—Increíble —dijo Giovanna.
Yo estaba de acuerdo. En que lo era. Ni siquiera los museos de la ciudad conseguirían jamás aquella afluencia de público. El patio de la casa de Julieta, en el centro de Verona, estaba lleno de gente que se agolpaba por el túnel de entrada hasta la calle, formando una cola que varios policías pretendían mantener en orden. El frío no desalentaba a nadie: bajo la mansa aguanieve destilada por un fosco cielo gris había numerosos turistas con paraguas, anoraks, gorros de lana y niños de la mano; pero también veroneses que acudían a ver lo que los periódicos y la televisión italianos, con cierta impudicia chauvinista, llevaban tres días calificando como una de las más originales intervenciones de arte urbano ilegal realizadas en Europa.
—¿Cómo pudo hacerlo? —pregunté—. ¿No tienen vigilancia nocturna?
—Hay un vigilante dentro del edificio, pero no vio nada. Y el portón de la calle estaba cerrado.
Toda Verona discutía sobre eso. Ni los carabinieri encargados de la investigación estaban seguros del modo en que Sniper había conseguido introducirse en el patio de la casa-museo dedicada a la leyenda shakespeariana: el lugar en cuyo balcón se habrían citado la joven Capuleto y su amante Romeo Montesco.
—¿Entró descolgándose por el tejado?
—Puede ser… O quizá estuvo escondido en la casa hasta que los visitantes se marcharon.
Miré en torno. Hacía tiempo que el patio y el túnel se habían convertido en una especie de pequeño parque temático dedicado al amor: las rejas llenas de candados con iniciales, inscripciones románticas en cada pared y un espontáneo mosaico multicolor compuesto por millares de gomas de mascar con frases tiernas escritas encima, aplanadas y adheridas en los muros. También la tienda de recuerdos, como las próximas de la inmediata via Cappello, desplegaba una abigarrada pesadilla de llaveros, dedales, ceniceros, tazas, platos, Julietas y Romeos en miniatura, cojines, postales y todo cuanto es posible imaginar en materia de mal gusto, donde el asunto dominante eran millares de corazones que lo saturaban todo hasta el empalago. Con el tiempo, esa explosión de cursilería sin límite había acabado por desplazar el interés del motivo original del balcón y la estatua de bronce de Julieta que estaba al fondo del patio: la mayor parte de los turistas ya no se hacía fotos allí, sino ante la decoración desaforada y multicolor, los cientos de candados sujetos a las rejas, los millares de inscripciones manuscritas y el mosaico de chicles que cubría el túnel y el patio. Arte urbano en mutación perversa, por decirlo de algún modo. Interacción con el público y todo eso. Aunque haya otras maneras menos piadosas de calificarlo.
—En cualquier caso —comentó Giovanna—, Sniper es un genio.
Miré el objeto de su comentario: la causa de que en los últimos dos días se hubiera multiplicado el número de gente que visitaba el balcón de Julieta, en el frío mes de febrero de una pequeña ciudad del norte de Italia. Al fondo del patio, ante las rejas llenas de candados con promesas de amor y la tienda de recuerdos constelada de corazones, la estatua de bronce en tamaño natural de la doncella de Verona, habitualmente gastada su pátina por el roce de miles de manos de turistas que la acariciaban al fotografiarse con ella, mostraba un aspecto inusual: tenía el cuerpo empapelado con billetes de cinco euros pegados con cola y barnizados con aerosol, y el rostro cubierto por una máscara de luchador mejicano que representaba una de las calaveras o calacas que Sniper solía utilizar en sus trabajos. Para que no quedase duda de la autoría, el pedestal de la estatua estaba decorado con la firma y el círculo cruzado de francotirador.
—No saben qué hacer con esto —reía Giovanna.
Era cierto. Y evidente. El departamento municipal de Cultura estaba desbordado por los hechos. Al difundirse la noticia e intervenir los medios informativos, turistas y vecinos habían acudido en masa a ver la intervención de Sniper. El primer impulso de retirar la costra de billetes y la máscara del rostro de Julieta había topado con la explosión mediática del suceso; y ahora eran millares de personas las que deseaban ver la actuación en Italia del artista ilegal al que se sabía oculto por razones confusas sobre las que prensa, radio y televisión llevaban días especulando. Hasta se había dispuesto una estructura de aluminio y plástico a modo de toldo sobre la estatua, para protegerla de la intemperie. Críticos de arte y catedráticos de universidad comparecían ante las cámaras para comentar la original acción del artista urbano español —el sector crítico, aunque en minoría, lo llamaba vándalo a secas—, cuya presencia en Italia había pasado inadvertida hasta entonces. De manera que, mientras tomaban una decisión, resueltas a explotar la repercusión de aquella novedad en el paisaje turístico-cultural de la ciudad, las autoridades habían hecho de la necesidad virtud. En palabras de un editorial publicado aquella misma mañana en el diario L’ Arena, en pleno mes de febrero, con tiempo frío, crisis económica y temporada turística baja, entre Sniper y Julieta —el pobre Romeo había quedado fuera del asunto— a Verona la había ido Dios a ver.
Dejamos atrás la cola de gente y los flashes de cámaras y teléfonos móviles y caminamos hacia la piazza Erbe. Seguía haciendo mucho frío. Las gotas de aguanieve empezaban a cuajar en el suelo húmedo, y una tenue cortinilla blanca de copos minúsculos veló la plaza. Decidimos refugiarnos en el café Filippini, en busca de algo caliente.
—Y eso es lo que hay —resumió Giovanna, sacudiendo las gotas de agua de su chal de lana antes de colgarlo en el respaldo de la silla.
Giovanna Sant’Ambrogio era elegante, atractiva, de ojos oscuros muy grandes y nariz larga, algo más que atrevida, que en otra mujer que no fuera italiana habría resultado vulgar. Ahora se teñía el pelo, negrísimo, para ocultar las primeras canas. Nos habíamos conocido una década atrás como estudiantes de Historia del Arte, en Florencia, donde mantuvimos una breve relación durante un curso de verano sobre la capilla Brancacci, con agradables paseos por la orilla del Arno y calurosas noches de intimidad en la estrecha cama de mi pensión de la via Burella. Giovanna iba a contraer matrimonio algunos meses más tarde, y todo había concluido de modo afable, en cordial amistad. Ahora ella estaba divorciada y vivía en Verona, donde trabajaba en la Fundación Salgari y como editora de la revista cultural Villa Della Torre, patrocinada por una importante bodega de Fumane, en la Valpolicella.
—La cuestión es si Sniper sigue en la ciudad —comenté—. Disfrutando del éxito.
Giovanna removía la cucharilla en su café cortado. Macchiato, había pedido. Y otro para la señora. Con unas gotas de coñac dentro.
—Puedo intentar averiguarlo —dijo tras reflexionar un momento—. Conozco a gente metida en arte urbano, y algunos son grafiteros… No perdemos nada con tender las antenas.
Lo pensó un poco más, mientras se llevaba la taza a los labios.
—Tengo un amigo relacionado con eso —prosiguió—. Un tipo que ostenta el récord local de sanciones por vandalismo. Firma Zomo. Puede seguírsele el rastro por todo el norte de Italia en estaciones de tren y líneas de autobús… Duro y agresivo, muy al estilo de lo que buscas.
Me sonaba aquel tag italiano, Zomo. Quise hacer memoria.
—¿Es joven?
—Ya no tanto. Andará por los treinta. En Verona actúa poco, pues la policía lo tiene controlado y se expone a consecuencias graves; pero de vez en cuando no puede reprimirse y sale a la calle, o hace incursiones de castigo por otras ciudades.
—Creo que he visto algo suyo en Internet… ¿El de los policías?
—Ése —rió Giovanna—. La tiene tomada con ellos desde hace años.
—Pues es bastante bueno.
Recordaba, al fin. Había piezas de Zomo colgadas en páginas grafiteras de Internet. Además de grafitis convencionales, solía pintar a policías italianos, carabinieri, en situaciones comprometidas: besándose en la boca, liándose un canuto, sodomizándose. Trabajaba con plantillas previamente preparadas —stencils, en jerga callejera—, para actuar rápido y largarse: plantilla sobre la pared, una rociada de aerosol y pies para qué os quiero. Pintando aquellos asuntos, era natural que redujera el tiempo de exposición a ser detenido. Más de un policía estaría encantado de echarle el guante. Conversar con él a solas, sin testigos, durante unos minutos. No para pedirle autógrafos.
Giovanna me contó de qué lo conocía. Ella misma había impulsado en Verona, un par de años atrás, una iniciativa para destinar un lugar al street art: convocatoria en vivo, pública, patrocinada por su bodega. El plan era invitar a grafiteros conocidos, como se había hecho en otros lugares. El sitio ideal era una vieja fábrica abandonada junto al río, al sur de la ciudad. La gente podría ver trabajar a los grafiteros locales a la luz del día, en un espectáculo con música funk, rap, hip hop y todo eso. Pero la idea no sentó bien en el municipio. Hubo debate, discusiones, y al final se descartó. Aun así, Giovanna había estado en relación con Zomo, que iba a encargarse de organizarlo todo.
—¿Sigues manteniendo el contacto? —me interesé.
—Sí. Y no es mal tipo… Algo zumbado, pero no mal tipo.
—¿Estás segura de que conoce a Sniper?
—Me han dicho que fue su explorador indígena en el asunto Julieta… Que hizo de guía local.
Apuré el resto de mi café. Aquello abría perspectivas interesantes.
—O sea, que si Sniper sigue en Verona, ¿ese Zomo estará en contacto con él?
Giovanna sonrió, enigmática. Una de sus manos, adornada con anillos de plata y una piedra grande, de bisutería, estaba cerca de la mía. Haciéndome recordar. La miré a los ojos, devolviéndole la sonrisa. Por la forma en que entreabría los labios, supe que también ella recordaba.
—Es posible —dijo—. Pero quizá haya algo más que eso… Hay un rumor.
Alcé más la cara, seria de pronto, como una perra que olfatease el aroma repentino de un buen hueso.
—¿Qué clase de rumor?
Ella apartó la mano para alzar un dedo de uña larga y cuidada, barnizada hasta la perfección, y apuntar hacia la calle, donde ahora caía la nieve de forma copiosa.
—Sniper no habría terminado con Verona. Aún quedan cosas por hacer aquí.
—¿Qué clase de cosas? —aparté a un lado mi taza vacía y me apoyé en la mesa—. ¿Tienes forma de averiguarlo?
—Circula una historia rara. Puede estarse preparando algo, para lo que la intervención en la casa de Julieta no sería más que un prólogo.
—¿Otra actuación?
—Podría ser. Pasado mañana es 14 de febrero. En España también lo celebráis como día del amor, ¿no es cierto?
De nuevo aquella sonrisa absorta, evocadora. Me pregunté con quién se relacionaría ahora Giovanna. Hombre o mujer. Mi instinto se inclinaba más bien por la segunda opción. De cualquier modo, yo estaba fuera de tiempo para comprobarlo. Jamás regreso a donde fui feliz. Mediaban además otros factores de retaguardia. Reglas personales. Lealtades.
—Día de los enamorados, sí —confirmé—. San Valentín.
—Bueno. Pues Julieta y Romeo, gracias a Shakespeare, son los enamorados por excelencia. Y Verona, la ciudad del amor —se volvió otra vez hacia la ventana que daba a la plaza—. Un amor, como has visto, que el público, la estupidez, el contagio social, la tele y todo lo que eso supone, incluidas las novelas y películas de Federico Moccia, han convertido en manifestación popular, mercantilizada, de lo más cursi que una puede imaginar… La intervención de Sniper apuntaría justamente ahí.
—¿Y?
—Pues eso… Que, según dicen, no ha terminado de expresar lo que piensa de toda esta estupidez. Y prepara otro golpe. Por lo visto, están llegando a Verona grafiteros de toda Italia. Convocados por Sniper en clave, como suele… Emails vía Internet, mensajes telefónicos y cosas así.
Respiré despacio, procurando mantener la calma. De lo contrario, habría saltado de la silla.
—¿Con qué intención?
—Eso ya no lo sé. Pero no me sorprendería que de aquí a dos días nos enteremos todos.
Miré el espejo que estaba a su espalda. También yo estaba allí, sentada, con el cuello de mi chaquetón subido, un pañuelo de seda al cuello y el pelo todavía húmedo de aguanieve. Detrás de mí, junto a la barra y ante el fondo de botellas alineadas en sus estantes, había clientes refugiados del mal tiempo de afuera. Oía el rumor de sus conversaciones. Quizá, pensé estremeciéndome, Sniper se encontrara entre ellos. Bebiendo como yo misma un café macchiato con unas gotas de coñac mientras planeaba una segunda parte de su acción.
—Tengo que ver a Sniper. Si continúa en Verona, debo encontrarlo.
Movió la cabeza, poco alentadora.
—No parece fácil. Donde él va, sus adictos suelen rodearlo de un buen aparato de seguridad. Pero está Zomo de por medio, y nada perdemos con intentarlo… Lo que no veo es que tengas una razón convincente para que te hagan caso.
Pensé sobre eso. Argumentos. Cebos. Miré otra vez el espejo, y luego me volví hacia la ventana, cuyo vidrio empezaba a empañarse. Afuera, en el aire rayado de copos que caían mansamente, la nieve cubría de blanco la estatua en la fuente central de la plaza.
—¿Podríamos hacerle llegar a través de Zomo una carta mía? ¿Un mensaje?
—Podríamos. Pero no puedo garantizarte nada. Ni siquiera que la reciba.
Llamé al camarero para pedir la cuenta.
—Con intentarlo me basta —dije.
Cuando viajo a Verona suelo alojarme en el hotel Aurora, que es céntrico y tiene precios razonables. Pero esta vez era Mauricio Bosque quien corría con los gastos, así que mi habitación —trescientos euros diarios, tasas aparte— era la 206 del Gabbia d’Oro, que también está a un paso de la piazza Erbe. Y aquella misma tarde, con los pies descalzos sobre una bonita alfombra antigua y apoyada en un buró del siglo XIX, escribí allí la carta para Sniper. Afinarla me costó varios borradores hasta dar con el tono que consideré adecuado. La transcribo aquí, literalmente:
Decir a estas alturas que admiro su trabajo me parece una simpleza. Así que le ahorraré un largo prólogo de elogios. Creo que es usted una de las personalidades más intensas y singulares del arte contemporáneo, y que sus actuaciones apuntan al corazón del gran asunto: en una sociedad que todo lo domestica, compra y hace suyo, el arte actual sólo puede ser libre, el arte libre sólo puede realizarse en la calle, el arte en la calle sólo puede ser ilegal, y el arte ilegal se mueve en un territorio ajeno a los valores que la sociedad actual impone. Nunca como ahora fue verdad la vieja afirmación de que la auténtica obra de arte está por encima de las leyes sociales y morales de su tiempo.
Poseo experiencia y contactos adecuados. Estoy comisionada para ofrecerle un proyecto que permitiría llevar, con todos los honores, esa verdad al núcleo mismo del sistema que usted con tanta energía combate. Sólo le pido, bajo todas las garantías de seguridad personal que estime oportunas, un breve encuentro que me dé la oportunidad de exponérselo.
Leí un par de veces más la última redacción, eliminé la frase con todos los honores del segundo párrafo, introduje el adjetivo explosiva entre las palabras esa y verdad, y tras una relectura final pasé el texto a mi correo electrónico y se lo envié a Giovanna, que a su vez debía hacérselo llegar a Zomo. Después encendí el televisor —la cadena local seguía informando sobre la actuación de Sniper en la casa de Julieta—, me tumbé en la cama y telefoneé al editor de Birnan Wood para contarle mis últimos pasos.
A Giovanna le sonó el móvil a media comida del día siguiente, 13 de febrero. Estábamos en la trattoria Masenini, frente al castillo, y un camarero acababa de retirar el primer plato cuando ella abrió el bolso, respondió a la llamada, y mientras escuchaba me dirigió una sonrisa que poco a poco se hizo más intensa. Al fin dijo Grazie, caro, cortó la comunicación, guardó el teléfono y se me quedó mirando, complacida.
—Tienes una cita —anunció.
Se me había secado la boca de pronto. La pasta recién ingerida parecía tornarse nudos en mi estómago. Cuando alargué despacio una mano hacia la copa de vino, hice un esfuerzo notable para que no me temblara.
—¿Cuándo?
—Esta noche, a las once en punto. Esquina del vicolo Tre Marchetti.
—¿Y dónde queda eso?
—Cerca de aquí. Detrás de la Arena… Del anfiteatro romano.
Bebí un largo sorbo de vino. Era un Amarone Nicolis del 2005, y en aquel momento sabía especialmente a gloria bendita.
—¿Es Zomo quien ha llamado?
—Sí. Dice que debes ir sola, sin grabadora, cámara de fotos ni teléfono móvil… Que una vez allí te cachearán para comprobarlo.
—¿Qué más ha dicho?
—Nada más. Sólo eso —cogió también su copa de vino y la alzó ligeramente, en mi honor—. Parece que, después de todo, tendrás a tu Sniper.
Tocamos ligeramente nuestras copas. El cristal vibró, agudo y limpio, en torno al vino de color sangre.
—Gracias a ti —dije.
Giovanna me miraba con afecto.
—No he hecho nada —respondió con suavidad.
Otra vez advertí aquella sonrisa evocadora en sus labios. Parecida a la mía, supuse. Me recordaba, comprendí. Nos recordaba.
Había dejado de nevar, pero las calles de Verona estaban alfombradas de blanco y gruesas gotas de agua caían por los aleros de los edificios. Faltaban diez minutos para las once de la noche. La hora avanzada, el frío sin viento, los edificios en sombra y la palidez fantasmal de las calles disponían un paisaje extraño, silencioso, en el que sonaban como crujidos los pasos de mis botas sobre la nieve. Yo había bajado por la via Mazzini, y al llegar ante la extensa superficie blanca de la plaza torcí a la izquierda, en dirección a la masa oscura del antiguo anfiteatro. El vicolo Tre Marchetti desembocaba allí mismo, a poca distancia de los arcos de piedra bimilenaria, bajo unos balcones de hierro forjado y la muestra de una trattoria ya cerrada a esas horas.
Me detuve en la esquina y miré alrededor. Pese a que era noche sin luna ni estrellas, y que parte del alumbrado público estaba apagado o no funcionaba a causa de la nevada, el reverbero de la nieve caída proporcionaba una razonable claridad que permitía distinguir los objetos en la penumbra: había automóviles estacionados cubiertos de nieve, huellas de neumáticos que aplastaban el suelo helado tornándolo resbaladizo, y una farola solitaria, encendida por el lado del Portone della Brà, silueteaba los árboles lejanos y los gruesos bolardos de piedra de la barandilla metálica que circundaba el foso del anfiteatro.
Pasaban diez minutos de la hora prevista, y los pies se me estaban congelando, inmóviles sobre aquella superficie blanca y fría. Froté mis manos enguantadas, pateé el suelo para entrar en calor, y al fin caminé hacia el enorme edificio y anduve a lo largo del foso, sin ver a nadie. A veces, los faros de automóviles que cruzaban despacio la plaza proyectaban largas sombras en la nieve; y algunas de esas sombras pertenecían a transeúntes que, como yo, caminaban con precaución por las proximidades. Pero ninguna de ellas vino a mi encuentro. Empecé a sentirme inquieta. Confusa.
Volvía sobre mis pasos siguiendo la barandilla, otra vez en dirección a la esquina, cuando una silueta se destacó abajo, en el foso blanco de nieve, apartándose un poco de una de las enormes pilastras de piedra que sostenían los arcos del anfiteatro.
—¿Sniper? —susurré.
No hubo respuesta. Al sonar mi voz, la silueta se había quedado inmóvil otra vez. De nuevo un bulto oscuro fundido en las sombras, bajo el arco.
—Soy Lex Varela —dije.
Creí oír una risa corta, contenida; pero tal vez me engañaba. Quizá sólo era un breve golpe de tos debido al frío. Después el bulto oscuro se apartó un poco más de la pilastra. Yo estaba arriba, las manos apoyadas en la barandilla, y él seguía abajo, protegido por la sombra del arco de piedra. Miré alrededor buscando un lugar por donde franquear la barandilla: unos escalones o rampa para bajar al foso, cuya profundidad era de un par de metros; pero en ese momento oí crujidos en la nieve. Rumor de pasos de alguien que caminaba por la acera, acercándose. Disimulé, dando media vuelta para sentarme en la barandilla. Primero fue una silueta negra destacando en el paisaje nevado de la calle. Después, cuando ya estaba casi junto a mí, los faros de un automóvil iluminaron un instante a una mujer delgada y alta, con sombrero, que caminaba envuelta en un abrigo largo de visón. Tuve ocasión de distinguir su rostro seco y anguloso antes de que la luz de los faros se alejase. También lo hizo la mujer, caminando junto a la barandilla para perderse otra vez en la oscuridad.
—¿Sniper? —pregunté de nuevo, volviéndome hacia el foso.
Durante unos segundos no ocurrió nada, y temí que se hubiera ido. Pero al fin volví a advertir movimiento en la negrura de abajo. Otra vez se destacó el bulto oscuro en el arco, y ahora se acercó más, saliendo al descubierto sobre la albura del foso nevado. Una sombra masculina, embozada, que se fue moviendo despacio, con precaución, hasta llegar a mis pies.
—¿Por dónde puedo bajar? —pregunté, inclinada sobre la barandilla.
Alzó un brazo para señalar algo. Un ademán oscuro sobre la nieve, apuntando hacia su derecha. Entonces ocurrieron varias cosas a la vez. Desde la dirección en que había visto desaparecer a la mujer del abrigo de visón volvieron a sonar pasos en la acera, acercándose a mí con rapidez; y al girarme un instante la reconocí, allí de nuevo, casi encima. Pero esta vez no pasó de largo. Sentí un golpe muy violento en un lado de la cabeza, tan inesperado y brutal que en mis retinas se dispararon súbitas centellas multicolores que rasgaron en todas direcciones las sombras de la noche. Perdí el equilibrio, y mientras me agarraba a la barandilla para no caer al foso, miré allí aturdida y pude ver, entre todas esas lucecitas enloquecidas que salpicaban mis ojos, cómo el bulto negro del hombre que estaba abajo retrocedía bruscamente, y que al mismo tiempo otra presencia inesperada se sumaba a la reunión, apareciendo bajo las pilastras de los arcos para abalanzarse sobre él: una nueva sombra que se movía con extraordinaria rapidez y violencia. Entonces recibí un segundo golpe en la nuca, aún más fuerte que el otro, y perdiendo por completo el equilibrio basculé sobre la barandilla para precipitarme de cabeza al foso, dos metros más abajo.
No recuerdo con claridad esos instantes. Sólo la impresión de que todo desaparecía ante mí, el pánico de la caída, la sensación de vacío hondo interrumpida de repente por la violencia del choque. La repentina falta de aire en los pulmones, a causa del impacto de mi cuerpo contra el suelo. Fue la capa de nieve que cubría el foso, supongo, lo que me libró de romperme algunos huesos allí abajo. Quedé sobre un costado, incapaz de moverme, sin perder el conocimiento pero aturdida hasta el punto de ni siquiera sentir dolor. Abrí la boca para gritar y respirar, pero ni logré articular sonido alguno, ni introducir más que un mezquino hilo de aire en los pulmones. Estaba entumecida, insensible como si sufriera una parálisis súbita que sólo me dejaba libres el oído y la vista. Tenía la cara vuelta a un lado, sobre la nieve. Las centellitas de colores se fueron apagando, y pude ver cómo el hombre que había estado en el foso caía a mi lado. Breve rumor de lucha, gruñidos, gemidos. Golpes. Alguien me empujó con el pie, esta vez sin violencia, poniéndome boca arriba. Creí oír una voz de mujer que sonaba cerca, pronunciando palabras que no pude comprender. Respondió una voz de hombre. El bulto oscuro que estaba a mi lado había dejado de debatirse, o eso me pareció. El haz de una pequeña linterna, fino como un lápiz de luz, iluminó un momento mi rostro y luego buscó el del hombre caído. Había otro hombre de pie ante él, y me pareció ver un abrigo loden largo, un bigote rubio y unos ojos claros. También el relucir fugaz de la hoja de una navaja.
—Mierda —oí decir.
Siguió una discusión en voz baja: un rápido intercambio de frases cortas sin sentido para mí. Después el haz de luz se apagó, oí pasos alejándose sobre la nieve y volvió el silencio. Al cabo de unos minutos —en realidad no estoy segura del tiempo transcurrido—, intenté moverme, sin conseguirlo. Seguía paralizada, aunque sin que nada me doliera todavía. Eso me asustó. Quiero que me duela, pensé. Quiero estar segura de que no me he roto la columna vertebral. Pude al fin apoyar un brazo en el suelo helado e intenté incorporarme. Un calambre de agonía me atenazó el tórax.
—Ahhh —gemí.
Como si se tratara de una respuesta, del cuerpo que yacía a mi lado también brotó un quejido. Lo tanteé con una mano. Su ropa estaba empapada de agua y nieve. Toda fría. Si fuera sangre, pensé, estaría caliente. Supongo. Al sentir mi mano, el cuerpo pareció cobrar vida. Se movió un poco, lentamente, y de nuevo se quejó, dolorido.
—Sniper… —dije.
—Cazzo —fue la respuesta.
Había hablado en italiano, y yo tardé en digerir aquello porque otras cosas ocupaban mi atención. Los músculos ya respondían; y aunque dolorida de la cabeza a los pies, estaba recobrando la movilidad. Me incorporé como pude, palpándome con cautela en busca de algún hueso fuera de su sitio. No parecía haber daños serios, aparte la conmoción del golpe y de que un intenso dolor de cabeza me torturaba como si los sesos estuvieran sueltos y diesen contra el interior del cráneo. También estaba empapada de aguanieve, así que empecé a tiritar. Con otro esfuerzo, apoyé la espalda en la pared del foso y tiré hacia mí del hombre que estaba a mi lado, ayudándolo a incorporarse.
—Cazzo —repitió.
No era Sniper, comprendí al fin. Aquel hijo de puta había enviado a Zomo en su lugar.
—Quizá deberíamos avisar a la policía —sugerí.
Zomo fumaba, y la brasa del cigarrillo enrojecía a intervalos la mitad inferior de su rostro. Torció la boca al oírme decir aquello.
—Una mierda para la policía.
Estábamos casi a oscuras, sentados en los peldaños del portal cerrado de uno de los cafés de la plaza. Doloridos y aún confusos. Yo intenté ordenar mis ideas mientras contemplaba las siluetas fantasmales de los árboles lejanos y la imponente mole, maciza y sombría, del anfiteatro. El reverbero de la nieve recortaba las sillas y mesas del café apiladas a nuestro lado en la terraza vacía, y a veces los faros de un automóvil nos iluminaban un instante. Zomo poseía una cara estrecha y larga, vagamente equina. Llevaba la cabeza rapada bajo un gorro de lana y se cubría con un chaquetón marino. Tenía una mochila pequeña en el suelo, entre las botas.
—¿Qué cojones ha pasado? —preguntó.
—Buscaban a Sniper.
—¿Y qué tienes tú que ver con ellos?
—Nada.
—No jodas.
—En serio. Nada.
Dio otra chupada al cigarrillo, sumiéndose en un silencio escéptico.
—Quieren ajustar cuentas con él —dije—. Por eso se esconde.
—Sí, ya sé. El padre de un chico que murió en España… De eso está al tanto todo cristo. Pero lo de hoy…
Se interrumpió, pues al estirar las piernas había soltado un gruñido de dolor.
—Si no estabas de acuerdo con ellos —dijo un momento después—, ¿qué hacían aquí?
—Saben que lo busco. Me siguen desde Madrid, supongo.
—Carajo. Entonces, eso de que se lo quieren cargar va en serio.
—¿Qué te dijo Sniper sobre mí?
—Nada especial. Hay una tía que quiere contactar conmigo. Ve a verla y que te cuente. Así que vine.
Volvió a moverse intentando acomodarse y gruñó otra vez. No estaba tan maltrecho como yo, desde luego: aquella caída al foso, desde dos metros de altura, y el golpe contra el suelo nevado. La cabeza seguía doliéndome horrores, y el resto del cuerpo parecía coceado por una mula. De vez en cuando me palpaba las costillas bajo el chaquetón, incrédula. Sorprendida de no tener ningún hueso roto.
—No me esperaba a ésos —dijo Zomo—. Y supongo que él tampoco… O al menos prefiero pensarlo… Casi me matan esos cabrones.
—No creo que lo supiera. Ni siquiera yo lo sospechaba.
—Seguro que no lo sabía… Además, nunca haría eso. Mandar a un colega a una trampa. Es un tío legal.
—¿Por eso lo encubrís todos?
Pasó un automóvil cerca, deslumbrándonos un instante. Zomo hurgaba con las botas en la nieve.
—¿Qué veis en él? —quise saber—. ¿Por qué encuentra esa lealtad en todas partes? ¿Esa complicidad y ese silencio?
Tardó unos segundos en responder.
—Te lo he dicho: es un tío legal, que no se ha vendido nunca. Un auténtico destroyer con ideas geniales, que saca la chorra y se mea en todo lo establecido, porque a él no pueden comprarlo… También es alguien especial. Tiene cosas que otros no tienen.
—¿Por ejemplo?
—Sabe ganarte. Conoce a la gente. Sabe cómo tocar la fibra.
—¿Y dónde está ahora? —aventuré—. ¿Sigue en Verona?
La última chupada al cigarrillo enrojeció una sonrisa. Luego vi que la brasa describía un arco en el aire para apagarse lejos, en la nieve.
—Es importante que lo vea —insistí.
—¿Importante para quién? ¿Para ti?
—Para él. Y más ahora, después de esto.
—Después de esto dudo que quiera ver a nadie. Y yo tampoco.
Cogió la mochila y se puso en pie con dificultad.
—¿Adónde vas?
—Tengo cosas que hacer.
Me levanté también, apoyándome en la pared.
—Déjame acompañarte —pedí.
—Ni de coña. Yo sigo mi camino y tú sigues el tuyo.
Nos mirábamos en la penumbra, inmóviles y algo tambaleantes. Parecíamos, pensé, dos boxeadores sonados.
—Dile que no tuve nada que ver. Que sigo necesitando verlo.
Lo pensó un momento.
—No me importa decírselo. Pero lo que vale no es lo que necesitas tú, sino lo que necesita él.
—Podrías transmitirle…
Alzó a medias una mano, con ademán fatigado.
—Escucha, tía. No sé quién eres ni cuál es tu cuento, ni me importa. He venido esta noche porque Sniper me lo pidió. Me han inflado a hostias y casi me dan matarile. A mí, a él, a ti, da lo mismo… Así que aquí acaba el asunto contigo. He cumplido, y ahora me borro.
Pasó otro automóvil cerca, muy despacio. Demasiado. Lo observé con desconfianza, pero sólo se movía así por precaución de su conductor, a causa del suelo helado. La luz de los faros se alejó plaza arriba.
—Sólo una cosa —insistí.
—Dime.
—¿Qué pasa mañana?… ¿Cuál es la acción que Sniper ha preparado para San Valentín?
Pareció sorprendido.
—¿Qué sabes tú de eso?
—Lo que corre por Internet y por los móviles. Mensajes, convocatoria… Sé que lo de Julieta no era más que el prólogo. Que están llegando a Verona grafiteros de toda Italia.
Mientras yo hablaba, Zomo había abierto la mochila y rebuscaba en ella.
—Mañana ya es hoy —dijo.
Había sacado dos aerosoles de la mochila. Oí el tintineo de las bolas interiores mientras los agitaba para mezclar la pintura. Después se volvió hacia la persiana metálica del café y trazó, primero en negro, un enorme corazón sobre ella. Tras contemplarlo un instante con aire satisfecho, volvió a agitar la otra lata y rellenó el dibujo con pintura roja.
—Día de los enamorados —rió.
Después devolvió los aerosoles a la mochila, se la colgó a la espalda y desapareció en la noche.
De vuelta al hotel asistí a un espectáculo asombroso: desde la Arena al corso Porta Borsari, calle por calle, el casco viejo de la Verona histórica estaba invadido de sombras furtivas que pintaban corazones en cuanta fachada, pared o monumento hallaban al paso. Había carreras, susurros en la oscuridad, tintineos y silbidos de aerosol, olor a pintura fresca, centenares de manchas rojas que goteaban de las paredes como sangre sobre la nieve. En varios cruces de calles vi pasar destellos de luces policiales y oí sirenas que rasgaban el aire helado. Todo el centro de la ciudad parecía en pie de guerra, asolado por una turba de merodeadores rápidos y clandestinos, comandos sin rostro que dejaban detrás un rastro implacable de corazones rojos de todo tamaño, en la via Mazzini, la iglesia de la Scala, la de San Tomio, la calle de la casa de Julieta, la estatua de Dante en los Signori, el palacio Maffei, la columna del león veneciano. Nada era respetado en aquel bombardeo sistemático de la ciudad. Y al llegar a la piazza Erbe, que en ese momento estaba siendo ocupada por los carabinieri —había antidisturbios con cascos y porras, y grupos de grafiteros detenidos con las manos apoyadas en la pared y mochilas con latas de pintura por el suelo—, pude comprobar que, de algún modo incomprensible, alguien —luego supe que Sniper en persona— había logrado acceder a la torre Lamberti, sobre el tejado del Ayuntamiento, y pintar en su base, bien visible desde abajo y ahora iluminado como en una instalación ultramoderna por los destellos intermitentes de los coches policiales, un enorme y desafiante corazón rojo con efecto de tres dimensiones, y la leyenda Vomito sul vostro sporco cuore pintada encima: Vomito sobre vuestro sucio corazón.