2. Si es legal, no es grafiti

El inspector jefe Luis Pachón pesaba ciento treinta kilos, así que su pequeño despacho —una mesa con ordenador, tres sillas, archivadores, metopa en la pared con escudo del Cuerpo y calendario con fotos de perros policía— apenas bastaba para contener la amplia humanidad de su ocupante. Aumentaba la sensación de falta de espacio que una de las paredes estuviese decorada del suelo al techo con un mural ejecutado con aerosol en el más violento estilo grafitero. Eso golpeaba al entrar, agrediendo desde muy cerca la retina con una explosión de trazos y color que llevaba, de modo fulminante, de la sorpresa al desconcierto. Detrás de su mesa cubierta de papeles y carpetas, plácidamente cruzadas las manos sobre el abdomen, Pachón acechaba el efecto de aquella pared con maligna expectación, disfrutando de las reacciones de quienes entraban en su despacho por primera vez.

Pero ése no era mi caso. Nos conocíamos desde años atrás, cuando lo visitaba con frecuencia por mi tesis doctoral. Ahora éramos amigos y casi vecinos: tapeábamos bacalao rebozado y vino tinto en el bar Revuelta, a pocos metros de mi casa. Era simpático, bromista, y nadie en la Brigada de Información recordaba haberlo visto nunca de mal humor. El grafiti de la pared se lo había encargado a un joven detenido mientras machacaba un tren en la estación de Chamartín. Mi chico —solía llamarlos sus chicos— era bastante bueno, explicaba. Con un wildstyle recio, potente. Con mucho talento para el delito. Así que llegamos a un acuerdo. Te doy bola, dije, si me decoras esto. Lo hizo en quince minutos, con los aerosoles que traía en la mochila, mientras yo bajaba a tomar un café. Cuando subí, le di una palmadita en el hombro, comenté ha quedado de cine, chaval, y señalé la puerta. Una semana después el artista aterrizaba aquí otra vez —el oso y el madroño de la Puerta del Sol hechos una lástima—, y esa vez le metí los esprays por el ojete: mil quinientos eurazos de multa, que pagó su papi. Pero ahí está la pared. Mola. La gente alucina, claro. Al entrar. Y cuando me traen a algún grafitero cazado in fraganti, lo descoloca mucho. Por lo inesperado. Me ayuda a comerle la moral. Fíjate si te comprendo, hijo mío. A mí qué me vas a contar. Todo eso.

—Sniper —dije, sentándome.

Enarcó las cejas, extrañado por el lacónico introito. Yo había colgado el bolso —siempre los uso grandes, de cuero— en el respaldo de mi silla y me desabotonaba el chaquetón inglés de lona impermeable.

—¿Qué pasa con él?

—Quiero saber dónde se ha metido.

Soltó una carcajada alegre y benévola. De las suyas.

—Pues cuando lo sepas, me lo cuentas —aún le temblaba la papada de risa, mirándome guasón—. Y luego nos vamos juntos a ver a Lorenzo Biscarrués y nos forramos… Dijo que pagaría una pasta enorme a quien le diera pistas sobre ese tío.

—¿Quieres decir que no tienes ni idea de dónde está?

—Para ser exacto, y con el rigor profesional que me caracteriza, quiero decir que no tengo ni puta idea.

—¿La policía no tiene nada contra él?

—Nada, que yo sepa. Y la policía soy yo. Y mi circunstancia.

—¿Ni siquiera con lo del hijo de Biscarrués?

—Ni con ése ni con el resto. Lo del chico hizo más ruido por ser quien era; pero antes de él hubo otros.

—Quien es causa de la causa —objeté—, según dice la ley, es causa del mal causado…

Chasqueó Pachón la lengua para manifestar su escaso aprecio por ése y algún otro principio jurídico.

—Le dimos muchas vueltas buscando la forma de trincarlo por algo. De que se comiera lo de ese chaval. Ya te puedes hacer idea de lo que presionó el padre… Pero nada. La causalidad de Sniper es sólo relativa. No se sostiene jurídicamente. Él no actúa, ni acompaña. Comenta objetivos, y allá cada cual. Ni siquiera acude en persona. O no suele, al menos. Las redes sociales ponen las cosas fáciles.

—¿Y el padre?… ¿Cuál es su situación legal en todo esto?

—No ha hecho declaraciones públicas. Nunca las hizo. Todo cristo sabe que mueve hilos, y de ésos tiene unos cuantos, para dar con el que considera asesino de su hijo. Que lo juró sobre las cenizas del crío, y que sigue en ello… Pero es un asunto abierto. No sabemos en qué acabará.

—Y Sniper ni siquiera está en España, además.

—Eso dicen —me estudió curioso, evaluando mi nivel de información—. Pero en realidad, como te digo, nadie sabe nada.

—Pues yo he visto algo en Internet. Lo del Támesis… O el puente Metlac de Veracruz, en México. Hace unos meses.

—Puede —confirmó tras cuatro segundos de pausa—: docenas de críos jugándose la vida y un quinceañero muerto al caer a la barranca… Le atribuyen a Sniper la iniciativa, pero nadie puede probarlo. Ni siquiera consta que él haya estado allí esa vez. Pero da lo mismo. Se corre la voz de que es una propuesta suya, y van todos. Nadie se lo quiere perder.

Recordé las imágenes de Veracruz: chicos jovencísimos grabándose en vídeo unos a otros mientras caminaban muy despacio por la estrecha cornisa del puente, pegados al muro de hormigón. Pintando con sus aerosoles sin poderse apenas despegar de la pared, pues un movimiento en falso los precipitaría al vacío. Escritores de todo México habían acudido en masa después de que una iniciativa atribuida a Sniper los convocase a manifestar allí sus opiniones contra la violencia asesina del narcotráfico.

—¿Y qué hay de Portugal?

Pachón se miró las manos mientras sonreía un poco.

—Hay quien jura que se refugió allí cuando Biscarrués puso precio a su cabeza, pero no hay nada comprobado. Ni es asunto mío —alzó la cabeza para dirigirme una mirada cómplice—… Supongo que te refieres a lo último de Lisboa.

—Sí. La Fundación Saramago y lo demás, hace ocho semanas.

Se rascó la nariz sin abandonar la sonrisa plácida. Con esa misma sonrisa detenía a los grafiteros en la estación de Atocha, tras reconocerlos de andén a andén —era fácil, pues iban con mochila y mirando a todas partes en busca de dónde pintar— del mismo modo que ellos lo reconocían a él. Fulano, les gritaba. Soy Pachón y estás servido. Te espero en la comisaría mañana, a las nueve. Y allá estaban al día siguiente. Resignados. Puntuales. En álbumes de fotos y en el ordenador que tenía sobre la mesa, Pachón guardaba cientos de fotografías que representaban otras tantas señas caligráficas de escritores de grafiti. Después de todos aquellos años era capaz de identificarlos por su letra y estilo, aunque no firmaran las piezas o cambiasen de tag. Ése es Pocho, el de Alcorcón. Ése es U47 imitando a Pocho. Y así.

—Lo de Lisboa fue un jam, un party de grafiteros por todo lo alto. Se dijo que era cosa suya y que estuvo en persona, organizando el asunto. El bombardeo. Esta vez, por suerte, sin desgracias. Mantuve contacto con mis colegas de allí, a ver si me contaban algo de interés; pero fue lo de siempre: todos hablaron de él, aunque nadie aportó nada concreto… Un escritor de paredes es como un pirómano: tiene que quedarse cerca, para disfrutar de lo que ha hecho. Pero con Sniper es diferente: nunca actúa según los parámetros habituales. Nunca sabes.

—¿Puedes contactarme con alguien en Lisboa?

—Tengo un amigo allí, si te interesa. Para que te cuente más. Caetano Dinis, se llama. Diretor Geral da Luta contra os Mais Fabulosos Grafitis do Universo Mundo, o algo así… Dicho en más corto: Departamento de Conservación del Patrimonio.

—¿Policía?

—Funcionario. De cierto nivel, Maribel.

—Ése me vale.

—Pues apunta, anda.

Anoté el nombre del portugués, y Pachón me prometió hacer una llamada para allanarme el camino.

—¿Crees de verdad que Sniper se esconde en Portugal? —le pregunté.

—Creo que podría estar. O haber estado. Unas zorrillas lisboetas, As Irmãs, dicen que llegaron a verlo cuando lo de Saramago… Que lo acompañaron una noche.

Asentí. Sabía quiénes eran As Irmãs. Habían expuesto en galerías importantes, con éxito. Y pesaban en Internet. Eran de las afortunadas que iban para arriba, a medio camino entre el arte ilegal y el mercado que cada vez las veía con más complacencia. No eran oportunistas que necesitaran mentir para darse importancia.

—¿A qué viene tanto interés por Sniper? —preguntó Pachón.

—Preparo un libro sobre grafiti.

—Ah.

Miró, soñador, el archivador que estaba en la pared opuesta al mural. Encima, a modo de trofeos, había media docena de botes de aerosol de modelos clásicos: Titán, Felton, Novelty. Todos usados y con manchas de pintura. A su modo, Pachón era un cazador de cabelleras. Aquel trabajo lo ponía. Mucho.

—En Lisboa, los escritores de paredes tienen una estructura potente —dijo—. Estaría bien acogido y lo ayudarían a esconderse.

—¿Seguís sin saber quién es?

—Seguimos.

—Dime la verdad, anda. No me torees.

Te estoy diciendo la verdad, protestó. A Sniper se le calculaban poco más de cuarenta años. Alto, delgado. En buena forma física, pues más de una vez escapó por piernas, saltando vallas y cosas así, de vigilantes y guardias. Y eso era todo. Algunas viejas fotos borrosas y grabaciones de seguridad de un tipo con capucha machacando vagones de metro, algo en el Thyssen y un vídeo de aficionado hecho quince años atrás, en el que se le veía de espaldas, a las tres de la madrugada, cubriendo con el círculo de francotirador las vidrieras de una sucursal del BBV en el paseo de la Castellana de Madrid.

—¿Y de verdad no lo detuvieron nunca?

Pachón volvió las palmas de las manos hacia arriba.

—Habría sido más fácil al principio, pero nadie lo hizo. Cuando un escritor empieza, es fácil situarlo. Averiguas dónde vive estudiando sus tags, porque forman una red que se extiende desde su casa. Y puedes seguirla a la inversa, como el reguero de sangre de un asesino. A veces está firmado su portal, la escalera y hasta la puerta del piso… Pero como te digo, eso sólo funciona con los primerizos. Y en esa época de su vida, Sniper tuvo mucha suerte.

Hizo una pausa deliberada para sonreír, y la sonrisa desmentía sus últimas cuatro palabras. Según quién y cómo seas, interpreté, buena parte de la suerte se la trabaja uno mismo. A pulso.

—Hubo un tiempo en el que habría estado bien echarle el guante —prosiguió—. Fue a mediados de los noventa, cuando andaba obsesionado con el metro y los trenes… De haberlo podido trincar entonces, habríamos recurrido al truco de inflar el daño hecho y empapelarlo por comisión reiterada, lucro cesante y cosas así.

—¿Cuál es la diferencia?

—Eso hacía pasar el asunto de simple falta a delito… Pero no pudimos cogerlo nunca. Era listo, el tío. Muy frío y muy listo. Se dice que, cuando le dio por los trenes, hasta hacía maquetas para preparar las actuaciones. Llegó a ser un experto en horarios de cercanías. Por esa época ya utilizaba a otros grafiteros, organizándolos muy bien. Para esos ataques masivos llegó a reunir a diez o doce colegas… La táctica era casi militar. O sin casi. Verdaderas acciones de comando, planificadas al minuto.

Pulsó el botón del intercomunicador y pidió a su ayudante que le trajera un álbum de fotos. La ayudante era una rubia —teñida— de piernas largas, tirando a espectacular, con chapa de policía y una funda vacía de pistola en el cinturón de los vaqueros; y, palmo y medio más arriba, una anatomía contundente. A Pachón le divertía paseármela ante los ojos como solía hacer cuando sus visitantes eran varones. La ayudante —Mirta, era el nombre— se dejaba hacer, benévola; y los días en que iba escotada colaboraba inclinándose un poco más de lo necesario sobre la mesa. Trajo Mirta el álbum, me dedicó una sonrisa cómplice y guasona, y salió del despacho con los ojos de Pachón melancólicamente atentos a sus caderas.

—Así, a diario —suspiró Pachón—. ¿Te haces cargo, Lex?

—Me hago cargo.

—Es dura la vida del servidor de la ley.

—Ya veo.

Alzó la mano de alejar tentaciones, donde relucía su anillo de casado, y con ella pasó páginas del álbum. Trenes y más trenes, vagones de metro pintados de punta a punta. End-to-end, se llamaba aquello, sabía yo. En lengua grafitera, eso significaba de tope a tope. A pintar vagones de arriba abajo, ventanillas incluidas, lo llamaban top-to-bottom. El grafiti tenía una jerga específica nutrida del inglés y el español, tan precisa como la militar, o la marinera.

—Sniper pasó a la historia en 1995 por inventar el palancazo —Pachón señalaba con un dedo regordete algunas de las fotos—. Después de estudiar los recorridos, y tras decidir el escenario, montaba en el tren. Y cuando llegaba al sitio donde esperaban emboscados los otros, tiraba de la palanca de emergencia, paraba el tren, se bajaba del vagón por el acople y lo machacaban por fuera, en las narices de los viajeros, entre él y media docena de grafiteros más… Luego se largaban a toda prisa.

Pasaba páginas del álbum, señalando imágenes que correspondían a los primeros vagones de tren y de metro pintados por Sniper. Algunas piezas eran notables, reconocí. Ejecutadas con una letra grande, sangrante, maravillosamente perfilada con boquilla fat cap. Casi feroz.

—Siempre fue agresivo, hasta en el estilo —apuntó Pachón—. Prefería que lo llamasen vándalo antes que artista.

—Y sin embargo, era bueno. Desde el principio.

—Mucho.

Estudié más fotos. A veces, alguna leyenda escrita acompañaba el asunto. Sólo otro escritor puede juzgarme, sentenciaba una sobre fondo de color plata, bajo una mano abierta con los dedos manchados de rojo brillante color sangre. Kágate fuera, sugería otra, conminatoria. Junto al tag de Sniper figuraba algunas veces una segunda firma: Topo75, me pareció leer. Trabajos hechos a medias, supuse. Y tal vez por eso, mediocres. Las mejores piezas eran individuales; las que llevaban la marca circular, blanca y negra, del francotirador. Advertí que aún no había allí pintadas calacas, esas fúnebres y humorísticas calaveras mejicanas que acabarían siendo su principal motivo. Todos eran trabajos anteriores.

—Lo de los trenes ya pasaba a ser más grave —dijo Pachón—. Y la gente de la Renfe se volvía loca de furia. Además, eso sí transformaba la falta en delito, porque al parar el tren incurría en desorden público, secuestro de viajeros y a veces en lesiones. Más de una vez alguien se fue al suelo y se rompió algo.

Miró otra vez, pensativo, los aerosoles usados expuestos sobre el archivador. La sonrisa se le había vuelto melancólica.

—De haberlo pillado entonces, al menos lo habríamos fichado… Tendríamos sus huellas dactilares y su foto. Pero ni eso.

No parecía sentirlo en exceso, decidí con cierta sorpresa. En realidad, la melancolía no siempre es un lamento. Me pregunté hasta dónde eran ambiguos los sentimientos de Pachón respecto a Sniper.

—¿Y ninguno de tus detenidos lo identificó nunca?

—Pocos le vieron la cara. Cuando actuaba se cubría siempre con capucha o pasamontañas. Además, inspiraba, y sigue haciéndolo, extrañas lealtades. Ya sabes que esos chicos tienen sus reglas: los pocos que lo conocen se niegan a contar nada. Lo que, naturalmente, atiza la leyenda… Sólo hemos confirmado que es madrileño y vivió un tiempo en el barrio de Aluche. Y eso, porque su único colega conocido, un chaval que firmaba Topo75, era de allí y hacía lo mismo por esa época.

Señalé el álbum de fotos.

—¿El de las piezas a medias?

—Ese mismo. Empezaron juntos a finales de los ochenta, aunque se separaron hacia el año noventa y cinco… ¿Sabes quiénes eran los flecheros?

—Claro. Los del grafiti de aquí, de Madrid. Seguidores del legendario Muelle: Bleck la Rata, Glub, Tifón y los otros… Firmaban con una flecha bajo el nombre.

—Exacto. Pues Sniper era de ésos, al principio. Antes de montárselo por su cuenta.

—¿Y qué hay del tal Topo?… ¿Sigue en activo?

—Se recicló a artista formal, pero con poco éxito.

—Nunca oí hablar de él.

—Por eso digo que poco éxito. Ahora tiene una tienda de aerosoles, rotuladores, camisetas y cosas así. A veces pinta persianas metálicas de tiendas, cierres dicen ellos, para comerciantes que pretenden protegerlas de grafiteros incontrolados, o paredes de colegios del extrarradio… Radikal, se llama la tienda. En la calle Libertad.

Lo apunté todo en mi libreta.

—Él sí llegó a conocerlo, naturalmente. Aunque, por lo que yo sé, nunca dijo nada sobre su identidad… La suya es otra de esas lealtades típicas de las que te hablo: cuando le mencionas la posible identidad de Sniper, se vuelve mudo.

Me levanté, introduje el cuaderno en el bolso y me colgué éste del hombro. Preguntándome hasta qué punto podía participar el propio Pachón de aquellas singulares lealtades a las que se refería. A fin de cuentas, concluí, no hay caza que no acabe marcando al cazador. Sin moverse de su asiento, él acentuó su sonrisa benévola, a modo de despedida. Mientras me ponía el chaquetón señalé la pared del mural.

—¿De verdad no te da dolor de cabeza tener eso a tres metros de los ojos?

—Pues no, fíjate. Me hace pensar.

—¿Pensar?… ¿En qué?

Suspiró con apacible resignación. En su sonrisa apuntó un fogonazo esquinado. Algo muy breve, simpáticamente maligno.

—En que todavía me faltan catorce años para jubilarme.

Le di dos besos y me dirigí a la puerta. Llegaba a ella cuando Pachón dijo algo más.

—Ese tío, Sniper, siempre fue diferente a los otros… Basta ver la evolución de sus piezas. Lo tuvo claro desde el principio. Tenía una ideología, ¿comprendes?… O acabó sabiendo cuál era.

Me detuve un momento en el umbral, interesada. Nunca lo había considerado desde ese punto de vista.

—¿Una ideología?

—Sí. Ya sabes: eso que te hace dormir mal por las noches… Estoy convencido de que Sniper siempre fue de los que duermen mal.

Este hurón sabe quién es, intuí de pronto. O lo imagina. Pero no me lo dice.

Eva dormía a mi lado, boca arriba, respirando con suavidad. Observé un momento su perfil inmóvil, el escorzo de la parte superior de su cuerpo dibujado por el resplandor de las farolas de la calle. El reloj de la mesilla de noche marcaba la 1:43. Me dolía la cabeza —nos habíamos bebido una botella entera de Valquejigoso para cenar—, así que me levanté en busca de una aspirina efervescente y un vaso de agua. Encontré la caja en el pequeño botiquín que Eva tenía en el cuarto de baño, saqué los cepillos de dientes del vaso de plástico y abrí el grifo del lavabo para dejar que corriese el agua. Estaba desnuda e iba descalza, pero el suelo de tarima y los radiadores mantenían la casa caliente. Mientras se disolvía la aspirina caminé con el vaso en la mano, de vuelta al dormitorio. Miré de nuevo a Eva dormida y me acerqué a la ventana. La calle de San Francisco moría a pocos pasos, en la plaza de la iglesia de ese nombre. La casa estaba en el primer piso del edificio, y la luz de una farola próxima incidía directamente en la ventana. Aparté los visillos para echar un vistazo afuera, y en ese momento vi iluminarse la llama de un fósforo o un encendedor dentro de uno de los automóviles aparcados enfrente, al otro lado de la calle. Una pareja que se despide, supuse sin pensar demasiado en ello. O algún vecino trasnochador que acaba de aparcar y enciende un pitillo antes de subir a su casa.

Me bebí la aspirina disuelta, dejé el vaso y estuve un momento mirando a Eva. El resplandor exterior, tamizado por los visillos, perfilaba el contorno de su cuerpo sobre la cama cuyas sábanas, todavía revueltas y arrugadas, olían a mí y a ella del mismo modo que olían mis labios, mi sexo y mis manos. A nuestra carne, nuestra saliva y nuestra fatiga. También al amor intenso, tan abnegado como dependiente, que ella sentía por mí. A la entrega delicada y generosa de su piel suave. A sus celos instintivos, alimentados por el miedo continuo a perderme. A todo aquello, en fin, que desplegaba ante mí con una sumisión absoluta, excesiva en ocasiones, a la que yo sólo podía corresponder con mi lealtad sentimental —en el sentido social del asunto— y mi eficacia física en circunstancias íntimas. Con la certeza, en cierto modo analgésica, de que su compañía era lo mejor que en esa etapa de mi vida podía encontrar. Que su sentido del humor e inteligencia eran notables, y que su cuerpo menudo, atractivo, deliciosamente conformado por sus veintinueve años, me ofrecía cuanta ternura y goce puede esperar una mujer de otra. Puede decirse que éramos pareja desde hacía ocho meses, aunque cada una vivía en su propia casa y a su manera. Pedir que la amase, entendido en el sentido convencional del término, ya era otra cuestión. Otro paisaje. Y no es lugar éste para detallar paisajes.

Con el dolor de cabeza se me había ido el sueño. Así que cogí un albornoz del cuarto de baño y fui al cuarto de trabajo de Eva, sentándome frente al ordenador. Durante la hora siguiente navegué por Internet siguiendo una vez más el rastro de Sniper. Había referencias a su etapa inicial con Topo, a finales de los ochenta: algunas de sus piezas de entonces podían encontrarse fotografiadas allí. Vagones de tren y metro, tapias, paredes. Situadas cronológicamente, podía apreciarse en ellas la evolución del simple grafiti inicial a las piezas complejas, corrosivas, desbordantes de imaginación, que había dejado en la última década. Llamaba la atención la presencia de calacas mejicanas en su obra a partir de la mitad de los años noventa. Un viaje allí, señalaba uno de los textos. Descubrimientos deslumbrantes, colores imposibles y cruda violencia. México. Aquellas facciones de esqueleto ahora frecuentes, junto a la diana de francotirador o sustituyendo rostros conocidos en obras clásicas que solía parodiar con mensajes alternativos, daban un giro siniestro a sus piezas callejeras. Y el término terrorismo urbano acudía a la cabeza con inquietante facilidad. Un vídeo en YouTube mostraba otra de las pocas imágenes conocidas de Sniper en acción: fechada en abril de 2002, la visión agrisada y turbia de una cámara de seguridad mostraba a un hombre delgado y más bien alto, cubierta la cabeza con la capucha de una felpa, que usaba una plantilla de cartón recortado y un aerosol para imprimir rápidamente, en una pared del Museo Thyssen, una reproducción estilizada de El cambista y su mujer de Marinus van Reymerswaele, donde las cabezas de ambos personajes habían sido sustituidas por calaveras y las monedas por miras de francotirador. Consciente de la presencia de la cámara de vigilancia, y a modo de desafío, Sniper aún se había permitido rematar la obra con una línea en forma de flecha pintada en el suelo, que iba desde la cámara a la obra impresa. Como indicando al objetivo en qué dirección exacta debía mirar.

Imprimí algunas cosas de interés —entre ellas, pormenores sobre la reciente actuación en Lisboa que había causado allí gran revuelo—, apagué el ordenador y regresé al dormitorio. Eva seguía dormida. Antes de quitarme el albornoz y tumbarme a su lado pegada a ella, me asomé de nuevo a la ventana y contemplé la calle desierta. En el interior del coche aparcado enfrente, donde antes había visto brillar la luz de un encendedor o una cerilla, me pareció advertir el movimiento de una sombra. Estuve un rato atenta para confirmarlo, pero no vi nada más. Figuraciones mías, supuse. Así que dejé caer el visillo y me fui a dormir.

Siempre me gustó la calle Libertad, incluso más allá del nombre. Está en el centro de Madrid, en el corazón de un barrio popular, joven de maneras, a medio camino entre ambiente de copas y tradición antisistema. Hay locales de tatuajes, herbolarios, comercios chinos, cueros marroquíes y librerías feministas radicales. Como el resto de la ciudad, la zona quedó maltratada por la última crisis económica: algunas tiendas siguen cerradas, con folletos publicitarios que se amontonan en el polvo del suelo al otro lado de cierres metálicos, puertas de vidrio sucias y escaparates desoladoramente vacíos. Sobre sus cristales se superponen gruesas costras de carteles pegados que anuncian conciertos de Manu Chao, Ojos de Brujo o Black Keys. Ése es el tono local, más o menos. El ambiente. Por el resto, lo único que allí parece de verdad próspero son los bares. Radikal, la tienda de Topo75, estaba flanqueada por dos de ellos y enfrentada a otro. Aquella tarde estuve un rato en este último, apoyada en el mostrador junto a la puerta. Estudiando el local por espacio de dos cervezas. Luego entré y conocí al dueño.

—¿Por qué Topo?

—Por el metro de Madrid. Me gustaba escribir allí.

—¿Y el número?

—Nací ese año.

Era un tipo flaco, desgarbado, de barbilla huidiza y nuez prominente. Unas patillas hirsutas se le juntaban con el espeso bigote, pero el cabello empezaba a escasearle. Tenía unos ojos pequeños y tristes color pelo de ratón. Empezamos charlando un poco de todo —le había preguntado, para calentar motores, por la calidad de unas marcas de aerosoles y boquillas— y en seguida llevé la conversación a Sniper. Para mi sorpresa, no se mostró suspicaz. Preguntó a bocajarro qué te interesa de él, y se lo dije. Preparo un libro, etcétera. Y qué pinto yo, fue la otra pregunta.

—Tú también estás dentro —mentí—. Hubo un tiempo en que entre los dos hicisteis historia. Juntos.

Eso pareció gustarle. A veces nos interrumpía algún cliente en busca de esto o aquello, y Topo se disculpaba para atenderlo. Un mensajero joven, pelo cortado a lo mohicano, vino con prisas por tener la furgoneta mal aparcada y se llevó un Hardcore plata cromada y otro azul ártico. Cuatro críos de entre diez y doce años vaciaron los bolsillos de monedas para equiparse con rotuladores Krink de trazo grueso que sin duda iban a convertirse en azote de su colegio y aledaños en los próximos días. Un hombre bien vestido, de modales muy correctos, entró acompañando a su hijo quinceañero, permitiéndole elegir una docena de aerosoles de las marcas más caras, que el padre pagó con tarjeta de crédito. Aproveché las interrupciones para estudiar la tienda y a su propietario: estantes llenos de botes de pintura, libros de grafiti, rotuladores, gorras, camisetas y felpas con marcas comerciales, hojas de marihuana, símbolos anarquistas o leyendas antisistema. Me llamó la atención una irreverente camiseta con la Virgen María encinta y la frase: Algo habrá hecho.

—Sniper y yo crecimos en el barrio de Aluche —acabó contándome Topo cuando centramos el asunto—. Nos gustaba la misma música y escribir en las paredes. Eran tiempos de La Polla Records, Barón Rojo… Ensayábamos nuestros tags en cuadernos del colegio y luego bombardeábamos por todas partes. En esa época éramos flecheros. Firmábamos debajo de Muelle, imitando su espiral: eddings, poscas, pilots, pegamentos Camaleón, mucha laca de bombilla… Bombardeábamos carteles, vagones, rayábamos cristales. Reventábamos los sitios. Que la gente hable de ti aunque no te conozca, era la idea. Nos ganábamos pescozones de los profesores y palizas de nuestros padres al llegar a casa… Y ahora, fíjate, hay padres que vienen con ellos a comprar latas. Hasta niñatos bien, como ves. Con sus papás. Todo ha cambiado mucho.

Era locuaz, pese al mentón huidizo. Topo. Ahora se llamaba de otra manera, con nombre y apellidos. Hasta me dio su tarjeta, con el nombre de la tienda. El viejo tag, concluí, encajaba bien con sus ojos grises y el perfil semejante a un hocico afilado. Antes de dejarme caer por allí había rastreado sus antecedentes: intento posterior a Sniper de hacer arte callejero propio, integración en iniciativas municipales que nunca fueron más allá, talleres subvencionados de formación para jóvenes artistas, talento y obra mediocres, búsqueda de galeristas, poca fortuna, fracaso. Otros como Zeta, Suso33 y alguno más de su época lo habían conseguido: integrarse y tocar el éxito, incluso sin abandonar del todo la calle. Topo, no. Hacía diez años que no se acercaba ilegalmente a una pared con un aerosol en la mano. Sobre el mostrador había folletos de otros servicios del establecimiento. Eché un vistazo: decoración grafitera de garajes y cierres de persiana metálica, e incluso diseño de maquillaje y tatuajes. Pese a los tintes radicales, todo desprendía un olor civilizado, a resignación para comer caliente. A peso de la vida domesticándolo todo.

—Un aerosol valía seiscientas pesetas —siguió contando Topo—. Así que robábamos material en ferreterías. Cuando empezamos a atrevernos con piezas complicadas, modificábamos las boquillas para conseguir trazos anchos. Luego llegaron pinturas con más colores, mejor presión y varios tipos de válvulas para controlar la salida de la pintura: Felton, Novelty, Dupli-Color, Autolac… Hacíamos virguerías con todo eso. Mezclábamos nosotros mismos los colores, congelando uno de los botes. Eso nos permitió hacer en veinte minutos piezas que antes llevaban una hora. A Sniper le gustaba escribir en estilo pompa, tonos de azul y fondo morado o rojo, con letras bordeadas de negro. Y usaba los blancos y los platas de puta madre. Era muy bueno para eso. ¿Y sabes que era zurdo?… Aquellos blancos y platas le dieron mucha fama. Al principio firmaba Quo porque le gustaba Status Quo: In the Army Now y canciones de ésas. Luego se le ocurrió lo de Sniper.

—¿Teníais reglas, o ibais a por todas?

—Un par de veces estuvimos con Muelle, que era muy estricto. Muy noble. Muelle nos dijo algo que nunca olvidamos: «Le devolvemos a la ciudad el oxígeno que le roban los esprays que no llevan pintura». Para él era también cuestión de respeto. Saber dónde podías pintar y dónde no. El grafiti es un mundo fuera de la ley, pero tiene leyes que todos conocen. Respetar monumentos públicos, saber que no se tacha encima de la pieza de otro escritor a menos que quieras empezar una guerra… Yo era más bien cuidadoso con eso; pero Sniper no respetaba a casi nadie, y le importaba un huevo de pato que le tachasen a él.

Enseñó los dientes en una débil mueca, y el gris ratonil de sus ojos pareció aclararse un poco.

—Pinto para saber quién soy y por dónde paso, decía. Pinto para que sepan cómo no me llamo —la mueca se tornó evocadora—. Era bueno para las frases.

—Tendría algo que decir, imagino. O creía tenerlo.

—Todo el que escribe en una pared tiene algo que decir. Saber que tú eres tú, y que los otros también lo sepan. No escribes para un público, sino para otros escritores. Todos tenemos derecho a medio minuto de fama… Sniper comprendió pronto lo de la fugacidad, a diferencia de mí. Me jodía que nos chafaran lo hecho. Su genio fue trabajar para ella. Treinta segundos sobre Tokio, decía él. Le encantaba esa película, e insistía en que en realidad era una película sobre grafiteros. Que muriesen muchos aviadores lo impresionaba. Me hizo verla en vídeo mil veces. La otra era Un genio anda suelto, con Alec Guinness, que hace de pintor inglés. Una peli cojonuda de verdad. El caso es que salíamos cada noche soñando con estaciones de tren y vagones de metro. A buscar nuestros treinta segundos sobre Tokio.

—¿Tienes fotos de esa época?

—¿Con Sniper?… Ni hablar. Nunca dejaba que le hicieran fotos.

—¿Ni siquiera los amigos?

—Ni ellos. Y tampoco es que tuviera muchos.

—Era un solitario, entonces.

—No exactamente —Topo lo pensó un poco—. Más bien un paracaidista, como caído de otra parte… De esos que en el fondo, si te fijas, no pertenecen al grupo al que parecen pertenecer.

Tenía que cerrar, dijo tras mirar el reloj. Así que volví al bar de enfrente y lo esperé. Se reunió conmigo quince minutos después, tras bajar la persiana metálica, congruentemente machacada de grafitis. Se había puesto un chaquetón verde militar muy usado y traía un gorro de lana negra en la mano. Pidió un tinto y se acodó en la barra. Las luces de la calle, tamizadas por el vidrio de la ventana, le envejecían la cara.

—Sin trenes no hay fama, decía Sniper. Nos currábamos las vías de Atocha, Alcorcón, Fuenlabrada… Y el metro, claro. Túneles y cocheras. Al principio los del metro no lo borraban, y tus piezas rulaban durante semanas una y otra vez por los andenes. Hacíamos fotos para nuestro álbum. Todavía no estaba Internet.

—¿Es cierto que vosotros inventasteis el palancazo?

—No te quepa duda. Y luego se imitó en todo el mundo. Eso y los grosores son la aportación de Madrid a la cultura global del grafiti. Y fuimos Sniper y yo… Estábamos en Los Peñascales, de pie junto a la vía, haciéndonos un vagón. El tren iba a irse, se subió Sniper, lo paró y se bajó a terminar. Fue la hostia.

Pintar en cualquier sitio, añadió tras un instante, era de toys. De niñatos. Había que buscar lugares difíciles, planificar, romper o saltar vallas, entrar por los respiraderos, infiltrarse, esconderse, caminar por los túneles a oscuras, pintar sin luz para que no los vieran, sentir el subidón de adrenalina mientras el resto de los mortales estaba de juerga o dormía. Jugarse la libertad y la pasta para que, a las seis de la mañana, la gente medio dormida viera pasar sus piezas desde el andén.

—Entrenábamos. Hacía falta estar en forma para saltar vallas y escapar cuando te pillaban. Había persecuciones terribles. Un día, Sniper decidió pelear en vez de huir. En grupo podemos ser tan peligrosos como ellos, dijo. Porque estábamos hartos de palizas y de abusos. Así que endurecimos el grafiti convocando a otros colegas. Sniper planificaba, y eran las únicas veces que acudíamos en grupo, a pegarnos con los jurados… Por lo general, aparte de mí, siempre le gustó actuar solo. Y cuando nos separamos no volvió a juntarse con nadie. Eso no es frecuente, pues los escritores hacen juntos cosas que los motivan y les gusta hablar de ello. Pero él era así. Uno de esos que en una revolución miran por el balcón, salen a la calle, organizan a los vecinos y acaban siendo los jefes. Y en cuanto la revolución triunfa, desaparecen.

—¿Le conociste relaciones con chicas? ¿Alguna novia?

—Nunca nada fijo. Gustaba mucho porque era alto, serio, no mal parecido. De esos tipos callados que están a tu lado en la barra, y mientras intentas trajinarte a una chavala compruebas, chafado, que ella lo mira a él por encima de tu hombro.

—¿Tenía sentimientos?

—¿Respecto a las chicas?

—En general.

Topo se quedó callado un instante, mirando su copa. Me pareció desconcertado por la pregunta.

—No sé lo que tenía —respondió—. Pero lloramos juntos cuando vimos a unos empleados de limpieza del Ayuntamiento borrar la firma de seis colores de Muelle en la pared del Botánico, el año noventa y cinco… Sólo unos meses antes había muerto. Cáncer de páncreas, me parece.

Pensó un poco más. Luego se llevó la copa a los labios y siguió pensando.

—Sniper siempre era tranquilo —dijo al fin—. Nunca perdía la calma aunque nos persiguieran jurados o policías. Y eso que a veces nos jugábamos la vida. Te colabas en el sitio, metías powerline, brillos, y a correr con los malos detrás. Teníamos que ir a oscuras de una estación a otra, escapando por las vías porque nos iban a sacudir una paliza… Una vez que nos dieron un marrón, vi linternas moverse a lo lejos y le grité ¡corre! mientras salía de estampía; pero él se quedó rematando la pieza hasta que tuvo las luces a treinta metros. Entonces escribió No me pillaron, y se fue.

—Es una leyenda, Sniper —apunté.

—Sí —confirmó tras un silencio que me pareció amargo—. Una puñetera leyenda.

Puso la copa en el mostrador, vacía, y el camarero marroquí se ofreció a llenarla de nuevo. Negó con la cabeza y miró el reloj.

—¿Cómo pasasteis de flecheros a escritores de piezas distintas? —pregunté.

—Ya antes de que Muelle se retirase nos habíamos extinguido por vía natural. Unos lo dejaron y a otros nos influyeron la cultura neoyorquina y el hip hop, que eran más divertidos, con más posibilidades… En un cuaderno de mi novia inventé una firma nueva, grande. Dejé de ser flechero. Y Sniper también. Nos pasamos al grafiti americano y europeo, dispuestos a hacer cosas serias. Piezas más elaboradas. A Sniper le gustaba joder con ellas pinturas murales de las que el Ayuntamiento ofrecía a artistas callejeros.

Kágate fuera.

Esta vez la sonrisa fue ancha, espontánea, incluyendo patillas y bigote. Era el antiguo grafitero quien sonreía en ese momento, comprendí. No el propietario de la tienda Radikal.

—Ésa es otra de las mejores suyas… Era realmente bueno; y más cuando trabajaba solo, a su aire. Hasta llegaron a pedirle autógrafos. Una noche, dos policías estuvieron un rato mirándolo trabajar desde lejos. Luego se acercaron y le dijeron que se bajara la capucha de la sudadera para verle bien la cara. Sniper dijo «No. No lo haré. Echaré a correr y esta pieza quedará sin acabar, lo que sería una lástima». Entonces el madero se lo pensó un momento y dijo «Vale, tío, sigue». Y le pidió un autógrafo.

—¿A ti nunca te pidieron autógrafos?

—Nunca —un vago rencor, súbito, borró la sonrisa de sus labios—. Sniper era siempre la estrella.

—¿Y no te importaba?

—No. Entonces todavía no. Porque aquélla era una vida increíble. Después nos sentábamos a mirar a la gente que miraba nuestros grafitis. Una vez hicimos un vagón de metro que nos llevó toda la noche. A las siete de la mañana estábamos derrengados en un andén entre la gente que iba al trabajo, con nuestras mochilas, esperando para volver a casa… En ese momento entró nuestro vagón pintado en el andén, hermosísimo con toda aquella luz, y empezamos a saltar señalándolo y dando gritos de alegría.

—¿Cuál era vuestro lugar favorito?

—El Viaducto. Trabajábamos mucho abajo, en los pilares de hormigón. Un lugar fantástico. Una noche se suicidó allí una mujer, pues a veces se tiraban desde arriba. La vimos y Sniper se quedó muy impresionado. Creo que eso lo marcó. Ocurrió antes de que el Viaducto lo estropeara el Ayuntamiento con paneles de metacrilato para que la gente no saltara. Ya ni matarte a gusto te dejan, esos hijos de puta.

Miró otra vez el reloj. Tengo que irme, dijo calándose el gorro de lana. Me dejó pagar la cuenta y salimos a la calle. Iba a coger el metro en la estación de Chueca, y lo acompañé hasta allí. Volvía a chispear, y minúsculas gotitas de agua nos salpicaban la cara.

—Luego Sniper hizo un viaje, se trajo esas calaveras en la mochila y aquello le cambió la vida. No era el mismo. Más agresivo… Daba la impresión de haberse convertido en uno de esos yonquis a los que importa menos la pintura que el ruido de las bolas al agitar el bote o el de la pintura al salir.

—Adrenalina propia —comenté— que ahora cambia por adrenalina ajena… O por sangre ajena.

Me miró de soslayo, con desagrado, como si yo le atribuyese responsabilidad en eso.

—En los últimos tiempos juntos, a mediados de los noventa, usaba mucho la palabra romper, joder, matar. Discutíamos, y él se cerraba en lo suyo. Después fue lo de México. A la vuelta hizo una cosa en el AVE de Atocha que fueron a ver todos los escritores de la ciudad: sombras de pasajeros cuyos esqueletos parecían moverse en el muro de hormigón, con sólo las palabras: ¿Y si…?

—Lo recuerdo —confirmé—. Estuvo mucho tiempo allí, hasta que hicieron la obra del aparcamiento.

—Eso es. Fue algo realmente bueno, ¿verdad?… Y fue nuestra separación. A partir de ahí dejamos de estar juntos.

—Debió de ser triste para ti. Llegaste a admirarlo, supongo.

No respondió a eso. Siguió caminando en silencio, los ojos fijos en el suelo.

—¿Nunca dirás su nombre? —inquirí.

Tampoco hubo respuesta. Miraba los reflejos de luz en el suelo húmedo.

—¿Cómo es posible que todos le seáis leales? —me sorprendí.

—Sabe trajinarse a la peña —movió la cabeza como ante algo sin remedio—. Apela a cosas que tenemos dentro y hace que te sientas sucio si no cumples… Pero yo tengo una teoría perversa.

—¿Perversa?

—Sí. Un poco. En el fondo, nadie quiere saber quién es. Decepcionaría ponerle cara y nombre. De esta manera cada uno puede imaginarlo a su gusto. Ayudando en el secreto, se sienten parte de él… Sniper es una leyenda porque los escritores de grafiti necesitan leyendas así. Y más en estos tiempos de mierda.

Seguía mirando el suelo, cual si encontrase aquellas explicaciones allí. El verde, ámbar y rojo de los semáforos parecían trazos rápidos de pintura fresca bajo sus pies. Esta noche, pensé, Topo camina sobre nostalgias. Al fin levantó la cabeza.

—El Ayuntamiento de Barcelona le ofreció hace ocho años una pared junto al MACBA, con la garantía de conservar la pieza, y no quiso. Fueron allí cuatro grafiteros de renombre, pero no él. Dos semanas después bombardeó sin compasión el parque Güell: calacas y miras de francotirador por todas partes… Dijeron los periódicos que limpiar aquello costó once mil y pico euros.

Mencionó la cifra con retorcida delectación, cual si fuera el precio que habría alcanzado aquello en una galería de arte. Luego se calló otra vez, y dio cuatro pasos antes de hablar de nuevo:

—El poder siempre intenta domesticar lo que no puede controlar.

—Hacerte bailar claqué —apunté.

—Sí —esta vez sonrió renuente, como si le costara hacerlo—. Eso decía él.

Cruzamos la plaza de Chueca: cagadas de perro en el suelo y un par de terrazas de bares protegidas por toldos y mamparas de plástico, con estufas apagadas y sillas vacías. El chispeo de lluvia se había convertido en aguanieve.

—Hasta la música que escuchaba era muy bronca, muy dura —dijo al cabo de un momento—. Se ponía los auriculares con el walkman a tope mientras pasaba de todo: cosas de Cypress Hill, Redman, Ice Cube… Sus favoritas de entonces eran Lethal Injection, Black Sunday, Muddy Waters y otras por el estilo. Música para guerrilla urbana, decía él. Cantidad de veces le oí decir que el arte tiene un lado peligroso, porque aburguesa y hace olvidar los orígenes. La marca de la legitimidad, repetía, jode a cualquier artista bueno. Ellos te hacen suyo para siempre, como vender el alma al diablo o vender tu culo en un parque. Y no se puede estar con un pie dentro y otro fuera. Ilegal, era su palabra favorita.

—Sigue siéndolo —comenté.

—Toda esa basura, decía él, de que una instalación oficial sea considerada arte y otra no oficial no lo sea… ¿Quién pone la etiqueta?, preguntaba. ¿Los galeristas y los críticos, o el público?… Si tienes algo que contar, debes contarlo donde lo vean, con el arte. Y para Sniper, todo arte consistía en no ser capturado. Pintar donde no debes. Huir de los guardias y que no te cojan. Llegar a casa y pensar «lo hice» es lo mejor. Más que el sexo, o las drogas. Y en eso tuvo razón. A muchos, el grafiti nos salvó de cosas.

Recordé la conversación reciente mantenida con Luis Pachón.

—Hace poco, refiriéndose a Sniper, alguien me habló de ideología…

—No sé si es la palabra que yo usaría —respondió Topo tras reflexionar—. Una vez comentó que, según las autoridades, el grafiti destruye el paisaje urbano; pero nosotros debemos soportar los luminosos, los rótulos, la publicidad, los autobuses con sus anuncios y mensajes estúpidos… Se adueñan de toda superficie disponible, me dijo. Hasta las obras de restauración de edificios se cubren con lonas de publicidad. Y a nosotros nos niegan el espacio para nuestras respuestas. Por eso el único arte que concibo, repetía, es joder todo eso. Acabar con los filisteos… El grafiti de Sansón y los filisteos, lo llamaba bromeando: todos a tomar por saco.

No pude reprimir una risa escéptica.

—¿Sólo bromeando?

—Eso me pareció entonces —me miró con hosquedad—. Ahora sé que no bromeaba un carajo.

Nos habíamos parado junto a la entrada del metro. Hacía frío y el aguanieve seguía cayendo. Las gotitas se le quedaban suspendidas a Topo en la lana del gorro y en el bigote unido a las patillas.

—Si quieres llamarlo ideología, quizá lo sea. Por eso no abandonó el grafiti agresivo, ni su manera de actuar… Por eso no perdona a quienes se dejaron domesticar para comer caliente.

—¿Te incluyes en eso? —aventuré.

Guardó silencio un instante mientras movía la cabeza con cansino desaliento.

—Tampoco yo lo perdono a él.

—¿Por qué?

Encogió los hombros, despectivo. Cual si mi pregunta basculase entre lo obvio y lo estúpido.

—Sniper nunca fue un escritor de grafiti que no se vendió, porque en realidad nunca fue un verdadero escritor de grafiti.

Me incliné hacia él, asombrada. Aquella conclusión, a la que yo no hubiera sido capaz de llegar sola, me parecía de una precisión reveladora.

—¿Crees que no es sincero?… ¿Que su radicalismo no es tan libre y honrado como da a entender?

—Él es un paracaidista en las calles, te dije antes. Un intruso. Dio con el grafiti como otros dan con una pistola cargada. Lo que le pone es disparar.

—¿Y qué hay de la honradez?

—Nadie puede ser honrado tanto tiempo, a menos que esté loco. Fui amigo suyo durante casi diez años, y te aseguro que está perfectamente cuerdo.

Se había oscurecido el gris ratonil de sus ojos como si las cuencas se ensombrecieran despacio. Era efecto de la luz de la plaza y el aguanieve que la filtraba, pero también del rencor que latía al filo de cada palabra.

—Hay un inglés, Banksy, que hizo algo parecido —añadió de pronto—. Enmascarar su identidad para captar primero la atención ciudadana y luego la del mercado… Yo creo que Sniper lo está haciendo aún mejor y con más calma. Es muy listo. Ha sabido mantenerse en apariencia digno, sin venderse aunque el mercado lo habría acogido de forma espectacular. Eso ha aumentado su cotización.

—¿En apariencia, dices?

—Sí. Porque creo que es un plan. Que al final aceptará y en una subasta sus obras se venderán millonarias. Entonces se quitará la careta. Su puta calavera. No podrá seguir siempre… El mundo de la calle es un mundo rápido. Si no te mantienes en él, desapareces. Como desaparecí yo.