon de eliminar en veinticuatro horas. Aun así, salieron en Internet y en un reportaje de televisión, con Sniper hablando ante una de ellas…

Lo interrumpí en ese punto.

—¿Apareció aquí en televisión?… ¡No lo sabía!

—Sí. En Telenapoli: una emisora local con mucha audiencia. Estaba ante una de las piezas, llevaba la capucha subida y no se le veía la cara, pero hizo unas declaraciones pintorescas sobre las basuras, la ciudad y el alcalde. Como un napolitano más. Puedes verlo en Internet, si quieres.

—¿Estaba con los gobbetti?

—Sí. Había cuatro o cinco alrededor suyo, en plan guardaespaldas.

Reflexioné sobre aquello. Los caminos a seguir. Los pros y los contras.

—¿Cómo puedo llegar hasta ellos?

—No es gente fácil —Palombo sonreía, evasivo—. Desconfían mucho.

—¿Tienes amigos dentro?

—No. Mis amigos que siguen en la calle son grafiteros normales. No una banda de sociópatas, como son ésos. Y no estoy bien visto.

—¿A pesar del tiro que te dieron?

Se echó a reír.

—A pesar. Con matices.

—¿Cómo es que te disparó un policía?

Me lo contó. Seis años atrás, cuando aún firmaba Spac, se había infiltrado de noche en las vías de la estación Central. Iba con otros dos escritores, y el objetivo era hacer un triple whole-car pintando tres vagones hasta el techo. Entraron arrastrándose tras saltar el muro exterior y llegaron sin problemas hasta el tren, con las latas de pintura metidas en bolsas de plástico por si tenían que salir corriendo y abandonar el material. Palombo ya había hecho el contorno y el primer relleno de su vagón cuando lo deslumbró una linterna. Echó a correr, sintió un golpe en la espalda mientras escuchaba un estampido y perdió el conocimiento. Despertó al día siguiente, en el hospital.

—Después de aquello me hice famoso. Y esa fama me permitió dar el salto al arte serio. Pude exponer en una galería de Milán fotos de mis trabajos con trenes, y lo demás vino fácil. Volví aquí como gloria local. En esta ciudad, que un policía te pegue un tiro significa que eres respetable. De fiar.

—¿Y tú no lo eres para los gobbetti?

—Ellos son diferentes. Si hubiera seguido en la calle, les parecería un héroe. Pero tomé este camino. Me dejé ganar por el sistema. Mis cuadros alcanzan doce o quince mil euros en una subasta, y están expuestos en galerías de arte; así que me consideran un traidor, un vendido. Son radicalmente opuestos a cualquier aspecto legal que tenga que ver con latas de pintura. Por eso adoran a Sniper.

—Habrá una manera de acercarse a ellos.

—No conmigo, desde luego.

—Por favor.

—No gano nada con eso —torció la boca—. Sólo problemas.

—No pareces ser de los que se asustan ante los problemas.

Sus ojos esquivaban los míos.

—No se trata de miedo. Sé cómo son. Eso es todo.

Se veía incómodo, como quien no se muestra ante un huésped lo cortés que debería. Dio unos pasos por el estudio, tocando un par de objetos sin necesidad de hacerlo.

—¿Por qué tanto interés? —preguntó tras un momento de silencio.

—Como te dije por teléfono, preparo un libro —respondí con sencillez—. Muy importante y vinculado a exposiciones de alto nivel… Sniper tiene que estar ahí.

—Eso lo entiendo. Debería estar. En cualquier museo del mundo, desde luego. Pagarían una fortuna por sus cosas. Pero no creo que sea de los que se dejan.

—Ése es el desafío. Tentarlo como el diablo a Cristo. No me digas que no merece la pena, ¿eh?… Tentar a Sniper.

Me estudió, valorativo.

—¿Con mucho?

—Con todo. Y no hablo sólo de dinero.

—Cualquiera le ofrecería eso.

—No al nivel de la gente que yo tengo detrás.

Había venido hasta mí, despacio. Inclinaba la cabeza y fruncía los labios, poniéndose en los zapatos del personaje al que yo seguía el rastro.

—¿Crees que ese tipo es sincero? —inquirí.

Tardó un poco en responder. Seguía con la boca fruncida y la cabeza baja, las manos en los bolsillos.

—No lo sé —repuso al fin—. Hay quien dice que sí. Pero todos tenemos nuestro precio, nuestra estrategia. Y él…

Lo dejó ahí, pero yo había comprendido. No era la primera vez que lo enfocaban de aquel modo. Perros olfateando a otro perro. En Madrid, Topo había dicho exactamente lo mismo.

—Estrategia —repetí, aislando la palabra.

—Quizá.

Se quedó otra vez callado; pero yo conocía aquello, por supuesto. Tenía la edad y la vida suficientes para comprender. Era simple condición humana: todo claudicante necesita a otros, del mismo modo que un traidor anhela que haya más traidores. Eso significa consuelo, o justificación, y permite dormir mejor. El ser humano pasa la mayor parte de su vida buscando pretextos para atenuar el remordimiento propio. Para borrar claudicaciones y compromisos. Necesita la infamia ajena para sentirse menos infame. Eso explica el recelo, la incomodidad, incluso el rencor suscitados por quienes no transigen.

—Es demasiado perfecto —comenté—. ¿No te parece?

—¿Sniper?… Puede. Sí. Que lo sea.

Me eché a reír mientras, como un reproche, mostraba mi copa vacía.

—No me digas que no te atrae la idea: el francotirador irreductible tentado a lo grande… Si ése es su juego, quizá sea hora de beneficiarse él.

Palombo servía más vino, pensativo. Sus ojos vivos me estudiaban atentos, como indecisos. Tras un instante sonrió también.

—Tengo un amigo —dijo—. Y amigo de sus amigos, me parece.

Cuando me despedí de Nicó Palombo, anduve despacio entre los tenderetes de las librerías que, bajo el arco de la Port’Alba, ocupan la calle hasta la piazza Dante. Miraba los libros, distraída —pensaba en la cita que Palombo iba a intentar conseguirme esa noche—, cuando me pareció advertir entre la gente, bajo el arco mismo, la presencia del hombre rubio del bigote. El de Lisboa y Verona. Ahora no llevaba sombrero ni vestía abrigo de cazador, sino una chaqueta de gamuza beige; pero creí reconocer su figura regordeta, su cabeza demasiado atenta al escaparate de una librería especializada en ciencias naturales. Caminé un poco más, con calma, a fin de no alertarlo de que me había dado cuenta de su presencia; pero cuando ya en la esquina de la plaza me detuve a mirar atrás con el pretexto de unas postales, mi seguidor había desaparecido. De todas formas, yo había estado esperando algo semejante; así que la confirmación de que podían haberme controlado hasta Nápoles no me inquietó más de lo razonable. Aun así, para estar segura, volví sobre mis pasos y fui a sentarme en una terraza de la piazza Bellini, desde donde podía vigilar la calle. Estuve allí media hora, que empleé en comer una pizza mediocre y beber un café bastante bueno. Al cabo me puse en pie, caminé otra media hora hasta la galería Umberto I y volví a sentarme en la terraza de un café, sin detectar nada sospechoso. Después de eso me fui al hotel.

Lo tenía delante, en la pantalla de mi ordenador. Un archivo vídeo de Telenapoli: veinticuatro minutos sobre la huelga de limpieza que medio año atrás había convertido la ciudad en un basurero. Las imágenes mostraban bolsas y desperdicios apilados en las calles, sindicalistas furibundos, impotentes portavoces municipales, vecinos que pasaban junto a montañas de basura tapándose la nariz para protegerse del hedor o manifestaban su desagrado ante el micrófono. Hacia la mitad del reportaje, la cámara mostraba paredes cubiertas con grafitis alusivos al asunto, en términos muy duros con las autoridades locales; y en el minuto 17 aparecía Sniper. Lo habían entrevistado de noche, en la calle, sobre el fondo de una pared decorada con un enorme grafiti que podía apreciarse a la luz de una farola próxima pese al granulado pardo de la imagen. Esa iluminación producía un efecto de contraluz que dejaba su rostro en sombra bajo la capucha subida de una sudadera oscura.

Parecía alto y más bien flaco. El plano televisivo era medio, de cintura para arriba: la capucha sobre el rostro en sombra le daba un aspecto imponente, de monje medieval, inquisidor o guerrero misterioso; y a veces, mientras gesticulaba al hablar, entraban en cuadro unas manos delgadas, de dedos largos, sin anillos ni reloj a la vista. Su voz me pareció agradable: masculina, ligeramente ronca. Hablaba un italiano muy correcto, casi tan bueno como el mío, y se refería a la pared que acababa de pintar, y que en ese momento otros grafiteros —sus amigos gobbetti, supuse—, vueltos de espaldas a la cámara, remataban a los lados con colores y platas. Su intervención duraba medio minuto, y no había nada destacable ni original en ella: solidaridad con el pueblo de Nápoles, grafiti como expresión no sujeta a poderes ni jerarquías, ilegalidad callejera para denunciar la arrogancia de las corruptas instituciones, etcétera. Lo interesante era el tono, la manera en que Sniper desarrollaba el discurso. Su fría seguridad mencionando razones por las que, en su opinión, esa huelga y sus resultados convertían Nápoles en símbolo de la descomposición de un mundo estúpido, suicidamente seguro de sí mismo. Esas montañas de inmundicia —el grafiti de la pared representaba a un coloso con una calavera por cabeza y cuyos pies eran bolsas de basura— constituían el único arte real allí posible: la actuación que esa ciudad, museo improvisado en su hediondo aire libre, ofrecía al mundo como símbolo y como advertencia.

Haciendo retroceder el vídeo, comprobé que bajo la imagen no aparecía el rótulo con el nombre de Sniper; quizá el reportero lo ignoraba, o el anonimato formal —superpuesto irónicamente a lo ya anónimo del tag— había sido condición exigida para situarse ante la cámara. O tal vez, con notoria presunción de artista, Sniper consideraba que su pieza en la pared le bastaba para ser identificado por quien debía. Y así era. La autenticidad de aquella obra —según Nicó Palombo, el Ayuntamiento la eliminó sin miramientos al día siguiente— era inconfundible incluso sin la firma con el círculo de francotirador que aparecía debajo. Congelé la imagen y estuve un rato mirando la silueta inmóvil de Sniper en el contraluz nocturno: aquella sombra impenetrable del rostro bajo la capucha. También eres bueno para las puestas en escena, pensé. Cabrón. Ningún experto en marketing lo haría mejor. Tengo que acordarme de decírtelo cuando te vea.

Palombo me telefoneó a las seis de la tarde, y una hora después yo estaba lista para reunirme con él. Al otro lado del ventanal y el pequeño balcón de mi habitación, el cielo enrojecía despacio sobre la bahía de Nápoles. Salí afuera, a fin de comprobar la temperatura exterior. Era tan agradable como la vista panorámica. En el atardecer, el cono oscuro y brumoso del volcán se alzaba lejos, orillando la bahía a la izquierda; y a mis pies, cuatro pisos más abajo, discurría ruidoso el tráfico por el Lungomare. Iba a meterme dentro cuando, recostada en el pretil del puente que une la tierra firme con el castillo, descubrí una figura familiar.

Entré en la habitación, cogí la pequeña cámara fotográfica que estaba en mi bolso, y accionando el zoom al máximo la utilicé como unos prismáticos improvisados para estudiar al rubio regordete. Yo había estado sólo unos segundos en el balcón, y ahora quedaba oculta entre los visillos de la ventana, con lo que él no parecía darse cuenta de mi presencia: llevaba la misma chaqueta de gamuza que a mediodía, y leía un libro del que a ratos apartaba los ojos para vigilar la puerta del hotel o levantar la vista hacia los pisos superiores. Un sicario culto, me dije. No hay como la lectura para aliviar largas esperas; y aquél, sin duda, parecía acostumbrado a ellas. Seguramente eran parte rutinaria de su trabajo, fuera el que fuese. Quizá había comprado el libro aquella misma mañana, mientras me seguía entre los tenderetes de Port’Alba: policíaco, ensayo, filosofía. Me pregunté quién era. Empleado de Biscarrués, detective privado, matón a sueldo. Lo último, desde luego, encajaba mejor que el libro con la navaja que yo había visto relucir en sus manos cuando él y la mujer del abrigo de visón se equivocaron de hombre en la Arena de Verona. De cualquier modo, concluí, aquel tipo rechoncho, aficionado en apariencia a la ropa cara de campo y caza, con su aspecto apacible y un libro en las manos, no daba el perfil que cabía esperar en esa clase de gente. Pensar también en la mujer me llevó a escudriñar los alrededores, buscándola; pero no encontré rastro de ella. Barajé posibilidades: pareja profesional, sentimental, accidental. Imposible saberlo. Me reprochaba no haber indagado más sobre aquellos dos pájaros en el restaurante de Roma, durante el primer plato, cuando el tono de la conversación con su jefe era todavía cordial.

Dejé la cámara, metí el espray de pimienta en mi bolso y descolgué el teléfono de la mesita de noche. Amable, eficiente, el conserje del hotel me informó de que, en efecto, había una puerta de servicio que daba a otra calle situada a espaldas del hotel. Luego busqué la tarjeta que me había dado el taxista dos días atrás: Onorato Ognibene, servizio taxi, con un número telefónico. Lo marqué, sonó tres veces el timbre de llamada, una voz masculina respondió Pronto? entre ruido de tráfico callejero, y veinte minutos después el conde Onorato y su vehículo estaban a mi disposición, esperándome en la otra puerta.

Los sábados por la noche —aquél lo era—, el viejo Nápoles es un espectáculo fascinante. En el barrio español, treinta siglos de historia acumulada, pobreza endémica y ansias de vida desbordan una cuadrícula de vías angostas, callejones, ruinosas iglesias, imágenes de santos, ropa tendida y muros minados por la lepra del tiempo. En ese lugar abigarrado, peligroso, donde pocos forasteros se aventuran, la ciudad intensifica su carácter ferozmente mediterráneo. Y en las vísperas de días festivos, cuando llega la hora de cierre del comercio local, el barrio entero se torna caos de tráfico, ruido, cláxones, música saliendo por las ventanillas abiertas, motocicletas con familias enteras asombrosamente agrupadas encima, que circulan a toda velocidad entre una muchedumbre gritona, bienhumorada, que callejea con el desgarro vital de los pueblos prolíficos, indestructibles y eternos.

Nicó Palombo me esperaba cerca de la plaza de Montecalvario, en la esquina de una calle empinada, al pie de cuyos escalones se detuvo el taxi del conde Onorato.

—Allí arriba es —dijo—. Y tenga cuidado con el bolso.

Agradecí el consejo, bajé del coche y esquivé por centímetros, o ella a mí, una motocicleta conducida por un niño de diez o doce años que llevaba detrás a una joven rolliza, de ropa prieta, con una criatura de corta edad sentada encima de cada pierna. Su hermana, supuse. O su madre. Me quedé mirando la motocicleta, que se alejaba haciendo eses para sortear a los viandantes.

—¿Me esperará aquí? —pregunté al taxista, que había puesto la radio del coche a todo volumen y había salido fuera, recostándose indolente en la portezuela.

—Claro. No se preocupe, señora.

Aseguré mi bolso bajo un brazo, rodeé unos desperdicios de verduras que el dependiente de una tienda barría ante su portal, y ascendí peldaños al encuentro de Palombo. Lo acompañaba un muchacho moreno y flaco, con granos en la cara, que tenía las manos metidas en los bolsillos de una cazadora de motorista de hombreras acolchadas.

—Éste es Bruno… Ella es Alejandra Varela.

El chico de la cazadora me tendió la mano.

—¿Española?

—Sí. Puedes llamarme Lex.

—Vale. Lex.

Caminamos los tres hacia una de las calles que confluían en la plaza. Bruno era grafitero, explicó Palombo. No pertenecía a los gobbetti, pero sí un primo suyo, que era a quien íbamos a ver.

—¿Conoces el Porco Rosso? —preguntó Bruno.

—¿La película de dibujos?

—No. El bar.

Estábamos enfrente. El Porco Rosso asomaba en la embocadura de una calle estrecha, entre un altarcito con flores de plástico y una pescadería cerrada en cuyo portón había media docena de esquelas con fotos de difuntos recientes de la vecindad, pegadas con cinta adhesiva. Completaban el escenario un par de mesas con sillas desparejas y una docena de vespinos y pequeñas motocicletas aparcadas de cualquier manera, bloqueando casi por entero el paso. Aquel sitio, explicó Bruno, era lugar de cita habitual de los gobbetti de Montecalvario. De allí salían para sus expediciones por la ciudad.

—Y más estos días, en plena guerra de corso.

Miré desconcertada a Palombo, que se echó a reír. La guerra de corso, explicó, era una rivalidad entre bandas grafiteras motivada por cuestiones territoriales o de prestigio —una cosa solía aparejar la otra—, en la que ambos bandos se enfrentaban tachándose mutuamente las piezas o escribiendo en zonas que no eran suyas. Una de esas guerras había estallado semanas atrás, cuando una crew del barrio del puerto, que firmaba colectivamente TargaN y solía operar a lo largo de la via Amerigo Vespucci, empezó a escribir en las calles bajas del barrio español. La respuesta fue fulminante, con incursiones de castigo que a su vez dieron lugar a nuevos ataques del otro bando. En todo aquello, Sniper había actuado poniendo su ingenio y su talento al servicio de los gobbetti, para los que constituía un aliado formidable. La guerra había durado un par de meses y estaba prácticamente liquidada, aunque algunos de la TargaN mantenían focos de resistencia en algunos barrios ajenos al suyo, y un par de casuales tropiezos nocturnos habían acabado a golpes y navajazos.

—Mi primo Flavio —dijo Bruno—. Ella es Lex.

—¿Y ese otro? —preguntó el tal Flavio, con ironía.

—Nicó Palombo —se presentó él mismo.

—Ah, claro… El artista.

No era un buen comienzo. Lo de artista sonaba a desdén gremial: un soldado dirigiéndose a otro que cambió de bando y fue ascendido a sargento. Flavio era un joven delgado y rubio, de aspecto ascético, con una barbita rala que completaba su vago parecido con el autorretrato de Durero que está en el Prado. Vestía vaqueros muy estrechos sobre unas nike manchadas de pintura, y una sudadera de felpa oscura que llevaba estampada una hoja de marihuana con las palabras Culiacán y México.

—Tomáis cerveza —decidió sin preguntar.

Tenía maneras de chico duro, y le seguí la corriente. Nos situamos de pie al fondo de la barra, frente a cuatro cervezas en vasos de plástico. La música era urbana y agresiva: sonaba Stankonia, de OutKast, lo bastante alto para dificultar la conversación; pero Flavio y el resto de parroquianos parecían cómodos entre aquel ruido. En el Porco Rosso predominaba la estética rapera: gorras, felpas, pantalones caídos, deportivas. Unos pertenecían a los gobbetti y otros no, expuso Flavio, ambiguo, en respuesta a una pregunta mía. El bar estaba decorado con fotos de pilotos de hidroaviones y vistas aéreas de islas del Adriático, enmarcadas y colgadas en las paredes cubiertas de grafitis alusivos a lo mismo. En una de ellas, en torno a la cabeza pintada de un cerdo con gafas de sol y gorro de aviador, leí, escrito con hermosas letras pompa: Un cerdo que no vuela, sólo es un cerdo. Advertí, sorprendida, que estaba firmado con el círculo cruzado de francotirador.

—Sniper —dije, yendo al grano.

Flavio miró a su primo, luego a Nicó Palombo, y al cabo posó sus ojos castaños en mí.

—¿Quién?

Alcé una mano para señalar el grafiti, y luego le toqué el antebrazo con el dedo índice.

—¿Me salto todo el protocolo previo, o perdemos diez minutos en que tú me digas que no sabes de quién te hablo y yo te demuestre que sí lo sabes?

Era un tiro a ciegas, pero sonrió a medias. Le había tocado el estilo.

—¿Y? —inquirió.

—Pues que lo mismo te interesa saber para qué lo busco.

Intensificó un punto la sonrisa y luego dejó de sonreír.

—Puede.

Se lo dije, alzando la voz sobre el estrépito de la música mientras él bebía cerveza: editor internacional, libro importante en marcha, posible gran retrospectiva en Nueva York o Londres. Todo aquello. Llevaba semanas tras su pista. De Lisboa a Verona, y ahora Nápoles. Los gobbetti y demás. La guerra de corso.

Giró el rostro, hosco, hacia su primo y Palombo.

—¿Se lo habéis contado vosotros?

Acudí al quite con rapidez.

—Es un asunto conocido —interpuse—. Famoso. Vuestra historia con los chicos de la TargaN ha hecho ruido.

Pareció complacerle aquello. Lo de la fama. En el mundo del grafiti, casi todo puede resumirse con la palabra respeto. Las reglas internas del asunto, claro. Los códigos que manejan los iniciados. Cuando todavía estábamos juntas, Lita me había dicho algo que no olvidé nunca: ahí afuera, en esas paredes que pintamos, se han refugiado cosas que la gente ignora. Palabras viejas que ya no pronuncia nadie. Palabras que los chicos como yo salen a buscar cada noche, soñando con hacerlas suyas.

—No creo que Sniper trague —opinó Flavio—. Toda esa mierda.

—Eso pretendo: comprobar si traga, o si tiene la garganta seca.

No sonrió. Movía la cabeza, descartando comprobaciones innecesarias.

—Quieren cargárselo —apuntó, brusco.

—No pensarás —respondí, serena— que quiero cargármelo yo.

Llegaron otras cuatro cervezas. Flavio miraba a Nicó Palombo y a Bruno como si los hiciera responsables de mí. El primo se encogió de hombros, pero Palombo me echó un cabo.

—Es una buena chica —argumentó—. Sólo hace su trabajo.

La ojeada que obtuvo a cambio no fue alentadora. También a él Flavio lo estudiaba con desconfianza.

—¿Qué ganas tú con esto, artista?

—Ella me cae bien.

—¿Te chupa la polla?

Abrió Palombo la boca para responder, pero lo acallé con un ademán.

—Prefiero comerle el coño a tu novia, si la tienes —dije a Flavio, brutal, dispuesta a reconducir el asunto a sus propios términos.

Hubo un silencio más bien relativo: lo llenaba el estruendo de música rapera: Mos Def y su Black on Both Sides. Los tres me miraron con sorpresa.

—Pues estás medio buena —comentó Flavio al fin.

—Sí —admití.

Le miraba los ojos, sin pestañear, y seguí haciéndolo mientras me bebía la segunda cerveza. Aquél, confirmé, era un camino tan derecho como cualquier otro. Era Flavio quien marcaba el ritmo.

—¿En serio te gustan las tías? —preguntó.

—¿De verdad todos los grafiteros de Nápoles sois gilipollas?

Miró alrededor, suspicaz, para comprobar si pese al ruido de la música alguien había oído mis palabras. El primo Bruno se reía, hasta que Flavio cerró su boca con una ojeada poco amistosa.

—¿Lex, has dicho que te llamas?

—Sí.

—Te estás buscando problemas, Lex.

Camino equivocado, concluí. El mío. Mientras me recriminaba en silencio por mi torpeza, pusieron otras cuatro cervezas sobre la barra. A Flavio, la suya le dejó borreguillos de espuma en la barba.

—¿Cobras por esto, o es amor al arte?

—Cobro —respondí.

—¿Mucho?

—Razonable.

—Es una especialista —aclaró Palombo con buena voluntad.

—Sí —confirmó el primo Bruno, que apenas tenía idea de lo que yo era.

—¿En qué?… ¿En buscar gente?

—Más o menos —dije—. Gente y libros. Trabajo en arte desde hace muchos años.

Moduló Flavio una sonrisa desdeñosa. De iniciado.

—A cualquier cosa la llaman arte.

—En eso estamos de acuerdo.

Pausa de cinco segundos. Más música.

—Todos quieren encontrar a Sniper.

—Lo sé. Pero no con las mismas intenciones. Yo sólo quiero hacerle llegar el mensaje. La oferta. Estoy aquí, deseo entrevistarme con él y contarle. Eso es todo.

También deseaba ir a los servicios, pero eso no lo dije. No era momento. Miré el grafiti de Sniper en la pared.

—¿Cuándo lo hizo? —pregunté.

No hubo respuesta inmediata. Sé dónde vivís, decía ahora otro rapero en italiano, cuya voz amplificada hacía vibrar el plástico del vaso en mi mano. Chunda, chunda. Sé dónde vivís y voy a buscaros. Porque me tenéis envidia. Porque tengo las mejores chicas y las mejores paredes. Chunda, chunda. Sé dónde vivís. Y cuando vais, yo estoy de vuelta. Chunda, chunda. Cabrones.

Flavio sonreía reticente. Esquinado. Como si la letra fuera suya.

—Él no está en Nápoles —comentó al fin.

Suspiré con fatiga sincera. Aquello era un continuo empezar de nuevo.

—Prefiero que me lo diga él mismo.

—Que él te diga, ¿qué?

—Que no está en Nápoles.

Bebió un largo trago, chasqueó la lengua y se secó la barbita con el dorso de la mano. Miraba a Palombo y al primo Bruno como si los pusiera por testigos de mi impertinencia.

—Sniper no acepta ofertas de nadie. Otros ya lo intentaron antes.

—Sólo quiero llegar hasta él. Y que decida.

Flavio aún sostenía el vaso cerca de la boca. Con la mano libre me tocó una cadera.

—Nunca me he tirado a una bollera.

Vacié el mío de un trago. Después lo estrujé hasta convertirlo en un crujiente aglomerado de plástico con aristas y puntas, y lo acerqué a un palmo de su mentón.

—Pues yo sí le corté la cara a algún hijo de puta.

No había terminado la frase cuando el primo Bruno pasó por mi lado, veloz, desapareciendo camino de la calle, y Nicó Palombo me empujó en la misma dirección. Salí afuera, y al volverme vi que Flavio venía detrás. Metí una mano en el bolso, buscando el espray de pimienta.

—Demasiado chula —dijo, parado en el umbral— para ser tía.

—Vete a mamar —respondí—. Subnormal.

Palombo seguía empujándome calle abajo, hacia la plaza.

—¿Estás loca, o qué? —exclamaba, indignado.

Yo me eché a reír, liberando la tensión acumulada en la última media hora. Reía con una risa exaltada, descompuesta. Aquello era absurdo, concluí. Sin salida. Me sentía como una mosca golpeando una y otra vez contra el cristal de una ventana. Mauricio Bosque, Biscarrués, Sniper… Todo era un enorme disparate. Y por primera vez estuve tentada de aceptar la derrota.

Nicó Palombo y yo seguimos comentándolo en el taxi. El conde Onorato permanecía callado, atento en apariencia al volante; pero a través del espejo retrovisor yo veía sus ojos observándome con las luces cambiantes del tráfico. Palombo pidió que lo dejáramos en la piazza Dante y allí nos despedimos, apesadumbrados, quedando en vernos otro día para comer y charlar de su trabajo.

—Siento la escena, Nicó.

—No te preocupes. No fue culpa tuya… Nápoles también es esto.

Vi alejarse su pequeña figura entre la gente, bajo las farolas de la plaza; y cuando el semáforo se puso en rojo, mi taxista hizo una descarada maniobra ilegal, cruzándose al tráfico para retomar la via Toledo. Una pareja de guardias, apostados junto a un coche de policía, observaron la infracción con las manos plácidamente cruzadas a la espalda y nos dejaron pasar sin más trámite. El conde Onorato seguía mirándome por el retrovisor.

—¿De verdad le interesa eso? —preguntó al fin—. ¿El grafiti?

—Me interesa —respondí, resignada—. Aunque no estoy teniendo mucha suerte.

—¿Sniper?

Me sorprendió ese nombre en su boca, aunque en seguida comprendí que lo había estado oyendo pronunciar por Nicó Palombo y por mí durante el trayecto desde Montecalvario.

—Sniper, sí —confirmé—. ¿Sabe quién es?

La luz de un semáforo le teñía de verde el perfil latino: la nariz aguileña y el tupé un poco alzado sobre la frente.

—Por supuesto. ¿Quiere ver algo suyo?

Tardé un momento en salir de mi asombro. En reaccionar.

—Claro.

—Pues con mucho gusto.

Giró el volante bruscamente a la izquierda, chirriantes los neumáticos, internándose por una calle estrecha. Tres semáforos en rojo después salimos a la plaza situada frente al edificio de Correos y volvimos a tomar una calle estrecha.

—Ahí lo tiene —dijo el taxista frenando el coche—. Un Sniper auténtico.

Bajé, estupefacta. A mi espalda sonó la portezuela del conductor, y un momento después el conde Onorato estaba a mi lado encendiendo un cigarrillo.

—Prefiero a Picasso —dijo.

En ese momento yo no estaba segura de preferir a Picasso. Ni a ningún otro. La luz no era buena, y provenía del rótulo iluminado de una tienda y de una farola adosada a la pared contigua; pero bastaba para apreciar una obra grande, al menos cuatro metros de largo por dos de altura, que sin duda se vería monumental con la luz del día: rodeada de figuras inspiradas en el Juicio Final de Miguel Ángel, cada una de las cuales vestía ropa interior de corte moderno, una Madonna de sonrisa apacible sostenía en el regazo a un Niño Jesús cuyo rostro era una calavera de las típicas de Sniper. Esta vez el texto era Non siamo nati per risolvere il problema: No hemos nacido para resolver el problema. Y estaba firmado con la mira de francotirador.

—No lo han respetado mucho —comentó el taxista.

Era cierto. La pieza había sido bombardeada sin consideración: parte de su lado derecho, con las figuras que incluía, estaba cubierta por un grafiti de hechura vulgar, gruesas letras en un wildstyle casi ilegible a base de rojos, platas y azules, que representaban, creí descifrar, el nombre del grupo TargaN. El resto estaba muy maltratado con firmas que iban desde colores y marcas de aerosol a simples trazos con rotulador grueso. Excepto la mayor parte de la Madonna y algunas de las figuras superiores, la obra se veía muy dañada. Vandalismo sobre vandalismo, pensé. En teoría, Sniper tendría que apreciar aquello. Según sus propias reglas, que lo fastidiaran de esa manera tenía que ponerlo caliente.

—¿Qué sabe de su autor? —pregunté al conde Onorato.

No respondió en seguida. Permanecía a mi lado, pensativo, contemplando el grafiti. Cuando se volvió a mirarme, la luz del rótulo y la farola iluminó el brillante en una oreja, la esclava y el reloj de oro en la muñeca de la mano con que fumaba. Aquel bigotillo recortado que le daba aspecto de traidor de película antigua.

—A veces lo llevo en mi taxi.

Estuve a punto de agarrarme a su brazo para no caer sentada al suelo. Veía relámpagos minúsculos cabrilleando ante mis ojos. O dentro de ellos.

—¿Conoce a Sniper?

—Claro.

Esperé a que los relámpagos se extinguieran del todo.

—¿Y cómo es posible? —pregunté.

—¿Por qué no?… Coge taxis, como todo el mundo. Y también ayuda a decorar una iglesia en Montecalvario. A veces lo veo por allí.

—¿Lo ha llevado usted en su coche?

—Varias veces, le digo. En realidad recurre a mí cuando necesita uno.

—¿Y lo ha…? —señalé la pared—. ¿Lo ha visto hacer esta clase de cosas?

—Sí. Incluso alguna vez hemos dado vueltas en busca de un buen sitio —indicó la pared, con orgullo—. Yo mismo lo traje a éste, cargado con sus latas de pintura.

Respiré tres veces, muy hondo, antes de hacer la siguiente pregunta.

—Cuénteme cómo es.

—¿Físicamente?… Pues normal, de edad mediana. Sobre los cuarenta. Es español, como usted, pero habla italiano bastante bien. Delgado, más bien alto… Poco hablador, pero amable. Y generoso con las propinas.

—¿Sabe dónde vive? ¿Querría llevarme?

Esquivó mis ojos mientras daba al cigarrillo una profunda chupada que le adelgazó más el rostro.

—Es un cliente —dijo echando humo por la nariz—. No puedo traicionar su intimidad, del mismo modo que tampoco traicionaría la de usted.

—¿Ni por dinero?

Suspiró hondo, fuerte. Demasiado fuerte.

—Señora, no estropee las cosas. Antes, oyéndola hablar, he comprendido el interés que tiene en esto. Sus problemas —se encogió de hombros—. Pero soy el conde Onorato, ¿comprende?… Todo Nápoles me conoce.

Dio otra larga chupada que volvió a ahondarle las mejillas, pensativo, como si intentara convencerse de cuanto acababa de decir.

—Tengo una reputación que mantener.

Con esas palabras finales, dichas en tono consternado, parecía descartar toda tentación posible. Se situaba a sí mismo, con violento esfuerzo interior, lejos de mi alcance. De lo material.

—Habrá alguna solución honorable —repuse tras meditarlo un poco.

El taxista miraba la colilla, reducida a una brasa que casi le quemaba las uñas. La dejó caer al suelo y se la quedó mirando, melancólico.

—¿Cuánto de honorable? —preguntó.

—Quinientos euros.

Alzó la vista con sobresalto. Después se llevó la mano de los anillos sobre el corazón y sus ojos oscuros me dirigieron un mudo, dolido, larguísimo reproche.

—¿Mil? —aventuré.