30

Preparaos.

Kenney cargó su rifle de asalto, y Lopez y Harper hicieron lo propio. Escondieron el equipo no esencial bajo unos matorrales cubiertos de escarcha y descendieron por la colina.

Kenney los guió hacia la carretera, alejándose todo lo posible de la concentración de policía y militares formada delante de la granja. Su objetivo era un grupo de tres policías, en apariencia desarmados o apenas armados, en la parte más septentrional de los límites de la propiedad, que se habían visto marginados por la presencia masiva de oficiales del SWAT y tropas del ejército. Los había estado observando por sus binoculares y lo que había visto le había gustado. Serían un blanco fácil.

Se acercaron a sus objetivos poco a poco y con sigilo, como un felino grande avanza hacia su presa hasta que se encuentra lo bastante cerca para saltarle encima.

Los policías merodeaban junto a la carretera, en el arcén, taconeando para no quedarse fríos. Los vigilantes cruzaron por fin la carretera como pumas. Cada uno tenía un blanco y se abalanzaron sobre ellos con sus cuchillos tácticos. Matar no era tan difícil, pero tumbar a un hombre sin que escapara de su garganta un solo sonido era todo un arte. Kenney sostuvo a su hombre mientras moría de forma que la sangre cayera al suelo y no le manchara el uniforme de policía. Comprobó enseguida cómo les iba a Lopez y Harper. Había sido un ataque perfectamente sincronizado.

Arrastraron a los hombres tras unos setos, les quitaron las prendas exteriores y salieron de detrás de los arbustos con aspecto de agentes de patrulla locales, ocultando los rifles debajo de los anoraks.

—Muy bien, que empiece la fiesta —dijo Kenney.

Enfilaron la carretera camino de la casa. Había un pelotón de 1 Lancs plantado al borde de la carretera en posición defensiva, la mitad apuntando a la granja y la otra cubriéndoles los flancos. Kenney y sus hombres pasaron de largo, sordos a la gracia de un soldado que aseguraba que les iban a volar la cabeza. Una vez fuera del alcance del pelotón, Kenney tomó rumbo al campo, directo al pequeño hangar de piedra.

Era la 1.55 h.

Un comando estratégico del Seal Team 6, unos cuarenta hombres, estaba ya en posición en High Seat. Llegaron del mismo modo que los chinos, pero volando tan bajo que sus helicópteros no habían producido un solo eco de radar. Usaban el chasis carbonizado del helicóptero del Ejército Popular de Liberación para ocultarse.

Por los binoculares, su teniente de mando vio a Kenney conduciendo a sus hombres al edificio anexo.

Su oficial de avistamiento le dijo:

—Deberían habernos encargado a nosotros esa entrada.

—No has oído hablar de los de Groom Lake, ¿no? —le contestó el teniente—. Son tan buenos como nosotros. Hay quien dice que mejores.

En la sala de reuniones del Gabinete, el ministro de Defensa levantó la vista de su pantalla y farfulló:

—Acaban de comunicarme que decenas de helicópteros y aviones han violado nuestra prohibición de vuelo y han salido de Mildenhall rumbo al noroeste.

—¿Hacia Cumbria? —preguntó el primer ministro.

—Eso parece —contestó el ministro de Defensa—. Un momento, entra otra alerta. —Se puso los cascos para escuchar el mensaje de la estación de supervisión de la base de Fylingdales, luego se los quitó y anunció—: Llueve sobre mojado. Parece ser que los chinos han lanzado una serie de medios aéreos desde el portaaviones Wen Jiabao. Nos atacan en dos frentes, primer ministro.

Hastings se dejó caer en el asiento y estudió los rostros de sus hombres.

—¿Qué recomienda el comité? —preguntó con un nudo en la garganta.

El ministro de Defensa habló con toda la serenidad de que fue capaz.

—Creo que todos los presentes coincidimos, primer ministro, en que no podemos librar y ganar una guerra en dos frentes con adversarios de esta categoría. Si desplegamos misiles de crucero con cabeza nuclear, nos responderán con lo mismo, y la pérdida de vidas civiles resultaría inaceptable. Nuestras dos opciones son retirarnos y dejar que los estadounidenses y los chinos se líen a tiros en suelo británico, o desplegar 1 Lancs para que se apoderen de la Biblioteca antes de que lo hagan otros. Al menos con esa opción nos pondríamos al mando.

Hastings dio un puñetazo en la mesa e hizo una mueca de dolor.

—Muy bien, ¡háganlo! Manden a nuestros muchachos.

—A Nancy y a mí nos vendría bien tener un arma —le dijo Will a Daniel.

—No sé —gruñó el hombre.

—Si entran disparando, quisiera poder proteger a mi hijo lo mejor posible.

—Dáselas, Daniel —dijo Cacia agarrando del brazo a su marido—. Ya podemos confiar en él, ¿no crees?

Daniel suspiró y accedió. Él, sus hijos y Kheelan llevaban escopetas de doble cañón, y Cacia sostenía un viejo revólver al que renunció encantada ofreciéndoselo con la empuñadura por delante.

—¿Cuál de los dos tiene mejor puntería? —preguntó Daniel.

—Yo —respondieron Will y Nancy al unísono.

—Muy bien —dijo Will riendo—. Dáselo a ella. Yo pego más fuerte.

Daniel se arrastró hasta una de las ventanas de la parte de atrás, descorrió un poco las cortinas y encendió y apagó la linterna dos veces seguidas. De inmediato llegó la misma señal desde la ventana del granero.

—Kheelan y Douglas están bien —dijo Daniel. Dio una voz a Andrew, que estaba arriba. El joven bajó con la escopeta en una mano y una taza de té en la otra—. Termínate el té y baja con ellos. Dudo que conozcan la otra entrada, pero quién sabe. Yo me quedaré en la casa con las chicas. Aunque seamos pocos, lo haremos lo mejor que podamos. ¿Estás bien, muchacho?

Andrew tenía los rasgos morenos y llamativos de los Lightburn y la seguridad en sí mismo de un hijo mayor.

—Si vienen, aquí estoy —afirmó.

—Bien. Cuento contigo —dijo Daniel.

Andrew bajó al sótano y cruzó la Biblioteca; parecía orgulloso de contar con la aprobación de su padre. Will, Nancy y Cacia lo siguieron.

Encontraron a Phillip y a Haven sentados en la celda de aislamiento, en el catre de Phillip. El chico le había pasado el brazo por los hombros y, para sorpresa de Will, no lo apartó cuando entraron.

«Menudo chulito… —pensó Will—, como yo a su edad.»

Cacia miró a Haven con la preocupación de una madre.

—¿Te encuentras bien?

Phillip y ella habían acordado no hablar del incidente de la Sala de los Escribas.

—Perfectamente —contestó ella—. Solo estamos hablando.

Nancy, que nunca había visto a Phillip abrazar a una chica, parecía la única que se sentía incómoda por interrumpir. Will lo notó y dijo:

—Vamos a echar un vistazo al almacén.

El grupo dejó solos a los chicos y salió al dormitorio. La mecha casera serpenteaba varios metros por en medio de la sala, continuaba por debajo de la puerta del almacén y se introducía después en el cuello del bidón. No tenía un grosor mayor que un cordel sin tratar, de modo que, para inspeccionarla, Will y Andrew tuvieron que seguir su recorrido.

—¿Crees que funcionará? —preguntó Andrew.

—Confío en que no tengamos que utilizarla —contestó Will.

Kenney inspeccionó el interior del hangar a oscuras con sus gafas de visión nocturna. No había mucho allí: aperos de labranza y un par de balas de heno.

Se quitó el uniforme de policía y sus hombres hicieron lo mismo.

—Buscad una trampilla —ordenó.

Lopez la encontró enseguida y, a la señal de Kenney, tiró de la argolla de hierro y dejó al descubierto un tramo oscuro de una escalera de madera.

Kenney se asomó a la escalera y miró la hora: las dos en punto.

—Arriba el telón.

Quitaron el seguro a las armas y, con Lopez y Harper en cabeza, empezaron a bajar la escalera.

Al llegar abajo se encontraron en una estancia diminuta excavada en el lecho de roca y en la que apenas cabían los tres. Una vieja puerta de roble les cortaba el paso. Estaba cerrada con llave. Harper la examinó y concluyó que seguramente era demasiado recia para embestirla.

—¿Saltamos la cerradura o la volamos? —preguntó Harper.

Kenney volvió a mirar el reloj, impaciente.

—Voladla —dijo.

Will oyó el estallido y lo identificó al instante: una carga pequeña de explosivo plástico usada para reventar la cerradura de la puerta.

—¡Ya vienen! —le gritó a Andrew—. ¡Enciende la mecha!

Kenney siguió a sus hombres a un gran almacén. Vio estanterías metálicas llenas de alimentos desecados y bidones de agua. Al fondo de la estancia había otra puerta, abierta apenas una rendija, y Harper y Lopez se acercaron a ella con cautela.

Un segundo después de que Kenney les dijera que procedieran, vio un bidón metálico de cinco litros en el suelo, cerca de la puerta abierta.

Mientras Lopez abría la puerta de un empujón, Kenney le gritó:

—¡Espera!

En el umbral del dormitorio, la luz del techo deslumbró por un instante a Harper y a Lopez, que tuvieron que apagar sus gafas de visión nocturna. Lo primero que vieron cuando su vista se adaptó fue a Andrew agazapado en el suelo con un encendedor de gas en la mano.

Lopez disparó una ráfaga con su rifle y acertó al joven en el pecho, destrozándole los órganos vitales.

Pero la mecha ya había prendido. Chisporroteaba y humeaba a medida que la mezcla de pólvora iba quemándose, pero a dos metros de la puerta se apagó.

Will se tiró detrás de una de las camas, oyó un grito de mujer y vio a Nancy saltando catres como si fueran vallas hasta llegar a su lado, con la pistola de Cacia en la mano.

Una nueva ráfaga de disparos destrozó la pared de piedra caliza por encima de sus cabezas.

—¡Al bidón! —gritó Will—. ¡Dispara al bidón!

Harper se situó al lado de Lopez e identificó la amenaza. Tenía a tiro a Nancy y se dispuso a apretar el gatillo.

Nancy no tenía el bidón en línea recta, así que apretó el gatillo cinco veces calculando su posición aproximada.

Una de las balas dio en el blanco.

La bomba de fertilizantes refulgió y luego explotó, liberando un infierno de energía candente en el reducido espacio del almacén.

Lo que derribó a Harper y a Lopez fue algo casi medieval. La puerta del almacén se cerró de golpe, después se desintegró en un abrir y cerrar de ojos. Inmensidad de astillas de todos los tamaños, desde finas y pequeñas como pestañas hasta gruesas y grandes como un antebrazo, los ensartaron de pies a cabeza, y la onda expansiva los arrastró.

Will cubrió con su cuerpo a Nancy lo mejor que pudo, pero una lluvia de escombros les cayó encima y una nube rápida y caliente de vapores los achicharró.

Kenney estaba en el lado opuesto de la sala cuando estalló la bomba. Había oído el repiqueteo de los disparos de Nancy contra las estanterías metálicas del almacén, un segundo antes de que uno de ellos acertara al bidón había conseguido mascullar: «¡Maldita sea!», y luego una columna de gases abrasadores lo había hecho volar hasta la escalera.

El coronel Woolford acababa de recibir la orden del Ministerio de Defensa de lanzar un asalto a la granja cuando vio una bola de fuego que parecía salir a chorros de un pequeño edificio de piedra en el extremo norte de la granja.

Ignoraba quién había provocado la explosión, pero le pareció muy oportuna. En su precipitado plan de ataque estaba utilizando francotiradores para eliminar las amenazas identificadas en el interior de la casa y alrededor de esta. En la casa propiamente dicha no tenía una línea de visión porque las cortinas ocultaban con eficacia a los blancos. El granero era otro asunto. Un equipo de francotiradores de avanzadilla había detectado por las ventanas a dos hostiles armados.

Woolford ordenó por radio a los francotiradores que atacaran.

El Comité Permanente del Politburó estaba reunido en sesión de emergencia en un subsótano del edificio August 1 de la Comisión Militar Central. Por lo general eran nueve miembros, pero ese día el secretario general brillaba por su ausencia.

—Wen Yun está enfermo —dijo el vicepresidente Yi con una levísima sonrisa—. Les garantizo que respalda plenamente mis recomendaciones, pero tanto estrés a su avanzada edad ha podido con él. Los médicos lo tienen sedado.

Un murmullo recorrió la mesa hasta que, uno por uno, los otros siete líderes supremos de China confirmaron a Yi que también ellos lo apoyaban.

Yi asintió con gravedad.

—Este es un momento histórico, camaradas —dijo—. En cuanto tengamos esa Biblioteca, consolidaremos nuestra posición como única potencia verdadera del mundo. Ya no tendremos que justificar nuestra inoperancia. Ya no tendremos que ocultar nuestras verdaderas intenciones detrás de eslóganes y tópicos. Este es nuestro momento. Lo único que debemos hacer ahora es aprovecharlo. Con su consentimiento, daré la orden al Ejército de Liberación Popular.

Todos alzaron a un tiempo la mano derecha, y a Yi no le avergonzó que lo vieran llorar.

En lo alto de High Seat, el comandante del comando estratégico Seal también vio cómo la explosión reventaba el tejado del pequeño edificio de piedra en el que habían entrado los vigilantes.

—Algo ha ido mal —le dijo a su oficial de avistamiento—. ¿Cuál es el tiempo estimado de llegada de los Ranger?

—Unos seis minutos. ¿Quiere que llame a la base y pregunte si la avanzadilla de Groom Lake ha enviado señal de ataque?

—Negativo —respondió el comandante—. Hay que suponer que el equipo se encuentra en peligro. Ha llegado el momento de improvisar. Vamos a entrar nosotros.

Mientras la unidad Seal iniciaba el rápido descenso de High Seat, el comandante se volvió a explorar el cielo nocturno desde el este. El estrépito que oyó era de helicópteros, sí, pero no eran de los suyos. Sobresaltado, reconoció la insignia del que iba en cabeza mientras este empezaba a marcar su posición con una ráfaga de ametralladora: la estrella roja del Ejército de Liberación Popular.

Daniel mandó al cuerno la cautela y descorrió la cortina para ver qué ocurría. En rápida sucesión oyó la bomba de fertilizantes, unos disparos de fusil y el repiqueteo de ametralladoras en High Seat. Las explosiones y el fuego de trazadoras del monte le proporcionaban luz suficiente para comprobar que el cielo estaba inundado de helicópteros.

No supo que a Kheelan lo había abatido el disparo en la frente de un francotirador, pero divisó a su hijo Douglas corriendo como un animal asustado del granero a la casa, y soltó un grito de angustia al ver que se derrumbaba como un fardo a unos pasos de la puerta trasera cuando un francotirador de los 1 Lancs puso fin a su vida.

Al ver que Nancy no estaba herida de gravedad, Will le gritó que volviera con Phillip. Salió de un brinco de su escondite, corrió hacia Harper y Lopez y les quitó un rifle. Empujó con el pie sus cuerpos ensangrentados y aún con vida, resuelto a rematarlos. Pero no era necesario.

¿Quiénes eran?

Encontró una cartera fina, con el contenido mínimo. El dinero se lo dijo todo: dólares.

Luego vio el carnet de conducir. De Nevada.

«Los vigilantes están aquí.»

Corrió hacia el almacén preparado para enfrentarse a los supervivientes, pero solo vio una sala vacía y ennegrecida que apestaba a diésel, así que dio media vuelta, cogió el segundo rifle y encontró a Nancy agazapada con Cacia y los muchachos en la celda de aislamiento, todos sollozando de espanto y horror.

Oyeron el grito de Daniel procedente de la Biblioteca. Cuando irrumpió en la sala con Gail y las dos niñas, todos lloraban.

—Lo de ahí fuera es un infierno —lloró Daniel—. Han matado a Douglas, por el amor de Dios. No he visto a Kheelan. —Miró frenético alrededor y preguntó—. ¿Dónde está Andrew?

Cacia solo pudo señalar hacia el dormitorio y llorar.

Daniel cayó al suelo de rodillas.

—Ay, Dios mío…

Will se agachó a su lado y lo miró a los ojos.

—¿Quién viene? ¿De qué dirección?

—Los británicos por tierra, eso seguro. De todas partes. —Daniel hablaba con voz monocorde; la conmoción había suprimido todas sus emociones—. En las colinas hay helicópteros que disparan a otros, no a nosotros. Llevan estrellas rojas.

Will se puso de pie.

—Británicos, chinos, estadounidenses. Se están matando por la mina de oro.

Se abrió la puerta del dormitorio. Will lanzó una mirada anhelante a su familia y salió de la celda de aislamiento con la culata del rifle apoyada en el hombro y el dedo en el gatillo.

Bajó el arma inmediatamente.

Los escribas estaban entrando en fila india.

Con sus caras sin expresión pasaron por delante de él sin prestarle atención. Will se giró hacia la celda de aislamiento.

—¡Son los escribas! —gritó.

Cacia salió y fue tocándoles en el hombro a medida que pasaban rumbo a sus catres.

—Es su hora de acostarse —dijo entre lágrimas—. Lo hacen siempre así.

Un humo acre inundaba el dormitorio. Alrededor de los vigilantes malheridos había charcos de sangre, pero los escribas apenas repararon en ellos. Dos, los mayores, tosieron unas cuantas veces para aclararse la garganta, pero nada les impidió quitarse las sandalias y meterse en la cama. Al poco, siete cabezas pelirrojas asomaban por debajo de las mantas.

Todos los supervivientes se encontraban detrás de Will, observando la rutina nocturna de los escribas.

Fuera, amortiguados por la gruesa piedra caliza, seguían los sonidos infernales de una cruenta batalla.

—Solo podemos hacer una cosa —dijo Will.

Nancy, como si supiera ya lo que iba a decir, asintió con la cabeza.

Will les dijo lo que pensaba y expuso sus intenciones. La Biblioteca era un bien valioso, pero esos hombres querían arrebatársela para usarla en beneficio propio.

—Ignoro cuál es la verdadera finalidad de la Biblioteca —dijo—. Quizá sea el testimonio de algo que no alcanzamos a comprender, pero no creo que los gobiernos deban explotarla. Habéis sido buenos bibliotecarios. La habéis protegido toda vuestra vida. Sé que es difícil, pero dejadme que lo haga.

Cacia y Daniel se cogieron de la mano, y ella atrajo hacia sí a Haven. La joven estaba encogida de pena, le costaba sostenerse en pie.

Al fin, Daniel accedió:

—Sí. No hay otra solución.

—Quedaos aquí —dijo Will—. Volveré en un par de minutos.

Se apoyó el rifle en el hombro, se acercó al cuerpo sin vida de Andrew y, cuando encontró su navaja, se dirigió a la Biblioteca.

Mientras recorría las filas de estanterías, fue consciente del paso de los siglos. Una sola idea presidía su pensamiento.

«El mundo sigue, maldita sea. Sobreviviremos. No sé cómo será, pero el mundo continuará existiendo.»

Había un bidón al fondo, en la escalera que conducía a la casa. Will lo cogió, procurando que no se soltara la mecha. Volvió a entrar en la Biblioteca y lo plantó en el suelo entre las décadas más cercanas, los tomos que sabía que serían de mayor interés para las tropas que se acercaban.

Inspeccionó rápidamente la mecha. No quería que fallara como la primera, por lo que la acortó con la navaja de Andrew. La encendió con el mechero del joven y volvió corriendo como un loco por el pasillo central.

Se quedó corto. Calculó que tendría unos veinticinco segundos; se equivocó.

A los dieciocho segundos, estando a un paso de la puerta de salida, estalló la bomba.

La onda expansiva lo levantó del suelo y lo sacó por la puerta, que, por suerte, había dejado abierta.

Cuando recuperó el conocimiento, Nancy estaba arrodillada a su lado en el suelo de la antesala y la Biblioteca era un estruendoso infierno.

—¿Puedes andar? —le gritó ella.

—Creo que sí. —Le dolía todo y los oídos le pitaban como sirenas.

—¡Vamos! —dijo Nancy ayudándolo a ponerse de pie—. Hay que salir de aquí.

Will avanzó dando tumbos, pero tuvo la presencia de ánimo de colarse en la celda de aislamiento para coger el diario de Franklin de debajo del colchón. No le cabía en el bolsillo del pantalón, así que se desabrochó el primer botón y se lo metió por la camisa.

—¿Qué haces? —chilló Nancy—. ¡Vamos!

En el dormitorio todos estaban de pie, abatidos, entre las camas de los escribas y las víctimas que yacían en el suelo. Haven hacía lo posible por consolar y proteger a sus primitas. Cacia y Gail echaron una manta sobre el cuerpo sin vida de Andrew y, cogiendo de la mano a Daniel, rezaron una oración de despedida.

—¡Haced una bandera blanca con una sábana! —gritó Will.

—¿Se acabó? —Cacia señalaba la Biblioteca.

—Se acabó —contestó Will—. Daos prisa. Y movilizad a los escribas para que salgan de aquí.

Al oír la explosión, los escribas se habían despertado. Se habían incorporado como resortes, habían apartado las mantas y habían empezado a buscar las sandalias con los pies. Ya estaban levantados y su rostro revelaba los indicios de la primera emoción auténtica que Will les había visto: una especie de confusión angustiosa, una pena psíquica.

Gail desgarró una sábana blanca y Cacia agarró al escriba Angus por el hombro y lo encaminó hacia la puerta del almacén.

Sin embargo, los otros escribas empezaron a avanzar en la dirección opuesta, hacia la Biblioteca.

—¡No, por aquí! —les gritó Cacia, pero siguieron adelante. Incluso Angus, con lo mayor que era y lo débil que estaba, consiguió zafarse de ella y seguir a sus hermanos.

Cacia corrió hacia la puerta, que ya quemaba por la cercanía del fuego, e intentó cortarles el paso, pero Matthew, joven y fuerte, la apartó de un empujón, frunciendo el ceño, molesto.

—¡Matthew, no! ¡Daniel, Haven, ayudadme! —chilló Cacia, pero ya era tarde. Tres de los escribas estaban en la antesala e iban derechos a aquel infierno.

Will notó cómo subía la temperatura.

—¡Dile que tenemos que irnos! —le gritó a Daniel.

Daniel retuvo a Haven y gritó a Cacia:

—¡Eso es lo que quieren! ¡Debemos dejar que sigan su camino!

Otros tres pasaron a Cacia de largo. Solo quedaba Angus. Al acercarse a Cacia, el rostro del escriba pareció suavizarse ante su intenso pesar. Se detuvo un instante y la miró a los ojos; luego, despacio, se adentró con los otros en el incendio.

—Adiós, padre —sollozó ella hincándose de rodillas.

Will le gritó a Daniel que saliera el último y se asegurara de que no quedaba nadie. Cogió la bandera blanca de Gail y se la dio a Nancy, luego se situó a la cabeza, con el rifle en posición ofensiva. Phillip le dio la mano a Haven y ella a sus primas. Daniel levantó a Cacia del suelo y se la llevó medio a rastras. Aquella fila exhausta avanzó hacia el almacén.

Will se aseguró de que no había nadie en la sala y le hizo una seña a Nancy para que continuaran. El hueco de la escalera estaba carbonizado, pero los peldaños parecían bastante enteros. Su fusil de asalto llevaba linterna incorporada y Will la giró para iluminar la escalera. Tampoco había nadie allí.

Al final de la escalera, la trampilla estaba abierta. Se asomó de golpe, como el muñeco de una caja sorpresa, por si había algún tirador. La pequeña estancia estaba cubierta de hollín pero vacía. Esperó a que todos estuvieran en la superficie, apiñados en aquel cuartito, y entonces gritó con todas sus fuerzas:

—¡Vamos a salir! No vamos armados. ¡No disparen!

A los pocos segundos, hubo una respuesta.

—¿Quién es usted? —preguntó una voz con acento británico.

—Will Piper. Voy a salir con mi familia y los Lightburn. ¡No vamos armados!

—Salgan con los brazos en alto. ¡De uno en uno!

Will bajó el fusil y le cogió la bandera a Nancy.

—Espero que esos tíos jueguen limpio —susurró acariciándole la cara.

—Voy justo detrás de ti —dijo ella.

Primero enseñó la bandera, luego salió con la mano libre en alto. Un escuadrón de 1 Lancs se acercaba al hangar. La granja iluminaba el cielo, brotaba fuego de todas las ventanas. En las colinas tenía lugar una cruenta batalla. Vio un caza estadounidense que descendía en picado y reventaba un helicóptero con un misil.

Un capitán corrió hacia él apuntándole al pecho con un fusil.

—¡Vienen siete más detrás! —gritó Will—. Principalmente mujeres y niños. Todos desarmados.

—¡No baje las manos! —le ordenaron.

—Capitán, llame por radio al coronel Woolford. Dígale que la Biblioteca se ha quemado. Dígale que se lo haga saber a los estadounidenses y a los chinos. Dígale que toda esta lucha ya no tiene ningún sentido.

El escuadrón rodeó a los civiles mientras el capitán transmitía urgentemente el mensaje a su coronel.

Respirando con dificultad, Will vio que los que iban con él intentaban consolarse unos a otros. Phillip se abrazaba a la temblorosa Haven. Gail se arrimaba a las niñas a sus costados. Daniel sujetaba a Cacia, a la que le flojeaban las piernas. Les gritó a todos que se agacharan. Aún había una batalla en curso. Se volvió hacia Nancy, tiró la bandera y la envolvió en un abrazo de oso, uno de esos que a ella le gustaba que le diera, de esos que la hacían sentirse segura.

Entonces un grito horrendo perforó la noche.

—¡Esto es por Malcolm Frazier, hijo de puta!

Will soltó a Nancy, se giró hacia la voz y dio un paso para protegerla de lo que pudiera venir.

Kenney salió de la oscuridad tambaleándose, con el rostro destrozado y ennegrecido por la explosión. Llevaba un cuchillo de combate en la mano y se abalanzó sobre Will antes de que este pudiera reaccionar.

Will vio el destello metálico, notó la presión en el vientre y oyó el chasquido de un fusil.

Kenney se desplomó como un saco de patatas, gruñendo y maldiciendo.

El soldado que le había disparado avanzó, dispuesto a hacerlo de nuevo, pero Will lo disuadió, sorprendido de poder sostenerse en pie y hablar.

Nancy arrancaba frenética los botones de la camisa para verle la herida, pero no había herida. El diario de Franklin cayó de la camisa atravesado de lado a lado.

Llamaron a un médico, y Will se arrodilló al lado de Kenney.

—No me siento las condenadas piernas —gimió el vigilante.

—Aguanta —le dijo Will—, te pondrás bien.

—Ya lo sé, mamón hijo de puta —espetó Kenney, furioso—. Soy FDR.

Will se levantó.

—Sí, señor —dijo Will—, y por lo que parece vas a ser FDR en una silla de ruedas. Disfruta del resto de tu vida. Espero que sea larga.