Su hotel de Londres era cómodo y tranquilo, una buena estación de paso para hacer una revisión de sus obligaciones antes de volar a casa. Era un lugar pequeño y apartado, fuera del circuito de los paparazzi, en el que se habían registrado con nombres falsos: los señores Franklin y su hijo. Franklin había sido, cómo no, el primer apellido que le había venido a la cabeza a Will.
Las entrevistas con la policía de Cumbria, el MI5 y el Ministerio de Defensa habían quedado atrás. La horrible conversación con Laura y Nick sobre Greg había quedado atrás. Por la mañana asistirían a un interrogatorio en la embajada de Estados Unidos, con oficiales del FBI y abogados del Departamento de Justicia, un encuentro que se había pospuesto hasta que Gran Bretaña y Estados Unidos hubieran reparado sus dañadas relaciones diplomáticas.
Phillip tenía su propia habitación; Nancy y Will, una bonita suite. El MI5 se había encargado de su alojamiento y Will no se había parado a pensar quién correría con la cuenta. Supuso que lo averiguaría cuando se marcharan. De momento, disfrutó de un delicioso baño de agua caliente para relajar su cuerpo magullado y, cuando hubo terminado de remojarse, se acostó con Nancy en el blando colchón y bajo sábanas frescas.
—¿Cómo estás? —preguntó ella.
—Dolorido. Pero tirando a feliz.
Nancy lo abrazó.
—¿Tú crees que Phillip está bien?
—Ha pasado momentos muy difíciles para un chico de su edad. Espero que sí —dijo Will.
—Había algo especial entre Haven y él, ¿no crees?
Will asintió con la cabeza.
—Confío en que sigan en contacto. El corazón es un misil termodirigido.
Ella lo besó.
—El tuyo ha aguantado muy bien.
—Ha hecho lo que se supone que tiene que hacer un corazón, imagino.
Nancy retiró un brazo, se tumbó boca arriba y contempló el recargado techo de escayola.
—No hay horizonte. Qué peso me he quitado de encima. Ya puedo respirar. Ya puedo vivir.
—¿Y qué pasa con el resto del mundo? —preguntó él—. ¿No tiene derecho también a respirar y vivir?
—Digo yo que los gobiernos británico y estadounidense harán una declaración, ¿no? —dijo ella—. Tendrán que explicar lo sucedido en Pinn.
—¿Eso crees? ¿Cuándo fue la última vez que el gobierno hizo lo correcto en este tema? Si te digo la verdad, me parece que vamos a tener que ser nosotros los que destapemos el asunto. Ya sabemos cómo. Lo hemos hecho antes.
—A los federales no les va a gustar.
Él rio.
—Que se jodan.
—Me quedaré sin empleo.
Will le acarició los pechos.
—Entonces tendrás que vivir en el barco conmigo.
—Ni lo sueñes.
Nancy estaba quedándose dormida y apagó la luz de la mesilla. A Will le rondaban otras cosas por la cabeza. El diario de Franklin lo llamaba. No había tenido ocasión de terminar de leerlo; además, ahora le tenía un cariño especial. Le había salvado la vida.
Le costó abrir el libro de piel porque el cuchillo de Kenney lo había deformado y había arrugado todas las páginas. Las fue separando con mucho cuidado hasta llegar a donde se había quedado.
Armado con el poderoso e insólito conocimiento que ahora poseía, sentí la necesidad imperiosa de regresar a América para asistir a mis camaradas en sus horas difíciles y transmitirles la absoluta certeza de que, si hacíamos frente a la Corona, venceríamos. Sin embargo, me veía igualmente obligado a posponer mi viaje hasta que hubiera tenido la ocasión irrepetible de acompañar a Abigail a Yorkshire y ver por mí mismo a los autores de esas maravillas en acción. Como científico y filósofo de la naturaleza, no podía hacer otra cosa.
Tras partir de la isla de Wight, Franklin viajó con Abigail de Lymington a Londres. Durante el breve trayecto se sumió profundamente en sus pensamientos. Aunque aquello provocaría los chismorreos del servicio, le pidió a la señora Stevenson que acomodara a Abigail en uno de los cuartos de las criadas mientras él disponía precipitadamente el alquiler del mejor coche con cochero de todo Londres para el viaje a Yorkshire. El cochero consideraba que, con buen tiempo, podría llegar a Mallerstang en cuatro o cinco días, pero estaban en enero y, le advirtió a Franklin, quizá les llevara el doble. Negociaron un precio y fijaron la fecha de partida.
Antes de que llegaran a su destino, Franklin escribió una carta que un mensajero debía llevar a Portsmouth para que saliera en el siguiente paquebote a Filadelfia y, de ahí, a Virginia. Iba destinada al único hombre de las colonias a quien Franklin consideraba el forzoso comandante en jefe de las tropas coloniales en caso de guerra: el colono y soldado George Washington. En la carta comentaba que en Londres los ánimos estaban crispados y que el rey no parecía dispuesto a hacer muchas concesiones políticas ni económicas. Dicho esto, instaba al virginiano a que se armara de valor y se preparara para el arduo camino que lo esperaba. Él, tan pronto como le fuera posible ultimar sus asuntos, tomaría un pasaje a Filadelfia y se sumaría a la causa. Para concluir, añadió, enigmático pero rotundo: «No me preguntes cómo, pero sé con certidumbre divina que, si los habitantes del continente nos proponemos librarnos del yugo de la Corona por la fuerza, venceremos. Como digo, mi querido Washington, esto no es solo la creencia de un eterno optimista. Te suplico que corras la voz entre nuestros hermanos de todas las colonias. Es un hecho. Venceremos».
El viaje a Pinn duró aún más de lo que había sugerido el cochero en su cálculo más conservador, pues se toparon no con una sino con dos tormentas invernales cerca de Birmingham y Manchester.
Cuando por fin llegaron a Mallerstang, los valles estaban cubiertos de nieve y el sol de mediodía que incidía sobre las colinas resultaba deslumbrante y cegador. Franklin enfrentó con estoicismo y buen humor los avatares de su aventura, pero cuando llegaron a Pinn estaba rendido y tosía y tiritaba bajo la manta de viaje. Abigail solo había sido una compañera de viaje apropiada en parte. Pese a que lo había elogiado y le había hecho reír por las cosas más tontas, no había sido capaz de entretenerlo de forma sustanciosa. Cada vez que ella había recibido con ojos vidriosos alguna de sus aseveraciones sobre ciencia y naturaleza, él le había dicho que, de haber sido mago, la habría cambiado por un miembro de la Royal Society para poder mantener una conversación en condiciones. De noche habían dormido en posadas de la ruta postal a Escocia, y Franklin se había dedicado a escribir en su nuevo diario de piel azul sobre las circunstancias que lo habían llevado a Vectis y después a Pinn.
El día de su llegada, Abigail se asomó a la ventanilla del coche y lloró a mares al ver Lightburn Farm. Y cuando sus padres salieron a la puerta de la casa para averiguar de dónde procedían aquellos relinchos de caballos extraños, la joven saltó del vehículo y se arrojó a sus brazos. Sin embargo, el gozo de Josiah Lightburn por el inesperado retorno de su hija se tornó en furia cuando vio al doctor Franklin apearse con cautela a la tierra helada con su pie gotoso.
—¿Y ese quién es? —espetó, furioso, Josiah.
—Es Benjamin Franklin —contestó Abigail—. Es un hombre muy famoso, viene de América, y también es el hombre más bondadoso que he conocido jamás. Huir fue una estupidez por mi parte, pero nunca habría podido enmendar mis errores sin su ayuda.
—¿Dónde has estado? —quiso saber su madre, llamada Mary.
—Sobre todo en Londres.
—¿Has venido desde allí? —inquirió Mary, sorprendida.
Franklin se acercó y les tendió la mano.
—Así es. Un viaje accidentado, pero aquí estamos, con el cuerpo sano y el espíritu feliz. Me complace poner de nuevo en sus manos a su rebelde hija, quien me ha asegurado que no volverá a descarriarse.
—¿Cómo podemos devolverle el favor, amable señor? —preguntó Mary.
—Solo deseo unos días de hospedaje para recuperarme antes de mi regreso a Londres. También alojamiento para mi cochero y alimento para sus caballos.
—¡No pueden alojarse aquí! —dijo Josiah, malhumorado.
—Padre —intervino Abigail—, sabe lo nuestro. Lo llevé a Vectis. Encontramos el sitio exacto.
—¿Se lo has contado a un desconocido? —se enfureció él.
—Era el único modo de convencerlo de que me librara del contrato de servidumbre y me trajera a casa —sollozó ella.
—Muy bien, pase dentro —gruñó Josiah—. Su hombre se quedará en el granero.
Al intenso calor del hogar, con cuatro generaciones de Lightburn reclamando la compañía de Abigail, Franklin se sentó en la mejor silla, se calentó los pies fríos y bebió una jarra de fuerte cerveza.
—Le doy mi palabra de caballero —le dijo a Josiah— de que jamás divulgaré la naturaleza de lo que he visto en Vectis ni de lo que vea en Pinn. Deseo conocerlo por mí mismo, eso es todo. Su secreto estará a salvo conmigo. No busco obtener ningún provecho.
—Nos ha traído a nuestra Abigail —comentó Mary ofreciendo a Franklin un cuenco de estofado—. Veo en su mirada que es un buen hombre en el que podemos confiar.
—Me lo pensaré —repuso Josiah.
A la mañana siguiente, Franklin se despertó considerablemente descansado. Le habían cedido la cama de dos de los niños, y agradecía la comodidad. Descendió despacio las escaleras hasta la chimenea, donde Abigail se afanaba ya en unas cuantas tareas.
—Le he preparado unas gachas —dijo, orgullosa. Luego se inclinó y le susurró al oído—: Padre ha dicho que sí. Que puedo enseñarle lo del sótano.
Franklin no estaba dispuesto a posponer su visita a la cámara secreta por unas gachas, así que rechazó la comida con un gesto y siguió emocionado a Abigail por una escalera clandestina en la parte posterior de la casa. Mientras descendía por debajo del nivel del suelo, le pareció ver a Josiah a punto de escupir.
Al llegar abajo, sintió el frío de ese reino subterráneo y percibió el olor a cuero.
—Por aquí —le indicó Abigail abriendo una puerta que le era familiar. Sostuvo en alto el candil—. Es idéntica a la de Vectis.
Ciertamente lo era.
Recorrió la Biblioteca de Pinn como había recorrido la de Vectis, admirado y sobrecogido, sintiendo cómo el poder espiritual de aquella experiencia empapaba todas las fibras de su ser.
—Los Lightburn anteriores a nosotros excavaron la piedra con picos —señaló Abigail con orgullo.
—¿Hasta dónde se extiende? —preguntó él sosteniendo en alto su candil.
—Se lo enseñaré.
Avanzaron y avanzaron, alejándose de la casa hasta que las estanterías empezaron a estar vacías. Franklin miró las fechas de los libros más recientes.
—Estos tomos van de 2027 a 2231 —dijo—. Y, por lo que parece, hay sitio para muchos más.
—Sí —confirmó ella—, sigue en marcha.
Recorrieron el resto del espacio vacío de la extensa caverna hasta que llegaron a una puerta.
—¿Por aquí? —preguntó Franklin.
—Por aquí —asintió ella.
Él notó que la emoción le erizaba el vello de la nuca.
La siguiente sala era más pequeña y se hallaba profusamente iluminada con decenas de gruesas velas.
¡Y allí estaban!
Una docena de hombres y muchachos pelirrojos sentados a unas mesas, todos ellos vestidos con sencillas túnicas de granjero, completamente absortos en su tarea, hasta el punto de no reparar apenas en la intrusión.
Franklin se plantó delante de ellos y observó cómo mojaban las plumas en los tinteros y garabateaban nombres y fechas en hojas de pergamino.
Se echó a llorar discretamente.
—De la mano de Dios a las suyas —dijo con un hilo de voz para no molestarlos—. Mi fe siempre ha sido firme, pero ahora es como una fortaleza. He tenido la dicha de hallarme en presencia de lo divino.
Abigail caminó entre ellos mostrando la ternura de una hermana rebelde que había vuelto a casa. Les acarició los hombros y la cabeza y, cuando lo hacía, aquellos rostros blancos de ojos verdes registraban levísimos indicios de reciprocidad.
Entonces un joven escriba retiró su silla ligeramente y se dispuso a levantarse, pero ella volvió a sentarlo empujándolo con firmeza de los hombros.
—No, Isaac. ¡No! —dijo.
Franklin lo comprendió de inmediato.
—¡Ya veo! —susurró—. ¡Así es como se renuevan! ¿Por eso huiste, Abigail?
Ella asintió con tristeza.
—Pero ahora no me importa. Cumpliré con mi obligación. Estando al servicio del barón hice cosas mucho peores.
Franklin pasó algo más de una hora bajo tierra, observando a los escribas, paseando entre las estanterías, cogiendo libros para examinarlos y, cuando se dio por satisfecho, se retiró a sus aposentos, abrió su maletín de escritura y retomó la redacción de su diario.
Esa noche, a la hora de la cena, sentaron a Franklin en un lugar privilegiado de la mesa, frente a Josiah. Él agradeció efusivamente a la familia el que le hubieran concedido el honor de ser testigo de su noble empresa y reiteró su juramento de que no divulgaría lo que había visto y oído en Pinn.
Josiah lo miró con escepticismo, terminó de comerse su trozo de cordero y sacó algo de debajo de la silla.
Franklin comprobó con asombro que tenía en la mano su diario azul.
—Hemos encontrado esto entre sus pertenencias cuando ha ido usted al retrete —dijo Josiah alzando la voz, furioso—. Sabemos leer y escribir, ¿sabe usted? Y resulta que ha escrito sobre Pinn y ha escrito sobre Vectis. Nos está mintiendo.
—¡Dios santo, no! —exclamó él—. Llevo un diario solo para mi uso personal. Con la edad, mi memoria flojea. —Se quitó las lentes bifocales y se señaló la cara—. Los únicos ojos que verán jamás esas páginas son los míos.
Josiah entregó el diario a uno de sus siniestros hijos.
—El trabajo que hacemos aquí es sagrado —dijo—. Somos guardianes de esos libros. No podemos permitir que se entrometa ningún forastero. Hemos hecho una excepción con usted por lo amable que ha sido con Abigail y, si es el caballero que aparenta ser, cumplirá su promesa de guardar silencio. Pero no se llevará este diario. Se quedará aquí.
—Muy bien —suspiró Franklin—. Probablemente sea mejor así. Me marcharé por la mañana, satisfecho de haber visto lo que he visto, y mientras usted, buen señor, prosigue su labor en este hermoso valle, yo volveré a mi país, donde proseguiré la mía de librar a mis compatriotas de la esclavitud.
Así concluyo mi diario en este segundo día de febrero de 1775. Las cosas que he visto en Vectis y Pinn permanecerán en lo más hondo de mi ser el resto de mi vida. He sido testigo de la envergadura de la humanidad que nos sucederá. El futuro del hombre parece a la vez brillante y oscuro. Brillante por la certeza de que la humanidad perdurará, no años y decenios, sino siglos y quizá milenios. No obstante, lo oscuro me preocupa sobremanera. En Vectis vi años en los que la palabra «mors» aparecía tantas veces que me dejó pasmado: 1863, 1864, 1915, 1916, 1917, 1942, 1943, 1944, 1945. Solo puedo suponer que grandes y horribles guerras consumirán a la humanidad. En cambio, nada ha sacudido los cimientos de mi alma como lo que observé en Pinn en relación con el año 2027. A partir del decimosexto día del mes de octubre, tomo tras tomo, estantería tras estantería, fila tras fila, una gran oleada de desgracia. Según mis cálculos, la inconmensurable cifra de mil millones de almas perecerá solo en ese mes, que aún queda lejos en el tiempo, pero lo bastante cerca como para helarme el corazón. ¿Qué terribles poderes de destrucción generarán los hombres para desatar semejante devastación? Mi único consuelo es que los libros continúan después de ese annus horribilis. Continúan los nacimientos. La vida prosigue y la humanidad, al parecer, encuentra un modo de perdurar. ¡Cuán extraña es la aventura de ser humano!
Will dejó el diario y se secó las lágrimas.
Nancy dormía a su lado.
La despertó tan delicadamente como pudo.
Y se lo contó. Tenía que contárselo.
Se abrazaron y hablaron toda la noche.
El 16 de octubre de 2027. Chinos. Estadounidenses. Británicos. Las semillas de lo que estaba por venir debían de haberse sembrado durante esos días en los valles de Yorkshire.
—Creo que me iré de Washington —dijo ella—. Phillip y yo nos mudaremos a Florida. Falta un año y medio para que eso suceda. Pasémoslo juntos al sol. Podrías enseñarme a pescar.
Él la besó e intentó hacerla reír.
—Va a ser horrible, espantoso, pero al menos no es el fin del mundo.
—¿Aún quieres hacer público lo que va a suceder? —le preguntó Nancy.
Will negó con la cabeza.
—Déjame consultarlo con la almohada.
Hicieron el amor, hablaron más y volvieron a hacer el amor. Y cuando la primera luz del alba hizo brillar las cortinas, por fin se quedaron dormidos.