Hacía frío, y a Will le fastidiaba tener que ponerse abrigo para salir a dar sus paseos. En Florida lucía el sol y hacía calor, pero en Reston, Virginia, aún estaban en pleno invierno.
Siempre había odiado su barrio: las casas todas idénticas, los patios traseros pequeños y cuadrados, todos con su terraza de madera y su parrilla para barbacoas, los omnipresentes callejones sin salida, que parecían piruletas en las vistas aéreas. Todos los días a las siete de la mañana se producía un éxodo en masa cuando uno o varios miembros de cada familia agarraba su maletín, se metía en el coche y se dirigía a la cercana Washington. La Marcha de los Lemmings, lo llamaba.
La suya era una casa modesta de tres dormitorios, cómoda, no lujosa. Nunca habían ganado mucho dinero, cosa que no le preocupaba especialmente. El sueldo de Nancy estaba bien para su categoría; él tenía una pensión del FBI y la seguridad social, aunque la recepción de aquellos pagos mensuales le hacía sentirse un vejestorio. Había ganado unos dólares con su libro hacía años, pero la mayor parte del dinero había ido a parar al reacondicionamiento del barco, al coche de sus sueños y a un fondo para que Phillip fuera a la universidad (en caso de que hubiera algo más después del famoso horizonte).
Seguía a rajatabla el plan de ejercicio que le habían prescrito. Al menos un par de veces al día hacía un circuito por el barrio y, como había predicho su médico, las caminatas habían ido mejorando a medida que se fortalecía su corazón. De paso había hecho amistad con varios vecinos que tenían perro y con algunas amas de casa que colmaban de atenciones al nuevo y fornido vecino de mediana edad e intentaban persuadirlo de que se apuntara a sus clubes de lectura y a sus meriendas.
Había llegado a un punto en que podía correr unos cientos de metros, caminar y volver a correr. Nancy le había comprado un pulsímetro de muñeca y él lo consultaba con asiduidad y se mantenía estrictamente dentro de los límites. Cumplir órdenes y respetar las reglas le repateaba tanto como siempre, pero no quería volver a ocupar una cama de hospital.
Durante el día estaba solo. Nancy era uno de los lemmings de Washington y Phillip iba al instituto South Lakes. Cuando no estaba haciendo algo aeróbico o levantando pesas para recobrar su mermada masa muscular, Will leía y muy ocasionalmente miraba la televisión. Los telediarios y los debates, con sus relojes de cuenta atrás hacia la medianoche del 8 de febrero y con sus falsos expertos que informaban del mínimo desplazamiento de cada roca del sistema solar, lo deprimían.
Culpaba a los medios de llevar a las masas a un estado de frenesí incontrolable y no le sorprendía que las cosas fueran de mal en peor. La gente había empezado a abandonar su trabajo y los índices de productividad habían bajado. La mentalidad del «qué más da» y «come, bebe y sé feliz» se estaba apoderando de todo, y la demagogia del gobierno no lograba romper la tendencia. Los mercados habían caído y las ventas de alcohol habían subido. Los matrimonios se resentían y agrietaban. Los suicidios iban en aumento. El caso del Juicio Final chino no estaba ayudando, pues recordaba a un mundo desanimado y quebradizo que el fin estaba cerca.
Así que Will evitaba la actualidad, no respondía a llamadas de números desconocidos y daba con la puerta en las narices a los reporteros que lo buscaban para que ofreciera su «perspectiva única».
Le resultaba más reconfortante refugiarse en el reino de los libros, pero hasta eso lo ponía de mal humor, porque las librerías se habían convertido en una triste rareza y en Reston ya no quedaba ninguna. Nunca se había sentido cómodo migrando del cartón y el papel al plástico y los bits, pero o pagaba un cuantioso plus para que un furgón de UFedEx le llevara a casa un libro de verdad o dejaba de resistirse y usaba una de las tabletas que tenían Nancy y Phillip. Así que protestaba cada vez que tocaba la pantalla para pasar página, pero disfrutaba de su Shakespeare y su Dante, de su Steinbeck y su Faulkner, todos ellos pozos de los que habría querido beber más cuando era joven.
Caía aguanieve y las aceras estaban resbaladizas. Cambió la forma de correr, procurando pisar con toda la planta del pie para no caerse de espaldas y que una de aquellas amas de casa saliera disparada de su hogar como un san bernardo con su barril de brandy. La calzada parecía menos resbaladiza, así que bajó de un salto y al instante le pitó un vehículo que se acercaba.
El coche se detuvo bruscamente y el conductor bajó la ventanilla. Era Phillip.
—¡Maldita sea, Phillip! —exclamó Will—. Odio estos coches eléctricos. No los oyes venir.
Phillip meneó la cabeza.
—¿Quieres subir?
—Estoy haciendo ejercicio. ¿Cómo es que no estás en el instituto?
—Ya he terminado por hoy.
—Si no son ni las dos. ¿No tienes que quedarte hasta que acaben las clases?
—Los alumnos que vamos bien podemos entrar y salir cuando queramos.
—¿Y la lucha?
—La he dejado.
Will apretó los dientes.
—¿Por qué?
—¿Para qué la necesito? —le dijo Phillip alejándose.
Cuando llegó a casa, Will fue directo al baño del dormitorio principal, abrió la ducha y, mientras el agua se calentaba, fue al cuarto de Phillip. Dentro tronaba la música y tuvo que aporrear la puerta.
Cesó la música y Will oyó un desganado «¿Qué?».
—¿Puedo pasar?
Se abrió el pestillo. Phillip volvió a la cama antes de que Will entrara.
—No puedo creer que hayas dejado la lucha.
—Pues créelo, es cierto.
—No te pongas chulo conmigo. ¿Por qué la has dejado?
—Porque ya no me gusta. Prefiero luchar con chicas.
—Se te daba bien.
Phillip le lanzó una mirada hostil.
—¿Cómo lo sabes?
Tenía razón. Lo sabía porque Nancy lo inundaba de correos con artículos extraídos del periódico electrónico local. Él nunca lo había visto luchar.
—Si hubieras ido a un colegio de Florida, jamás me habría perdido ni una de tus peleas.
—Vamos, que tengo yo la culpa de que mamá y tú estéis prácticamente separados.
—No te estoy culpando de nada.
—Lo que sea.
—Y no estamos separados. Hemos llegado a un acuerdo. Ya sabes lo que hay. Podías haber elegido Florida.
—¿Y vivir en tu barco? No, gracias.
—Habría buscado un piso. Sigo dispuesto a hacerlo cuando tu madre se jubile.
—¿Para qué? El 9 de febrero es dentro de menos de un año. Déjame capear el temporal a mi manera, ¿vale?
—¿Y qué hay de las cosas que escribiste en tu redacción? Lo de la actitud positiva, exprimir al máximo cada día, vivir la vida a tope…
El chico le dedicó una sonrisa condescendiente.
—Solo era una redacción.
—¿No pensabas de verdad lo que escribiste?
Phillip no contestó.
—¿No pensabas de verdad lo que escribiste de mí?
El chico señaló el techo.
—Me parece que te has dejado el agua abierta.
Sonó el NetPen de Phillip. Bostezó, bajó la música con un movimiento de la mano y puso el dispositivo en modo voz.
—¿Qué? —le dijo al aparato.
«Solicitud de amistad», contestó una voz dulce robotizada.
—¿Quién?
«Hawkbit.»
—Aceptar. Ver foto.
«No hay foto disponible.»
Estaba a punto de subir la música cuando el dispositivo volvió a sonar.
«Mensaje de Hawkbit.»
—Sí.
«Necesito hablar contigo», dijo el aparato.
Cambió la voz femenina del dispositivo por una andrógina. No le gustaba usar su voz real con desconocidos. Fundamentos de la seguridad en la red.
—Modo chat —respondió Phillip—. ¿Quién eres?
«Hawkbit», dijo el dispositivo con voz enmascarada.
—Sí, claro. ¿Te conozco?
«Aún no.»
—Pero eso va a cambiar, ¿verdad?
«Eso espero.»
—¿XX o XY?
«¿Perdona?»
—¿Hombre o mujer?
«Mujer.»
—Vale, te escucho.
«¿Sabes tunelizar?»
—Claro. ¿Tú no?
«No.»
—¿No se te da bien la tecnología?
«Lo siento.»
—¿Para qué quieres tunelizar?
«Tengo que hablar contigo. En privado.»
—Esto es privado.
«No, superprivado.»
—¿Por qué?
«Necesito tu ayuda.»
Phillip frunció el ceño y estuvo a punto de preguntar si Hawkbit era una timadora profesional. La red estaba plagada de ellos.
—¿Sabes siquiera quién soy?
«Eres Phillip Piper, el hijo de Will Piper. Leí tu redacción. Eres la única persona del mundo en la que puedo confiar.»
El director del FBI, Parish, no tenía buen aspecto en sus días buenos, y ese día se le veía especialmente chupado y demacrado. Nancy se acercó a su mesa como el que se acerca al cuerpo sin vida de un animal recién atropellado, preparándose para el susto que se va a llevar si de repente mueve una pata.
—Cuéntame —dijo Parish—. Por el amor de Dios, dame buenas noticias.
Ella se sentó, cruzó las piernas y abrió el bloc de notas. Detectó el movimiento furtivo de los ojos de Parish hacia sus muslos e hizo la vista gorda. Estaba acostumbrada, pero sabía que, si se lo comentaba a Will, le abriría la crisma al tipo. Will era de la vieja escuela. Lo que a ella le valía, a él no.
—Ayer se encontraron otras ocho postales, con lo que ya son treinta y seis.
Él se frotó los ojos y contempló Pennsylvania Avenue.
—He dicho buenas noticias.
—Bueno, supongo que la buena noticia es que han interceptado una cuarta parte de ellas en las oficinas de clasificación del correo, de modo que algunos de los destinatarios no las van a recibir. El volumen de correo físico es muy bajo últimamente.
—Aleluya —dijo él con sarcasmo.
—El nuevo lote de postales encaja en el mismo patrón general. Estas fueron franqueadas hace tres días y pasaron por la oficina de Varick Street, en el Village de Nueva York. Eso significa que podrían haberlas echado en cualquiera de los veintiún buzones de la calle. Es la séptima sucursal distinta que utiliza el remitente. De modo que se mueve por esa zona. Estamos revisando el metraje de las cámaras de seguridad, claro, pero, como podrás imaginar, el volumen de imágenes resulta abrumador, por lo que creo bastante improbable que consigamos pillar a un sospechoso identificable echando el correo en uno o más buzones.
—¿Qué hay de las direcciones?
—También el mismo patrón. Aproximadamente un tercio de las direcciones son antiguas: el destinatario se ha mudado en los últimos diez años o más.
—¿Lo que indica…?
—Como sabes, contamos con la colaboración de Área 51 en esto. Piensan que el responsable trabaja con una base de datos obsoleta, de hace unos veinte años.
—¿Cuánto tiempo lleva Frank Lim allí?
—Veintiséis años.
—Entonces podría haber robado la base de datos hace años y haber esperado hasta ahora.
—Supongo que sí.
Parish se llevó las manos a la nuca.
—No te veo muy convencida.
—Me parece que es rizar el rizo. El tío tiene acceso legítimo a la base de datos actualizada. Si quisiera, podría haber memorizado unos cuantos nombres y direcciones todos los días y anotarlos al llegar a casa. ¿Por qué iba a fiarse de una base de datos antigua? Además, las postales se enviaron desde Nueva York. Sabemos que Lim no ha salido de Nevada.
—La teoría es que podría tener un cómplice en Nueva York.
—Lo sé. También sé que no hay ni una sola prueba que la respalde.
—¿Lo hemos interrogado a ese respecto?
—De eso se ocupa la seguridad de Área 51. Los vigilantes no nos han dado acceso.
—Quién vigila a los vigilantes, eso querría saber yo —protestó Parish.
A Nancy le gustaban menos que a nadie.
—Exacto.
—Intentaré que la Casa Blanca nos consiga una entrevista con Lim. Entretanto, parece que tendrás que viajar a Pekín. Quiero que te sirvas de tus encantos para calmar los ánimos en el Ministerio de Seguridad Estatal. Todo esto va a terminar convirtiéndose en una crisis internacional de gran calibre, y debemos hacer lo posible por minimizarlo. La Casa Blanca cree que las videoconferencias no están sirviendo de mucho. La única forma de mostrarles el debido respeto es ir a besarles el culo en persona.
Ella no dijo nada.
A él no le gustó su silencio.
—¿Qué? —dijo malhumorado—. Tu marido está bien, ¿verdad? Ya puedes viajar, ¿no?
Era lo último que le apetecía hacer, pero puso cara de circunstancias.
—Sí, señor. Sin problema.
Era sábado por la mañana y Will estaba decidido a organizar una actividad familiar, pero no tenía nada más aparte de la idea. De haber estado en Florida habría propuesto, cómo no, salir a pescar, pero ¿qué hacía la gente de Virginia? ¿Salir a por vírgenes? Nancy le sirvió un café en la barra de desayuno y aportó una nota de escepticismo. Phillip no era de los que salían en familia, le advirtió. Además, le sorprendería que se levantara antes de media tarde.
—Podríamos ir a dar un paseo en coche —propuso Will, esperanzado.
—¿Adónde? —preguntó ella.
—¿A Panama City?
Ella se acercó por detrás con sus silenciosas zapatillas y le besó en la oreja.
—Pronto te devolveremos allí.
—Yo ya estoy listo.
—Te está yendo muy bien, pero no hay que precipitarse.
—Si supero la prueba de esfuerzo en Georgetown, me voy al sur, ¿vale?
Nancy suspiró. Aún no se lo había dicho.
—Lo que tú digas, pero me gustaría que esperaras a que yo vuelva.
—¿Cómo que a que vuelvas? ¿Adónde vas?
—A Pekín. —Contuvo la respiración.
—Por Dios, Nancy.
—Parish quiere que informe personalmente al gobierno chino. No puedo escaquearme, Will. Esto se está convirtiendo en un asunto de ámbito internacional.
—Menuda tontería. Si alguien con acceso a la base de datos quisiera provocar a China, ¡enviaría las postales a ciudades chinas, no a ciudades estadounidenses!
—No te digo que no. Lo único que digo es que los chinos no lo ven así. En cualquier caso, Parish ha insistido.
Will dejó la taza de golpe.
—Me voy a dar una vuelta.
—¡Will! —lo llamó ella—. ¿Por qué no lo hablamos? ¡No me dejes plantada como haces siempre!
No quería hablar. No sabía por qué tenía que hablar. Vivir solo era más fácil. Odiaba el toma y daca y el tener que ceder. Le gustaba hacer las cosas a su manera; siempre le había gustado, y siempre le gustaría.
Se sentó en las escaleras de la entrada y se ató fuerte los cordones de las zapatillas de deporte. La verdad era que lo que más le molestaba de que Nancy se fuera a China era que él se quedaría solo con Phillip. Sabía que, en el fondo, el chico probablemente lo quería, pero el resentimiento de la superficie era palpable. No muy distinto del que su padre le había inspirado a él. Pero su viejo era un animal, un borracho asqueroso, un cabrón de cuidado.
Él no era así.
Phillip lo tenía fácil: no sabía lo que era tener un padre abominable.
Se levantó para iniciar el circuito. Físicamente se sentía fuerte. Quizá podía ya empezar a correr en lugar de caminar.
De pronto vio algo; mejor dicho, no lo vio. Cuando era agente del FBI, su habilidad para explorar el escenario del crimen y detectar hasta los detalles más pequeños había sido legendaria. Hacía mucho tiempo de eso, pero algunas cosas nunca se pierden.
Se acercó al garaje y miró a través de una de las ventanitas de la doble puerta.
¿Dónde estaba el espejo retrovisor de Phillip?
Ahuecó las manos a los lados de los ojos y miró por el cristal. El coche de Nancy estaba allí, pero el de Phillip no.
Entró corriendo en la casa.
—¡Nancy, el coche de Phillip no está!
Ella salió del dormitorio.
—¡No puede ser!
—¿Por qué no?
—Me he levantado temprano. No lo he visto salir.
Will iba camino del cuarto de Phillip. No se molestó en llamar.
—Dios santo —masculló.
La cama estaba sin deshacer. Notó que le fallaban las piernas. Nancy, que estaba detrás, estiró los brazos instintivamente para sujetarlo. Cuando Will habló, el miedo le quebró la voz.
—Se ha ido.