A medida que mi tren corría hacia el sur —de Verona a Milán, y de allí a Roma—, el rigor del paisaje invernal se fue suavizando como si el trayecto acortara la distancia entre invierno y primavera. Llanuras blancas y pueblecitos situados en colinas cubiertas de nieve dieron paso a verdes praderas de escarcha y arboledas heladas. Después, ese verdor se hizo cada vez más intenso, adueñándose de todo, mientras el sol disipaba las brumas que habían enturbiado el horizonte gris.
Seis horas de tren dan tiempo para pensar. Para considerar situaciones posibles y probables, o analizar causas y efectos. Había subido al tren como después lo abandoné en la estación Termini de Roma y caminé entre la gente en dirección a la parada de taxis: atenta a los rostros que me rodeaban, volviéndome con disimulo para mirar atrás, del mismo modo que en el tren, con un libro de Beppe Fenoglio —Il partigiano Johnny— abierto sobre las rodillas, y al que apenas presté atención, había permanecido atenta a los pasajeros con los que me crucé en los pasillos u ocupaban asientos cerca de mí. Llevaba en el bolso, al alcance de la mano, un espray defensivo de pimienta, comprado en una tienda de Verona que me recomendó Giovanna; aunque no estaba segura de cuál podía ser su utilidad real. Nada había detectado de inquietante desde entonces; pero yo sabía que, visibles o no, motivos para estar inquieta tenía de sobra: un bigote rubio y ojos azules, y un rostro de mujer anguloso y duro. Imposible olvidarlos. Aún me dolía el cuerpo de la caída en el foso del anfiteatro de Verona; y también me ardía la cara al recordar el incidente. De humillación y de vergüenza.
Una presa marca al cazador que la persigue, dije en otro momento; así que durante todo el trayecto me había estado fijando en los grafitis de las vías y las estaciones. En Florencia, en unos vagones de ferrocarril abandonados, creí advertir al paso unas calacas de Sniper firmadas con el círculo de francotirador; pero la velocidad del tren me impidió confirmarlo. Lo mismo ocurrió llegando a Roma, donde en un muro bajo un viaducto alcancé a leer Non c’è cazzo più duro che la vita —No hay polla más dura que la vida— escrito con grandes letras negras bajo una niña que acunaba a una muñeca que tenía una calavera por rostro. Sólo podía tratarse de Sniper, concluí. Tanto ése como el de Florencia parecían grafitis viejos, deteriorados por el tiempo. Hasta tenían algún tachado encima. Pero me estremeció pensar que mi presa podía haber estado allí. Que habría ido dejando su rastro, ignorante de que yo iba a seguirlo.
Había telefoneado otra vez a Mauricio Bosque el día anterior, después de ordenar mis pensamientos. Mis proyectos. Llamé al editor de Birnan Wood para preguntar en qué lío me había metido, y hasta qué punto podía considerarlo responsable. Incluso le pregunté si tenía algo que ver. Bosque pareció sinceramente asombrado, primero, y alarmado después. Nada que ver, protestó. No sé quiénes son esos que me has descrito, ni por qué te siguen. Aquí no hay demasiada gente al tanto del trabajo que haces. El secreto no es absoluto, por supuesto. Mi secretaria está enterada, y quizá yo lo haya comentado con alguien a título particular; pero se trata de gente de confianza. Quizá son tus pesquisas las que alertaron a alguien. Vía intermediarios. A estas alturas ya habrás hablado, supongo, con muchos. Cualquiera puede haberse puesto en contacto con Lorenzo Biscarrués, si es él quien está detrás. Aunque vete a saber. Sniper lleva demasiado tiempo haciendo enemigos. De todas formas, no estaba previsto que esto fuese peligroso. Así que puedes dejarlo, si quieres. Te pago los gastos y lo olvidamos. Tan amigos. Tú a Boston y yo a California.
Me había quedado callada después de escuchar aquello. Tanto rato estuve en silencio, que él acabó preguntándome si seguía allí o se había cortado la comunicación. Sigo aquí, dije. Y pienso en lo que has dicho. En lo que haré. Estoy tratando de ahondar, añadí. Calcular los pros y los contras. Establecer hasta qué punto merece la pena continuar. ¿Y por qué vas a continuar?, preguntó Bosque. ¿Por qué arriesgarte? Lo más probable es que sea gente de Biscarrués. Al escuchar eso, mi respuesta fue algo parecido a no lo sé exactamente. De quién es gente y por qué me siguen. Por eso, lo de continuar o no, aún tengo que pensarlo. Entonces él deslizó en la conversación la palabra miedo, y yo dije que no se trataba de eso. Que, bien mirado, yo misma podía ser tan dura como cualquiera. Tan peligrosa. Y que un gordito con bigote y una zorra con abrigo de visón no iban a hacerme caer a un foso por segunda vez. O al menos, añadí, no iban a hacerme caer sola. Ya ni siquiera se trata de ti, dije. Luego lo repetí más despacio, con pausas y una ligera variación, para convencerme yo misma de eso. Nunca. Se trató. De ti.
Entonces fue Bosque quien se quedó un rato en silencio. Yo había trabajado varias veces con él, lo conocía razonablemente, y pude escuchar a través del teléfono el ruido de las ruedecitas dentadas girando en su cerebro: a cada vuelta sonaba el cling de una caja registradora. Tengo que pensarlo, dije para llenar el silencio. Y entonces él se rió de pronto, como si hubiera dado con la solución a todo. Si te ayuda a pensarlo, dijo, te doblo el sueldo del contrato. Y no me digas que soy generoso, porque es mentira. Después de lo de Verona, Sniper es Dios. Basta con ver los telediarios.
Me reuní con Paolo Taccia en L’Angoletto, un restaurante muy agradable que está casi oculto en el rincón de una placita situada cerca del Panteón. Taccia era profesor de universidad y crítico de arte moderno en el Corriere della Sera; y, también, la razón de que yo me encontrase en Roma. Era amigo de Giovanna Sant’Ambrogio, y ella le había anunciado mi visita. Te gustará Paolo, recomendó al despedirse de mí. Es cínico, inteligente y una autoridad en arte urbano. Él escribió C’era una volta i muri, que es el primer gran estudio italiano sobre grafiti. Y tiene contactos fabulosos en ese mundo. Si alguien puede orientarte sobre Sniper en Italia, es él.
Físicamente, Taccia no respondía al estereotipo meridional italiano: era casi rubio, llevaba el pelo cortado a cepillo, y los ojos claros tras sus gafas con montura de acero completaban un aspecto con el que no habría desentonado, en una película de época, un uniforme de las SS. Tenía el humor socarrón y la charla amena, docente, casi socrática: iba deslizando en ella apuntes de ideas a modo de pistas y luego aguardaba paciente, sin pestañear, con sonrisa zorruna y escéptica, a que tú llegases a las conclusiones lógicas. Cada vez que una de ellas era correcta, Taccia te gratificaba intensificando la sonrisa. Así ocurrió media docena de veces en los primeros minutos de nuestra conversación, hasta que entre su sexta y séptima sonrisa aprobadora creí saber, con tanta naturalidad como si el razonamiento lo hubiera completado yo sola, que existían poderosas razones para pensar que Sniper se ocultaba en el sur de Italia.
—Hay una vieja y bonita historia —contó Taccia— que podríamos definir como el cuento de un malvado y un buen muchacho; si es que, claro, esa clase de distinciones puede hacerlas hoy alguien que no sea exactamente un imbécil… ¿Quieres que te la cuente?
—Por favor.
Entonces me la contó. A su manera. Con pausas y nuevas sonrisas para que yo fuese rellenando las líneas de puntos. La historia empezaba con un personaje que respondía al casi inverosímil nombre de Glauco Zuppa: un galerista de arte moderno con sucursales en Londres, Montecarlo y Amalfi, que se movía con soltura entre la gente de dinero. Nada que ver con los modestos aficionados al arte a base de teléfono móvil y ordenador, más partidarios de bajarse gratis una reproducción vía Internet, y colgarla en la pared de su casa, que de poner los pies en una galería de arte para ver la obra original con un punto rojo en un ángulo del marco, adquirida por Bono, Angelina Jolie o no importa qué anónimo millonario capaz de pagar cincuenta mil dólares, o el doble, sin pestañear siquiera. El negocio del tal Zuppa se centraba en esta clase de clientes exclusivos, y a ellos había destinado, un año atrás, una subasta preparada con exquisito cuidado y mucha discreción previa. El asunto era el street art, y los fondos incluían piezas urbanas que, con absoluta falta de escrúpulos, Zuppa o sus secuaces, utilizando la misma técnica con la que se retiran los frescos de las iglesias y monumentos antiguos, habían ido arrancando de las calles en diversos lugares de Europa. Sitios sin propietario, naturalmente: muros de viejas fábricas abandonadas, vallas publicitarias, paredes y otros soportes diversos.
—Adivina cuántas eran de Sniper —sugirió Taccia, haciendo una pausa.
Yo recordaba vagamente aquel episodio. Había leído algo sobre eso, pero ignoraba unos detalles y había olvidado otros.
—¿Media docena? —aventuré.
Se intensificó la sonrisa de zorro socrático.
—Diecisiete… Exactamente las dos terceras partes de las obras dispuestas.
—¿Y qué dijo Sniper?
—No dijo.
—¿Hizo?
Taccia sonrió de nuevo, premiándome la conclusión. Después, tras una larga pausa para terminar su pescado, siguió contando. Casi todas las obras de las que Zuppa se adueñó estaban documentadas con fotos en Internet; algunas colgadas por el mismo Sniper. Con eso y más fotos propias, el galerista montó un catálogo donde cada pieza iba acompañada de extensa documentación sobre el emplazamiento original. En realidad Zuppa no vulneraba ningún derecho ajeno, pues todos eran trabajos callejeros y la simple firma del escritor —casi ninguno registraba legalmente su tag, y Sniper tampoco lo había hecho— no bastaba para atribuirles propiedad legal. Pintadas allí y expuestas a la destrucción por la intemperie o la acción vandálica de otros grafiteros, esos trabajos pertenecían a quien se hiciera con ellos. Y además, Zuppa era un tipo listo, que jugaba con el factor principal.
—Reivindicar su propiedad habría sido una contradicción por parte de Sniper —deduje.
Taccia me dirigió otra silenciosa sonrisa de aprobación.
—Un tipo como él —confirmó—, que debe mantener el anonimato y hacerlo compatible con su credibilidad como artista, obligado a mantenerse lejos de un mercado que al menor descuido puede convertirlo en millonario… Alguien que se manifiesta en contra de toda clase de legalidad, como él hace, queda atado por su propia ideología.
—Claro —concluí, impresionada por la evidencia—. La calle es de cualquiera.
—Eso es. Y Zuppa supo aprovecharse de ello. Él era cualquiera.
Sorbió un poco de vino mientras me miraba, paciente, con la sonrisa lista. Era mi turno.
—Pero Sniper no se quedó de brazos cruzados —tanteé.
—No —confirmó Taccia, aprobador—. Y ahí es donde entra el soleado sur de Italia.
La exposición previa a la subasta, añadió, se había dispuesto en la galería de arte que Zuppa tenía en Amalfi, en plena temporada del turismo de élite que frecuentaba la zona y cuando la campaña publicitaria llevaba dos meses en Internet. La obra de mayor tamaño entre las de Sniper era una pieza de 1,80 × 2,15 que representaba a Super Mario arrojando un cóctel molotov contra policías antidisturbios que, en idéntica actitud que los marines de la famosa foto de Iwo Jima, levantaban la bandera de la Unión Europea. Y su precio de salida en catálogo era de noventa mil euros. La víspera de la subasta, Zuppa organizó una fiesta en el café Gambrinus de Nápoles para recibir a los clientes invitados. Pero a esa misma hora, en Amalfi, una veintena de grafiteros cubiertos con pasamontañas asaltaron la galería, y Sniper estaba entre ellos. Con la rapidez y eficacia de una acción militar perfectamente estudiada, el vigilante nocturno fue neutralizado mientras las diecisiete piezas de Sniper eran destruidas con ácido y las paredes de la sala quedaban cubiertas de pintadas calificando la subasta de acto de piratería y de canallada mercantil. Esto es lo que no soy, afirmaba una enorme pintada escrita con aerosol en una de las paredes, sobre los restos de la pieza de Super Mario. Firmada con el círculo y la cruz del francotirador.
—Después de eso —prosiguió Taccia—, Sniper quedó encantado con los grafiteros que le ayudaron a reventar el negocio de Zuppa… Por esa época ya estaba perseguido por ese industrial español, el del hijo que murió en Madrid, y andaba de escondite en escondite. Los napolitanos le ofrecieron protección y se instaló un tiempo entre ellos…
—¿Un tiempo?
—Bueno, sí. Un tiempo largo.
—¿Y sigue allí?
—Podría seguir.
—¿Podría?
Mi interlocutor bebió otro sorbo de vino. Me miraba a los ojos y su silencio era significativo. Apoyé las manos en la mesa, a ambos lados del plato, como si necesitara establecer la horizontal exacta de todo. Sentía un incómodo apunte de vértigo.
—¿Quieres decir que, cada vez que viaja para hacer algo, como lo de Verona, Sniper vuelve luego a Nápoles?… ¿Que ésa es su base de operaciones? ¿Su guarida?
A modo de premio final, Taccia me dedicó una última sonrisa zorruna: la que se brinda a una chica aplicada, que acaba de superar un examen donde intuir preguntas es aún más importante que conocer respuestas.
—Eso se cuenta, al menos —confirmó—. Allí son duros hasta los grafiteros. Ellos lo ocultan y protegen, guardándole el secreto… ¿Has visto Yo, Claudio, Quo Vadis o una de esas series de la tele?
—Claro.
—Bueno, pues eso. Ellos son su guardia pretoriana.
Aquella tarde anduve por Roma, sin rumbo, envuelta en la claridad rojiza que resbalaba por las fatigadas fachadas ocres. Había estado allí con Lita mucho tiempo atrás, dos veces. La pequeña taberna donde solíamos cenar, situada en un estrecho callejón próximo a la via dei Coronari y sus tiendas de sospechosas antigüedades —llevaban un centenar de años siendo sospechosas, lo que las transformaba en antigüedades casi auténticas—, ya no existía. En su lugar encontré una tienda de recuerdos para turistas con camisetas I love Italy, coliseos de plástico, estampas del Papa, fotos de Audrey Hepburn con Gregory Peck en vespa, y una máquina expendedora de agua embotellada. Como el resto de Europa y el mundo, Roma procuraba congraciarse con la clientela del siglo XXI. Mientras me alejaba pensé que a Lita la habría desconcertado saber que, después de todo, un día yo iba a caminar por esa ciudad tras los pasos de Sniper.
Lita, recordé. Tras cada esquina sentía —Roma intensificaba ese efecto— sus ojos ingenuos y tristes pendientes de mí. Adivinaba su mirada empañada de sueños que nunca fueron. Su dulce fantasma atento al eco de mis pasos. Es demasiado oscuro, pensé, el lugar donde ella ahora vive. Eso me produjo una melancolía tan extrema que, tras mirar a uno y otro lado con la angustia súbita de quien busca consuelo, entré en la librería Arion, que está al final de la via Aquiro, dispuesta a aturdirme dentro —hay quien toma aspirinas como analgésicos, y yo tomo libros—. Después de echar un vistazo a las novedades y las ediciones de arte sin dar con nada interesante, pasé al fondo, donde hay una sección de vitrinas dedicadas a bibliofilia. Estaba mirando la tarjeta con el precio —mecanografiado, astronómico— junto a la cubierta amarilla de una primera edición de El Gatopardo, cuando en mi bolso vibró el teléfono. Y la voz que sonó al comunicar me dejó helada.
Cinco minutos después de la hora convenida, que eran las nueve de la noche, llegué a Fortunato: un formal restaurante de aire clásico, atendido por camareros de toda la vida. Uno de esos lugares en otro tiempo frecuentados por las estrellas que rodaban en Cinecittà, y que hoy ambientan italianos de buen aspecto y turistas de los que aún se ponen chaqueta oscura o collar de perlas para cenar.
—Celebro conocerla —dijo Lorenzo Biscarrués.
Pasta con trufa, bistec y un tinto del Piamonte cuya etiqueta permitía suponer un precio disparatado. Mi anfitrión olía a agua de colonia. Llevaba el pelo gris, casi blanco, peinado hacia atrás con raya, a tono con unos modales corteses, barnizados con tiempo y dinero sobre una biografía de orígenes sombríos, no siempre en el ámbito de la estricta legalidad. Biscarrués se había hecho inmensamente rico a lo largo de cuarenta años de esfuerzo continuo, voluntad férrea y trabajo tenaz. Figuraba en la lista Forbes y en la lista Bloomberg, y pocos habrían creído que ese individuo delgado y de amable apariencia, sentado ante mí en la mejor mesa del restaurante, impecablemente vestido con un traje gris marengo y corbata de seda en cuello italiano, había empezado explotando a inmigrantes asiáticos en talleres de confección ilegales y vendiendo él mismo en una vieja furgoneta, tienda por tienda, prendas falsificadas de grandes marcas. Ahora, con medio centenar de sucursales Rebecca’s Box repartidas por el mundo, de aquel sastre mafioso sin escrúpulos sólo quedaban a la vista unas manos feas y ásperas, casi plebeyas, y unos ojos duros que me estudiaban muy fijos, tan seguros de sí como de la enorme fortuna que esa forma de mirar el mundo había hecho posible.
—Sé lo que hace en Italia.
—Sí —concedí—. Supongo que lo sabe… No creo que me haya localizado sólo para hacerme probar este vino.
—Usted busca algo que yo busco también.
—Quizá. Pero en tal caso, sería por diferente motivo.
Bajó la vista hacia el plato. Cortaba su bistec en trozos pequeños, casi diminutos, antes de llevárselos a la boca.
—¿No tiene curiosidad por averiguar cómo he llegado hasta usted?
—Claro que la tengo. Pero me lo acabará contando, si ésa es su intención.
Biscarrués seguía con la vista baja. Masticaba despacio, con desconfianza.
—Lo sé todo sobre lo que hace en Italia. Su viaje a Lisboa. Lo de Verona.
—Supongo que sí, que lo sabe. Aunque a veces usted o su gente se hayan pasado de listos y de todo. En Verona vi una navaja.
Alzó el rostro hacia mí, por fin. No había el menor indicio de excusas en su silencio. Tampoco yo las esperaba.
—Permita que le diga que no sé de qué me habla —dijo—. Aunque decírselo dos veces sería ofender su inteligencia, supongo.
Sonreía, pero no me agradó su sonrisa. La complicidad que brindaba con tanto descaro.
—Usted no sabe nada de mi inteligencia.
—Se equivoca. Sé bastantes cosas.
Me pregunté si era Mauricio Bosque, el editor de Birnan Wood, quien lo había puesto al corriente. Si los dos estaban de acuerdo. Tal como ocurrían las cosas, era posible que el encargo de localizar a Sniper fuese parte de la trama, y que el libro y lo demás sólo fueran pretextos. Quizá, concluí, todo respondía a una misma maniobra: Bosque encarga, ellos me siguen, yo localizo. Con Biscarrués al fondo, tejiendo paciente su tela de araña. La pregunta, entonces, era por qué había salido a la luz. Por qué estaba allí comiéndose un bistec.
—¿Por qué está usted aquí?
—Creo que las cosas se han complicado un poco —respondió tras reflexionar un momento—. De modo innecesario, además. Y creo que tiene motivos para estar molesta. Ésa nunca fue mi intención.
—En tal caso, debería elegir mejor a sus sicarios.
Me miraba impasible, cual si no hubiera oído mis últimas palabras.
—No sé si llegó a ver la pintada que mi hijo hizo la noche en que murió. Era su nombre. Su firma.
—Holden —asentí.
—Eso es. Ya sé que habló usted con un grafitero amigo suyo… ¿Le dijo por qué Daniel eligió esa firma?
—No.
—Su madre le regaló un libro. Yo no soy de muchas lecturas, pero ella sí. Tiene más tiempo. Le regaló algo titulado El guardián entre el centeno. A mi hijo le encantaba ese libro. Por eso tomó el nombre del protagonista: Holden no sé qué.
—Caulfield.
—Sí. Eso.
Tenía otros dos hijos, añadió tras un momento; pero Daniel era el más pequeño. Cuando murió tenía diecisiete años y llevaba tres saliendo de noche con sus latas de aerosol. No hubo manera de disuadirlo: le apasionaba escribir en las paredes. La policía solía llevarlo a casa con las manos y la ropa manchadas de pintura. Su padre había pagado innumerables multas. Cerrado docenas de bocas con dinero, para evitar problemas.
—Ahí afuera soy yo, decía. Me gano el respeto por mí mismo. Soy lo que escribo en las paredes, no el hijo de Lorenzo Biscarrués.
Miraba su plato con indiferencia. Parecía haber perdido el apetito.
—Siempre fue un crío especial —añadió con brusquedad—. Introvertido, sensible. Más parecido a su madre que a mí.
—Su amigo grafitero, SO4, dijo que era bueno en la calle.
—No sé. Nunca entendí de arte, si es que a eso se le puede llamar arte.
—Ésa es una vieja discusión, aunque yo diría que sí. Que se puede.
Me miró con atención, suspicaz, como si intentara establecer si yo era sincera o le estaba ofreciendo un consuelo que él no había pedido. Tras un par de segundos pareció relajarse.
—Una noche decidí ver lo que hacía. Lo hice seguir y me llevaron tras él. Desde un coche, al otro lado de una plaza, lo vi pintar una pared. No lo reconocí: ágil, seguro de sí mismo. Con esa extraña camaradería con sus compañeros… Fue raro, ¿sabe? Yo estaba horrorizado de verlo hacer aquello, y al mismo tiempo me sentía orgulloso de él.
Sonrió débilmente, el aire distraído. Sólo con la boca.
—Nunca se lo dije —añadió—. Nunca le conté que esa noche fui a verlo desde lejos.
La sonrisa se había ido apagando despacio. Ahora miraba pensativo sus propias manos, inmóviles sobre el mantel —en la izquierda relucía una alianza de oro—. Cuando alzó de nuevo la vista, su sonrisa era una mueca tan fría como sus ojos.
—Ese hombre al que busca… Usted es una mujer y no voy a utilizar ciertos adjetivos. Resumiré diciendo que él mató a mi hijo. Lo hizo con tanta certeza como si lo hubiera empujado desde aquel tejado. Y no fue el único chico al que empujó.
—No es tan simple —opuse—. La responsabilidad. Una cosa es sugerir, y otra…
—Mire —alzó un dedo como quien acostumbra a que eso signifique algo para los demás—. No soy hombre de mucho hablar. No alardeo de las cosas, ni prometo lo que no me propongo cumplir.
Respiró, visiblemente. Hondo. El dedo volvió a ocupar su lugar tranquilo entre los otros, en la mano de nuevo inmóvil sobre el mantel.
—Juré que ese hombre pagaría por lo que hizo.
—¿Y qué pretende de mí?
—Cuando supe lo de Verona, pensé que esto empieza a tomar una dirección equivocada. Por eso decidí verla a usted, personalmente.
—¿Está aquí por mí? —pregunté, incrédula.
—Sí. Tomé el avión y vine. A verla.
Medité sobre aquello. Era una noche de sorpresas, desde luego. Intenté atar cabos, pero desistí. No era lugar adecuado. Necesitaba soledad, tiempo y calma para pensar.
—No pretendo implicarla más de lo que está —dijo Biscarrués—. Sólo que sus pasos me lleven a donde quiero.
—Mis pasos son parte de un trabajo por el que me pagan.
—Lo sé. Y sé exactamente cuánto cobra —sacó un sobre del bolsillo interior de la chaqueta y lo puso ante mí—. Por eso le ofrezco algo más. En concreto, diez veces más.
El sobre no tenía la solapa pegada. Lo abrí. Contenía un cheque por valor de cien mil euros. La cifra me dejó con la boca abierta. Literalmente.
—¿Qué le parece? —preguntó.
—Generoso.
—Incluye mis disculpas por Verona.
—Y algo más, supongo. Lo que espera de mí.
Encogió los hombros. Sólo tenía que hacer, explicó, lo que había hecho hasta ese momento: mi trabajo. Concluir lo que tuviera proyectado según el encargo de Mauricio Bosque. Lo que me pedía era que, una vez logrado mi objetivo, yo le transmitiera a él la información inmediatamente. El lugar exacto donde se encontraba Sniper, y en qué condiciones.
Entonces formulé la pregunta inevitable:
—¿Y qué ocurrirá, si lo hago?
—Que usted recibirá otro cheque igual a éste.
Tragué saliva y conseguí decir lo que quería decir.
—No me refiero a eso.
—Pues debería. Supongo que sabe sumar.
No me gustó el tono. La suficiencia. Biscarrués no era de los que se limitaban a pagar, sino que además quería dejar claro que pagaba.
—No me refiero al cheque —repliqué—. ¿Qué le pasará a ese hombre?
—Responderá por sus responsabilidades.
—¿Ante quién?
Silencio elocuente. A qué gastar palabras en esto, decía su mirada. Por qué andar entre cazadores mirándonos la escopeta.
—¿Y si no doy con él? —insistí.
—Si hay buena voluntad por su parte, podrá conservar este cheque.
—¿Y qué hará usted?
—Soy aragonés. Encontraré otra manera.
Se había acercado un camarero a preguntar si tomaríamos postre. Biscarrués lo alejó con un ademán seco.
—Déjeme contarle algo… Una vez tuve un socio. Empezamos juntos, vendiendo ropa a tiendas pequeñas. Era como mi hermano. Y me la jugó. Un asunto de pagos que nunca llegaron a mí. Tardé mucho tiempo en responder. Vivió confiado todo ese tiempo. Y al fin, cuando lo tuve listo, lo aplasté. Lo perdió todo, de un día para otro. Todo.
Tenía los labios finos y duros. Una mueca sin humor le descubrió los dientes. Carniceros, pensé. Los de un chacal tenaz, con asuntos pendientes. Y con muy buena memoria.
—Esperé casi tres años para eso… ¿Comprende?
Comprendía.
—Dígame una cosa —planteé—. ¿Le ha pasado por la cabeza que puedo negarme a colaborar con usted?
Su sorpresa parecía sincera.
—Sería absurdo —dijo.
—¿Por qué?
—Por Dios… Todo ese dinero.
—Imagine que el dinero no me importe tanto como cree.
Seguía observándome con atención, supongo que más desconcertado por mi tono que por mis palabras. Pequeñas arrugas parecían petrificarse en torno a sus ojos.
—Sería un error por su parte —dijo al fin, cual si rematara un razonamiento complicado.
No, concluí en mis adentros. El error acabas de cometerlo tú. Ahora mismo. Y es el segundo de esta noche. Verona aparte.
—¿Sabe qué le digo?… Que me lo voy a pensar.
Retiró los codos de la mesa para recostarse en la silla, digiriendo aquello. Era obvio que le costaba.
—No me gusta la parejita que puso tras de mí —dije para ayudarlo a digerir—. Ni él ni ella. Lo del otro día fue desagradable.
Seguía estudiándome, pensativo. Entonces cometió el tercer y definitivo error.
—Puede haber cosas más desagradables todavía —dijo.
Tenía malos hábitos, comprendí. Dinero, poder, rencores, antiguos complejos y graves motivos personales: un hijo muerto y afán por vengarlo. Yo estaba dispuesta a ser indulgente en ese aspecto; pero también tengo mis propios hábitos —detestar que me amenacen es uno de ellos—. Y mis motivos. Así que hice algo de lo que seguramente iba a arrepentirme al poco rato. Dejé caer unas gotas de vino sobre el cheque, estudiándolo como si fuese a operarse en él alguna transformación química. Y cuando levanté la vista hacia Biscarrués vi cólera en sus ojos.
—Hace mal —dijo fríamente—. Una mujer como usted, con…
—¿Con qué?
—Con sus gustos.
—¿Mis?
—Sí. Eso la hace vulnerable.
—Vulnerable, dice.
—Eso digo.
Me levanté despacio, dejando el cheque mojado de vino sobre la mesa.
—Tengo la impresión de que usted está mal acostumbrado… ¿Tanto tiempo hace que nadie lo manda a tomar por culo?