3

A través de la impenetrable niebla de la enfermedad había oído voces, algunas reconfortantes y reconocibles, otras no. Las desconocidas pronunciaban palabras bruscas, extrañas: troponina, creatina quinasa, descendiente anterior izquierda, ecocardiografía de perfusión miocárdica, cine-RM, presión arterial pulmonar, dopamina, saturación de oxígeno, ventilación mecánica, cardiomioplastia.

El tiempo era insondable. Más adelante, compararía su percepción con los relojes blandos de Dalí. Un segundo. Un día. Un mes. Todo era igual. Era sobre todo consciente de la incomodidad del tubo respiratorio de la nariz, que se convirtió en su némesis.

Cuando era un joven agente del FBI, una estrella del retorcido mundo de los asesinos en serie, perseguía su objetivo con pasión y agresividad devoradoras, siempre en detrimento de quien compartiera con él la cama y la vida en ese momento. Ahora el tubo era su enemigo. No estaba seguro de por qué se lo habían metido por la garganta. Los pensamientos racionales acerca del tubo se diluían debido a los sedantes que le habían administrado para evitar que se lo arrancara. Y, por si se despejaba entre dosis, lo tenían atado por las muñecas a los barrotes de la cama, como en una pesadilla.

Un día, la niebla levantó y empezó a ser consciente de su entorno. Lo tenían medio incorporado. Le ardía la garganta, pero ya no notaba el plástico rígido en los orificios nasales. Alzó la mano, contando con que las ataduras se lo impedirían, pero pudo llevársela sin problemas a la cara, que se palpó en busca del tubo desaparecido.

Miró a un lado, luego al otro. Estaba en una habitación con paredes de cristal y luces tenues. Había máquinas que emitían suaves pitidos. Le habían puesto una vía intravenosa en la mano. Bajó la mano a la entrepierna, que le picaba. Tenía una sonda. Le dio un tirón y deseó no haberlo hecho. Al gritar, su cuerpo se echó hacia delante y se le cayó la almohada.

Entró una guapa enfermera.

—Hola, señor Piper. Soy Jean. Bienvenido al mundo de los vivos.

Se inclinó a recolocarle la almohada. Al hacerlo, le acercó los pechos a la cara. «El mundo de los vivos está bien», se dijo. Pero necesitaba un poco más de concreción.

—¿Dónde estoy?

—En Miami. En el Miami Heart Institute.

—Odio Miami.

Ella rio.

—Me duele una barbaridad la garganta —gruñó él.

—Le daré una pastilla. Le hemos quitado el tubo respiratorio a las dos de la mañana y son las seis.

Will se señaló abajo.

—¿Me puedes quitar esa cosa?

—Enseguida se la quitarán.

Una pregunta mayor le vino a la cabeza.

—¿Qué me ha pasado?

—Tuvo un infarto. Uno gordo.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—Cinco semanas. Estuvo una semana en Panama City y luego lo trasladaron aquí.

—Dios.

Una flebotomista vino a sacarle sangre. Le sonrió, luego le pinchó en el brazo amoratado.

La enfermera colgó del gotero una bolsa de algún medicamento, después dijo:

—Se le ha notificado a su esposa que ya le han quitado el respirador. No tardará en venir. La doctora Rosenberg pasará a hacer la ronda dentro de una hora y le contará todos los detalles de lo sucedido.

—¿Doctora?

—Sí, doctora.

—Estoy rodeado de mujeres. —No sonó a protesta.

La doctora Rosenberg llevaba el pelo repeinadísimo hacia atrás. Era muy seria, en absoluto la clase de mujer con la que Will se encariñaba instintivamente, pero en este caso disponía de mucho tiempo para ella.

Había tenido un coágulo, le explicó. Una placa rota en la parte superior de la arteria descendiente anterior izquierda, debido a un mal flujo colateral de las otras venas, le había debilitado e inutilizado buena parte del ventrículo izquierdo, el principal músculo impulsor de la sangre. El fallo cardíaco era grave.

En otros tiempos sus opciones se habrían limitado a una válvula mecánica, un aparatito que le habría permitido moverse pero que lo habría tenido permanentemente atado a una batería, o un trasplante de corazón, con todos los riesgos que conllevaba.

—Me importan un comino los otros tiempos —espetó Will sorbiendo zumo de manzana por una pajita—. ¿Qué posibilidades tengo ahora?

—Por suerte ha habido toda una revolución en el tratamiento de la cardiopatía coronaria —dijo la médico—. Le hemos administrado MyoStem, un nuevo preparado de células madre de músculo cardíaco aprobado por Sanidad. Se lo he inyectado directamente en las zonas dañadas a través de un catéter. Lo ha aceptado muy bien. Yo lo comparo con replantar un césped seco. Aún tiene algunas calvas, pero terminará cubierto del todo.

—¿Volveré a estar normal?

—¿Es usted corredor de maratón?

—En esta vida, no.

—Entonces, volverá a estar normal.

—¿El sexo?

—Casi todos los pacientes me lo preguntan —admitió ella, divertida—, pero no tan pronto. La actividad sexual no tiene por qué darle problemas.

«Mientras pueda pescar y echar un polvo, estaré bien», se dijo.

Al menos hasta el 9 de febrero.

Cuando llegó Nancy, estaba sentado en la cama, peinado y con los dientes cepillados. Le dedicó instintivamente la misma sonrisa tontorrona que solía esbozar cada vez que la fastidiaba con ella.

Nancy se detuvo a los pies de la cama; lloraba.

—Eh, cielo —le dijo él.

Se la veía tan menuda y delgada… «Ha perdido peso —pensó Will—. Pobrecilla. En menudos líos la meto.»

Cuando era más joven, el estrés la había hecho engordar. Ahora le había pasado lo contrario. En los primeros años de su matrimonio, él le había ido lanzando pequeñas indirectas que habían conseguido que se picara y terminara haciendo dieta. Sin embargo, cuando a los treinta y tantos había empezado a ascender de verdad dentro del organigrama del FBI, algo cambió. Quizá fuera la presión de las labores directivas o el peso de estar casada con alguien como él o el exceso de entrenamiento matinal en el gimnasio, pero su cuerpo se había vuelto delgado y firme. Y él no se quejaba.

Se llevaban casi veinte años. Ella era aún una mujer bastante joven; Will estaba entrando en lo que él mismo veía como sus años de cascarrabias. Se sabía predecible, pero en su opinión ella era cambiante como el viento. Algunos días le parecía dura como una piedra, exigente y tremendamente segura de sí misma; otros días, diminuta, necesitada e indecisa. Algunos días protestaba amargamente por estar en Washington llevando una vida de madre soltera, y le hacía sentirse un egoísta asqueroso por no estar con ella; otros días le decía que ya estaba harta de la burocracia de la capital y que quería hacer las maletas y mudarse a Florida.

Y ahora esto.

—No… —No pudo terminar la frase.

—Ven aquí —pidió él.

La barra de la cama estaba bajada. Nancy se inclinó y lo besó, y le humedeció la mejilla con sus lágrimas. Will la envolvió con el brazo libre, en el que no tenía pinchada la vía. Quiso achucharla, pero estaba débil como un gatito.

—Lo siento —le dijo.

Ella se irguió.

—¿El qué?

—Ser tan coñazo.

—¿Desde cuándo te disculpas por eso?

—Supongo que es algo nuevo.

—No durará. Por Dios, Will, pensábamos que te perdíamos.

—Soy FDR, ¿recuerdas?

—Ya sabes a lo que me refiero. Como Mark Shackleton.

Mark Shackleton, el de las famosas postales, había operado con absoluta impunidad porque sabía que era FDR. Los agentes de Área 51 le habían disparado a la cabeza hacía quince años y seguía vivo pero en coma, como un vegetal.

—Te las he hecho pasar canutas. Me alegro de no haber terminado como Shackleton. La doctora Maritiesa ha venido a verme esta mañana. Me ha dicho que me han administrado un tratamiento nuevo.

—La doctora Rosenberg. En cuanto una mujer no es bonita y tonta te parece una estirada.

Will sonrió.

—Mira, ya estamos discutiendo otra vez. Como en los viejos tiempos.

—Te he echado de menos.

Él asintió con la cabeza y le preguntó en modo ráfaga:

—¿Cómo lo llevas? ¿Dónde te alojas? ¿Y Phillip?

—Intento llevarlo lo mejor posible, sobre todo por Phillip. Ha vuelto a clase; está en casa de Andy. Sus padres se han portado muy bien. Yo me alojo en un hotel cerca del hospital.

—Estás de permiso.

—Ese era el plan, pero se ha fastidiado. La cosa se ha complicado. Lo he estado coordinando todo desde aquí, desde la oficina de Miami. He llamado a Phillip esta mañana para ponerlo al día. Llega esta tarde, con Laura y Greg.

—¿Laura está bien?

—Ha venido un par de veces. Estaba preocupadísima.

—¿Y Nick?

—También está bien. En el colegio. —Nancy apretó la mandíbula, un gesto que Will conocía muy bien.

—¿Qué? —preguntó.

—No quiero hablarte de nada desagradable en un momento como este, pero antes de que llegue Phillip quiero que sepas que estos días ha estado muy confundido.

Will esperó a oír más.

—Por las circunstancias de tu infarto. Los de urgencias te encontraron con un par de jovencitas en el barco de Ben Patterson.

Will repasó deprisa sus recuerdos, pero no le vino nada a la cabeza e imaginó lo peor.

—Dios, lo sien…

—Por favor, no te disculpes conmigo, Will. No es eso lo que busco. Solo te pido que tengas un poco de tacto con Phillip. Está hecho un auténtico lío.

Will se irguió y la acercó a él para volver a abrazarla.

—Te juro, Nancy, que, durante el tiempo que nos quede en este mundo, voy a ser mejor persona.

Le trajeron una tartita con una vela a pilas; las velas de verdad estaban prohibidas en la oxigenadísima UCI.

Las enfermeras lo vistieron con su ropa, que ahora le quedaba holgada, y lo sentaron en un sofá para que pudiera recibir visitas más cómodamente. Seguía llevando la vía, estaba conectado a los sistemas de monitorización y no podía quitarse el oxígeno de los orificios nasales, pero, para sorpresa de todos los que habían sido testigos de su coma, volvía a parecerse mucho al de antes.

Aunque tenía la voz ronca, los labios agrietados y embadurnados de vaselina y el semblante cetrino, sus ojos conservaban su antigua chispa y las comisuras de su boca revelaban aquella sonrisa de disculpa que le era tan característica.

Las visitas no podían durar más de veinte minutos. Nancy, Greg y Laura se le acercaron algo incómodos; Phillip se quedó junto a la puerta.

Laura nunca había dejado atrás su juventud de espíritu libre. Seguía siendo una hippy del nuevo milenio que se ponía vestidos largos de algodón y llevaba suelta su larga melena veteada de canas. Era novelista y contaba con un fiel grupo de lectoras de su misma cuerda a las que les encantaban sus historias de amores peculiares, abandono y azar. Ser la hija de Will Piper no había perjudicado a su carrera; algunas de sus seguidoras leían sus libros como si fueran textos sagrados en busca de verdades ocultas sobre 2027, tema que ella había hecho suyo hacía mucho.

Nick era su único hijo, unos meses mayor que Phillip. Siempre había sido motivo de tensión familiar el que el nieto y el hijo de Will tuvieran la misma edad. Laura no había ocultado su opinión de que Nick había tenido mala suerte y se había visto privado de la atención sin límites de su abuelo. No obstante, Will adoraba al chaval, siempre lo había hecho y, en las poco frecuentes visitas de Nick a Florida, le parecía mejor compañero de pesca que su hijo. Pero desde que lo habían metido interno en un colegio de New Hampshire apenas se veían.

Su yerno, Greg Davis, estaba tan tristón como de costumbre; durante la visita, se dieron el abrazo de rigor e intercambiaron unas palabras. La animosidad no era recíproca; no es que a Will le encantara el tipo, pero desde luego nunca le había desagradado. Si Greg era lo bastante bueno para su hija, también lo era para él.

El problema era la desilusión crónica de Greg y su convicción de que su carrera profesional podría haber florecido si Will hubiera querido ayudarle un poco.

Will siempre había rechazado la idea de plano. Cuando Greg era reportero júnior de plantilla en el Washington Post, allá por 2011, ¿no le había pasado la noticia del siglo? ¿No se había hecho famoso de inmediato por ser el primer periodista que había informado de la existencia de la Biblioteca de Vectis y de Área 51? ¿No le habían dado un Pulitzer? ¿Acaso era culpa de Will que los planes de Greg de escribir el libro de los libros sobre la Biblioteca se hubieran visto frustrados por la sentencia del Tribunal Supremo que obligaba al Post a desistir de su propósito y devolver al gobierno la copia pirata de la base de datos que obraba en poder de Will? ¿Acaso era culpa suya que Greg se hubiera visto obligado a firmar el acuerdo de confidencialidad del gobierno? ¿Que la editorial hubiera querido ipso facto su libro sobre el caso del Juicio Final?

Greg había dejado el Post tras la sentencia del Tribunal Supremo y había explotado un tiempo su notoriedad periodística trabajando en el New York Times y, luego, en una sucesión de revistas y publicaciones de empresa, ninguna de las cuales le había proporcionado grandes beneficios. Su último proyecto eran unas cuantas revistas electrónicas destinadas a las comunidades de inmigrantes residentes en Estados Unidos. Laura y él vivían ahora en Brooklyn, y se mantenían gracias a las novelas de ella.

Will pensó que le costaría tragar la tarta y se comió solo el glaseado.

—Lo mejor que he probado en mi vida —dijo.

—Cuando vuelvas a casa, te pondré tarta todos los días —le contestó Nancy.

—¿Te han dicho cuándo te van a dar el alta, papá? —preguntó Laura.

—No, pero la médico me dijo que, cuando el MyoStem va tan bien como en mi caso, la recuperación es rápida. Si dependiera de mí, salía hoy mismo.

—No depende de ti —dijo Nancy muy seria.

Él cambió de tema.

—¿Has podido escribir? —le preguntó a su hija.

—He estado algo dispersa.

—¿Y tú, Greg? ¿Cómo va tu negocio?

Greg había arrastrado a la mediana edad su cuerpo fuerte y su rostro anguloso, pero su mata de pelo rizado se había marchitado con los años. La cúpula de su cabeza era ahora visible y huesuda. La pregunta pareció animarlo.

—Hemos estado ocupados, muy ocupados, con lo de Nancy. Con ediciones especiales y todo.

Nancy miró furiosa a Greg.

—¿Qué es lo de Nancy? —preguntó Will.

—Nada —contestó ella dedicándole a Greg una mirada asesina—. Luego te lo cuento. No es nada de lo que haya que hablar ahora mismo.

En circunstancias normales, Will jamás habría dejado correr un comentario así, lo habría rastreado hasta obtener una respuesta, pero estaba demasiado débil y atontado. Dejó que el hueso se le cayera de los dientes.

Le pidió a su hijo que se acercara. El chico avanzó unos pasos.

—Me han dicho que estás en casa de Andy.

Phillip asintió con la cabeza.

—¿Y qué tal os va? ¿Estáis haciendo algo o andáis todo el día de cachondeo?

—Va bien —respondió, taciturno, el chaval.

Will disimuló unas lágrimas sorbiendo los mocos.

—Siento haberte hecho pasar por todo esto.

—No pasa nada. ¿Puedo irme abajo con el NetPen?

—¿No quieres contarle a tu padre lo de tu premio? —intervino Nancy.

—No —dijo el chaval retirándose—. Cuéntaselo tú.

—¡Phillip! —lo llamó Will, pero ya se había ido—. ¿Qué premio?

—En el colegio les pidieron a todos que escribieran acerca de lo que significa para ellos el 9 de febrero de 2027. Las redacciones se presentaron a un concurso nacional. Phillip ha ganado el primer premio.

—¿Bromeas?

—Está en internet, papá. Está por todas partes —explicó Laura.

—Hasta la he publicado en mi NetZine —añadió Greg.

Nancy llevaba una copia en el bolso.

—Te la dejo en la mesilla —le dijo—. Léela cuando nos vayamos. Habla de ti.

—¿De mí? —preguntó, incapaz de contener la cascada de leves sollozos que lo estremecieron.