1296, isla de Wight, Inglaterra
Corría el 28 de diciembre, tres días después del banquete de acción de gracias del día de Navidad. Clarissa había esperado ansiosa esa fiesta, y había contado los cuarenta días desde San Martín colocando cuarenta piedrecitas en su lavamanos. Había empezado el 11 de noviembre y había ido quitando una piedra cada mañana. Cuando al fin llegó el día, su corazón de dieciséis años daba brincos de alegría. La abadía de Vectis era un sitio duro y aburrido para una joven que aún no se había entregado a la vida monástica, y cualquier día que conllevara dulces, regalos y un ambiente de alegría general la atraía muchísimo.
Sin embargo, pasada la Navidad, Clarissa volvió a su monótona rutina. Las campanas de laudes la despertaron como siempre. Su pequeña celda estaba oscura y hacía en ella un frío de mil demonios. La ventana traqueteaba sacudida por las fuertes ráfagas de viento procedentes del mar.
Instintivamente, metió las manos bajo la manta para palparse el vientre. Se lo notó suave y terso. Solo le quedaban dos meses. Le habían dicho que no habría pataditas, y no las había.
Pero sabía que su bebé estaba vivo y bien. Estaba convencida.
El niño era suyo, lo único que tenía en este mundo, y lo amaba.
El disponer de una celda propia era un lujo con el que jamás había soñado. Clarissa, que era la sexta hija de un granjero y había crecido en la agreste frontera septentrional de Cumberland, a los catorce aún compartía cama con cuatro hermanas y un solo cuarto con toda su familia. Hacía un año que había llegado a la abadía de Vectis. Baldwin, el abad, se había detenido en el mercado de la localidad de Kirkby Stephen cuando regresaba de un arduo viaje a Escocia en busca de mecenazgo para su orden. Tras la muerte de la principal mecenas de la abadía, la condesa Isabella de Fortibus, Baldwin se había visto obligado a abandonar el enclave de su isla y viajar por el reino de Wessex y más allá buscando el favor de condes, lores, obispos y cardenales que quisieran sostener la abadía de Vectis, una joya de la corona benedictina que poseía la catedral más preciosa de la zona. El séquito de Baldwin había necesitado dos caballos descansados, y en la plaza del mercado el abad había conocido al padre de Clarissa, quien le ofreció sus monturas.
Después de llegar a un acuerdo, Baldwin tenía una pregunta para el granjero. También necesitaba jóvenes vírgenes obedientes con las que poblar las filas de novicias de su abadía. ¿Tendría alguna hija de la que pudiera prescindir? ¿A qué precio?
Desde luego que tenía. La cuestión era cuál. La mayor se había encaprichado del herrero del pueblo y él esperaba obtener algún beneficio de aquella unión. La pequeña era demasiado joven, y la segunda era la favorita de su esposa; si se desprendía de ella, su mujer montaría en cólera. Así que le quedaban las dos de en medio. Ambas eran bastante trabajadoras, pero quizá Mary satisfaría mejor el criterio de obediencia del abad. Clarissa, en cambio, era obstinada y pendenciera, lo cuestionaba todo, era más un engorro que otra cosa. Después de decidirse, le había mostrado las monedas a su mujer llorosa y le había dicho: «Que sea la Iglesia quien la dome».
Clarissa había dejado Yorkshire con una mezcla de nerviosismo y extrañeza. Sabía bien los conflictos que la esperaban si se quedaba en la granja. Aquella vida no presentaba otro atractivo para ella que el solaz del seno familiar. Trabajaría los campos y cuidaría de las ovejas hasta que le dolieran los huesos, y un día su padre la casaría con algún zoquete que la apartaría de sus hermanas. Y el único consuelo que sacaría de la unión con ese hombre al que seguramente le faltarían dientes y le apestaría la boca a cebolla sería un bebé. ¡Cuánto ansiaba tener un bebé algún día y poder abrazarlo! Había visto a su madre con la menor de sus hermanas recién nacida y, cuando se la ponía en el pecho, aquella mujer demacrada parecía feliz por una vez según Clarissa.
Ese fue el pensamiento que la atormentó durante todo el mes que duró el viaje a Vectis. Si se casaba con Jesucristo y no con un hombre, jamás tendría ese bebé. Qué pena, qué pena. No obstante, los acólitos del abad la trataron con solicitud y la obsequiaron con relatos de la grandeza de la catedral y de la maravillosa tranquilidad y santidad de la abadía. Así que pensó en Dios y se preguntó qué aspecto tendría si se materializara en la tierra. ¿Sería un joven guapo con barba como el de los crucifijos? ¿Un anciano de barba cana vestido con una túnica larga? ¿Y cómo se sentiría siendo la esposa de Jesucristo?
Recordaba bien la primera vez que había visto la aguja de la catedral. Se había tapado el cuello con su nueva capa de lana para protegerse del gélido frío. Con la mano que le quedaba libre, se había agarrado a la barandilla del barco con tanta fuerza que se le habían puesto blancos los nudillos. El mar se comportaba como si pretendiera impedirle que completase el viaje. Nunca antes había visto el océano y le parecía algo oscuro y perverso que rociaba de sal sus orificios nasales y le revolvía el estómago. Pero un monje anciano y cariñoso que había sido algo así como su protector durante toda la expedición la agarró por los hombros y le dijo que no tenía nada que temer. El barquero, le comentó para tranquilizarla, lo tenía todo bajo control. «Tú sigue mirando la aguja de la catedral, hija. No tardaremos en llegar», le dijo.
La aguja, negra contra el cielo gris de fondo, era la mano extendida de Dios señalando el cielo. Vectis sería su hogar, su santuario. Se entregaría a Dios y, si era digna, se haría monja. La paz que sintió en ese instante fue la sensación más hermosa que había experimentado en toda su joven vida.
Al llegar, besó la playa y recorrió la corta distancia que la separaba de la abadía a la zaga del séquito de Baldwin. Cuando pasó por la verja levadiza de la abadía amurallada, le sorprendió lo animada que estaba. Con una población de seiscientas almas, era la segunda ciudad más grande de la isla de Wight, y por lo visto los seiscientos habían salido corriendo a recibir al abad. Baldwin se hincó de rodillas en un margen herboso delante de la catedral y dio gracias en voz alta por haber regresado sano y salvo.
Clarissa se dejó llevar por la barahúnda hasta que una monja de aspecto severo se le acercó y, saludándola apenas, le ordenó que la siguiera. La hermana Sabeline, madre superiora de las hermanas de Vectis, era una cascarilla seca de mujer, tan huesuda y arrugada que parecía que el peso de su grueso hábito negro era lo único que impedía que se la llevara el viento. En silencio, condujo a Clarissa por los extensos terrenos. Además de la imponente catedral, había en Vectis unos treinta edificios de piedra, entre los que se encontraban la sala capitular, la casa del abad, las cocinas, el refectorio, la bodega, la enfermería, la despensa, el hospicio, el calefactorio, la destilería, los establos y los dormitorios. Para Clarissa constituía un complejo inimaginable.
El destino de Clarissa eran los dormitorios de las hermanas, una construcción baja que se hallaba al fondo de la abadía, cerca del muro que rodeaba el recinto. La hermana Sabeline la dejó al cuidado de una monja anciana y rolliza, la hermana Josephine, que la llevó a un dormitorio comunal con camas de madera y relleno de paja. Sobre cada cama había un cobertor cuidadosamente doblado y, al lado, un orinal. En una mesilla baja había una vela y una palangana de cerámica.
—¿Tienes ya la menstruación, niña?
—¿La qué?
—¡Ay, Dios! ¡Si sangras!
—Ah, sí —dijo ella ruborizándose—, pero en este momento no.
—Levántate la falda, niña —le ordenó la monja.
Clarissa se quedó paralizada.
—¡Ya me has oído!
Obedeció despacio.
La monja echó un buen vistazo a su desnudez y gruñó su aprobación, pero no le dio explicaciones de ningún tipo.
—Todas las chicas están trabajando —dijo la hermana Josephine—. Las conocerás después de vísperas. Esta será tu cama. ¿Sabes rezar?
—Me sé el padrenuestro —contestó Clarissa.
—Bueno, algo es algo, ¿verdad? ¿Y sabes pelar y trocear verduras?
Clarissa asintió con la cabeza.
—Bien. Vamos a la cocina para que puedas empezar a ganarte el sustento.
—Quiero ser monja, hermana. ¿Qué tengo que hacer?
La hermana Josephine soltó un bufido.
—Empieza por pelar patatas.
Poco a poco, semana tras semana, mes tras mes, Clarissa fue dándose cuenta de que su papel era distinto del de la mayoría de las chicas de los dormitorios. Aunque iba a la catedral a rezar con las demás, nunca la relevaban de sus quehaceres en la cocina para que participara en la enseñanza diaria de las escrituras y los himnos. Había una chica, Fay, una muchacha de huesos grandes y nariz de patata, a la que al parecer trataban como a ella, pero un día desapareció y no había vuelto a verla.
Las otras chicas se hacían llamar «novicias», y cuando llevaban un año en Vectis se les permitía hacer unos votos sencillos. A las que llevaban ya cuatro años en la abadía les rapaban la cabeza, hacían votos solemnes y recibían el anillo de Cristo. Como hermanas de Vectis, disponían de una celda propia donde dormir y de tiempo libre para rezar y meditar en solitario.
Para mayor estupefacción y aislamiento de Clarissa, las otras la evitaban y murmuraban a su espalda. Nadie le explicaba por qué ella era distinta. Solo sabía que lo era.
Cuando llevaba seis meses en Vectis, una chica nueva, más joven que ella, llegó a los dormitorios. Era una muchacha rubia llamada Mary a la que su padre había depositado en la abadía para que hiciera lo que el abad tuviera a bien encargarle. Le dieron la cama de al lado de la de Clarissa y las dos pelaban y troceaban verduras juntas en la cocina. Al poco empezó a resultar evidente que tampoco a Mary la trataban como a una novicia.
Mary era tan tímida como ella y las dos apenas intercambiaron una palabra durante las primeras semanas. Cuando al fin lo hicieron, sus acentos y dialectos resultaron lo bastante distintos para que la comunicación resultara difícil, pero con el tiempo llegaron a entenderse.
—¿Nosotras no vamos a ser novicias como las otras? —había querido saber Mary.
—Cuando se lo pregunto a la hermana Josephine, no me contesta —le respondió Clarissa—. Cuando rezo a Dios para que me dé una respuesta, tampoco la recibo. ¿Puedo preguntarte algo? Cuando llegaste, ¿la hermana Josephine te miró tus partes?
Mary asintió con la cabeza.
—Me dijo que tenía buenas caderas.
Enseguida se hicieron amigas, unidas, al parecer, por un mismo destino. La abadía era su único mundo, y era un lugar extraño e insondable. Se esforzaban por entender la jerarquía de la orden y la labor de cada uno de sus habitantes. Sabían que había una destilería de cerveza, pero ¿cuál era el monje cervecero? Sabían que había una enfermería, pero ¿qué hermano era el cirujano? Jugaban a intentar adivinar quién hacía qué y, en los pocos minutos en los que no estaban bajo la estricta vigilancia de la hermana Josephine o de la cocinera, seguían a hurtadillas a algún probable sospechoso por las tierras de la abadía mientras cumplía con sus quehaceres.
Durante estas aventuras descubrieron dos edificios del complejo que les parecieron particularmente curiosos.
En un rincón escondido de la abadía, más allá del cementerio de los monjes, había una construcción sencilla y sin adornos, del tamaño de una pequeña capilla, conectada con un edificio largo y sin ventanas. Una vez habían visto que una carreta llevaba provisiones de carne, verduras y grano a ese edificio.
—Debe de ser una cocina —había dicho Clarissa.
—Tendrán otras chicas que hagan las tareas —replicó Mary—. Menos trabajo para nosotras.
El otro edificio que les había llamado la atención estaba cerca de esa capilla con cocina. Parecía una versión pequeña de los dormitorios de las hermanas, hecho con bloques de piedra caliza, con filas de ventanas cuadradas idénticas y fustes de chimenea en los dos lados cortos. En uno de sus paseos, vieron algo que llenó a Clarissa de una turbulenta mezcla de fascinación y miedo. Fay, la chica de la nariz de patata que había desaparecido hacía meses, se dirigía con andares de pato del pequeño dormitorio a la dependencia de detrás. No lo podía negar: estaba embarazada de muchos meses.
«¿Cómo puede quedarse preñada una muchacha en un monasterio?», se había preguntado Clarissa.
Esa noche, tendida en su camastro de paja, le atormentó el recuerdo de la hermana Josephine escudriñando sus caderas desnudas.
¿Qué destino la esperaba?
La respuesta a su pregunta no tardó en llegar.
Un día soleado de junio, el más hermoso que Clarissa había conocido, de aire perfumado de madreselva y salpicado de abejas, la hermana Josephine se había acercado a ella durante su aseo matinal y le había ordenado que recogiera sus escasas pertenencias.
Mientras salía, sus ojos se cruzaron con los de Mary. Se dijeron adiós en silencio, con labios trémulos. No tenía ni idea de si volvería a ver a su amiga.
No la sorprendió en absoluto que la hermana Josephine se la llevara directamente al pequeño dormitorio situado en un extremo de los terrenos de la abadía.
Dentro, el ambiente estaba un poco cargado. Habían cerrado las puertas y las ventanas para que no entrara la brisa. Había un pasillo central y celdas individuales a ambos lados.
Por el pasillo le pareció oír el llanto de un bebé, pero duró solo un instante. Luego oyó la voz baja de una chica. ¿Era esa la voz de Fay, la muchacha de huesos grandes embarazada de muchos meses?
—¿Qué sitio es este, hermana? —preguntó con miedo.
—Eso no es asunto tuyo, niña —fue la respuesta—. Cuando llegue el momento, se te dirá lo que se te tenga que decir. Hasta entonces, lo único que debes hacer es obedecer y portarte bien.
—Sí, hermana —dijo Clarissa con voz de ratoncillo.
La hicieron pasar a un aposento donde había una cama, una mesilla y algunos utensilios de loza.
—No hay más que una cama, hermana —exclamó ella.
—No tienes que compartirla, Clarissa. Es para ti y solo para ti.
—¿Mi propio aposento? —preguntó, incrédula.
—Debes dar gracias al Señor por tu suerte.
—¿Trabajaré en la cocina?
—No.
—Entonces ¿qué trabajo haré?
—Rezarás y meditarás. Ese es tu trabajo ahora.
—¿Iré a la catedral para las horas?
—No. Harás tus rezos aquí.
—¿Hay otras conmigo?
—¡Basta ya de preguntas! La hermana Hazel vendrá en breve con comida y bebida. Ella será tu superiora. Haz todo lo que te diga sin rechistar.
La hermana Hazel era una monja robusta de espaldas anchas a la que le crecía pelo en lugares poco habituales de la cara. Todo lo que hacía lo hacía rápido, y le dejó claro que esperaba que hiciese cuanto le ordenara bien y sin protestar. Ella era la responsable última del dormitorio y no toleraría majaderías. Las normas eran simples: no debía confraternizar con las otras chicas; comería en la celda y se acabaría hasta el último bocado; por las mañanas se lavaría bien y deprisa; debía informar sin falta del momento en que le llegara el período; solo saldría de la celda para recibir a las visitas en el edificio anexo; debía ser diligente en sus oraciones personales; y, por último, la hermana Hazel no toleraría preguntas tontas.
Clarissa inició así un aburrido período de soledad. Hizo todo lo posible por rezar, pero solo podía recordar unos cuantos himnos de principio a fin. Estaba presa en su celda, pero la comida era abundante y su cama era cómoda. Aguzaba el oído para oír las voces de las otras celdas y, cuando visitaba el edificio anexo, trataba de espiar por las ventanas oscuras de las celdas vecinas. Lo único que sabía con certeza era que había un bebé al final del pasillo. Lo oía llorar de vez en cuando con absoluta claridad.
Cuando le vino el período, se lo comunicó obedientemente a la hermana Hazel, a quien la noticia pareció complacerle. Dos semanas después, su vida cambió para siempre.
La mañana del día señalado, la hermana Hazel llegó después del desayuno y se situó junto a su cama.
—Hoy es el día más importante de tu vida, niña. El Señor te llama para un fin más elevado, y ese fin se cumplirá dentro de muy poco. Te voy a llevar a una parte de la abadía que solo conocen unos cuantos privilegiados.
—A una capillita que hay por allá —dijo Clarissa señalando.
—Eres una niña muy curiosa y muy lista, ¿verdad? Sí, ahí es adonde vamos. Las chicas que van allí son las verdaderas elegidas. Vas a formar parte de un largo linaje de mujeres que han cumplido con su deber y se han visto recompensadas con el conocimiento y la certeza de haber servido a Dios de una forma especial y singular.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó ella temblando.
—Cuando estés allí, sigue las instrucciones de la hermana Sabeline. Ella supervisará personalmente el ritual.
—¿Qué es un ritual?
—¡Siempre haciendo preguntas! Lo único que te diré es que algunas chicas, las débiles, se asustan con lo que ven. Pero tú no eres débil, ¿verdad, Clarissa?
—No, hermana.
—Desde luego que no. Tú serás valiente, no llorarás y obedecerás a la hermana Sabeline.
—Sí, hermana.
—Pues ven conmigo.
Hacía otro día precioso y Clarissa volvió la cara al calor del sol. Tenía el corazón alborotado de miedo, pero avanzaba resuelta. Si Dios la había elegido para algún fin elevado, se sometería a su voluntad. Fueran cuales fuesen las circunstancias.
La hermana Sabeline las esperaba a la puerta de la capilla. La hermana Hazel le entregó a Clarissa y se fue deprisa. La anciana monja le ordenó muy seria que la siguiera. A Clarissa le sorprendió ver que la capilla estaba vacía; el suelo era de piedra azul, y el único adorno era un crucifijo de madera bañado en pan de oro colgado en la pared sobre una puerta de roble que había al fondo.
La hermana Sabeline abrió la puerta de un empujón, cogió a Clarissa de la mano y tiró de ella.
Clarissa se encontró en una escalera de caracol empinada que se adentraba bajo tierra. Había antorchas colocadas a intervalos, pero aun así debía tener cuidado de mirar dónde pisaba. La espiral era tan pronunciada que, al poco, notó que la cabeza le daba vueltas. Cuando ya no podían descender más, una enorme puerta les bloqueó el paso.
La hermana Sabeline abrió la puerta con una pesada llave negra de hierro que llevaba colgada de su cinto de cuero. Para abrirla, tuvo que apoyarse en ella con todas sus fuerzas.
Se encontraban en una caverna oscura.
Clarissa entornó los ojos e intentó hallar sentido a lo que veía. Luego miró a Sabeline con los ojos como platos y estaba a punto de hablar cuando la monja le dijo que no pronunciara ni una sola palabra.
La cripta tenía un techo abovedado, enyesado y encalado para aumentar la luminosidad de las velas dispuestas cada cierta distancia en filas de largas mesas.
A Clarissa se le cortó la respiración cuando comprendió lo que estaba viendo. Sentados a las mesas, hombro con hombro, había decenas de hombres y muchachos pelirrojos, de piel blanquísima, cada uno de ellos con una pluma en la mano, mojándolas y escribiendo en hojas de pergamino y produciendo con ello un ruido de rozamiento tan intenso que le inundaba los oídos. Algunos de los escribas eran ancianos, otros eran niños, pero, a pesar de sus edades, todos se parecían mucho. Todos los rostros parecían igual de concentrados, con sus ojos verdes clavados en la lámina de papel en blanco.
«Dios mío, ¿quiénes son estas criaturas?», se dijo.
«¿Qué son?»
—Recuerda. ¡No digas nada! —le advirtió Sabeline.
Ninguno de los hombres de piel blanca pareció reparar en su presencia mientras las dos, Sabeline arrastrando a Clarissa, pasaban delante de cada uno de ellos, fila por fila.
De pronto, un hombre levantó la cabeza y la miró directamente. Era muy viejo, quizá el mayor de todos. Tenía la piel arrugada y floja, y en su cuero cabelludo, sonrosado y escamoso, había solo unas cuantas manchas de pelo cano rojizo. Clarissa observó que los huesudos dedos de su mano derecha estaban manchados de tinta y que en la pechera de su hábito había manchas amarillas de comida. El anciano empezó a respirar pesadamente, emitiendo silbidos agudos. Luego emanó de su garganta un gruñido grave, un sonido animal, primitivo, que hizo que a Clarissa le temblaran las piernas.
—No doy crédito —masculló la hermana Sabeline—. Sencillamente no doy crédito.
La monja cogió una de las velas y tiró de la manga de Clarissa como uno tiraría de una mula tozuda, pero al ver que seguía clavada al suelo volvió a tirar, poniendo así en movimiento las piernas de la joven. Al final de la fila, la monja la llevó hacia un corredor abovedado oscuro como boca de lobo.
Clarissa no quería entrar en ese agujero, pero era como una muñeca de trapo en manos de la anciana monja. Al atravesar el arco volvió la cabeza y vio que el anciano sibilante se levantaba de su mesa.
En cuanto estuvo dentro, un hedor espantoso le inundó las fosas nasales. Instintivamente lo identificó con el olor de la muerte. Notó que el estómago se le revolvía, pero consiguió no devolver el desayuno.
El primer esqueleto amarillo que vio a la luz de la vela de la hermana Sabeline le hizo gemir de miedo. Su mandíbula estaba completamente descolgada, como si gritara. Tenía adheridos fragmentos de carne y pelo. Los ojos se habían desecado en masas del tamaño de guisantes. A medida que avanzaban hacia el interior de las catacumbas vio otros, muchos otros esqueletos, demasiado numerosos para contarlos, apilados en los nichos cavados en la piedra caliza. Ya había visto un cadáver en su corta vida, el de su abuelo expuesto delante del hogar antes de que lo envolvieran y se lo llevaran al camposanto. Pero aquello no la había preparado para la inmensidad de toda esa muerte.
—¿Qué sitio es este? —preguntó, espantada.
—¡Calla! —le dijo la monja—. ¡No debes hablar!
Se detuvieron en una pequeña cámara, forrada de arriba abajo de nichos. La hermana Sabeline sostuvo la vela con el brazo estirado.
Clarissa temblaba como un perro al que acabaran de rescatar de las aguas heladas de un estanque. Oyó un arrastrar de pies.
Alguien se acercaba.
—¡Mírame! —le ordenó la monja—. No te des la vuelta.
Había alguien a su espalda.
No pudo obedecer. Giró la cabeza y vio el rostro inmóvil del anciano a la luz titilante de la vela. La miraba fijamente con aquellos ojos verdes, grandes y profundos.
—No tienes ni idea de lo afortunada que eres, niña —le susurró furiosa la hermana Sabeline—. Este no es un escriba cualquiera. Es Titus, el más venerable y prolífico. En todos los años que llevo aquí, jamás ha elegido a una chica. ¡Debes de ser la primera! Cumple bien con tu deber.
«¡Mi deber! —se dijo Clarissa—. Que Dios me asista.»
El anciano comenzó a proferir gruñidos graves y a toquetearse.
—Levántate el hábito —le ordenó la hermana Sabeline—. E inclínate hacia delante. ¡Ya!
Su breve y penosa existencia le pasó por delante en un momento. Si salía corriendo, ¿adónde iría? No tenía a nadie que la ayudara, ningún sitio donde esconderse, ni dinero, ni amigos. Solo podía hacer una cosa.
Se agarró el bajo del hábito y se lo levantó hasta la cintura.
—Bien, ahora inclínate hacia mí.
Notó presión en sus partes, luego una fuerte punzada de dolor al romperse el himen. Se había criado en una granja, había visto animales en celo. Sabía de esas cosas. Se sintió como una oveja hembra a la que estuvieran montando. Cerró los ojos con fuerza, apretó la mandíbula y pensó una y otra vez en una sola cosa.
«Tendré un bebé. Tendré un bebé.»
No duró mucho. Los gruñidos del anciano alcanzaron su punto álgido y, cuando hubo terminado, se retiró de inmediato y se alejó arrastrando los pies.
—Enderézate —le ordenó la hermana Sabeline.
Pestañeando para deshacerse de las lágrimas amargas, Clarissa se irguió y dejó que el hábito le cayera hasta los tobillos.
—Ya está. Has cumplido con tu deber y lo has hecho bien. Ahora te llevaré de vuelta a tu celda, donde te quedarás tumbada boca arriba con las rodillas dobladas durante tres días. La hermana Hazel atenderá todas tus necesidades.
—¿Tendré un bebé? —preguntó, lastimera.
—¡Lo tendrás! —le contestó la hermana Sabeline—. Un bebé muy especial.