Epílogo

—Tú te quedas en esta —le dijo la supervisora.

La presa 965876 se detuvo delante de la celda y esperó a que la supervisora abriera la puerta. La prisión de New Hall, en West Yorkshire, se construyó de ladrillo rojo en los años treinta para que pareciera una fortaleza. Era ruidosa y estaba atestada. En las celdas para una mujer, había dos; en las de dos, había tres.

La nueva, agarrando con fuerza sus sábanas, su manta y sus toallas, entró en la celda. La puerta corredera se cerró a su espalda.

—Joder —espetó la otra presa. Era corpulenta, de pantorrillas y tobillos gruesos que asomaban por debajo de un finísimo vestido amarillo—. No llevo ni un día sola en esta maldita celda y ya me traen carne fresca. —Señaló la litera de arriba—. Esa es la tuya. Me llamo Sheila. Soy de Manchester. ¿Por qué te han encerrado?

—Cómplice de asesinato y obstrucción a la justicia.

—¿Ah, sí? Supongo que no has hecho ninguna de las dos cosas, ¿no?

—Me he declarado culpable.

A Sheila le pareció que aquello era para partirse de risa.

—¡Te habría hecho falta un abogado mejor! ¿Cuánto te ha caído?

—Dos años.

—Eso no es nada. A mí me han caído quince. Dicen que le prendí fuego a mi novio. No soy tan boba como tú. Me declaré inocente, pero no se lo tragaron, ¿sabes? El muy cabrón se lo merecía, lo hiciera quien lo hiciese. ¿Cómo te llamas?

—Cacia.

Sheila la miró de arriba abajo.

—Oye, ¿tú no has salido en la tele?

—No sabría decirte —respondió Cacia.

—¡Sí, sí que has salido! Tú eres de Mallerstang. La de la Biblioteca esa.

Cacia asintió con la cabeza de forma casi imperceptible y preguntó si podía subirse a la litera de abajo para hacer la de arriba. A Sheila pareció gustarle la deferencia y le ayudó con las sábanas.

—¿Qué le ha pasado a tu familia?

Cacia contestó sin derramar una lágrima.

—Perdí a mis dos hijos. Mi marido está en prisión, a la espera del juicio. Lo acusan de asesinato, y me temo que pasará mucho tiempo encerrado. Me he declarado culpable para cumplir condena y poder volver con mi hija. Está con mi cuñada y sus pequeñas. Las han alojado en una finca de Kendal. He perdido a otros también.

—¿Y cómo es que no lloras cuando lo cuentas?

—Ya he llorado bastante.

La mujer asintió con la cabeza.

—¿Quieres un té?

Mientras esperaba a que hirviera el agua de la tetera, Sheila inició una prosaica explicación de que todos los víveres que había en las estanterías eran suyos y solo suyos. Hasta que Cacia recibiera su primer paquete del exterior, le cedería algunas cosas a cuenta, con intereses, por supuesto. Por cada galleta, ella tendría que darle dos; por cada bolsita de té, tendría que darle tres…

Cacia se sentó en su litera y miró por la ventana con barrotes. Por encima de las murallas de la prisión se veía un pedacito de cielo azul. Desconectó por completo del discurso sobre las reglas de devolución de su compañera de celda.

—¡Eh, tú, que no me estás escuchando! ¿Quieres una galleta de higos o no? —Sheila agitaba una galleta en el aire.

De pronto Cacia saltó de la litera y fue corriendo al retrete de acero inoxidable. Se hincó de rodillas y empezó a vomitar con violencia.

—¡Joder! ¿Qué coño te pasa? —gritó Sheila—. Más te vale que no sea contagioso.

Cacia levantó la cabeza, se limpió la boca con el dorso de la mano y sonrió.

—Tranquila, no es contagioso —dijo acariciándose el vientre—. Solo son náuseas matinales.