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Nancy estaba eufórica.

—¡Tienes mucho mejor aspecto!

Will ya estaba en planta, desconectado de todo, salvo por una pequeña vía que llevaba en la mano.

—Me siento mejor —dijo él.

Se lo había encontrado paseando por los pasillos vestido con unos pantalones de chándal y un polo, haciendo el circuito de la planta. De vez en cuando se paraba, se tomaba el pulso, gruñía y seguía.

—¿Respiras bien? —preguntó ella.

Respiraba bien. Además, no le dolía nada, excepto los moratones de los pinchazos en los brazos.

Fueron a la habitación, donde él se sentó en la silla y ella en la cama.

—Mañana me harán una prueba de esfuerzo —explicó él—. Si sale bien, me mandarán a casa.

Ella asintió con entusiasmo, luego repitió enfática:

—A casa.

Will sabía a qué se refería.

—Detesto vivir en Virginia. Ya sabes lo que pienso.

—No puedo dejarte solo.

—No quiero estar solo.

—Will, ¿no crees que tu… —titubeó, incapaz de decir «infarto»— problema cambia las cosas?

—Estoy de acuerdo —dijo él—. Creo que cambia las cosas, sí. Creo que deberías jubilarte. Esto ha sido la gota que colma el vaso. Quiero que Phillip y tú viváis conmigo. En Florida. Phillip puede ir a un colegio de Panama City. O no ir al colegio, por lo que a mí respecta.

Nancy cerró los ojos, rabiosa y frustrada. Will contaba con que iba a saltar, pero, cuando volvió a abrirlos, resultó evidente que había logrado controlarse. Habló serena y con un autocontrol asombroso.

—Acordamos que no permitiríamos que el horizonte nos cambiara la vida. Pase lo que pase, estaremos juntos el 9 de febrero, y reiremos o lloraremos juntos, quizá un poco de cada. Hasta entonces, Phillip debe seguir yendo al colegio, yo debo seguir trabajando y tú debes seguir pescando.

No era lo que él quería oír, pero tampoco le sorprendía. Nancy era dura. Eso era lo que le gustaba de ella incluso cuando a él lo perjudicaba.

—Entonces por lo menos pasa un mes en Florida, hasta que me encuentre bien del todo. Luego podemos volver al plan A.

—No puedo.

Will perdió los nervios.

—¿Por qué coño no? ¿Es por eso en lo que Greg dijo que estabas metida? Explícame por qué eso es más importante que yo.

Ella suspiró.

—No es más importante que tú. Es un caso nuevo. Uno gordo. Estoy metida hasta el cuello.

—Por Dios, Nance, ahora mismo estás ya tan arriba en el escalafón que lo único que tienes que hacer es anotar nombres y patear unos cuantos culos.

—Que te crees tú eso. En este caso soy casi como una agente de campo.

Will detectó la angustia en su rostro, que, paradójicamente, se mostraba sereno.

—¿Me vas a decir de qué se trata?

—Postales —dijo ella—. Ha habido más postales.

El poco rubor que Will tenía en las mejillas se esfumó.

—¡No lo dirás en serio!

—Lo digo completamente en serio.

—¿Dónde? ¿Cuántas? ¿Quién ha podido ser o quién puede tener un móvil? ¿Por qué narices ahora?

Nancy le hizo una seña para que se calmara y le dijo con rotundidad que solo le hablaría del caso si le prometía que no se pondría histérico. Will cogió una botella de agua y se mostró de acuerdo.

—Lo cierto es que pensaba que lo habrías visto en la tele o en la red estos dos últimos días, o que se lo habrías oído comentar a alguien del hospital. Me alegro de ser yo quien te lo cuente.

—Sabes que odio los telediarios, ¿y por qué me lo iba a contar nadie?

—¿Porque eres Will Piper?

Vio por dónde iban los tiros.

—Empezó hace dos semanas. Cinco postales, todas franqueadas el mismo día. El mismo patrón que hace diecisiete años: un nombre y una dirección impresos por delante y sin remitente. En el dorso, un ataúd dibujado a mano y una fecha.

—¿Solo cinco?

—Ahora ya son quince.

—¿Matasellos de Nevada?

—De Nueva York.

—Déjame adivinar: distintas causas de muerte, distintos modus operandi, puede que ni siquiera fueran homicidios —dijo Will automáticamente.

—Exacto.

—Y no hay vínculos ni patrones.

—Es algo distinto a lo de 2009. Todos los destinatarios son chinos.

—¿Qué? —inquirió él, perplejo.

—Los diez primeros vivían casi todos en Chinatown, en Nueva York. Los cinco últimos son de San Francisco.

—¿Quién lo lleva?

—Nueva York, San Francisco. Hay buenos agentes en el caso. El problema es que mi nombre sale a colación a todas horas por los casos anteriores. El director me llamó el primer día y me dijo que se iba a saltar seis escalafones e iba a ponerme a mí directamente al mando. Tengo que mantenerlo informado personalmente día y noche. Quería que me fuera a Nueva York, pero, por tu enfermedad, me ha dejado trabajar desde Miami.

—Aparte de por el factor curiosidad que, desde luego, no descarto, ¿a qué tanta histeria? Es evidente que se trata de otro Shackleton. Algún imbécil de Área 51 está filtrando nombres otra vez.

—Por lo de los chinos. Tenemos encima al gobierno chino y a su Ministerio de Seguridad Estatal. Aunque las víctimas de las postales son en su mayoría ciudadanos estadounidenses, el gobierno chino está tremendamente agitado. También ellos piensan que viene de Área 51. Creen que se trata de una provocación. China es la segunda economía más grande del mundo. La nuestra decae y ellos se nos acercan muy deprisa. Están convencidos de que les estamos tocando las narices, que queremos ponerlos nerviosos. Nos han hecho saber por canales diplomáticos que, como no encontremos a quien está filtrando la información, no nos refinanciarán el pago de la deuda. Como nos reclamen unos cuantos cientos de miles de millones en billetes, la cosa se va a poner muy fea.

Will le hizo una seña de que quería cambiarle el sitio, tumbarse. Se echó en la cama y dijo:

—Menuda chiquillada. El mundo podría acabarse dentro de un año y vamos a andarnos con jueguecitos estúpidos hasta el último día.

Ella asintió con desaliento.

—¿Qué quieres que te diga? Es la política oficial de Estados Unidos para mantener el statu quo.

—Mientras la NASA y todos los astrónomos del mundo siguen buscando el gordo que lleva nuestro nombre —dijo él. Entornó los ojos.

Nancy se sentó a su lado y le acarició el pelo.

—Pareces cansando, cariño.

—Lo haré —atajó él.

—¿El qué?

—Me iré contigo a Virginia. Hasta que me encuentre mejor. ¿Vale?

—Te quiero —dijo ella.

A él le tembló apenas el labio.

—Vuelvo contigo.

—Y yo te perdono.

Tuvo un flash mental de Meagan con su biquini diminuto y deseó ser capaz de recordar cuánto perdón necesitaba.

Roger Kenney subió seis pisos en el ascensor 1 hasta la planta baja y dejó el aire frío del edificio Truman por el calor arenoso del desierto de Nevada. El despacho del contraalmirante Duncan Sage en el edificio administrativo estaba a un paso, pero cuando volvió al aire acondicionado tenía las axilas de su uniforme empapadas de sudor.

El contraalmirante Sage le hizo esperar, algo que no era nuevo. Kenney sospechaba que ese juego de las esperas formaba parte del despliegue de poder de Sage, una frágil exhibición de dominio. El comandante en jefe de Área 51 no era precisamente el oficial más ocupado del ejército estadounidense en los últimos tiempos. Tampoco era el único oficial de la Armada de Estados Unidos anclado a tierra, pero desde luego era el único atrapado en el lecho seco de un antiguo lago en el desolado desierto de Nevada. Un accidente de la historia había puesto la base bajo jurisdicción naval cuando se había creado, allá por 1947, y Sage era el único pato que seguía fuera del agua.

Kenney odiaba a Sage profunda e incondicionalmente. Lo consideraba un malnacido pomposo e inseguro a quien, en la vida civil, no confiaría ni la limpieza de sus zapatos. Delante de los vigilantes con los que tenía confianza, los comandantes que estaban directamente bajo sus órdenes, Kenney llamaba sediciosamente a Sage «la babosa banana», por esa criatura tan posesiva y reservada que se arranca de un mordisco el pene cuando lo ha introducido en la hembra para evitar que otros machos la fecunden. No recordaba cómo conocía los hábitos de apareamiento de la babosa banana, pero era el típico dato curioso que andaba siempre memorizando para entretener después a los hombres que tenía a su mando.

La nueva secretaria de Sage, una civil que, según se rumoreaba, había sido stripper en un local de la franja de Las Vegas, recolocó los papeles de su mesa en el intento de parecer ocupada. Por decreto, todas las divisiones del ejército llevaban desde 2005 funcionando básicamente sin papeles, pero los auditores no visitaban las bases remotas como Área 51, y no estaba claro que Sage supiera manejar todos los recursos de productividad que tenía a su alcance.

Sentado tieso como un palo, Kenney observó a la secretaria. Era una mujer razonablemente madura y atractiva y no andaba del todo fuera de su rango de edad. Le atravesó el suéter con la mirada y llegó a la conclusión de que quería tirarle los tejos. A menos que la vieja babosa banana ya la hubiera taponado con su pene cercenado.

—¿Hay alguien con él? —le preguntó al fin.

—Está en una conferencia, coronel —dijo ella.

Sonó a mentira, pero no podía hacer nada al respecto. Decidió entretenerse con un juego. Confiaba plenamente en sus atributos: moreno, resuelto, esbelto, fuerte y rápido. Con la mirada clavada en ella, se propuso hacerle levantar la vista por control mental. Cuando lo consiguiera, le lanzaría una sonrisita traviesa. Pasaron quince tensos minutos. Tenía que volver al edificio Truman. Por primera vez en sus cinco años como responsable de los vigilantes, Kenney tenía de verdad muchísimo trabajo que hacer.

El edificio 34 de Groom Lake, el edificio Truman, se había convertido en una sombra de su antiguo ser. En sus buenos tiempos, más de setecientos empleados del gobierno se trasladaban a diario en un vuelo chárter desde Las Vegas a la apartada base del desierto. Ahora eran ciento treinta y cuatro, dieciséis de ellos vigilantes.

Después de que la Biblioteca se convirtiera en un asunto de dominio público, los curiosos y la prensa se agolpaban ante las vallas de seguridad del aeropuerto de McCarran apuntando sus binoculares y sus teleobjetivos a los pasajeros. A algunos empleados de Área 51 los seguían desde su aparcamiento hasta su casa en Las Vegas y en las zonas residenciales de la periferia, lo que obligó a las fuerzas de seguridad de Área 51, conocidos por el sobrenombre poco cariñoso de «los vigilantes», a ponerse firmes y monitorizar a los empleados para asegurarse de que no podían filtrar y no filtraban la información clasificada de fechas de nacimiento y defunción de la base de datos de la Biblioteca.

Para los vigilantes el asunto Shackleton y sus consecuencias habían sido un duro golpe. A su jefe, Malcolm Frazier, lo había matado la esposa de Will Piper en un tiroteo en la casa de un jubilado disidente de Área 51. Will Piper había ido a la prensa y reventado la tapadera de sesenta y cuatro años de secretismo obsesivo. Los habían desacreditado, así de sencillo. Con un jefe suplente a bordo, un desconocido introducido por un Pentágono en crisis, habían terminado llamando a la policía de Las Vegas para que se encargara de los paparazzi que perseguían a sus analistas por Sin City.

Pero quizá nadie de Área 51 se había visto tan afectado como Roger Kenney. Cuando la mierda empezó a salpicar, solo hacía cinco años que Kenney era vigilante, pero ya había llamado la atención de Malcolm Frazier a lo grande. Frazier había agarrado a aquel chico entusiasta y lo había puesto en la senda del ascenso rápido. Le había encargado todos los chollos y lo había destacado del resto de los vigilantes por sus logros. Siempre que Frazier hacía un turno de noche se aseguraba de que Kenney también trabajaba, y los dos se pasaban la noche bebiendo café y contándose chistes verdes.

Y a Kenney le encantaba la atención que le prestaba el gran jefe. Frazier era un obseso de las normas y un hueso en general, pero era hombre de un solo hombre y tenía fama de apoyar al máximo a sus subordinados y de ser mentor de unos cuantos elegidos. Cuando Frazier murió, Kenney lloró como un niño, y días después, cuando llevó el féretro en el funeral, aún lloraba.

Tras su muerte, Kenney cayó en un agujero negro. El oficial médico de la base le ordenó que fuera a ver al psiquiatra de Groom Lake. Kenney, un hombre que habría preferido vomitar a practicar la introspección, había participado a regañadientes en el ejercicio. El día en que de pronto decidió poner fin a la terapia fue el mismo día en que el psiquiatra empezó a preguntarse en voz alta si Malcolm Frazier no se habría convertido tal vez en una especie de figura paterna para el joven.

—Hábleme de su padre, Roger —le había dicho el loquero.

—No lo conocí, doctor. No fue más que un donante de esperma, ya sabe a qué me refiero. Mi madre me crió sola.

—Entiendo. ¿Cree que podría haber alguna relación entre su pena por la muerte del coronel Frazier y su infancia sin padre?

Kenney se revolvió incómodo en el asiento, como si los pantalones se le hubieran llenado de hormigas, y de pronto se levantó.

—Esto es voluntario, ¿verdad? Me refiero a estas sesiones —dijo.

—Después de la consulta inicial, sí. Completamente voluntarias. Ya he certificado su aptitud para el servicio.

—Entonces me voy.

Con el tiempo, Kenney recuperó el optimismo, la histeria disminuyó en la base, y la vida de Área 51 volvió más o menos a la normalidad. Mientras los políticos y los tribunales decidían el destino de la base de datos filtrada por Will Piper, los analistas volvieron a la rutina. Aún quedaban dieciséis años para el horizonte, aún había trabajo por hacer, y los vigilantes eran tan esenciales en aquella labor como lo habían sido siempre.

Las palabras clave de Área 51 y del Pentágono siempre habían sido investigación, planificación y asignación de recursos. La CIA y el ejército habían utilizado la Biblioteca como herramienta desde principios de los años cincuenta, cuando, tras su descubrimiento bajo las ruinas de la abadía medieval de Vectis, Winston Churchill y Harry Truman habían acordado que los estadounidenses asumirían el control de aquel activo.

La Fuerza Aérea estadounidense trasladó la Biblioteca, los setecientos mil volúmenes, de Inglaterra a Washington. Bajo el desierto de Nevada se construyó una cámara acorazada a prueba de bombas nucleares, la Cripta. Digitalizar todo el material premonitorio llevó veinte años. Antes de la digitalización, los libros eran valiosísimos; después, la Biblioteca se convirtió sobre todo en algo ceremonial, un símbolo del asombroso poder de Área 51.

Una de las primeras tareas del personal de Área 51, un grupo variopinto formado por lumbreras, cerebrines y militares de alto rango, fue decidir cómo explotar los datos. A fin de cuentas, aquellos libros antiguos encuadernados en piel solo contenían nombres, escritos en sus alfabetos nativos, y fechas de nacimiento y de defunción. Sin establecer correlaciones, los datos carecían de valor. Así comenzó una búsqueda de decenios en prácticamente todas las bases de datos digitales del mundo: registros de nacimiento, telefónicos, bancarios, matrimoniales, de servicios básicos, de empleo, de propiedad, impuestos, seguros… Los primeros que se completaron fueron los de Norteamérica. En el plazo de veinte años, los analistas de Área 51 contaban con algún tipo de identificador de la dirección de casi toda la población. Después vino Europa. Asia, África y Sudamérica llevaron más tiempo, pero al final terminaron llenándose todos los huecos. Ahora, con ocho mil millones de personas en un planeta en el que casi todos los datos personales estaban digitalizados, el cuadro era completo.

En los años cincuenta y sesenta, en cuanto los analistas de Área 51 encontraron el modo de relacionar los nombres y las direcciones y coordenadas geográficas, se centraron en la explotación de los datos. Obviamente había algunas fechas concretas de importancia nacional. El 19 de noviembre se le comunicó a un atónito vicepresidente Lyndon Johnson que John Fitzgerald Kennedy moriría el 22 de noviembre de 1963. Disponía de cuatro días para elaborar un plan de sucesión lo bastante moderado como para estabilizar un mundo convulso.

Pero había mayores tesoros geopolíticos que explotar. Los resultados no podían alterarse, pero podían predecirse los grandes acontecimientos, incluidas las catástrofes. Si se podían predecir los grandes acontecimientos, se podía planificar en torno a ellos, presupuestarlos, establecer políticas, quizá suavizar su repercusión o explotar sus resultados. Unos ordenadores potentísimos procesaban datos las veinticuatro horas del día en busca de patrones mundiales. Los analistas de Área 51 predijeron la guerra de Corea, las depuraciones chinas del mandato de Mao, la guerra de Vietnam, la dictadura de Pol Pot en Camboya, la guerra del Golfo, el 11 de septiembre, el hambre en África, desastres naturales como inundaciones y tsunamis. Cuando Pakistán e India se lanzaron una a otra un misil nuclear el 25 de marzo de 2023 y provocaron con ello medio millón de víctimas, el gobierno de Estados Unidos estaba tan preparado para el desastre como era humanamente posible.

Y, desde el instante en que se descubrió la Biblioteca, el secreto y la integridad de la base de datos fueron primordiales. Por eso los vigilantes eran de suma importancia. Su principal cometido era garantizar que jamás se filtraba la existencia de la base de datos y que Estados Unidos jamás perdía su ventaja de sabedor privilegiado. Además, se les encargó mantener en absoluto secreto datos concretos. El que el público pudiera tener acceso a cualquiera de ellos generaba una preocupación enorme. ¿Se alteraría, incluso paralizaría, la sociedad si la gente se enteraba del día en que iba a morir o del día en que moriría su esposa, sus padres, sus hijos, sus amigos? ¿Sucumbirían segmentos completos de la población a un pasotismo predeterminista y abandonaría su rutina productiva pensando «Qué más da si todo está ya decidido»? ¿Cometerían los delincuentes más delitos si sabían que no los iban a matar ese día? Había toda clase de escenarios desagradables sobre la mesa.

Durante muchos años los vigilantes lo mantuvieron todo en absoluto secreto. Sí, hubo incidentes aislados, algún analista o algún asistente de investigación que violaron la confidencialidad y buscaron el nombre de un familiar o de un enemigo, y estos incidentes se abordaron de las formas más draconianas, incluido, se rumoreaba, el asesinato, pero nunca había habido nada como el asunto Shackleton.

Después de lo de Shackleton había tenido lugar una reestructuración, más bien una purga, entre los vigilantes. Se habían añadido aún más niveles de seguridad. Shackleton era un programador de alto nivel, un experto en seguridad de bases de datos, un auténtico lobo en el gallinero. Se tapó el agujero que había utilizado para robar la base de datos. Pero la base de datos estadounidense ya estaba fuera de control, en manos de los abogados del Washington Post. Por esa razón el gobierno llevó a cabo la mayor ciberinvestigación de su historia con el fin de asegurarse de que la copia que Will Piper había proporcionado al Post era la única que había. Cuando la copia se devolvió en cumplimiento de la sentencia del Tribunal Supremo a favor del gobierno, Área 51 estaba convencida de que la situación se había contenido. Y en los años que siguieron Kenney demostró el potencial que Malcolm Frazier había reconocido en él y fue abriéndose paso poco a poco entre las filas de los vigilantes hasta conseguir el ascenso que lo colocó tras el viejo escritorio de Frazier.

La secretaria de Sage contestó al teléfono.

—El contraalmirante lo recibirá ahora —le dijo a Kenney.

El contraalmirante Sage lucía una barba poblada. Era un corpulento retroceso a los oficiales navales de una época extinta, parecía más un marino de los que surcaban los anchos mares en el siglo XIX, con uniforme de botones de bronce y galones de oro, que un tecnócrata del ejército moderno.

Le pidió a Kenney que se sentara y gruñó:

—Usted no quiere mi puesto, Kenney. Créame, no lo quiere.

—No, señor, no lo quiero.

—Vine aquí con la esperanza de que esto fuera pan comido: presido los últimos años de operatividad de la base de datos, protejo la base, empaqueto la Biblioteca y se la mando al Smithsonian, me gano la segunda estrella y, si el puñetero mundo no salta por los aires el próximo mes de febrero, me jubilo y me largo a Rancho Mirage a jugar al golf hasta caer redondo. Pero eso no ha sucedido, ¿verdad?

—No, señor.

—En cambio, ahora tenemos el día del Juicio Final II y me encuentro en medio de un incidente internacional. El Pentágono me está dando por culo. La Casa Blanca me está dando por culo. Llego tarde a cenar todas las noches, así que mi mujer me da por culo. ¿A quién doy yo por culo?

—A mí, señor.

—Exacto. Deme su informe.

«Mi informe —se dijo Kenney—. Se refiere a mi danza kabuki, con la que yo finjo que pongo datos nuevos sobre la mesa y usted finge que me escucha.»

A medida que avanzaba la investigación, como no había datos nuevos relevantes, Kenney había empezado a repetirse, afanándose en encontrar ínfimas novedades con las que prolongar la reunión lo suficiente para ahorrar a ambas partes el bochorno de un silencio vacuo.

En los días posteriores a la aparición de las primeras postales, la investigación se había realizado desde dos frentes. El FBI se había encargado de reabrir el caso del Juicio Final I y los vigilantes habían encabezado la búsqueda de una nueva filtración en Área 51.

Por el lado del FBI, se reexaminó la cadena de custodia de la copia de la base de datos del Post y se volvió a entrevistar a todo el personal involucrado y aún vivo. En esa lista estaban Will Piper, su yerno (Greg) y Nancy Piper. Nancy, que llevaba ahora la investigación, se aseguró doblemente de que no se andaran con chiquitas en cuanto a ella y su familia para que nadie la acusara de conflicto de intereses. El FBI examinó el caso punto por punto y llegó a la conclusión de que su investigación original de 2011 había sido completa y exhaustiva, que nunca se había hecho ninguna copia impresa de la base de datos y que la única copia del archivo digital de Shackleton en poder del Post se había devuelto al gobierno.

Eso convirtió Área 51 en el centro de atención.

El día en que estalló el caso, Kenney reunió a su cuadro de vigilantes y se dirigió a ellos con su acento suave de Oklahoma.

—Muy bien, chicos y chica —dijo, porque solo había una mujer en su plantilla, una ex policía militar—. Habría preferido lamerle el culo a un gato a haceros esto, pero, hasta nuevo aviso, sois completamente míos, veinticuatro horas al día, siete días a la semana. Olvidaos de los fines de semana y de las vacaciones, olvidaos del partido de softball de vuestro queridísimo hijo y del cumpleaños de vuestra mujer. No podéis salir de la base. Estamos en modo operación de emergencia. Os vais a romper los cuernos hasta que encontremos al responsable de la filtración o demostremos que esto viene de fuera. ¿Queda claro?

Redmond, la única mujer, protestó:

—Voy a tener que contratar más horas a la canguro.

—Bueno, pues hazlo —había espetado Kenney.

—¿Puedo pasar la factura?

—¿Eres tonta del culo, Redmond? Sabes de sobra que no se pueden pasar facturas de esas chorradas.

Lopez, un antiguo Ranger musculoso que vivía en la misma zona de Las Vegas que ella, dijo:

—Keisha se puede quedar en nuestra casa.

—¿Acaso no somos una gran familia unida y feliz? —había mascullado Kenney antes de proseguir la reunión informativa.

Empezaron pasando a los ciento treinta y cuatro empleados por el detector de mentiras, incluidos, por protocolo, los vigilantes y el comandante de la base. Media docena de pruebas dieron resultados equívocos, y a esos pocos afortunados se las hicieron pasar canutas.

Luego siguieron las auditorías forenses. El grupo de seguridad de la base de datos, «los jinetes del algoritmo», como los llamaba Kenney, empezaron a registrar los servidores en busca de cualquier indicio de intrusión en los datos que pudieran haber pasado por alto antes. También Shackleton había sido un jinete del algoritmo, así que a Kenney le dieron permiso para que se agenciara un supercerebrín que inspeccionara a los cerebrines. En los viejos tiempos eso habría sido imposible, porque se tardaba un año o más en atravesar el protocolo de seguridad del Pentágono que permitía la entrada de alguien en la carpa de Área 51. Ahora que cualquier niño de diez años sabía lo que se cocía en Groom Lake, ya no era un problema. Por recomendación de los analistas de bases de datos y encriptación de la CIA, se aerotransportó hasta allí a un profesor de ciencias computacionales de Stanford y se le dio acceso sin límites al sistema. Llevaba en ello desde la primera semana, pero aún no había encontrado nada.

Kenney creía en la conveniencia de un planteamiento de múltiples enfoques. No comprendía los algoritmos de seguridad de la base de datos a nivel técnico, pero sabía calar a la gente. Empezó a hurgar en los archivos de personal en busca de datos particulares y pequeños detalles psicológicos que pudieran constituir un móvil. Así fue como empezó a fijarse en Frank Lim, uno de los analistas chinos de Área 51.

Lim llevaba el pin de los veinticinco años en Área 51. Era un hombre menudo y modesto que hacía concienzudamente su trabajo, era bastante reservado y no compartía gran cosa de su vida en la superficie con sus colegas. Cuando las operaciones del edificio Truman disminuyeron y comenzaron los recortes progresivos de personal, el departamento que había sufrido menos bajas había sido el de China. Con el colapso de la economía rusa y la cojera de India tras el desastre nuclear, China era el único país que verdaderamente importaba a Estados Unidos. En todas las ecuaciones geopolíticas, China era una parte y Estados Unidos la otra. Así que, aunque a la Biblioteca solo le quedara un año más de operatividad, la base de datos de China se seguía ordeñando todos los días.

Cuanto más indagaba Kenney sobre Frank Lim, más desconfiaba de él. Era el único analista chinoamericano. Sus padres habían nacido en Taiwan. Una rama de la familia Lim aún vivía allí. Tenía un historial de envíos de dinero a sus primos, claramente destinados a contribuir a la educación de sus hijos. Uno de sus primos era un prominente político nacionalista del KMT, acérrimo defensor de la plena independencia de Taiwan. ¿Acaso sería descabellado pensar que Lim podía estar tras alguna clase de actuación de índole política ideada para intimidar a la República Popular China? ¿Eran las postales del Juicio Final una amenaza velada al gobierno del tipo «tenéis los días contados»? Además, Lim era uno de los empleados de Área 51 que peores resultados había dado en la prueba del polígrafo.

Una semana después del comienzo de la crisis, Kenney y Sage, con el respaldo de la CIA y el Pentágono, acordaron abordar a Lim y ofrecerle un permiso administrativo. Dados los términos draconianos de sus contratos de trabajo con Groom Lake, no era necesaria una orden judicial para examinar los ordenadores personales y los registros telefónicos de los vigilantes. Cuando uno entraba en el turbio mundo de Área 51, renunciaba voluntariamente al principio jurídico del debido proceso. La búsqueda resultó negativa, pero Lim seguía bajo sospecha, y su casa de Henderson se encontraba vigilada las veinticuatro horas.

Cuando Kenney describió los detalles mundanos de la visita de Lim ese día al supermercado y a Leroy Merlin, Sage pareció erguirse.

—¿Qué aspecto tenía? —preguntó el contraalmirante.

—¿Aspecto? No sé. No lo he vigilado yo en persona —replicó Kenney malhumorado.

—Tiene fotos, ¿no?

—Sí, señor.

—Pues veámoslas.

Kenney sacó su NetPen y desplegó la pantalla retráctil. Con un par de toques localizó las imágenes del seguimiento más reciente. Le pasó el dispositivo a Sage.

—Fíjese en su cara —dijo Sage escudriñando un primer plano—. Parece que oculte algo.

—Podría ser —opinó Kenney.

—Interróguelo otra vez. Hágalo personalmente.

—Sí, señor.

Sage cerró la carpeta que contenía las imágenes, era su manera de indicar que la reunión había terminado.

—Cuando salga, dígale a mi secretaria que quiero verla.

«Apuesto a que sí, condenada babosa banana», pensó Kenney.

De nuevo en el edificio Truman, Kenney entró a grandes zancadas en el ascensor 1 y estaba a punto de pulsar el botón de la sexta planta, en la que se encontraba su despacho, cuando sintió un impulso que no había tenido en años.

Salió antes de que se cerraran las puertas y se dirigió al ascensor C. Lo llamó con una llave de acceso especial y se introdujo en su interior de aluminio bruñido. Solo había dos botones, B y C. Le dio al C y metió su tarjeta de seguridad en la ranura de debajo del botón. Las puertas se cerraron e inició el suave descenso de veinte metros.

Kenney disponía de conocimientos que solo tenía el equipo de monitorización medioambiental que había visitado la Cripta durante un año o más. En años anteriores las visitas habían sido más frecuentes. Había una tradición en Área 51: el director ejecutivo del Laboratorio de Investigación acompañaba a los nuevos empleados en su primer día de trabajo en un tour personal. Pero hacía tiempo que no había ningún novato.

Vigilantes de rostro pétreo y con armas en los costados flanqueaban las puertas de acero. Tras teclear unos códigos, las puertas a prueba de bomba se abrían de par en par. El recién llegado era conducido entonces a la inmensa Cripta, apenas iluminada, con la atmósfera enrarecida de una catedral desierta, y lo que veía lo dejaba pasmado.

La Biblioteca.

Pero ahora la existencia de la Biblioteca se había convertido en algo secundario, perdida en los rincones más oscuros de la memoria colectiva. Sin embargo, en medio de su primera crisis importante como jefe de seguridad, Kenney sintió la necesidad de conectar con el pasado.

Salió del ascensor, el único ser viviente en la planta de la Cripta. Introdujo los códigos correspondientes junto a las descomunales puertas y se inclinó un poco para facilitar el escaneado retinal, que activó el mecanismo hidráulico.

Entró en aquella atmósfera fría y deshumidificada y empezó a caminar, primero unos pasos, luego varias decenas, finalmente unos cientos. Cada cierto tiempo, alzaba la vista al techo, abovedado cual estadio. Mientras caminaba entre las estanterías, tocó al azar algunos lomos, algo que le costaría una reprimenda si alguien lo detectaba e informaba a sus superiores. Supuso que uno de sus hombres estaba observándolo por las cámaras de seguridad de la sexta planta, pero nadie le abriría un expediente.

La piel de la encuadernación era suave y fría, del color del ante jaspeado. Estampados en seco en los lomos estaban los años, que ascendían a medida que avanzaba hacia el fondo: 1347, repleto, sin duda, de víctimas de la peste negra europea; 1865, en uno de cuyos volúmenes debía de estar enterrado el nombre de Abraham Lincoln; 1914, lleno de víctimas de la Primera Guerra Mundial. Al fondo estaban los últimos volúmenes: miles de libros del año en curso, 2026, y muchos menos de 2027. La última fecha registrada era el 8 de febrero.

Se dirigió a un lateral de la Cripta, donde una estrecha escalera lo condujo a una pasarela elevada. Desde allí, apoyado en la barandilla, veía toda la Biblioteca.

Había miles de estanterías de acero que se perdían en la distancia, más de setecientos mil gruesos volúmenes encuadernados en piel, más de doscientos cuarenta mil millones de nombres inscritos. La contempló, asimiló la enormidad de todo aquello.

Área 51 tenía ya setenta y nueve años. Había habido un total de dieciséis jefes de seguridad desde el comienzo. Él sería el último. Cada uno de ellos había jurado proteger la seguridad y la integridad de la Biblioteca. Cada uno de ellos, estaba bien seguro, había estado en ese mismo sitio y contemplado ese juramento y las implicaciones espirituales de la existencia misma de la Biblioteca.

Solo uno de sus predecesores, Malcolm Frazier, había hecho frente a un fallo de seguridad del calibre del actual, y había pagado con su vida.

¿Sería aquel el destino que le esperaba a él también?

Kenney siempre respetaba las reglas, pero allí, en ese momento, decidió buscarse en la base de datos.