En mi segundo día en Lisboa, los mapas del tiempo situaron la ciudad entre dos frentes invernales. El sol estaba alto en un cielo azul vagamente brumoso, y la luz del mediodía iluminaba casi en vertical la Casa dos Bicos, proyectando un curioso efecto de centenares de sombras piramidales en los adornos del edificio. Ese juego de luces permitía advertir, sobre el muro cuatro veces centenario, las huellas de la pintura que había sido borrada hacía poco por los empleados de limpieza municipal: una actuación sobre las puntas de piedra que, coloreándolas como piezas de un gigantesco puzzle, había decorado la fachada con un enorme ojo negro tachado por un aspa roja: el símbolo de la ceguera, diseñado por Sniper, con el que en la noche del 7 al 8 de diciembre una jauría de enloquecidos grafiteros saturó la ciudad de punta a punta: ojos tachados con aspas por todas partes, bombardeo sin piedad de trenes, metro, edificios, monumentos y calles enteras. Miles de ojos ciegos orientados hacia los transeúntes, la ciudad, la vida. La acción se había preparado días antes con sigilo absoluto, en una operación de guerrilla urbana coordinada en clave a través de las redes sociales. Sniper en persona había participado en ella, aerosol en mano, reservándose para él la Casa dos Bicos, en una elección que no tenía nada de casual. Desde hacía un año, el edificio era sede de la Fundación José Saramago, premio Nobel de Literatura que durante toda su vida había mantenido un compromiso radical de izquierda extremadamente crítico con la sociedad de consumo. Y uno de sus libros más importantes se titulaba Ensayo sobre la ceguera.
Parada frente al edificio, en la rua dos Bacalhoeiros, contemplé el rostro del viejo intelectual: me miraba melancólico desde un gran cartel de lona colgado sobre la puerta. La responsabilidad de tener ojos cuando otros los perdieron, recordé. Yo había leído mucho a Saramago, a quien conocí en Lanzarote pocos meses antes de su muerte, cuando fui a pedirle un prólogo para un libro sobre arte moderno portugués. Ante la Casa dos Bicos rememoré su figura flaca y fatigada, ya enferma. Los modales corteses y la mirada triste tras el cristal de las gafas: la de quien, puesto el pie en el estribo, observa con pesimismo cuanto deja atrás. Un mundo que hace tiempo erró el camino y no tiene intención de enderezar sus pasos.
—Casi medio millón de euros costó al Ayuntamiento limpiar esos ojos tachados —me había contado Caetano Dinis el día anterior—. Fue algo masivo, despiadado. Sin el menor respeto por nada ni por nadie… Lo lamentable es que haya ocurrido en la ciudad más tolerante del mundo en materia de grafiti. En pocos sitios encuentran los escritores de paredes tanto apoyo y comprensión.
Caetano Dinis, director del Departamento de Conservación del Patrimonio, era el amigo de Luis Pachón. Su contacto local. Me había atendido por teléfono con mucha amabilidad, citándome donde almorzaba a diario. No tenía pérdida: era una antigua y conocida casa de comidas, Martinho da Arcada, situada en un ángulo de la praça do Comércio. Cuando llegué, Dinis me esperaba en una mesa dispuesta para dos, junto a la ventana. Le calculé cincuenta años. Era un hombre apuesto y corpulento, con el pelo rubio rojizo cortado a cepillo y pecas en la cara y el dorso de las grandes manos. Una especie de vikingo dejado allí por los normandos que doce siglos atrás saquearon Lisboa remontando el Tajo.
—Cuando rehabilitamos el Chiado, destruido por el incendio del año ochenta y ocho, comprendimos que o nos ganábamos la voluntad de los grafiteros, o la limpieza de fachadas sería una pesadilla. Y pactamos con ellos: zonas permitidas, edificios antiguos… Nosotros dábamos facilidades, aflojábamos la represión, y ellos aceptaban que no todos los sitios son adecuados para pintar.
Nos interrumpió un camarero que traía una botella de blanco del Miño. Cazuela de arroz con marisco para la señora, encargó Dinis tras consultarme. Y un bife al café para mí. Ceremonioso como buen funcionario portugués, me trataba todo el tiempo de usted, y yo me ajusté al protocolo. Tampoco se me había escapado su mirada valorativa inicial cuando me vio llegar, ni su reacción tranquila cuando recibió las primeras señales desalentadoras. No soy una mujer especialmente atractiva para los hombres; pero soy una mujer, y estoy acostumbrada a que me calibren durante los tres primeros minutos. Los estúpidos suelen tardar algo más, pero Dinis fue rápido. Y se ciñó al tema.
—Buscamos fábricas abandonadas en las afueras y edificios deteriorados en el casco histórico —siguió contando, afable—. La condición era que estuvieran vacíos, que sus propietarios no se opusieran y que hubiese proyectos de rehabilitación en marcha. Eso nos aseguraba que las pinturas no durasen. Lo que pasa es que vino la crisis económica, los proyectos se paralizaron y los edificios siguen con sus grafitis, esperando tiempos mejores.
—Aun así fue un éxito, tengo entendido.
—Desde luego. No hizo desaparecer lo salvaje, pero concienció a muchos grafiteros, y el vandalismo se atenuó algo… También les creamos un espacio callejero, que llaman la Calçada da Glória, como lugar libre para sus piezas.
—La conozco.
—Espectacular, ¿verdad?
Asentí. Llegaban su carne y mi humeante cazuela de arroz. Todo olía bien, y nos pusimos a ello.
—Otro experimento —prosiguió— lo hicimos con el aparcamiento del Chão do Loureiro, en Alfama. Invitamos a cinco grafiteros a decorarlo, y ahora es visita turística obligada. Se ha vuelto un lugar de culto.
Era cierto, y también de eso estaba yo al corriente. Aquellas iniciativas habían dado a Lisboa prestigio internacional como capital del grafiti, y beneficiaban a los escritores de calidad. Gente como Nomen, Ram, Vhils o Carvalho, que empezaron bombardeando trenes y el metro, eran ahora respetados por el Ayuntamiento, exponían como artistas formales y ganaban dinero. Viendo negocio, los galeristas portugueses daban cada vez más juego al arte callejero.
—Nuestra idea sigue siendo la misma —añadió Dinis—: romper el vínculo grafiti-vandalismo con vías alternativas. Aunque algunos se niegan a aceptar las reglas y bombardean lo que se pone a tiro. También hay extranjeros que vienen y lo machacan todo: turistas del espray. En el ámbito del grafiti europeo, Lisboa forma parte del Gran Tour… Hace años, en Barcelona hubo una represión brutal que no frenó a los escritores, pero liquidó muchas obras buenas que estaban en paredes conservables. Aquí hemos procurado que no ocurra eso. Varias piezas históricas datan de principios de los noventa. A veces, algún artista consagrado, que ya expone en galerías de arte, no puede evitarlo y se escapa a la calle en busca de una pared. Son efectos secundarios inevitables; pero, dentro de lo que cabe, estamos satisfechos.
—¿Qué ocurrió el 8 de diciembre?
No debía de ser su tema de conversación favorito, porque arrugó la frente. Bebió un sorbo de vino, chasqueó la lengua y empleó algún tiempo más del necesario en secarse los labios con la servilleta.
—Por las razones que sean, Sniper se fijó en Lisboa. Se trataba de bombardear la ciudad con ese ojo tachado, en homenaje a Saramago… ¿Ha leído usted el libro?
—Sí.
—Calculamos que esa noche intervino un centenar de grafiteros, repitiendo el motivo ideado por Sniper, aunque cada uno a su manera: aerosoles, plantillas, carteles, collages… Lo machacaron todo, incluidos monumentos e iglesias. Hasta los tranvías. Todo. A la estatua de Pessoa que hay frente a la Brasileira le pintaron unos ojos tachados en la cara… Los servicios de limpieza contabilizaron dos mil y pico pintadas en la parte noble de la ciudad. Tampoco se libraron los Jerónimos, ni el monumento a los Descubrimientos, ni la torre de Belém.
—¿Hubo detenidos?
—Con tanta gente en la calle al mismo tiempo, calcule. Esa noche cayó una docena. Pillados in fraganti, aerosol en mano. Uno acababa de hacerse el elevador do Carmo: un ojo en cada piso, de arriba abajo, y no me pregunte cómo lo hizo. Lo pillaron cuando pintaba el quinto.
—¿Y qué dijo?… ¿Qué dijeron todos?
—Lo mismo: Sniper, Internet. Una actuación preparada en clave desde hacía semanas. Día D, hora H. Misión de bombardeo masivo. Disfrutaron como vándalos.
—Pero él estuvo aquí… ¿Nadie lo vio?
Dinis cortaba la carne en su plato. Movió la cabeza antes de alzar una porción en la punta del tenedor.
—Quien lo viera no dice una palabra —masticó despacio, pensativo—. Pero sin duda lo vieron. Lo más que hemos llegado a saber es que un tipo con la capucha subida y una manga negra tapándole el rostro estuvo media hora ante la Casa dos Bicos, subido a una escalera. Cuando, alertada por un vecino, una patrulla de la policía pasó por el sitio, el ojo tachado ya estaba allí, enorme, firmado con la mira de francotirador. Encontraron la escalera y varios aerosoles vacíos escondidos entre las plantas de la plaza vecina. Pero del autor, ni rastro. Ni siquiera sabemos cuánto tiempo se quedó en Lisboa.
—Alguien tuvo que ayudarlo. Necesitaría guías locales. Amigos.
—Pues claro. Aunque nadie lo delató. Todos saben, además, que tiene la cabeza a precio. Que lo busca la gente de ese millonario compatriota suyo, el tal Biscarrués, para cargárselo por el accidente del muchacho: todavía una razón de más para que haya ley del silencio. Omertà, como dicen en Italia, pero a la portuguesa.
Dejó los cubiertos a un lado del plato vacío. Después bebió un nuevo sorbo de vino y volvió a secarse los labios con la servilleta. Sonreía.
—Hay —añadió— una pareja de grafiteras locales que pudo estar en contacto con él: dos chicas más bien duras, a medio camino entre el arte urbano y el grafiti gamberro. Firman como As Irmãs: Las Hermanas.
—Sé quiénes son. Y hasta conozco a su galerista en Lisboa… Estuvieron entre los invitados a intervenir en la fachada de la Tate Modern cuando la exposición de grafiti de Londres, hace cuatro años.
—Esas mismas. Aquí les dejamos una de las casas de la avenida Fontes Pereira: la de la bandada de pájaros que salen de las ventanas. La verdad es que son buenas. Divertidas, con humor y mala intención. Y a medio civilizar, como digo. Les gusta el filo de la navaja.
—¿Cree que trabajaron esa noche con Sniper?
Dinis encogió los hombros y me dirigió una mirada plácida. Casi inocente, observé. El matiz estaba en el casi.
—No puedo jurarlo, pero hay quien sí lo jura. Quizá debería usted hablar con ellas… Si se dejan.
Dejando atrás la Casa dos Bicos callejeé por Alfama barrio arriba, sin prisa, entre el dédalo de rúas estrechas donde la ropa tendida y el ruinoso desconchado de las casas ocres, amarillas y blancas enmarcan cuestas empinadas y escalinatas interminables. Encontré mucho grafiti en aquella parte de la ciudad: era más un vomitado salvaje de firmas en paredes y puertas, aunque en algunos recodos de calles y placitas vi muros decorados con esmero y calidad. Me llamó la atención una pieza grande con pretensiones de arte urbano, a todo color, encajada en un ángulo cerca de la iglesia de San Miguel: mujer desnuda, ojos enormes y dulces, pechos que se transformaban en mariposas revoloteando por la pared. Firmaba un tal Gelo, y no era malo en absoluto. Sin embargo, a la altura del vientre de la mujer, alguien con poco respeto por el escritor y su pieza —sin duda uno de los grafiteros anónimos que la noche de homenaje a Saramago bombardearon Lisboa— había pintado con aerosol rojo y negro uno de los ojos ciegos ideados por Sniper.
Seguí camino escaleras arriba en dirección al Chão do Loureiro, aunque a los pocos pasos se me ocurrió fotografiar el grafiti de las mariposas con mi pequeña cámara extraplana. Volví atrás bruscamente, y al hacerlo me crucé con un hombre que se había detenido en el primer peldaño para atarse el cordón de un zapato. Había poca gente en la calle, y por eso me fijé en él: más bien grueso, mediana estatura, vestido con abrigo loden verde y sombrero de tweed inglés de ala corta. Advertí un bigote rubio, casi rizado en las puntas, y unos ojos claros que apenas se alzaron para mirarme cuando pasé cerca. Una vez hecha la foto regresé a la escalinata, y para entonces el desconocido estaba arriba, alejándose hacia el arco del beco das Cruzes.
Pasé una interesante media hora en el aparcamiento del Chão do Loureiro. Cada grafitero comisionado por el Ayuntamiento se había encargado de un piso, con plena libertad de asunto. El resultado era una buena muestra de estilos autóctonos, a salvo de la intemperie y el tachado agresivo de otros escritores. El aparcamiento se incluía en algunos recorridos turísticos de la ciudad, y el vigilante encargado de los tickets vendía postales con reproducciones de las piezas. Estuve mirando todo aquello y después salí al exterior, volviendo sobre mis pasos antes de subir hasta el mirador de Santa Luzia. El cielo mantenía un color azul vagamente brumoso, y la luz singular de Lisboa dibujaba hasta el borde del Tajo un mosaico de azoteas y tejados, con el puente Veinticinco de Abril visible en la distancia y los barcos moviéndose despacio por el estuario hacia el Atlántico. La temperatura era agradable, así que estuve sentada en un banco ante la barandilla de hierro del mirador, tomando notas en mi libreta. Al rato anduve hasta la parada y subí al tranvía 28 para regresar a la parte baja de la ciudad. Cuando el tranvía se puso en marcha, y mientras me acomodaba en un asiento del traqueteante interior, miré atrás y creí ver parado en la calle al hombre del abrigo verde y el sombrero inglés. Tras considerar la coincidencia, me concentré en mis asuntos.
Sim y Não, también conocidas como As Irmãs, eran gemelas, aunque su aspecto resultaba diferente. Sim, la mayor —había nacido media hora antes—, iba sin maquillar y se cubría con un gorro negro y un deforme chaquetón de camuflaje militar. Não, la menor, vestía vaqueros estrechos y cazadora ceñida de cuero, lucía el cabello suelto y rizado, un piercing en el labio inferior y media docena de pendientes en cada oreja. Por lo demás, sus facciones eran casi idénticas: morenas, duras. Tenían el mismo rostro anguloso y atractivo, donde unas gotas diluidas de sangre africana dibujaban una boca ancha, carnosa, y unos ojos oscuros y muy grandes.
—¿Por qué te hemos citado aquí?… Ya lo verás. Misterio.
Não tenía una mochila manchada de pintura a los pies. Estábamos las tres sentadas en una de las rampas de hormigón de la orilla del río, con la vía del tren y la carretera a nuestra espalda, viendo pasar los barcos. El sol ya se encontraba muy bajo, tiñendo de resplandores cárdenos el agua y el horizonte. A nuestra izquierda podía ver la torre de Belém, sobre el fondo lejano y rojizo del puente iluminado por la luz casi horizontal en que parecía adormecerse el paisaje.
Por qué grafiti callejero, había sido mi otra pregunta. El toque de tanteo. Cómo dos mujeres habían logrado destacarse en un mundo por lo general masculino. La pregunta era una simpleza manifiesta, pero yo no podía decir hola, buenas, y preguntar a quemarropa por Sniper. No, desde luego, a aquellas dos. Me pareció oportuno romper antes el hielo; aunque en sólo medio minuto comprendí que no hacía falta romper nada. As Irmãs eran chicas listas, cálidas, seguras. Directas. Su galerista había repetido la versión que yo le había contado a él: estaba en Lisboa para documentar la movida grafitera en torno a Saramago, con vistas a un libro. Ante ellas me había descrito como una buscadora de talentos artísticos, con influencia en el mundo de los editores de arte. Pero exageraba, expliqué. Mi trabajo se limitaba a localizar autores y formular sugerencias, y sólo cobraba por pieza segura. Lo que no siempre era el caso.
—Éramos unas crías cuando descubrimos que el grafiti no encajaba bien con fiestas, novios y cosas de ésas —contó Sim—. Tenías que trabajar duro para que te respetaran. Jugártela como todos, y hacerlo mejor que ellos… Al principio nos miraban por encima del hombro: «Es lo mejor que he visto de una tía», y cosas así… Nos reventaba. Cuando salíamos a bombardear con un chico, todos suponían que nos lo estábamos tirando. Así que decidimos seguir solas. Por nuestra cuenta.
—Hasta cambiamos de letra —apuntó su hermana.
—¿Por qué? —me interesé.
—A las tías nos sale más redonda, como en el colegio —explicó Sim—. Así que nos pusimos a cambiarla. A hacerla asexuada. Al principio firmábamos Sim y Não, y durante un tiempo nadie supo quiénes éramos… Lo de As Irmãs fue más tarde, cuando ya nos conocían. Empezaron a llamarnos así, y nos lo quedamos.
Yo las escuchaba con atención. Hablaban rápido, vulgar. Jerga de gente hecha en la calle. Sim llevaba el peso de la conversación y Não solía apostillar o asentir. Acababan de cumplir veintiocho años —lo había confirmado con el buscador de Google— y eran grafiteras desde hacía catorce. Se dieron a conocer en Lumiar, un barrio al norte de Lisboa, a base de reventar publicidad con tachados agresivos con su tag y otros mensajes inteligentes de corte radical. El suyo era un estilo inspirado en el manga japonés, a medio camino entre grafiti salvaje y arte urbano convencional. Una actuación en el Chiado lisboeta les valió ser invitadas, jovencísimas, al Meeting of Styles de Wiesbaden. Y ahora, después de su intervención en el exterior de la Tate Modern cuatro años atrás, eran artistas consagradas, tenían prestigio internacional y exponían en una galería selecta del Barrio Alto. Sin embargo, conservaban su tendencia al radicalismo clandestino, antisistema y un punto violento. La noche anterior yo había visto una obra suya en un panel de cuatro metros de ancho, iluminada por focos del Ayuntamiento en la Calçada da Glória. Bajo una espléndida composición de mujeres dolientes, encadenadas por sacerdotes católicos e imanes islámicos, el lema era inequívoco: Apartem os rosarios de nossos ovarios.
—De todas formas, escribir en paredes no tiene sexo —opinó Sim—. Detestamos a las que van en plan grafiti de género… Una vez vino a vernos una zorra…
—Una socióloga —apuntó su hermana.
—Eso. Una zorra socióloga que trabajaba en un estudio sobre escritores. Y le dijimos que se fuera a que le comieran el coño… Lo bueno del grafiti es que es de las pocas cosas donde puedes no saber si quien está detrás es tío o tía… La única diferencia es que nosotras meamos sentadas.
—O agachadas, si no hay donde sentarse —matizó Não.
Rieron coordinadas, idénticas, balanceándose con una especie de sincronización perfecta: una especie de rap silencioso que sólo ellas podían oír. Trabajaban ahora, explicaron luego, en un proyecto con pintura ultravioleta. Algo nuevo e insólito que las divertía mucho: grafitis que sólo serían vistos por los que los buscaran, con los instrumentos ópticos adecuados. Una Lisboa secreta, invisible para el profano. Lo más de lo más.
—La idea nos la dio Sniper —señaló Sim—. Y nos pareció genial.
Aquello me puso el asunto en bandeja.
—¿Fue cuando lo de Saramago?
Me miraron sin pestañear, igual que si jugáramos al póker. En silencio.
—Pero lo conocéis —aventuré—… ¿Verdad?
Esperaron cinco segundos justos y luego asintieron casi simultáneamente, sin despegar los labios, a la espera de mi próxima pregunta.
—¿Cómo lo conocisteis?
Não miró a su hermana, y ésta siguió mirándome a mí. Un centenar de pasos a nuestra espalda, en la vía cercana, sonó el estruendo de un tren que pasaba.
—Fue hace siete años —dijo Sim—. Venía a Lisboa por primera vez, y uno de sus contactos falló. Así que un amigo le dio nuestros nombres y le dijo que éramos las mejores buscadoras de paredes de la ciudad. Salimos con él.
—Un flash, tía —matizó Não.
—Decir eso es poco. Le encontramos un sitio buenísimo en Santa Apolonia, y allí fuimos los tres. Nosotras a mirar y él con su mochila y sus aerosoles. A media faena mi hermana avisó que venían los vigilantes y nos largamos los tres a toda leche, corriendo por las vías.
—Pero no acabó ahí —dijo Não.
—Claro que no. La pieza había quedado incompleta, así que Sniper se empeñó en volver la noche siguiente, para terminarla… ¿Te haces idea?
—Me la hago —respondí.
Me miró un instante, valorativa, para establecer si realmente sabía de qué estábamos hablando. Pareció concederme el beneficio de la duda.
—Se necesitan muchos huevos —dijo— para volver a un sitio que dejaste a medias, sabiendo que te pueden estar esperando.
—¿Y fuisteis con él?
—Ni de coña. ¿Estás mal, o qué?… Era demasiado peligroso. Pero al día siguiente nos acercamos a fichar un rato, y allí estaba la pieza completa: un tren entrando en un túnel que era la boca abierta de una de esas calaveras suyas… Un flash, te lo juro. Algo muy agresivo y muy fuerte. Y abajo, su firma de francotirador.
—¿Lo acompañasteis cuando hizo lo de la Casa dos Bicos?
Me miraron otra vez impasibles, sin despegar los labios. Pero sé leer silencios desganados. La respuesta era tal vez. O sea, sí.
—Me pregunto dónde estará ahora —comenté, dejándolo correr—. ¿Sigue en Portugal?
Se encogieron de hombros al mismo tiempo, y Sim asomó la punta de la lengua entre los labios.
—Eso se lo preguntan muchos —dijo, burlona—. Y no todos para hacerles fotos a sus piezas.
—¿Y vosotras?
—Nosotras no sabemos un carajo.
Seguramente era cierto, pensé. As Irmãs resultaban demasiado conocidas para mantenerse mucho tiempo en contacto con ellas. Habría expuesto a Sniper más de lo conveniente.
—¿Sabéis su nombre real?
—No —atajó Sim—. ¿A quién le importa eso?
Su hermana era de la misma opinión:
—Sniper es Sniper… Ningún otro nombre tiene sentido.
—¿Estuvisteis alguna vez en España?… ¿Con él?
Movieron despacio la cabeza, asintiendo. Después, Sim opinó que Madrid era una ciudad dura. Mucha seguridad, rondas de guardias. Un lugar difícil.
—Hicimos una pieza en Chamartín y fue como flipar: tres muros completos en cuarenta y ocho horas. Durmiendo en un cobertizo cerca, camufladas entre cajas de cartón para que no nos vieran —miró a su hermana—. Ella se clavó un hierro cuando corríamos sin luz para acercarnos a un tren, que pintamos a ciegas mientras se desangraba como una gorrina.
—Mira —dijo Não.
Se abrió la cazadora para levantar el jersey que llevaba debajo. Había una cicatriz larga y violácea en su costado izquierdo, sobre la cadera. Una bonita cadera, por cierto.
—Teníamos miedo de ir a un hospital y que la policía nos identificara —añadió, cubriéndose de nuevo—. De manera que mi hermana telefoneó a Sniper y él se encargó de todo… Se portó de cine. Todavía vivía allí. No había sucedido aún lo de aquel muchacho que cayó del tejado.
Pasó otro tren a nuestra espalda. Tacatacac. A veces sonaba un claxon lejano, en la carretera que discurría más allá. Frente a nosotras, los barcos navegaban silenciosos, iluminados por el sol poniente.
—Muchos —prosiguió Sim— no saben lo que significa ser perseguido y tener que esconderse ocho horas con un frío de muerte, o lloviéndote encima como si escupiera Cristo, mientras todos los vigilantes del tren te están buscando. O viajar dos mil kilómetros para hacer en Berlín ese vagón de metro del que te habló un amigo. Llegar a una ciudad y pasar dos días sin comida ni dinero, durmiendo en cajeros o bajo un puente, para escribir allí… Los que nunca han tenido que currarse esas cosas son toys. Aficionados.
Se quedó un momento callada, y subiéndose un poco la manga del chaquetón militar dirigió un vistazo al reloj que llevaba en la muñeca derecha. Luego alzó la vista, cambiando una mirada breve con su hermana.
—Sniper nos dijo algo bueno cuando estuvo aquí. Al fin comprendes que el paisaje urbano es necesario. Que sin él no eres nada. Tu pieza se inserta en un lienzo más grande, en un marco: casas, coches, semáforos. La puta ciudad es tu complemento, ¿entiendes?… Forma parte de lo que haces.
—Es lo que haces —precisó Não.
—Pero las galerías de arte… —empecé a decir.
—Nos importa un chocho lo que cuenten los capullos de los galeristas: esos cuervos y sus críticos de arte comprados, con tanta conciencia social como un bistec crudo.
—Como artistas a palo seco seríamos mediocres —afirmó Não con despreocupación—. Una verdadera mierda… Pero como escritoras somos geniales.
Otra vez la risa simultánea. Era asombroso, concluí, cómo aquella risa las volvía del todo idénticas. Desdobladas igual que en un espejo.
—Las galerías se interesan por nosotras, y eso da dinero —dijo Sim—. Pero nos negamos a decir artistas. En eso coincidimos con Sniper: la calle es el único sitio donde sabes que algo es real.
—Dudas como bombas —apuntó Não.
—Eso decía él. Lanzar sobre la ciudad dudas como si fueran bombas. El grafiti necesita campos de batalla, y esto es lo que los escritores tenemos más a mano. El arte es una cosa muerta, mientras que un grafitero está vivo. Bombardear periódicamente es necesario.
—Me hago idea —respondí.
Sim me dirigió una ojeada suspicaz. Intentaba imaginarme, supuse, con un aerosol en la mano.
—Si nunca escribiste en paredes, lo dudo. Es como tener la regla, ¿comprendes?… Algo inevitable, que recuerda lo que eres. También impide que te descuides. Que te duermas.
Miró otra vez el reloj, y de nuevo a su hermana. Advertí que los ojos de ambas se dirigían Tajo arriba, hacia el puente Veinticinco de Abril. Los últimos rayos de sol ya sólo iluminaban la lejana estructura metálica y las partes más altas de los barcos que pasaban despacio por el río.
—Que llame un amigo a las cuatro de la madrugada o te ponga un mensaje diciendo que acaba de hacer esto o aquello —continuó Sim— es todo un flash… Y te revienta de envidia pensar que él acaba de regresar de una misión perfecta mientras tú dormías como una tonta.
Seguía mirando río arriba, hacia la ciudad, y pensé que las dos esperaban algo que yo era incapaz de imaginar. Misterio, habían dicho al principio. Me pregunté dónde estaba aquel misterio.
—Sniper es más radical —dijo Sim—. Más intransigente. Nosotras, sin embargo, comprendemos a los que tragan… Tuvimos que hacerlo hace unos años, cuando nos cayó una multa de seis mil euros que hacía falta pagar. Así que aceptamos lo legal para pagarnos lo ilegal. Nos imprimimos tarjetas comerciales e hicimos trabajos cobrando. Personalizábamos cualquier cosa con grafiti, para que lo vendieran: zapatillas, juguetes, bolsas, gorras… Luego la cosa fue a más. Exposiciones, ventas. Cosas así.
Hizo con las manos un ademán imitando una T, como en petición de tiempo, y con una sonrisa me invitó a seguirla. Cruzamos la vía del tren y caminamos hasta unas tapias cercanas, lindantes con una gasolinera.
—Mira —dijo.
Lo hice, y no pude evitar un estremecimiento. Unos seis metros cuadrados de la tapia estaban pintados completamente de blanco, con sólo una frase escrita en negro, en el centro. La lluvia y la intemperie habían deteriorado la pieza, y una docena de grafiteros espontáneos había escrito sus tags encima, pero aún era legible el texto original: Sniper nunca estuvo aquí, firmado debajo y a la derecha con la inconfundible mira de francotirador.
—El hijo de puta —reía Sim—… Y esa otra es nuestra.
Tomé una foto y miré la segunda pieza. Estaba casi contigua a la de Sniper, con la firma de As Irmãs: un enorme billete de cincuenta euros con una vagina de mujer y la frase Con o zero coma, que no-lo coman. La traducción era rotunda y simple: Con el cero coma, que nos lo coman.
—El poder, el dinero y el sexo mueven el mundo —comentó Sim mientras yo fotografiaba su pieza—. El resto son pinturitas rosas. Nosotras no vamos de Campanillas de Peter Pan, conejitos, corazones, muñequitas, energía positiva y todo ese mamoneo… Nos jode eso del grafiti femenino, te hemos dicho antes. Somos un equipo sólido y fogueado que sale a la mierda con una sonrisa, relamiéndonos de antemano.
Cruzamos otra vez las vías, de regreso a la orilla del río. Otro tren pasó con estruendo a nuestra espalda mientras nos alejábamos.
—Siempre recuerdo lo que Sniper dijo mientras escribía eso: «En un museo compites con Picasso, que está muerto, mientras que en la calle compites con los cubos de la basura y con el policía que te persigue».
—Es bueno —comenté.
—Sí, ¿verdad?… Pues lo dijo él. Se le dan de puta madre ese tipo de frases.
Cuando llegamos a la orilla, el sol se había puesto en el estuario, aunque un último resplandor cárdeno encendía el cielo como una llamarada de algodón. Eso daba a aquella parte del río una luz decreciente pero todavía intensa. Era una hora tranquila sin viento ni sonidos, apenas con un leve chapaleo de agua al pie de la rampa de hormigón de la orilla. Sim consultó otra vez el reloj y miró a su hermana. Ésta había sacado unos pequeños prismáticos de la mochila y observaba río arriba, en dirección al puente y la ciudad.
—Ahí está —dijo.
Las primeras luces empezaban a encenderse a lo lejos, en la parte baja y distante de la otra orilla; pero la claridad azulgrís sobre el río era todavía suficiente para percibir los detalles. Seguí la dirección de sus miradas hasta un pequeño barco de carga que navegaba hacia el Atlántico, acercándose a nosotras.
—Puntual y a su hora —comentó Sim.
Não le pasó los prismáticos, sacó de la mochila una pequeña cámara de vídeo y empezó a grabar el barco. Sim echó un vistazo y luego me pasó a mí los prismáticos. Sonreía, radiante. Una sonrisa idéntica a la de su hermana, que en ese momento accionaba el zoom de la cámara.
—Ahora tenemos las uñas más bonitas —dijo—. Menos problemas con la policía, más fama y algún dinero, más tíos que se nos quieren tirar… Pero nada puede compararse con esto.
Acerqué los ojos a las lentes. A medida que el barco se aproximaba hasta pasar por delante de nosotras, fui alcanzando a ver su costado derecho. Había allí pintado un grafiti extenso, lleno de hermoso colorido: grandes delfines azules con lomos violeta que parecían brincar sobre el mar, en libertad, como si quisieran dejar atrás la proa.
Volví a ver al individuo del abrigo verde y el sombrero de tweed por la noche, y esta vez me fijé bien en él. Yo había cenado en Tavares, un restaurante del Barrio Alto, con el editor Manuel Fonseca y su mujer —teníamos asuntos profesionales pendientes, sin relación con Sniper—, y luego tomamos juntos unas copas en un bar gay de la rua das Gáveas. Manuel era viejo amigo y tipo simpático, y su mujer una estupenda conversadora; así que la velada se prolongó un poco. Cuando salimos a la calle, los Fonseca se ofrecieron a acompañarme al hotel —siempre me quedo en el Lisboa Plaza, junto a la embajada de España—; pero era tarde y tenían el coche en dirección opuesta, en el aparcamiento del Chiado. La noche era fresca, aunque agradable; yo iba abrigada con mi chaquetón y un chal de lana, y llevaba el bolso en bandolera, bajo el pecho, para evitar sobresaltos. Eran sólo veinte minutos hasta mi hotel, así que me despedí allí y anduve en dirección al mirador de San Pedro, disfrutando de las calles tranquilas cuyos cierres de comercios y paredes en sombra —ahora me fijaba en eso de modo distinto— estaban llenos de grafitis, pese a los esfuerzos de Caetano Dinis y su departamento por domeñar a los escritores locales. Fue un paseo tranquilo, poco parecido a lo que sueño a veces. En mis pesadillas aparecen a menudo ciudades desconocidas y taxis que no se paran: calles extrañas por las que camino intentando regresar a un lugar que no recuerdo. También sueño que seduzco a mujeres de editores y libreros, aunque ésa es otra historia.
El caso es que conozco bien Lisboa, y esa noche no necesitaba taxis. Dejando atrás la iglesia de San Roque, subí al tranvía que recorre la empinada cuesta da Glória y me acomodé en un asiento. Se puso en marcha un par de minutos después, y mientras descendía calle abajo eché un vistazo por la ventanilla: en la penumbra del muro de la izquierda y a dos tercios del recorrido, poco antes de llegar a la parada de la Baixa, había un grafitero escribiendo en la pared —ni se inmutó al paso del tranvía—. Para entonces yo había adquirido ya el instinto automático del cazador contagiado por el rastro de la presa; así que, obedeciendo a un impulso de curiosidad natural, en cuanto llegué abajo volví un trecho cuesta arriba, caminando a lo largo de la doble vía, para ver de cerca al grafitero. Era un chico delgado y ágil, de facciones imprecisas, que al sentirme llegar se volvió para identificar una posible amenaza. Debió de tranquilizarse al comprobar que no era policía ni vigilante, pues se limitó a subirse la kufiya palestina que llevaba en torno al cuello, agitó los aerosoles y siguió a lo suyo. Tenía una lata en cada mano, como los pistoleros ambidextros de las películas del Oeste, y rellenaba rápidamente con amarillos y azules una pieza grande, alta, compuesta de enormes letras que no pude descifrar con tan poca luz.
Iba a dar media vuelta cuando descubrí al hombre al que había visto por la mañana: regordete, bigote rubio. Llevaba el mismo abrigo loden y el sombrero inglés de tweed. Miré hacia arriba de modo casual y lo vi bajar entre las sombras, a pie y por el lado opuesto, con prisa. Al divisarme se detuvo a una docena de pasos, indeciso. La situación era peculiar: la cuesta estaba desierta a excepción del grafitero, él y yo. Siguió camino en seguida, tras la corta vacilación; aunque para entonces yo estaba alerta, atando cabos. La única farola encendida en aquel tramo quedaba cerca, alumbrando suficiente para que lo reconociera en el acto. En un instante, comprendí: me había seguido por el Barrio Alto hasta la parada de arriba. Después, a fin de no arriesgarse en el mismo tranvía, había bajado la cuesta caminando a toda prisa con intención de alcanzarme abajo. Mi vuelta atrás a causa del grafitero había estropeado su maniobra.
No cabía duda de que era el hombre de Alfama. Lo veía por tercera vez en poco más de doce horas, y el recuerdo de lo que Auric Goldfinger dijo a James Bond en la novela correspondiente me vino a la cabeza: una vez es casualidad, dos puede ser coincidencia, tres significa enemigo en acción. James Bond no tenía nada que ver con aquello, pensé, y tal vez la palabra enemigo resultara excesiva —pronto comprobaría que no lo era en absoluto—, pero a nadie le gusta averiguar que pisan su huella con intenciones, como poco, inquietantes. Aquello irritaba; y en materia de irritación yo podía alcanzar cotas tan altas como cualquiera. Sentí una compleja mezcla de estupor, miedo y cólera, y tras unos segundos de ajustar ideas fue la cólera la que se llevó el gato al agua. Por seguir con paráfrasis literarias, no soy lo que podría decirse una chica blanda. He recibido y devuelto algunos golpes, etcétera. Y no siempre en sentido figurado. Así que me fui derecha hacia el fulano del bigote rubio.
—¿Por qué me sigues? —pregunté a quemarropa.
—¿Perdón?
Se había detenido al ver que me acercaba. Respondía en español, casi sobresaltado por mi tono brusco, que el tuteo hacía aún más agresivo.
—Te pregunto por qué cojones me estás siguiendo.
—Usted… —empezó a decir.
Creí que aquel tono mío me daba ventaja, así que lo mantuve. Y subí un grado.
—Hijo de puta.
Parpadeó, desconcertado. O pareciéndolo. Yo era un poco más alta que él, dedico dos tardes de cada semana a nadar en una piscina, y tengo una constitución física razonable. En lo que a carácter se refiere, nunca fui de las que dan grititos y se aferran trémulas al hombro del vaquero guapo —siempre a ése, las delicadas zorras— cuando los apaches atacan el fuerte. Dicho de otro modo: estaba tan furiosa que, a la menor provocación, le habría sacado al gordito aquellos ojos azules que miraban inocentes, como atónitos, bajo el ala corta del sombrero inglés, en la claridad amarilla de la farola.
—Usted no tiene derecho —acabó al fin la frase.
Hice caso omiso a su idea de derechos y deberes en aquel lugar, pasada la medianoche.
—Esta mañana ibas siguiéndome por Alfama, y ahora estás aquí… ¿De qué va esto?
Me miró un instante más, con mucha fijeza. Torcía el bigote rubio, que llevaba rizado en las puntas, descubriendo unos dientes conejiles al morderse el labio inferior, cual si pensara. Como si realmente intentase comprender de qué le estaba hablando. Sin embargo, durante un par de segundos la expresión fría de sus ojos me hizo sospechar que tal vez no fuera tan fácil sacárselos como había calculado en un principio. Que no era de los que se dejan fácilmente, o sea. Sacar nada. Pero sólo fue un momento. Como digo.
—Usted se equivoca.
Se movió brusco, esquivándome para caminar de nuevo calle abajo. Le miré la espalda.
—La próxima vez te arranco la cabeza —casi grité—. Gilipollas.
Desde el otro lado de la calle, con un aerosol en cada mano, el grafitero se había vuelto a mirarnos con curiosidad. Luego recogió sus bártulos y se fue calle arriba, en silencio. Estuve allí parada, frente a los amarillos y azules de su pieza, oliendo la pintura fresca mientras la adrenalina se diluía en mis venas y el pulso recobraba su ritmo normal, hasta que el otro individuo llegó a la parada del tranvía, al final de la cuesta, y dobló la esquina hacia la derecha. Anduve detrás y eché un vistazo precavido, sin encontrar rastro de él. Tomé a la izquierda por la avenida da Liberdade, hacia el hotel, mientras intentaba poner orden en mi cabeza. Saqué el teléfono del bolso y llamé a Mauricio Bosque, pese a lo tarde que era —que también él se fastidie, decidí—, pero salió un buzón de voz. Dejé un mensaje pidiéndole que me contactara. Urgente. De vez en cuando volvía la cabeza para mirar atrás, inquieta. Pero esta vez nadie me seguía.
Cuando entré en el hotel y pedí la llave, el conserje de guardia me entregó escrito un mensaje telefónico que habían dejado para mí. Era de As Irmãs, constaba sólo de cuatro palabras, y me hizo olvidar en el acto al hombre del bigote rubio, precipitarme a un sofá del salón desierto y conectar mi teléfono a Internet. Decía: Sniper. Movida en Italia.