Mientras prestaba atención a la propuesta que iba a cambiar el sentido de mi vida, pensé que la palabra azar es equívoca, o inexacta. El Destino es un cazador paciente. Ciertas casualidades están escritas de antemano, como francotiradores agazapados con un ojo en el visor y un dedo en el gatillo, esperando el momento idóneo. Y aquél, sin duda, lo era. Uno de tantos falsos azares planeados por ese Destino retorcido, irónico, aficionado a las piruetas. O algo así. Una especie de dios caprichoso y despiadado, más bromista que otra cosa.
—Vaya, Lex… Qué casualidad. Iba a llamarte uno de estos días.
Me llamo Alejandra Varela, aunque todos me llaman Lex. Hay quien después de pronunciar mi nombre añade un par de adjetivos no siempre agradables; pero estoy hecha al asunto. Curtida por diez años de oficio y treinta y cuatro de vida. El caso es que los astros empezaron a alinearse desde aquel momento, tras esas palabras, cuando la voz educadísima de Mauricio Bosque, propietario y editor de Birnan Wood, sonó a mi espalda en la librería del Museo Reina Sofía. Yo había estado echando un vistazo a las mesas de novedades, y ahora lo escuchaba atenta, sin manifestar entusiasmo ni indiferencia. Con la cautela adecuada para que mi interlocutor no cayera en la tentación de regatear mis honorarios, si de eso se trataba. Algunos empleadores estúpidos tienden a confundir el interés por tu trabajo con la disposición a cobrar menos por hacerlo. Mauricio Bosque, un chico fino, rico y listo, estaba lejos de ser un estúpido; pero como cualquier otro de los que yo trato en el mundo de la edición —ahí todos oyen caer al suelo una moneda y dicen «mía»—, era capaz de recurrir al menor pretexto con tal de adelgazar gastos. Ya me lo había hecho otras veces, con su pulcra sonrisa y sus chaquetas de sport hechas a medida en Londres, o en donde se las hiciera. Y lo veía venir.
—¿Estás en algo ahora?
—No. Mi contrato con Studio Editores caducó hace un mes.
—Tengo una propuesta que te gustará. Pero no es para hablarla aquí.
—Dame un avance.
Toqueteaba Mauricio los libros, acomodando uno de los suyos —Ferrer-Dalmau: una mirada épica— para que se viera más destacado entre los otros.
—No puedo —miró a los lados con aire de conspirador guasón, demorándose en la joven que atendía el mostrador—. Éste no es lugar a propósito.
—Dámelo en pequeñito, anda… Un flash.
Nos interrumpió la llegada de un rebaño de quinceañeros franceses, con mucho barullo en lengua de Voltaire: viaje de estudios, naturalmente. La culta Francia, o en todas partes cuecen habas. Salí con Mauricio de la librería, abriéndonos paso entre una ruidosa babel de otros jóvenes y de abueletes jubilados que alborotaban en la planta baja del museo. En el patio interior, el cielo cubierto filtraba una atmósfera gris y la tierra se veía mojada de lluvia reciente. El pequeño café estaba cerrado, triste, con las sillas húmedas puestas sobre las mesas.
—Preparo un libro —dijo Mauricio—. Grande, importante. Con derivaciones complejas.
—¿Asunto?
—Arte urbano.
—Precisa más, anda.
Mauricio contemplaba el Pájaro lunar de Miró con aire pensativo, las gafas de diseño ligeramente caídas hacia la punta de la nariz, cual si calculara cuánto dinero podría sacar de aquellas redondeadas formas de metal una vez convertidas en ilustraciones sobre papel impreso. Tal es la forma en que el dueño de Birnan Wood suele mirar las cosas y a la gente. La suya es una casa editora de enorme éxito incluso en los tiempos que corren, especializada en catálogos y libros de arte lujosos y caros. O más bien muy lujosos y muy caros. Resumiendo: metes en un buscador de Internet las palabras editor y megapijo, le das a la tecla Intro y sale la foto de Mauricio Bosque sonriendo de oreja a oreja. Apoyado en un Ferrari.
—Sniper —dijo.
Curvé los labios y silbé. Por dentro estaba sin aliento. Petrificada.
—¿Autorizado, o sin autorizar?
—Ése es el asunto.
Silbé de nuevo. Una chica joven que pasaba cerca me miró de soslayo, incómoda, dándose por aludida. No me importaba en absoluto que se lo diera, por supuesto. Era bonita. La miré moverse lánguida, consciente de mis ojos, vagamente escandalizada, mientras se alejaba por el patio.
—¿Y qué pinto yo en eso?
Mauricio miraba ahora el enorme móvil de Calder que está en el centro del patio. Permaneció así, fija en él la vista, hasta que la veleta roja y amarilla dio una vuelta completa sobre su eje. Al fin inclinó un poco la cabeza mientras encogía los hombros.
—Eres mi scout predilecta. Mi exploradora intrépida.
—No me des jabón. Significa que esta vez tienes intención de pagarme poco.
—Pues te equivocas… Es un buen proyecto. Bueno para todos.
Pensé unos segundos. El Destino me hacía guiños sentado bajo lo de Calder. En jerga editorial, un scout es alguien encargado de localizar autores y libros interesantes. Una especie de rastreador culto, cualificado, con buen olfato: alguien que frecuenta ferias internacionales de libros, hojea los suplementos literarios, toma el pulso a las listas de más vendidos, viaja en busca de novedades interesantes y cosas así. Estoy especializada en arte moderno, y ya había trabajado antes para Birnan Wood, así como para Studio Editores y Aschenbach, entre otra gente de peso. Yo les propongo libros y autores, o ellos me encargan localizarlos. Firmo un contrato temporal exclusivo, trabajo duro y cobro por ello. Con el tiempo, conseguí buen cartel en la profesión, una agenda gruesa, contactos y clientes en una docena de países —los editores rusos, por ejemplo, me adoran—. Dicho en corto, me las arreglo bien. Soy sobria, de pocos gastos. Vivo sola, incluso cuando no lo estoy. Vivo de eso.
—Por lo que sé de Sniper —aventuré con cautela—, ese tipo podría encontrarse en el planeta Marte.
—Sí —Mauricio sonreía torcido, casi cruel—. Por la cuenta que le trae.
—Explícamelo —dije.
—¿Por qué no te pasas uno de estos días por la editorial?
Arrugué las cejas, aunque sólo por dentro. Por fuera esgrimí una sonrisa desolada, conveniente. No era lo mismo su terreno —una inmensa oficina acristalada que parecía flotar como un dirigible sobre el paseo de la Castellana— que un sitio neutral donde él no pudiera mirar por encima de mi hombro, como si me olvidase a ratos, el espléndido Beatriz Milhazes que cuelga de una pared en su despacho. Prefería negociar privándolo de toda ventaja, lejos de aquellos incómodos muebles de vidrio, plástico y acero, estantes llenos de libros carísimos y cimbreantes secretarias de ubres operadas.
—Tardaré algún tiempo —mentí, tanteando—. Tengo algunos viajes previstos.
Casi podía oírlo pensar. No el contenido, claro; pero sí el procedimiento. Para mi sorpresa, cedió con insólita rapidez.
—¿Y si te invito a comer? —concluyó.
—¿Ahora?
—Claro. Ahora.
El restaurante era japonés, o asiático. Shikku, se llama. Casi en la esquina de Lagasca con Alcalá, frente al Retiro. Mauricio se deshace por esa clase de sitios. No recuerdo haber comido nunca con él en uno normal, europeo, de toda la vida. Siempre tienen que ser carísimos y de diseño, mejicanos, peruanos o japoneses. Estos últimos le gustan mucho porque le dan ocasión de encargar sushis y sashimis con nombres exóticos y mostrarse hábil manejando los palillos —yo siempre pido un tenedor— mientras te explica la diferencia entre el pescado crudo cortado a la manera de Okinawa y la de Hokkaido. O algo así. Eso seduce a las mujeres, me comentó una vez con unas algas colgando de los palillos, en el Kabuki. Bueno, Lex —aquí interpuso una sonrisa diplomática tras meditar un instante, mirándome—. Me refiero a cierta clase de mujeres.
—Cuéntamelo ya —sugerí cuando nos acomodamos en una mesa.
Me lo contó. Por encima y a grandes rasgos, con breves pausas para observar el efecto. Para comprobar si el cebo bailaba de manera adecuada ante mis ojos, haciéndome salivar. Y sí, claro. El proyecto habría estimulado las glándulas de cualquiera. Se lo dije. También era de realización casi imposible, y eso también se lo dije.
—Nadie sabe dónde está Sniper —resumí.
Por la manera en que Mauricio vertió un poco de sake caliente en mi cubilete, supe que tenía algún as en la manga. Ya dije antes que el editor de Birnan Wood dista mucho de ser un estúpido.
—Tú puedes. Conoces a la gente adecuada, y la gente adecuada te conoce a ti. Te pago todos los gastos y tienes el cuatro por ciento del primer contrato.
Me eché a reír en su cara. Soy perra vieja.
—Eso es como si me ofrecieras una parcela en el circo de Hiparco. Perderemos el tiempo.
—Oye —alzaba un dedo, admonitorio—. Nadie ha publicado nunca un catálogo completo de ese tío. Una gran obra en varios volúmenes, los que hagan falta. Algo monumental. Y no sólo eso.
—Lleva casi dos años escondido, con la cabeza puesta a precio. Literalmente.
—Ya lo sé. Hablamos del artista más famoso y más buscado del arte urbano, a medio camino entre Banksy y Salman Rushdie… Una leyenda viva y toda esa murga. Pero tampoco es que se dejara ver mucho, antes de eso. En más de veinte años, desde que empezó como simple grafitero, casi nadie le ha visto la cara… Marca registrada, y punto: Sniper. El francotirador solitario.
—Pero es que ahora quieren matarlo, Mauricio.
—Él se lo buscó —reía, malévolo—. Que apechugue.
Era un bonito verbo: apechugar. Imaginé a Sniper apechugando.
—Nunca podré encontrarlo —concluí—. Y en el caso improbable de que lo consiguiera, me mandaría a paseo.
—La oferta que le transmitirás es de barra libre por mi parte. Él pone las condiciones. Y yo lo consagro para siempre y hago entrar su obra en el círculo de los dioses, codeándose con lo más.
—¿Tú solo?
Lo pensó un momento. O hizo como que lo pensaba.
—Nada de solo —concedió—. Tengo detrás a gente con mucho dinero: galeristas británicos y norteamericanos, dispuestos a invertir en esto como quien invierte en un negocio enorme.
—¿Por ejemplo?
—Paco Montegrifo, de Claymore… Y Tania Morsink.
Moví la cabeza, impresionada.
—¿La reina del pijoarte neoyorquino?
—Ésa. Y con sumas asombrosas, te lo aseguro. Un plan a medio y largo plazo del que ese catálogo será sólo el aperitivo.
Ahora fui yo quien lo meditó un instante.
—Ni lo sueñes —dije—. Se negará a aparecer en público.
—No tiene por qué dar la cara. Al contrario. Su anonimato intensifica el morbo del personaje. A partir de ahí, Sniper será historia del Arte. Lo vamos a coordinar con una retrospectiva monstruo en algún sitio de los grandes: la Tate Modern, el MoMA… Iremos al mejor postor. Ya he tocado teclas y los tengo a todos calientes. Tratándose de él, se volcarían. Imagina la cobertura. Acontecimiento mundial.
—¿Y por qué yo?
—Eres muy buena —me hacía la pelota, el listillo—. La más seria con la que he trabajado, y llevo toda la vida en esto. También tienes condiciones especiales para acercarte a él. Pulsar la cuerda. No he olvidado que tu tesis doctoral fue sobre arte urbano.
—Grafiti.
—Bueno, eso. Conoces lo que significa tener pintura en las manos y esprays en la mochila. Cómo entrarle a esa gente.
Hice una mueca opaca. Conoces, había dicho Mauricio. Y nunca sabría lo cerca que andaba de la verdad. Pensé en ello mientras pinchaba un niguiri, o como se llamara, con el tenedor. Tantos paseos —aún lo hacía a veces, sin apenas darme cuenta— mirando paredes entre escaparates y portales, donde los escritores urbanos dejaban huellas de su paso. Recordando y recordándome. Casi todas eran simples firmas a rotulador con apresuramiento y poco arte, más cantidad que calidad, de las que hacen poner el grito en el cielo a vecinos y comerciantes y arrugar la nariz al Ayuntamiento. Sólo en raras ocasiones alguien con más tiempo o temple se había empleado a fondo con el aerosol; y el tag, o la caligrafía de éste, abarcaba mayor espacio o recurría al color. Un par de semanas atrás, paseando por una calle próxima al Rastro, me había llamado la atención algo especialmente conseguido: un guerrero manga cuya espada de samurái amenazaba a los usuarios de un cajero automático cercano. Y yo había seguido mirando los grafitis —firmas, firmas, firmas, algún dibujo poco original, la críptica afirmación Sin dientes no hay caries— hasta que caí en la cuenta de que, como en otras ocasiones, buscaba entre ellos el tag de Lita.
—No puedo garantizarte nada —dije.
—Da igual… Dominas tu oficio, tienes mi confianza. Eres perfecta.
Mastiqué despacio, calibrando los pros y los contras. El Destino me hacía nuevas muecas, sentado ahora tras el mostrador, en el hombro del cocinero japonés que, con una cinta de kamikaze ciñéndole la frente, fileteaba atún rojo. Al Destino, pensé, le gustan las bromas y el pescado crudo.
—Biscarrués se arrojará sobre ti —concluí—. Como un lobo.
—De ése me ocupo yo. No tengo tanto dinero como él, pero sí los suficientes agarres. Y como te digo, no estoy solo en esto. Sabré cuidarme. Y cuidarte.
Yo sabía de sobra que cuidarse de Lorenzo Biscarrués no era tan fácil como Mauricio daba a entender. El dueño de la cadena de tiendas de ropa Rebecca’s Box —medio centenar en quince países, 9,6 millones de beneficios en el último año según la lista Bloomberg, una fábrica textil hundida en la India con treinta y seis muertos que cobraban diez céntimos de euro como salario al día— era un individuo peligroso. Y más desde que uno de sus hijos, Daniel, de diecisiete años, había resbalado de madrugada en un tejado cuya cubierta de titanio mate y acero cromado tenía en ese punto una inclinación de cuarenta y cinco grados; y después de una caída libre de setenta y ocho metros había acabado estrellándose en la calle, exactamente ante la puerta amplia, elegante y acristalada, del edificio. Era éste un lugar emblemático de la ciudad, con firma de arquitecto de vanguardia, propiedad de la fundación que presidía el propio Biscarrués, destinada a la exposición temporal de colecciones importantes de arte moderno. La inauguración, efectuada dos días antes con una retrospectiva de los hermanos Chapman y notable impacto social en los ambientes adecuados, había sido calificada por la prensa como acontecimiento cultural de primer orden. Después de la caída de Daniel Biscarrués, cuyo cuerpo no se descubrió hasta que un camión de recogida de basuras se detuvo allí a las seis de la mañana, y tras cinco horas de idas y venidas por parte de forenses, policías y periodistas madrugadores, la exposición volvió a abrirse al público. Así, los visitantes que ese día hacían cola para admirar a los Chapman tuvieron ocasión de completar el acontecimiento cultural de primer orden con una extensa mancha pardo-rojiza en el suelo, rodeada por una cinta de plástico: Policía. No pasar. Quienes observaban el lugar desde lejos, con cierta perspectiva del edificio, pudieron además ver arriba, sobre la pared contigua al tejado fatal, y sólo escrita a medias, la palabra Holden —firma del muchacho fallecido— en su fase de marcaje inicial, apuntada con trazos rápidos de aerosol negro. El joven Daniel se había precipitado al vacío antes de poder rellenar de color el resto de la pieza.
—¿Qué sabes tú de Sniper? —pregunté.
Mauricio encogió los hombros. Lo que todo el mundo, apuntaba su ademán. Lo suficiente para olfatear un exitazo si lo sacamos de su escondite. Si lo convences de asomar la patita por debajo de la puerta.
—¿Qué sabes? —insistí.
—Sé lo suficiente —dijo al fin—. Por ejemplo, que desde hace tiempo ese tío vuelve locos a grafiteros de varias generaciones… Estás al tanto, supongo.
—Vagamente —mentí.
—También sé, como tú, que ahora todos esos zumbados escritores de paredes andan besando por donde pisa, o pinta, en plan secta. Que lo tienen por Dios y su bendito padre… Ya sabes: Internet y todo eso. Y que lo del tejado del hijo de Biscarrués fue un montaje suyo.
—Intervenciones —le corregí—. Ese cabrón las llama intervenciones.
Atardecía cuando salí de la boca de metro y caminé hasta el edificio de la Fundación Biscarrués. Éste se alza cerca de la Gran Vía, lindante con una zona tradicional de casas antiguas y focos de prostitución que en los últimos tiempos ha sido rehabilitada, cambiando de residentes y de aspecto. Había gente tras el cristal de los bares con ordenador portátil y café en vaso de plástico —detesto esos lugares absurdos donde debes llevar tú la consumición a la mesa—, parejas homosexuales que paseaban cogidas de la mano y dependientas de tiendas de ropa fumando en la puerta como furcias futuristas, de nueva generación. Todo muy correcto y muy trendy. Muy de foto para el dominical en color de El País.
En los muros, entre escaparates y portales, los grafiteros habían dejado huellas de su paso. Empleados municipales se encargan de borrarlas en el centro de la ciudad; pero en aquel barrio se da cierta tolerancia, pues las pintadas urbanas son parte del carácter local. Contribuyen a dar tono, como los carteles outlet que sustituyen por todas partes al tradicional de rebajas. Yo buscaba algo concreto, sobre un muro que hacía esquina tras una señal de dirección prohibida. Y allí estaba: Espuma, escrito con rotulador rojo de trazo ancho. El tag de Lita. El color se veía un poco desvaído y otros habían bombardeado después encima y alrededor; pero comprobar que esa firma seguía donde siempre me causó una melancolía singular, como si goteara lluvia fría en mi corazón.
Las chicas que crecen aprisa
tienen los ojos tristes.
Lo murmuré mientras la recordaba con una guitarra que nunca llegó a tocar bien, olor a tinta y pintura, cartones decorados por ella en las paredes y el suelo, papeles con dibujos, fanzines y toda aquella música dura, rap y metal a tope, que hacía vibrar las paredes para desesperación de la madre y furia del padre. Que nunca me quisieron mucho, por cierto. Lita incluso había compuesto una canción, la de las chicas que crecen aprisa, que tal vez quedó inacabada, pues le oí cantar varias veces la misma estrofa. Sólo ésa.
Pasé los dedos sobre su firma, su tag, rozándola apenas. Pintura, música. Ingenuidad. Lita y sus dulces silencios. Hasta aquella canción apenas esbozada era uno de ellos: los que la impulsaban cada anochecer, mochila al hombro, cuando salía con la mirada absorta en paisajes que únicamente ella podía ver, o intuir, más allá de los confines del barrio, de la vida que aguardaba minada de años y de hijos, del tiempo y el fracaso que todo lo agrisarían. Frente a eso, los muchachos como Lita sólo podían esgrimir el nombre de Nadie multiplicado hasta el infinito, con tesón casi psicópata que, más que a esperanza, sonaba a ajuste de cuentas. A pequeñas dosis precursoras de la Gran Represalia, anuncios de un tiempo por venir en el que cada uno recibiría su cuota de apocalipsis, la carcajada del francotirador paciente. Del Destino escrito con los caracteres de la otra firma, más grande, letras de casi dos metros cada una, que yo podía ver ahora al otro lado de la calle, arriba, en la pared contigua al tejado del edificio de la Fundación Biscarrués.
El cielo sobre la ciudad oscurecía poco a poco, y las luces de la calle y los escaparates empezaban a encenderse, velando la parte alta de algunos edificios; pero la palabra Holden pintada con una simple marca negra, interrumpida antes de que las letras fuesen rellenadas de color, podía verse perfectamente desde abajo. Anduve hasta la otra acera y permanecí un rato mirando hacia lo alto, hasta que por mimetismo gregario algunos transeúntes empezaron a detenerse a mi lado, mirando en la misma dirección. Entonces seguí calle adelante, entré en un bar y pedí una cerveza para quitarme el sabor amargo de la boca.
Kevin García firmaba SO4. Su tag original era más largo, SO4H2; pero el chico, según me habían contado, tenía un carácter asustadizo que rayaba en lo agónico. Solía escribir en paredes y persianas metálicas —cierres, en jerga grafitera— con la cabeza vuelta hacia atrás, imaginando que policías y vigilantes estaban a punto de echársele encima. A menudo salía corriendo antes de terminar la pieza, así que los amigos le aconsejaron abreviar. Fui a verlo tras orientarme con algunas llamadas telefónicas. Antes de aprovechar la propuesta de Mauricio Bosque necesitaba anudar cabos sueltos: confirmar antiguos informes y refrescarlos con cosas nuevas. Aclarar en qué me estaba metiendo, sobre todo. Con qué posibilidades y con qué consecuencias.
—¿Cómo te llamo?… ¿Kevin o SO4?
—Prefiero el tag.
Di con él donde me habían dicho que estaría: sentado en una plaza próxima a su casa, en Villaverde Bajo. Allí, entre bancos de cemento acribillados de tags y pintadas —Jeosm, DKB—, seis farolas rotas y una fuente de la que nunca manó agua, los chicos habían montado un recorrido para monopatín que podía considerarse bastante arduo. Había cerca un gimnasio de boxeo amateur, un par de bares y una ferretería especializada en rotuladores y aerosoles para grafiteros; la única de aquella parte de la ciudad donde podían encontrarse boquillas fat cap de diez centímetros y aerosoles Belton o Montana.
—Yo no estaba cuando pasó. Dani quería hacerlo solo.
SO4 era un chico rubio de diecinueve años, flaco y menudo, con cara de pájaro. Parecía aún más frágil dentro de sus ropas adecuadas para correr, deportivas Air Max salpicadas de pintura, pantalón pitillo y jersey ancho con mangas que le cubrían las manos, por cuyo cuello holgado asomaba la capucha de una felpa. Había grupos de jóvenes vestidos de forma idéntica diseminados por la plaza, saltando con el skate o de charla en los bancos cubiertos de marcas y pintadas. Chicos duros, con pocas esperanzas, que emitían en su propia longitud de onda. Carcoma despiadada del mundo viejo, cabeza de playa de una Europa mestiza, bronca, diferente. Sin vuelta atrás.
—Hacer, ¿qué? —pregunté.
—Ya sabes —compuso una mueca afilada, semejante a una sonrisa corta y seca—. Escribirles a esos cabrones del banco.
—No era un banco.
—Bueno. La fundación esa. Lo que fuera.
SO4, comprobé, era una curiosa combinación de arrogancia huidiza con cautela de grafitero acostumbrado a salir disparado de pronto, saltando muros y vallas. Yo sabía cómo se habían hecho amigos Daniel Biscarrués y él, pese a la diferencia de ambiente social entre ambos —Villaverde Bajo distaba de La Moraleja lo que la Tierra de la Luna—. Me lo había contado por teléfono el inspector jefe Pachón, del grupo de grafiteros de la policía judicial. Se conocieron en la comisaría de la estación de Atocha, dijo. Sentados uno al lado del otro, una noche en la que intentaron hacerse, cada uno por su cuenta, algunos vagones de tren situados en la cochera Cinco Vías. Tenían la misma edad: quince años. Después de aquello empezaron a reunirse los viernes por la tarde en la estación de metro de Sol para escuchar música juntos —SFDK, Violadores del Verso, CPV— y luego machacar paredes hasta el alba, siempre en pareja, aunque a veces se juntaban con otros chicos para misiones masivas. Así estuvieron un par de años, hasta la noche del accidente.
—¿Cómo llegó Daniel hasta allá arriba?
SO4 encogió los hombros. Qué importa cómo, daba a entender. Lo hizo como siempre. Como todo.
—Pasamos dos días planeándolo. Lo estudiamos desde todas partes. Hasta sacamos fotos. Al fin vimos que había una pared buena y que era posible llegar por el tejado, descolgándose. A última hora, Daniel dijo que yo no iba. Que era cosa suya, y que tendría mi oportunidad en algún otro sitio…
Se quedó un momento en silencio. Por un instante apuntó de nuevo la sonrisa afilada y seca, disipando la juventud de su rostro.
—Dijo que dos escritores allí arriba seríamos demasiada gente.
—¿Por qué se cayó?
SO4 hizo un ademán evasivo. De indiferencia. No se pregunta por qué cornea un toro a un torero, quería decir aquello. Ni por qué un soldado muere en una guerra o un poli blanco apalea a un inmigrante negro, o moro. Resulta demasiado evidente. Fácil.
—La cubierta era lisa e inclinada —resumió—. Haría un mal movimiento, resbaló y se fue abajo. Zaca.
Fruncía el ceño, quizá considerando si la onomatopeya resultaba adecuada. Hice la pregunta que había ido a hacer:
—¿Qué tuvo que ver Sniper con eso?
Me miró sin recelo esta vez. Directo y franco. Aquel nombre parecía darle seguridad; como si su mención lo convirtiese todo, incluida la caída de su amigo desde el tejado, en lo más natural del mundo.
—Era una actuación convocada por él, como las otras… Hubo varias, y todas fueron algo muy fuerte, espectaculares. Ésa era de lo más. La crema.
Una forma de resumirlo, concluí. Acontecimientos en toda regla que trascendían los límites del simple grafiti y lanzaban a la calle, de forma automática, a una legión de chicos jóvenes y otros que no lo eran tanto, con aerosoles y rotuladores en las mochilas, dispuestos a quemar a toda costa el objetivo u objetivos, por difíciles que fuesen. Era precisamente el grado extremo de dificultad, o de riesgo, lo que convertía cada idea lanzada —Internet, pintadas callejeras, mensajes de móviles y boca a boca— en un acontecimiento que movilizaba a la comunidad internacional de escritores de paredes y ponía en estado de alerta a las autoridades. Hasta los medios de comunicación se habían ocupado de eso, lo que contribuía a reforzar el fenómeno y el interés por la personalidad oculta de quien firmaba Sniper. Éste no se prodigaba en convocatorias públicas, y eso las hacía singulares y apetecibles. Con el morbo añadido de que en ellas se producían, a veces, accidentes lamentables. Hasta el asunto de la Fundación Biscarrués, al menos cinco grafiteros habían muerto intentando responder a los desafíos planteados; y media docena resultaron heridos de diversa consideración. Con otros dos muertos, que yo supiera, en el año y pico transcurrido desde entonces.
—Nadie puede cargarle a Sniper la responsabilidad —dijo SO4—. Él sólo da ideas. Y cada quien es cada cual.
—¿Y qué opinas de él?… Al fin y al cabo, murió tu compañero. Tu amigo.
—Lo de Dani no fue culpa de Sniper. Acusarlo es no entender el tema.
—Es triste, ¿no te parece?… Que se matara en una intervención sobre el edificio de la fundación que preside su padre.
—Es que ése era el punto, precisamente. Su motivo para hacerlo. Por eso no me dejó ir con él.
—¿Y qué se cuenta entre los escritores? ¿Dónde crees que Sniper se esconde ahora?
—Ni idea —de nuevo me observaba receloso—. Nunca da pistas sobre eso.
—Aun así, sigue siendo el superlíder.
—Él no quiere liderar una mierda. Sólo actúa.
Tras decir eso permaneció un momento callado, muy serio, contemplando sus zapatillas salpicadas de pintura. Al cabo movió la cabeza.
—Esté donde esté, escondido o no, sigue siendo un crack. Pocos le han visto la cara, nunca lo pillaron con una lata en la mano… Venían de fuera, los guiris, a fotografiar sus cosas antes de que las tacharan o quitaran de allí. Llegó un momento en que casi dejó de actuar en paredes, pero lo poco suyo que quedaba no lo tocaba ni Dios. Nadie se atrevía. Hasta que el Ayuntamiento decidió, por presiones de críticos de arte, galeristas y esa gente que se embolsa los cheques, declararlas de interés cultural, o algo parecido. En los días siguientes, Sniper se hizo a sí mismo un beef en toda regla: todas las piezas amanecieron tachadas de negro, con el círculo de francotirador encima, en pequeñito…
—Lo recuerdo, creo. Fue un acontecimiento.
—Fue más que eso. Fue una declaración de guerra… Podría haberse forrado sólo con vender su nombre, y ya ves cómo pasó de todo. Legal a tope. Limpio.
—¿Y qué teníais que ver Daniel y tú con eso?
—Lo que el resto de la peña. De pronto se corría la voz: «Sniper propone la curva del kilómetro tal de la R-4, o el túnel de El Pardo, o la Torre Picasso»… Y allá íbamos como soldados. Los que se atrevían, claro. A merodear e intentarlo, por lo menos. A comprobar quién le echaba huevos. Solían ser sitios peligrosos, por lo general. Cualquiera podría haberlo hecho, si no. Eso nos picaba, claro. A Dani, a mí. A todos.
—¿Y él?… ¿No aparecía por allí?
—Nunca. No tenía nada que demostrar, ¿comprendes?… Lo había hecho todo, ya. O casi. Lo máximo. Ahora actúa muy de tarde en tarde. Sólo cosas especiales, que hacen flipar. A veces anda jodiendo en museos y sitios así. El resto del tiempo está callado, a lo suyo. Sin comerte la oreja. Y de pronto suelta ideas.
Hacía frío, así que caminamos un poco. SO4 se movía con las manos en los bolsillos y el balanceo característico de los chicos influenciados por la música hip hop y las bandas urbanas que desde hace dos décadas se asientan en barrios marginales de la ciudad.
—¿Por qué Daniel firmaba Holden? —quise saber.
—No lo sé —movió la cabeza—. Nunca quiso hablar de eso.
Consideré otra vez el abismo social que había entre él y el hijo de Lorenzo Biscarrués, aunque no dejaba de tener su lógica: además de transgresión y adrenalina, el grafiti hacía posible una camaradería inusual en otros ambientes. Una especie de legión extranjera clandestina y urbana, anónima detrás de cada tag, donde nadie interrogaba a nadie sobre su vida anterior. Lita lo había expresado muy bien tiempo atrás, cuando nos conocimos, con palabras que no olvidé nunca. Allá afuera, dijo, mientras agitas el espray, hueles la pintura fresca que ha dejado otro escritor en la misma pared como si olieras su rastro, y te sientes parte de algo. Te sientes menos sola. Menos nadie.
—¿Aún sigues a Sniper?
—Claro. ¿Quién no?… De todas formas, intento no hacer locuras. Lo de Dani me hizo pensar. Cambió las cosas. Ahora voy más a mi aire. Con mi propio estilo.
—¿Crees que sigue en España?… Podría haberse ido al extranjero.
—Puede. A fin de cuentas, el padre de Dani, ese mafioso hijo de puta, juró cargárselo. Pero no tengo ni idea. Hay piezas suyas que aparecen fuera, a veces. En Portugal, en Italia… Supongo que lo sabes. También se han visto en la ciudad de México y en Nueva York. Cosas buenas, raras. Selectas. Cosas que molan.
—¿Y cómo lo hace?
—De manera normal. Por Internet, sobre todo. Se corre la voz, figúrate. Basta con eso. Ahí abrevamos todos.
—¿Sabes que hubo más muertes, después de la de tu amigo?
El pico de pájaro moduló otro gesto evasivo. De nuevo inquieto.
—La gente habla mucho. Vete a saber. Pero oí que un escritor se mató hace poco en Londres, haciendo algo difícil.
—Así es —confirmé—. En uno de los puentes del Támesis. Incitado por Sniper.
—Puede que sí… Puede que no.
Seguía haciendo frío en la plaza, y nos metimos en uno de los bares: tapas bajo el cristal sucio del mostrador, calendarios con fotos de futbolistas, espejo en la pared. Cuando me abrí el chaquetón, apoyándome en la barra para pedir dos cervezas al camarero, SO4 me miró las tetas con desapasionado interés. Luego alzó la vista.
—Tienes los ojos color pizarra —dijo, flemático.
Nunca me los habían descrito así, pensé. Los chicos como ése tenían una paleta propia en la mirada: una manera de interpretar trazos y colores relacionada con las superficies físicas donde pintaban. Comprobé que seguía relajado, locuaz. Le gustaba hablar de aquello, deduje. De simple bombardero de tags pasaba por un rato a ser alguien: compañero del joven muerto, testigo de su hazaña lograda a medias, fan incondicional del jefe de la secta. Me había presentado como periodista especializada en arte urbano, y eso justificaba mis preguntas. Al fin y al cabo, uno escribe en las paredes para ser alguien. Yo sabía que la primera firma de Sniper en las calles databa de finales de los ochenta, simple rúbrica de trazo grueso evolucionada luego hacia otra grande con mucho impacto visual, a medio camino entre la letra burbuja y el estilo salvaje, letras rojas como salpicaduras y una característica mira telescópica de rifle sobre el punto de la i. Después, el logo se había enriquecido con formas figurativas puestas entre las letras como apartándolas para invadir, amenazadoras, el espacio urbano, antes de pasar a una etapa más compleja, donde las figuras adquirieron importancia, el nombre se redujo a una simple firma, y las piezas empezaron a ir acompañadas con frases alusivas y a menudo enigmáticas. Un viaje de Sniper a México a mediados de los años noventa, que parecía probado, introdujo —seguramente por influencia del clásico local Guadalupe Posada— unas calaveras o calacas que, con el círculo de francotirador y las frases alusivas, pasaron a ser fundamentales en el estilo de Sniper. Y cada pieza de esas diversas etapas había sido vista por los escritores de grafiti como obra cumbre de un estilo contundente, poderoso, que muchos intentaron imitar sin lograrlo. Había algo irrepetible, incluso inquietante, en lo que Sniper dejaba sobre tapias de fábricas, estaciones de ferrocarril, persianas metálicas o paredes difíciles de edificios oficiales, entidades bancarias y grandes almacenes. Sus personajes eran siempre alusiones originales, atrevidas, con mucho sentido del humor, a clásicos famosos: una calavera de Gioconda con estética punki, una Sagrada Familia de calacas con un lechoncillo en vez de Niño Jesús, o la Marilyn de Warhol con calaveras por ojos y un chorro de semen goteando en la boca. Por ejemplo. Todo con aire singular, equívoco y un poco siniestro.
—Por entonces ya se había convertido en leyenda —confirmó SO4—. Empezó a serlo desde su primer gran pelotazo: pudo colocar una pieza en el lateral de un vagón del metro que pasaba por la estación más próxima al Santiago Bernabéu, exactamente treinta y cinco minutos antes de que empezara una final de Copa entre el Barcelona y el Real Madrid… ¿Cómo lo ves?
—Difícil, supongo.
—Fue mucho más que eso. Fue la puta hostia. Y le ganó el respeto de todos… También se hacía todas las chapas rojas que se le antojaban.
—¿Chapas rojas?
—Vagones de metro, ya sabes. Entonces eran de ese color.
Después de algunos éxitos similares, prosiguió, imitados por todos hasta el infinito, Sniper se había dedicado más a actuaciones a base de grafitis y objetos provocadores que relacionaba entre sí con corrosiva imaginación. Esa etapa incluyó la colocación clandestina de obras propias en museos y exposiciones públicas: infiltrados, los llamaba. Eso ocurrió por la misma época en que Banksy, el famoso grafitero de Bristol, empezaba a hacer algo parecido en Inglaterra. Un stencil —plantilla sobre la que se pintaba con aerosol— que mostraba a una calaca decapitando a otra había estado expuesto tres horas en una sala del Museo Arqueológico Nacional, antes de ser detectado por un atónito visitante; y una etiqueta de Anís del Mono con una calavera por cabeza, pegada sobre una página de periódico y en su correspondiente marco, aguantó día y medio antes de ser retirada de una sala del Reina Sofía, donde había sido colgada clandestinamente entre un fotomontaje de una tal Barbara Kruger y un collage, o algo parecido, de Ai Weiwei.
Sonreí.
—¿Sabes quiénes son ésos?
SO4 movió la cabeza con deliberado desdén. Nos mirábamos uno al otro en el espejo situado detrás del camarero: su cabeza apenas sobrepasaba la altura de mis hombros. El pelo pajizo contrastaba con el mío, muy corto y muy negro, con alguna cana prematura subrayándome los treinta y cuatro. O no tan prematura, me dije. A fin de cuentas.
—Ni lo sé ni me importa quiénes son —dijo tras darle un sorbo a su cerveza—. Yo soy escritor de paredes… De la llamada Barbara, ni idea. El Weiwei será chino, supongo. O de por ahí.
Al fin, siguió contando, y como era previsible después del Reina Sofía, un influyente crítico mencionó a Sniper en términos elogiosos utilizando las palabras «terrorista del arte», y el comentario fue repetido en un par de programas de radio y en una televisión. No había pasado mucho tiempo desde lo del crítico, cuando, también como era de esperar, la concejal de Cultura de Madrid, además de declarar las piezas de Sniper patrimonio artístico de la ciudad, invitó públicamente a éste a intervenir en una exposición oficial de pintura al aire libre, para la que se había destinado un recinto industrial abandonado en las afueras de la ciudad: arte urbano, nuevas tendencias y demás.
—Toda esa basura para borregos —se detuvo en ese punto, con rencor, mirando hacia la puerta del bar como si estuvieran agolpados allí—. Gente sometida al sistema. Que vende su culo.
—Pero él no actuó como esperaban —apunté.
—Por eso fue grande y sigue siéndolo. Se les meó en la cara.
Tras decir eso, recreándose en el asunto, rememoró la hazaña: lo que acabó de consagrar a Sniper como leyenda, al negarse a seguir el juego del arte callejero domesticado. Su respuesta a la concejal fue el famoso e histórico autotachado en todas las paredes que conservaban piezas suyas, seguido por el bombardeo, durante cinco noches consecutivas, de pedestales de monumentos históricos de la ciudad, esta vez sólo con su tag puro y duro, rematado el último día con una actuación directa sobre el autobús turístico del Ayuntamiento, que amaneció en su garaje pintado cada tapacubos con la diana de rifle; y en los costados, las famosas frases.
Decidí aparentar ignorancia. Dejarle el lucimiento a él.
—¿Qué frases?
SO4 me miró sorprendido, despectivo. Arrogante de nuevo. Como si la respuesta fuese obvia y yo la tuviera ante las narices, incapaz de verla.
—Las que resumen su filosofía. ¿Cuáles, si no?… El Evangelio en once putas palabras. En un costado del coche escribió: Si es legal, no es grafiti. Y en el otro: Las ratas no bailan claqué.
Llovía afuera, y dentro sonaba Chet Baker. O susurraba, más bien. Cálido, íntimo. Era It’s Always You. Para cenar calenté un trozo de empanada de sardinas en el microondas —las compro en una tiendecita de la Cava Alta, muy cerca de mi casa— y me la comí mientras veía el telediario: crisis, paro. Desesperanza. Manifestación del día frente al Congreso de los Diputados con antidisturbios repartiendo estopa y jóvenes corriendo. Y no tan jóvenes. Un jubilado al que unos y otros habían pillado en medio miraba a la cámara aturdido desde la puerta de un bar —en la esquina del paseo del Prado, me pareció—, con la cara sangrando. Hijosdeputafascistas, decía, sofocado. Sin especificar quiénes. En torno, más carreras. Pelotazos y botes de humo. También, un policía al que varios manifestantes con la cara oculta por mangas y pasamontañas lograban aislar, moliéndolo a golpes y patadas. Las últimas, en la cabeza. Cloc, cloc, cloc. Se le había caído el casco, o se lo quitaron, y casi podías oírlas resonar. Cloc, cloc. Las patadas. Tras aquellas imágenes, con una sonrisa mecánica que parecía parte del maquillaje, la presentadora cambiaba de escenario. Y ahora —la misma sonrisa, reavivada— nos vamos a Afganistán. Bomba de los talibán. De nuestro corresponsal, en directo. Quince muertos y cuarenta y ocho heridos. Etcétera.
Después de fregar el plato y los cubiertos encendí el ordenador. En los últimos tres días había agrupado material de diversas procedencias, Internet y archivos personales, en una carpeta rotulada Sniper: notas rastreadas con Google, vídeos bajados de YouTube, un documental de los años ochenta sobre el grafiti madrileño titulado Escribir en las paredes… Una de las subcarpetas, titulada Lex, contenía mi tesis, fechada cuatro años atrás, para el doctorado en Historia del Arte por la Complutense de Madrid. El grafiti: una criptografía alternativa. Eché un vistazo a las primeras líneas de la introducción:
El grafiti actual es la rama artística o vandálica, según se mire, de la cultura hip hop aplicada sobre superficies urbanas. El nombre abarca tanto la simple firma, o tag, hecha con rotulador, como obras complejas que entran por derecho propio en el terreno del arte; aunque los escritores de grafiti, sea cual sea su nivel entre cantidad y calidad, suelen considerar toda acción callejera como expresión artística. El nombre viene de la palabra italiana graffiare o garabatear, y en su versión contemporánea apareció en las grandes ciudades de Estados Unidos a finales de los sesenta, cuando los activistas políticos y las bandas callejeras utilizaron los muros para manifestar su ideología o señalar territorios. El grafiti se desarrolló sobre todo en Nueva York, con el bombing (bombardeo, en lenguaje grafitero) de paredes y vagones de metro con nombres o apodos. A principios de los setenta, el grafiti era sólo una firma, y se puso de moda entre adolescentes que comenzaron a escribir su nombre por todas partes. Eso hizo necesaria una evolución del estilo a fin de diferenciarse unos de otros, con lo que se abrieron numerosas posibilidades artísticas con variedad de letras, obras y lugares elegidos para pintar. Rotuladores y aerosoles facilitaron la actividad. La reacción de las autoridades reforzó su carácter ilegal y clandestino, transformando a los escritores de grafiti en mucho más territoriales y agresivos...
Ahora el viejo Chet susurraba otra canción. The wonderful girl for me / oh, what a fantasy... Miré alrededor desconcertada, como si de pronto me costara reconocer mi propia casa. En las estanterías y mesas llenas de libros de arte y diseño —también los tengo amontonados en el pasillo y el dormitorio, dificultando el paso— había algunas fotos. Lita aparecía en dos de ellas. En una, sin enmarcar y colocada contra los lomos azules y dorados del Summa Artis, estábamos juntas en la terraza del Zurich de Barcelona, sonrientes —quizá aquél era un día feliz—, su cabeza con el pelo recogido en cola de caballo apoyada en mi hombro. La otra, mi favorita, estaba tras el cristal de un portafotos, sobre una pila de libros de formato grande que uso a modo de mesa auxiliar, coronada por el Helmut Newton de Taschen y el Street Art editado por Birnan Wood: Lita en una foto nocturna, clandestina, de mala calidad y poca iluminación, posando ante el morro recién pintado de la locomotora de un tren AVE, en una vía muerta de la cochera de Entrevías.
En Europa, el grafiti vino de Estados Unidos muy relacionado en principio con la cultura musical, con la que mantiene fuertes vínculos: rockeros, heavies, música negra. El Madrid de los años ochenta fue el núcleo pionero del grafiti autóctono español, donde destacó la figura legendaria de Juan Carlos Argüello, un rockero del barrio de Campamento que firmaba como Muelle; éste murió de cáncer a los veintinueve años y la mayor parte de sus grafitis (en Madrid sólo se conservan dos: uno en un túnel de ferrocarril de Atocha y otro en el número 30 de la calle Montera) fueron eliminados por los servicios de limpieza municipales; pero su actividad inspiró a una multitud de seguidores, que al principio de los noventa se extendería con carácter casi viral a partir de Madrid y Barcelona, dando paso a un estilo de grafiti más complejo, directamente influido por la cultura hip hop norteamericana...
Estuve un rato mirando la foto por encima de la pantalla del ordenador. La había hecho un compañero de Lita con una cámara Olympus y su flash de escasa potencia, desde demasiado lejos, con prisas, antes de salir corriendo por si el destello —la prueba de la hazaña, destinada al álbum de cada cual— alertaba a los vigilantes de la estación. Casi todo aparecía en sombras menos algunas luces lejanas y el reflejo brusco del fogonazo en la pintura roja y negra que cubría de firmas, repetidas con saña una y otra vez, la parte delantera de la locomotora —se trataba de una incursión rápida y en zona hostil, sin intención de hacer arte—: Sete9, nombre del colega de aventura que hizo la foto, y Espuma, el tag de Lita. Vestida con tejanos y cazadora bomber, cubierta la cabeza por el pañuelo con que se recogía el cabello para no mancharlo de pintura, una mochila abierta y tres aerosoles en el suelo, ella apoyaba un pie calzado con zapatilla deportiva en un raíl de la vía, tenía los ojos rojizos por efecto del flash y estaba apenas reconocible a causa de la mala iluminación, excepto por un par de detalles: su mirada y su sonrisa. Aquella mirada rojiza traslucía una extraña felicidad absorta, ensimismada, que yo conocía bien: la había visto en sus ojos cuando nos mirábamos muy de cerca, piel con piel, recobrando el aliento en mitad de un abrazo íntimo. En cuanto a la sonrisa, ésta era inconfundible, muy propia de Lita: abstraída, ingenua, casi inocente. Como la de un niño que mirase atrás en mitad de un juego complicado o difícil, quizá peligroso, en busca de la aprobación de los adultos que observan. Esperando un elogio o una caricia.
La interacción entre las diversas manifestaciones del arte urbano tiende a hacer confusos los límites entre grafiti y otras actividades plásticas realizadas al aire libre en las ciudades. En esencia, aunque los materiales y formas coincidan a menudo, incluso influyéndose mutuamente, lo que diferencia el grafiti puro de otras actividades relacionadas con el arte urbano, más o menos toleradas o domesticadas, es su agresivo carácter individualista, callejero, transgresor y clandestino. Incluso la expresión «hacer daño» aparece con asombrosa frecuencia en las declaraciones de algunos de los grafiteros más radicales...
Abrí los ventanales para salir al balcón, donde el frío me hizo estremecer. Aunque tal vez no era el frío, o no del todo. Había dejado de llover. A mi espalda, Chet volvía a susurrar Whenever it’s early twilight / I watch ’til a star breaks through, y tres pisos más abajo, entre las ramas desnudas de los árboles, farolas amarillentas iluminaban los automóviles aparcados y el asfalto reluciente. Miré a la derecha, hacia las escaleras del Arco de Cuchilleros donde se agazapaba el bulto oscuro e inmóvil de un mendigo. Funny, it’s not a star I see / It’s always you. Después miré arriba, el cielo negro cuyas estrellas apagaba el resplandor nocturno de la ciudad. Del alero o el balcón situados sobre mi cabeza, una gota de lluvia tardía cayó sobre mi rostro, cruzándolo como una lágrima.
Cuando volví a entrar eran las once y cuarto de la noche. Pese a lo avanzado de la hora, cogí el teléfono y llamé a Mauricio Bosque para decirle que aceptaba el trabajo.