8

La cabina de turista del Boeing 807 tenía las luces atenuadas para que los pasajeros pudieran dormir, y casi todos intentaban al menos descansar la vista cerrando los ojos. Will era la excepción; movía incómodo su corpachón en el asiento de en medio y miraba el plan de vuelo en la pantalla del respaldo del asiento que tenía delante.

La última vez que había estado en Inglaterra, Phillip era un crío. Había llevado a Nancy y al bebé a la isla de Wight a ver las ruinas de la abadía de Vectis. Habían paseado por el campo de hierba, entre las ovejas que pacían, y habían contemplado el fuerte oleaje del estrecho de Solent. Bajo sus pies yacía la cripta en ruinas de la Biblioteca, destruida por un equipo de demolición del ejército en 1947, después de que se sacaran los libros y se entregaran a Estados Unidos. Por aquel entonces había sentido la necesidad de ir allí, de verlo por sí mismo, pero una vez lo hubo hecho, pasó página y no volvió a pensar en ello. Tenía una vida por vivir. Se había resistido a las súplicas de participar en conferencias o en programas de la televisión y había optado por contar su historia una sola vez, en un libro. Y cuando al fin el libro desapareció de las listas de los más vendidos, él también desapareció, en su barco, en las aguas verdiazules del golfo de México.

En el vuelo de hacía quince años, Phillip no había dejado de llorar desde Terranova hasta Irlanda y le había puesto muy nervioso. Ahora el muchacho le estaba poniendo nervioso otra vez. A ratos se angustiaba muchísimo. ¿Por qué se había ido? ¿Qué pretendía conseguir? ¿Quería rebelarse? ¿Estaba furioso con él porque era un padre abominable y había elegido manifestarlo de ese modo? ¿Había conocido a una chica en la red que lo había camelado para que cruzara el Atlántico? ¿O estaba ocurriendo algo más siniestro?

Cuando hubo reflexionado sobre todos los escenarios posibles, empezó a temer por su corazón. Le había dicho a Nancy que estaba lo bastante recuperado para hacer el viaje, sí, pero lo cierto era que no estaba convencido. Había mentido. No había llamado al cardiólogo para que le diera su beneplácito. «Tienes que ir y punto», se había dicho. Lo primero era lo primero.

En la terminal 6 del aeropuerto de Heathrow, pasó el control de aduanas, se hizo con algo de moneda local y arrastró la maleta hasta el punto de encuentro. Un hombre con abrigo largo sostenía un folio con su nombre. Siguió al chófer afuera y esperó mientras este iba a buscar el coche y lo acercaba a la puerta. Hacía frío y el ambiente era húmedo; el cielo era monocromo y triste, como su estado de ánimo.

Tras un atasco de una hora, llegó al centro de Londres, a Thames House, la sede del MI5 en Millbank. Por un lado, era el Londres que recordaba, una bulliciosa mezcla de viejo y nuevo, pero los sonidos y los olores eran distintos. Como si llevara tapones en los oídos. Había desaparecido el ruido sordo de los motores diésel y gasolina y su apestosa nube química. Todos los coches y los autobuses eran eléctricos, o de los modelos aún más modernos de células de combustible, y el ruido de la calle se había reducido al suave ronroneo de los trenes ligeros y al zumbido de la goma sobre el asfalto. En su país, sobre todo en los pueblos y en las ciudades pequeñas como Panama City, aún había algunos nostálgicos que pagaban veinte pavos por litro por el privilegio de seguir utilizando un coche de gasolina, pero esos eran dinosaurios como él que no sabían dejar atrás su juventud. El juguetito de Will era un Firebird de 1969, una máquina maravillosamente restaurada que había comprado con parte del anticipo de su libro. Gastaba un litro a los diez kilómetros, un juguete muy caro de mantener pero que demostraba valer hasta el último centavo de su precio cuando le pisaba fuerte en los semáforos.

Will pasó por el inmenso arco de entrada a Thames House, donde se presentó en recepción. Supuso que no le darían un trato de favor y, cuarenta minutos después, aún esperando, sus sospechas se confirmaron. Por fin una mujer joven bajó a buscarlo. Al principio pensó que sería una secretaria, en parte por su juventud y en parte porque llevaba la falda demasiado ajustada para ser agente. En su experiencia, aunque algo desfasada ya, los operativos no iban marcando trasero. Pero se equivocaba.

—¿Es usted el señor Piper? —le preguntó—. Soy Annie Locke, la oficial del caso encargada de ayudarle.

Tenía el pelo rubio y corto, los ojos azulísimos y la piel muy blanca.

«Otra belleza de treinta y tantos con buenas piernas —se dijo Will con desdén—. Justo lo que menos necesito en este momento.»

—Tutéame —dijo él.

—Muy bien, espero que hayas tenido un buen vuelo. Vamos a mi despacho, ¿te parece?

—Adelante, te sigo —respondió él buscando una posición desde la que poder contemplar el balanceo de su trasero.

Su despacho en la quinta planta era diminuto y le dijo todo lo que necesitaba saber del rango de Annie. Sin los contactos de Nancy, él ni siquiera estaría allí, pero aquel era sin duda un contacto de boquilla, sin verdadero respaldo oficial.

—¿Cuánto tiempo llevas en el Servicio Secreto? —le preguntó Will.

—Cinco años —contestó ella sentándose a su mesa y ofreciéndole una silla.

—¿Y antes de eso?

—La universidad —dijo ella.

«Por Dios bendito, si ni siquiera tiene los treinta», pensó él.

—Entiendo.

—Bien —siguió ella—. Tu hijo. ¿Alguna novedad desde anoche?

Will negó con la cabeza.

—He llamado a mi mujer desde el coche. No hay nada.

—Y nada, salvo la coincidencia en el tiempo, podría indicar que la estancia de tu hijo en Gran Bretaña tiene algo que ver con el caso del Juicio Final chino.

—No.

—Supongo que entenderás, Will, que los de arriba hayan acordado invertir recursos en el caso solo si existe alguna posibilidad remota de que ambos estén relacionados.

—Lo entiendo, Annie. —Él no le había pedido permiso para tutearla—. También entiendo que eso se hace como favor entre agencias.

—Así es.

—Pues lo valoro. Y lo agradezco. Espero no estar impidiéndote hacer algo que consideres más importante.

Ella pronunció un comando de voz y el rostro de Phillip apareció en la pantalla mural.

—Vamos a buscar a tu hijo, ¿te parece?

Era eficiente, debía reconocerlo. Tenía toda la información relevante al alcance de la mano y en la pantalla. Capturas de imagen de las cámaras de seguridad de Heathrow, del metro, de la estación de King’s Cross. Y su presentación era clara. En algunos aspectos le recordaba a la joven agente especial Nancy Lipinski cuando se la encasquetaron en el caso del Juicio Final. Pero Annie Locke era menos formal, menos entusiasta, y poseía una pizca de cinismo, cualidad que Will siempre había apreciado sinceramente.

Estudió las capturas de pantalla de Phillip con cierto orgullo. El chico estaba solo, no cabía duda. Quizá alguien le siguiera la pista, pero nadie lo guiaba. Andaba por ahí fuera, pateándose solo una ciudad desconocida. En los pocos planos en los que se le veía la cara, Will detectó una chispa de ansiedad, templada por la determinación de cumplir su misión, fuera cual fuese.

—Esta no es la foto de un niño secuestrado o coaccionado —señaló Annie—. Se le ve resuelto. No anda deambulando, ni de turismo. Cambia dinero con su NetPen nada más pasar el control de aduanas, sale de Heathrow en la línea de Piccadilly y va directamente hasta la estación de King’s Cross, donde en teoría compra un billete al contado y desaparece.

—¿No sabes qué tren ha cogido?

—Me temo que no. Las cámaras de seguridad no lo han grabado.

—¿Adónde se puede ir desde King’s Cross?

—Hacia el norte. Los Midlands, Cumbria, Yorkshire, Escocia.

—¿No pueden rastrearle el móvil?

—Parece que lo tiene apagado.

—Hijo de…

—Imagino que sabe que sus padres disponen de medios para localizarlo más fácilmente que la mayoría de los padres.

—Es un chico listo.

—Hijo de Will Piper. Era de esperar, ¿no? En nuestro programa de entrenamiento había un caso de estudio basado en ti, ya sabes.

El comentario hizo que se sintiera como un fósil.

—Me halagas —mintió—, pero Phillip se parece a su madre. La lista es ella. Entonces ¿ya está? ¿Anda perdido por algún lugar del norte?

—No exactamente. ¿Qué sabes de esa tal Hawkbit?

—Nada. A juzgar por su conversación, parece que acababan de conocerse.

—Estoy de acuerdo. Además, el apodo es nuevo. Aunque aún no he peinado todas las bases de datos, no he encontrado ninguna otra Hawkbit en SocMedia o NetMail.

—Por lo visto es una flor silvestre.

—Eso tengo entendido. No sé mucho de botánica.

Will se inclinó sobre la mesa.

—Entonces ¿qué tienes?

—El mensaje que recibió tu hijo por Socco se envió desde un NetPoint de una biblioteca pública. No pongas esa cara, ¡aún nos queda alguna! Se encuentra en una localidad pequeña, Kirkby Stephen, en Cumbria, la parte más occidental de los valles de Yorkshire. Hasta allí llega una línea de ferrocarril que sale de King’s Cross, así que todo encaja.

Will se levantó como un resorte.

—Pues vamos a Kirkby Stephen.

—Ya he reservado billetes de tren para los dos —dijo ella—. Tenemos tiempo de sobra para pasar por la cafetería y coger algo de desayuno y café.

—¿En tren? ¿No vamos en avión? —preguntó él.

—Está claro que no has visto nuestro presupuesto. Tranquilo, llegaremos allí a una hora estupenda.

El tren rumbo al norte se deslizaba por el centro de Gran Bretaña: Peterborough, Doncaster, Leeds, Bradford. La población del país alcanzaba casi los setenta millones de habitantes, y los anillos urbanos alrededor de cada área metropolitana habían reducido inevitablemente las extensiones de verdes pastos y campos que Will recordaba de su último viaje en un tren británico hacía años. Sentado junto a la ventanilla, agradecía los rayos de sol que cada cierto tiempo se colaban entre las nubes y hacían que la mañana resultara menos sombría. Pero al norte de Peterborough las nubes formaron una manta densa que no daba tregua a la penumbra.

Annie estaba sentada en frente de él, bebiendo despacio un refresco de naranja, enganchada a su NetScreen desplegada, con unos auriculares inalámbricos de botón plantados en los oídos. Will no habría sabido decir si estaba trabajando, charlando con amigos o jugando a algún jueguecito. Y tampoco le importaba mucho. Para ella aquello era como hacer de canguro, eso él lo tenía claro. Si conseguía sacarle una o dos cosas útiles al día, se daría por satisfecho. Phillip era hijo suyo; si allí había caso…, era de Will.

Se levantó un par de veces, recorrió tambaleándose el pasillo hasta el lavabo y se refrescó la cara con agua. El vagón cafetería estaba abierto. Le costó resistir la tentación.

A media tarde, fría y neblinosa, pararon en Kirkby Stephen. Bajaron pocas personas y no tuvieron que competir por un taxi. El conductor salió a desenchufar el coche del punto de suministro eléctrico. Volvió dentro y, sin entusiasmo, con cara de haber estado dormitando, preguntó:

—¿Adónde vamos?

—¿Quieres que nos registremos primero en el hotel? —inquirió Annie.

—No —respondió Will bruscamente—. A la biblioteca pública.

—¿No hay bibliotecas en el sur, amigo?

La biblioteca de Kirkby Stephen, aunque relativamente nueva, se hallaba en el edificio más antiguo de la localidad, la Old Grammar School, un centro de enseñanza secundaria del siglo XVI situado en Vicarage Lane, frente a una antigua rectoría y casa de huéspedes. Como la mayoría de los edificios antiguos de la localidad, se había construido con arenisca roja. Las ventanas de la biblioteca estaban forradas de carteles de eventos locales y lecturas de libros.

Cuando entraron, a Will le sorprendió la desolación del lugar. Había algunas pilas de libros a la entrada, pero parecían estar allí más que nada como elemento decorativo. ¿Quién seguía leyendo libros de verdad? Solo los carcas y los reaccionarios, que se aferraban al tacto y al olor del papel con su último aliento. Las pocas bibliotecas que habían sobrevivido a los recortes de la financiación estatal se habían reconvertido en clubes sociales para mayores y en lugares donde las madres atareadas dejaban a sus hijos mientras hacían la compra. A eso había que añadir el acceso a la red. Los dispositivos de red eran baratos y casi todo el mundo tenía uno, pero aquella era una parte pobre del país y había ausencias en las casas. El centro de la sala de la planta baja estaba repleto de NetPoints con paneles de aislamiento acústico para que la gente pudiera utilizar comandos de voz para navegar por sus finísimas pantallas ladeadas sin molestar a sus vecinos.

Annie se dirigió al mostrador central para hablar con la bibliotecaria, una señora estirada de pelo cano que vestía un llamativo jersey tejido a mano.

—Hola, ¿es usted la señora Mitchell? —preguntó.

La mujer sonrió.

—Sí, Gabrielle Mitchell. Usted debe de ser la señorita del gobierno.

—En efecto.

Annie le mostró su identificación, que pareció impresionarla.

—Me encantan los libros de espías —ronroneó la señora Mitchell.

—A mí también —dijo Annie.

—Deduzco que aún no han encontrado al chico —susurró la bibliotecaria, como si hubiera gente apiñada alrededor del mostrador que no debería oír la conversación.

—Me temo que no. Este es el padre del chico, el señor Piper.

La preocupación de la bibliotecaria por la grave situación de Will se transformó en algo más cuando la mujer adoptó una actitud curiosa.

—Encantada de conocerlo, a pesar de las circunstancias, señor Piper. No vienen muchas celebridades por aquí. —Quería estrecharle la mano, y él la complació—. Qué guapo es —le susurró a Annie como lo habría hecho una colegiala chismosa.

Él puso fin a aquel despropósito.

—¿Podría enseñarnos el NetPoint que se usó para enviar el mensaje a mi hijo?

Estaba al final de una fila de NetPoints y no era distinto de los demás: una silla acolchada, una mesa, una pantalla de polímeros en blanco que se activaba con el logo del condado de Cumbria al pasar la mano por delante. De los veinte que había, solo media docena estaban ocupados.

—¿Hace falta un usuario para acceder? —preguntó Annie.

—No, aquí no funcionamos así —dijo la bibliotecaria—. Solo se necesita un nombre de usuario para llevarse prestado un libro electrónico, y por lo visto eso no sucedió durante la sesión en cuestión.

—¿Así que cualquiera puede utilizar anónimamente estos terminales? —quiso saber Will.

—Por supuesto. No tenemos una mentalidad controladora. Pretendemos fomentar el uso de la red para el aprendizaje y el ocio.

—La mayoría de los lugares públicos cierran el acceso a determinados sitios —repuso Annie.

—Nosotros usamos filtros para restringir el acceso a la pornografía y a algunos sitios con contenido no apto para menores. Se trata del filtro estándar de la Asociación de Bibliotecas Públicas. ¿Qué sitio se usó para comunicar con su hijo, señor Piper?

—Socco.

—Popular, muy popular —observó Mitchell—. Sobre todo entre los más jóvenes, según tengo entendido. Es muy técnico, quizá demasiado colorido para nuestros mayores.

—Fue hace tres días, hacia las ocho cuarenta de la mañana —dijo Annie—. Por lo que parece, no hay mucha gente aquí entre semana.

—No hay dos días iguales, querida.

—¿Viene mucha gente antes de las nueve de la mañana? —preguntó Will.

—Abrimos a las ocho. Algunas mañanas vienen estudiantes que quedan aquí con sus amigos de camino a clase. Tenemos unas máquinas expendedoras de chucherías y café que tienen mucho éxito. Hay que ofrecer esta clase de servicios para atraer a la clientela, ya saben.

—¿Estaba usted aquí esa mañana? —preguntó Annie.

—Sí.

—Era una chica. O una mujer. Utilizó el apodo de Hawkbit —dijo Will.

—Eso me han dicho. Hawkbit no me suena de nada.

Will procuró ser educado.

—Hace tres días una chica pasó tres horas online con mi hijo sentada en esta silla, ¿y me dice que no recuerda quién era?

—Eso es exactamente lo que le estoy diciendo, señor Piper. Si esto fuera una novela, quizá lo recordaría. No soy tan buena fisonomista.

Will sacó una foto de Phillip.

—Este es mi hijo. ¿Lo ha visto?

Ella negó con la cabeza.

—Annie, dale una tarjeta a la señora Mitchell. Si lo ve por aquí, por favor, llame inmediatamente.

La bibliotecaria asintió con la cabeza como uno de esos muñecos que tienen un muelle en el cuello.

—Qué guapo es…

Fueron a pie hasta el hotel Black Bull, a escasa distancia, y ocuparon habitaciones contiguas. Un coche de alquiler previamente concertado, un Ford Maltese, los esperaba junto a un punto de recarga en el aparcamiento. Annie propuso a Will que descansara un poco, pero él descartó la sugerencia con un movimiento de la mano y le dijo que la esperaba en el vestíbulo en quince minutos.

Se sentó en el delgado colchón. La alfombra roja estampada y las paredes de color burdeos le revolvieron el estómago. A través de las finas paredes oyó los ruidos amortiguados de Annie abriendo y cerrando el armario.

Se sacó el teléfono del bolsillo. Él no había migrado al NetPen. Su móvil era básico; ya casi no había demanda de los modelos antiguos. Solo servía para hacer llamadas, enviar mensajes y navegar por la web con una pantalla pequeña y anticuada. No se desplegaba, no tenía 3D ni comandos gestuales. Usó el teclado para escribir un breve mensaje de texto a Nancy: había establecido contacto con el MI5, había llegado a Kirkby Stephen, aún no había novedades.

Pasaron el resto de la tarde sondeando la zona. Su primera parada fue la comisaría local, una oficina automatizada y administrada desde Kendal. Un agente de patrulla local al que Annie había llamado antes les abrió la puerta y se ofreció a prepararles un té. Annie presentó sus credenciales al joven, que parecía entusiasmado de tomar parte en un caso del Ministerio del Interior. El agente les ayudó a hacer un puñado de copias de una foto de Phillip con el número de teléfono de la policía. Luego los acompañó a patear las calles y las plazas de Kirkby Stephen, a repartir las fotos por pubs, cafés y negocios locales, y a preguntar a los viandantes si habían visto al chico.

El agente Brent Wilson, alto y delgado, charlaba afablemente e iba comentando en directo las particularidades de su localidad.

—Esta es una ciudad pequeña y agradable —dijo—. Tranquila. De vez en cuando hay algún problema, claro, pero suelen ser siempre los mismos elementos. Cuando te llaman de una dirección concreta, ya sabes lo que te vas a encontrar. Por lo general, la situación económica es la causa de estos problemas. Aquí lo hemos notado mucho. Todo eso del 9 de febrero…, ¡pero usted sabe más de eso que yo! Escasea el empleo. La gente está apática, deprimida. Más alcohol. Más drogas. Peor aún, hemos tenido unos cuantos adolescentes, algunos no mayores de trece años, que se han colgado. Dejan unas notas de suicidio de lo más penoso. Es como una epidemia. —Suspiró, su voz perdió fuerza—. En fin.

Will conocía la historia. Eso mismo estaba ocurriendo en los pueblos y las ciudades de Estados Unidos y, por lo que había leído, del resto del mundo. El horizonte se acercaba. Se hacía oneroso, y los más vulnerables no lo llevaban bien. Él, por su parte, había decidido ignorar el 9 de febrero. «Lo que tenga que ser, será» era su postura pública sobre el horizonte; la privada: «Que le den».

Cuando empezó a oscurecer, Will y Annie hicieron la última parada del día en la Kirkby Stephen Grammar School, una pequeña escuela de enseñanza secundaria, en el límite de la localidad, con menos de cuatrocientos alumnos. La directora los recibió compasiva y les dejó poner las fotos en el tablón de anuncios y en la biblioteca. ¿Hawkbit? Una flor silvestre que crecía por la zona, ¿no? Y eso era todo lo que tenía que ofrecer.

Will estaba para el arrastre. Annie le dijo que no le importaba quedarse sola y lo instó a que comiera algo en su habitación y descansara, pero él era de la vieja escuela y, además, le parecía que lo trataba como a un vejestorio. Así que insistió en cenar con ella en el restaurante del Bull.

La iluminación del comedor era muy tenue. Olía a cerveza. Solo tres mesas estaban ocupadas y la camarera atendía sus quehaceres como si estuviera drogada. Will intentaba verle las pupilas para confirmar su sospecha. La comida era un plato de pasta sacada del congelador. Se lo comió automáticamente, más interesado en la botella de vino francés, que estaba pasable. Su médico le permitía beber con muchísima moderación, pero la moderación era un concepto escurridizo para él. Compartir una botella de vino era lo bastante moderado, a su juicio.

Annie no bebía mucho. A Will le parecía que no tomaría más de una copa. Le preguntó en broma la razón.

—Cuando hacemos una investigación de campo, se considera que estamos de servicio veinticuatro horas al día, siete días a la semana. Por lo general, se permite una copa durante la cena, pero nada más.

—Qué puritano —dijo él—. Parece una actitud más americana que británica.

El comentario la hizo reír.

—No llevo en el servicio el tiempo suficiente para saber qué normas se pueden burlar. Así que prefiero cumplirlas a rajatabla.

—Yo creo que no he respetado una norma en mi vida —comentó Will apurando la copa y cogiendo la botella—. ¿Cómo es que elegiste esta profesión?

—Me pareció excitante a simple vista. Un trabajo importante y todo eso. Era esto o la City, porque todos mis hermanos trabajan en el mundo de las finanzas, pero me temo que se me habría dado fatal hacer dinero.

—Pues ya somos dos. Por lo que veo, no eres como otros de tu generación, que han tirado la toalla con la excusa del horizonte.

—No, pero muchos de mis compañeros de colegio lo han hecho. Y debo decir que muchos parecen tremendamente satisfechos de sí mismos. Han descubierto cómo funciona y todo eso. Las abejas obreras mantienen operativos todos los bienes y servicios básicos hasta el final mientras ellos se divierten como si no hubiera un 10 de febrero.

—Pues si así es como funciona es muy deprimente, y no es que yo esté en contra del hedonismo. Lo he practicado casi toda mi vida.

—¿No has vuelto a trabajar desde el caso del Juicio Final?

—Estaba cerca de los veinte años de servicio al gobierno. Me prejubilaron para quitarme de en medio. Un año o así después volvieron a llamarme, saqué a la luz lo de la Biblioteca como mecanismo de supervivencia, luego pasé a la jubilación permanente.

Annie entrechocó las yemas de los dedos de ambas manos, pensativa.

—¿Puedo preguntarte algo? Siempre he querido saberlo, e incluso tuvimos un módulo sobre esto en clase: ¿tu motivación personal iba más allá de tu seguridad particular y la de tu familia? Quiero decir: ¿tenías un punto de vista filosófico o moral sobre el derecho de la gente a saber lo que un sector exclusivo del gobierno ya sabía?

Era una pregunta a la que Will había respondido públicamente una y otra vez cuando había hecho la gira de su libro hacía años. Por aquel entonces había adoptado una postura arrogante sobre el derecho del individuo a saber lo que sabe su gobierno y señalado que la gente tenía derecho a saber que la fecha de su muerte estaba predeterminada. Dejaba en manos de hombres más sabios la decisión de si el individuo debía conocer esa fecha concreta. Había dicho que, en última instancia, apoyaba la resolución de la comisión presidencial que opinaba que se servía mejor a los individuos y a la sociedad en su conjunto si se mantenían en secreto las fechas y se sometían a una estricta seguridad con el fin de proteger los derechos del individuo.

Ahora estaba un poco borracho y más cansado que en toda su vida.

—¿Quieres saber por qué destapé lo de Área 51 y los vigilantes? ¿En serio quieres saberlo?

Quería.

—Porque esos capullos me tocaron los cojones.

De nuevo en su habitación, se desnudó y se desplomó en la cama. Aunque estaba mareado, tuvo la presencia de ánimo de hacerse el chequeo cardíaco de todas las noches. Se puso la ventosa del HeartCheck en el pecho y esperó a que emitiera un informe audible.

«Frecuencia cardíaca 74. Ritmo sinusal normal. No se requiere actuación.»

Gruñó, se quitó la ventosa y apagó la luz.

Al día siguiente repartirían la foto de Phillip por las localidades cercanas de Appleby y Sedbergh. Luego se dirigirían a otras más pequeñas. ¿Qué otra cosa podían hacer?

A través de la pared oyó que Annie se preparaba para irse a la cama.

En otros tiempos…

Era casi noche cerrada. Había luna, pero, tapada por las nubes, era un disco rojizo en lo alto del cielo nocturno. Sin luz, no podía más que correr y tropezar, levantarse, correr y volver a tropezar.

Nada de lo que había vivido lo había preparado para aquello. El miedo era como curare, le paralizaba las piernas poco a poco; tenía que hacer esfuerzos para mantener los músculos activos.

El terreno era irregular y traicionero. Había llovido y la densa hierba resbalaba como el hielo, sobre todo en las cuestas. La fuerza de la gravedad le hacía virar. Cada vez que se encontraba subiendo una cuesta, corregía el rumbo.

«En llano, bien», se dijo.

Cuesta arriba, mal.

Las cuestas conducían al monte y al aislamiento.

Era más probable que los llanos llevaran a una carretera.

Se detuvo para recobrar el aliento y escuchar.

El viento se le metía en los oídos. Además, lo único que oía era su propio temblor. No iba vestido para un febrero en esos lares y la hierba mojada lo había empapado. Por lo demás, reinaba el silencio. Un silencio absoluto. Se palpó en busca del NetPen. Aún lo llevaba en el bolsillo, a pesar de las veces que se había caído. No tenía ni idea de si le quedaba batería ni de si tendría cobertura.

Tenía que funcionar.

Trotó de nuevo, ansiaba avanzar un poco más antes de atreverse a parar y usar el móvil. ¿Cuánto tiempo llevaba corriendo? ¿Media hora? ¿Más?

¡Qué dolor!

Había chocado con algo duro y sólido y se había caído. Le dolían las rodillas y la boca le sabía a sangre.

Palpó el obstáculo con la mano. Era un murete de piedra, y se había estampado contra él con tanta fuerza que le habían rechinado los dientes. Se levantó y, con cuidado, trepó por aquella estructura que le llegaba a la cintura.

Entonces oyó algo a su espalda. Una voz a lo lejos. Estaba seguro.

Se agazapó tras el murete y miró por encima en la dirección por la que había llegado. Detectó un haz lejano de luz azulada.

Luego vio unas figuras oscuras que se le acercaban despacio.

Quiso levantarse y echar a correr otra vez, pero le dolían las rodillas, estaba agotado y tenía demasiado miedo.

Las figuras se aproximaron.

Cerró los ojos.

«Beee.»

De la oscuridad, surgió una oveja.

Estiró la mano, sin temor al agradable tacto de la lana caliente, pero el animal se detuvo en seco y otras bestias se unieron a él. Las ovejas cesaron su avance, lo miraron fijamente. Después el rebaño, en bloque, despacio y con cautela, se retiró.

Del otro lado del murete llegaron más voces. Dos hombres que se comunicaban a gritos.

—¿Todo bien? —oyó a lo lejos.

—Sí, todo bien.

Se sacó el NetPen del bolsillo de los pantalones y contuvo la respiración mientras pulsaba el botón de encendido. Brilló en rojo: le quedaban minutos, segundos, de batería.

Si desplegaba la pantalla no aguantaría.

—Enviar alerta de socorro —susurró al dispositivo sin desplegar.

«¿Destinatario?», preguntó el aparato.

Bajó el volumen.

—Will Piper.

«¿Adjuntar mensaje?»

—Sí.

«Dictar mensaje», ordenó el móvil.

El sonido era tan leve y melódico que si Will hubiera dormido profundamente no se habría despertado. Pero entre el colchón extraño, el calor asfixiante de la habitación y el jet lag incipiente no conseguía dormir de un tirón.

Abrió los ojos extrañado e intentó localizar la fuente de aquel tono pertinaz.

Su móvil.

Sonaba como un mensaje de texto, pero no se extinguía, seguía sonando.

Cogió el aparato de la mesilla, tocó la pantalla y leyó el mensaje:

Alerta de socorro recibida de Phillip Piper. ¿Reproducir mensaje adjunto? Sí/No.

Se incorporó con la respiración acelerada y tocó «Sí».

Eran las cuatro de la tarde en Groom Lake. Roger Kenney estaba en su puesto, seis plantas por debajo del seco desierto, preparándose para el éxodo vespertino, el ritual conocido como «desnudo y registro», por el que todos los empleados debían someterse, desnudos, a un registro mecánico exhaustivo que garantizara que la base de datos no salía jamás de las instalaciones. Claro que eso no había impedido que un genio como Mike Shackleton burlara el sistema en 2009 metiéndose por el ano una unidad de memoria de plástico, pero la tecnología de registro era ahora infalible.

Con una alerta, se abrió una ventana en su pantalla mural.

La pantalla anunció:

Alerta prioritaria. Importante actividad en archivo de vigilancia 189007, Will Piper.

Kenney alzó la mirada, apenas interesado. Había activado una matriz rutinaria de recopilación de datos sobre Piper al enterarse de que el FBI había solicitado la colaboración del MI5 para localizar a su hijo desaparecido. Lo había hecho por si guardaba alguna relación con el caso del Juicio Final chino. «Soy un auténtico hijo de puta —le gustaba decirle a su gente—. Si queréis progresar en este mundo, andad como yo, hablad como yo, actuad como yo. No soy arrogante, gente, tengo razón y punto.» Además, había pocas personas en el mundo a las que Kenney detestara más que a Will Piper. Aunque no hubiera sido él quien había disparado a Malcolm Frazier, bien podía haberlo hecho. Cualquier excusa le valía para espiarlo. Y nunca se sabía. Una cosa podría llevar a otra. La idea de ajustar cuentas le resultaba más que interesante.

—Mostrar archivo —ordenó Kenney.

Archivo de audio. Enviado hace sesenta segundos desde el NetPen registrado a nombre de Phillip Piper. Alerta de socorro con geolocalización. Latitud = 54.4142, Longitud = −2.3323, Pinn, Cumbria, Reino Unido.

En la pantalla apareció un mapa satelital de un terreno verde y montañoso desprovisto de elementos creados por el hombre salvo por una red de muretes de piedra. En medio de la nada.

—Reproducir archivo de audio.

Papá. Soy yo. Estoy metido en un lío. He conseguido escapar. Los bibliotecarios. Me persiguen. ¡Ayúdame! Yo…

Era la voz de un adolescente, un susurro tenso y aterrado.

Cinco minutos después, Kenney estaba en el despacho del contraalmirante Sage reproduciendo de nuevo la transmisión interceptada.

—¿Qué quiere decir con eso de «los bibliotecarios»? —preguntó el oficial.

—Ni idea, señor. El término no se encuentra en nuestras bases de datos.

—No me gusta.

—No, señor.

—Ha hecho bien espiando a Piper. Buena iniciativa. La historia de Área 51 nos ha enseñado que, con Will Piper, cuando el río suena, agua lleva.

—Gracias, señor.

—Como recompensa, va a irse usted al Reino Unido a supervisar personalmente los avances e intervenir cuando proceda. Le otorgo pleno control operativo. Llévese a un equipo. Si esto tiene algo que ver con el Juicio Final chino, será Groom Lake quien resuelva el caso, no un organismo de segunda como el FBI o el MI5. Haga las maletas y póngase en marcha.