Will dejó una de las bombas al pie de la escalera que conducía al hangar y la otra en la escalera que llevaba de la Biblioteca a la casa. Nancy y él subieron con Cacia a la casa y dejaron a Phillip y a Haven abajo por su seguridad.
En el salón, el teléfono volvía a sonar, pero esta vez lo cogió Will.
—¿Qué tal? —dijo, provocador.
El coronel Woolford respondió en tono desafiante.
—¿Con quién hablo?
—Me llamo Will Piper.
—Entiendo. Señor Piper, soy el coronel Barry Woolford, del ejército británico. La señorita Locke ya me ha informado de que ha perdido usted el juicio.
—Yo no lo describiría así, coronel.
—Bueno, quizá eso sea un menosprecio. Tal vez debería decir que el síndrome de Estocolmo lo ha llevado a identificarse con sus captores.
—Yo lo llamaría instinto de supervivencia puro y duro. Verá, sé cómo va a acabar esto. Si entran los suyos, o los estadounidenses, o los chinos, da igual quién, lo que van a querer es la Biblioteca. Los Lightburn, mi familia, todos los demás que están aquí abajo no vamos a ser más que una carga. Ustedes van a querer que esto quede total y absolutamente en secreto.
—Soy militar, señor Piper, y mis atribuciones son muy limitadas, pero estoy seguro de que, en cuanto usted y su familia estén a salvo, podrán exponer sus inquietudes a las autoridades civiles correspondientes.
—Coronel, no voy a discutir algo que sé con certeza. Le garantizo que todo lo que le ha dicho Annie Locke es cierto. No nos vamos a mover de aquí. Si entran por la fuerza, les responderemos con contundencia. Quizá eso no asuste a un tipo duro como estoy seguro de que es usted, pero hay algo que tal vez sí le asuste: si entran disparando no se llevarán la Biblioteca, sino sus cenizas. Y, como oficial al mando, su trasero arderá tanto como los libros. ¿Me entiende?
Tras una pausa, el coronel respondió que lo entendía perfectamente y le preguntó a Will qué era lo que quería.
—Mande a un equipo de la BBC para que haga una retransmisión en directo. La estaremos viendo en la televisión para asegurarnos de que no es un camelo. En cuanto la BBC emita una ruta completa por la granja, saldremos de aquí. Y otra cosa, que los periodistas traigan una carta de indulto para los Lightburn firmada por el ministro del Interior.
—¿Algo más? —preguntó Woolford con exasperada oficiosidad.
—Sí, dígame si Greg Davis ha muerto.
—Sí.
—¿Cómo ha muerto?
—Si le soy sincero, no estoy del todo seguro. Se está investigando.
Justo antes de colgar, Will dijo:
—Yo miraría hacia el este, coronel. Llámeme cuando tenga una respuesta.
—Debería sentarme con ellos —dijo Haven—. ¿Vienes?
Phillip la siguió a la Sala de los Escribas. Todos los pelirrojos alzaron la vista para mirarla. Aunque nunca sonreían, parecía como si sus semblantes se suavizaran en su presencia.
Se sentaron al principio de la sala y los observaron mientras hacían su trabajo.
—¿En qué año están trabajando ahora? —preguntó Phillip a Haven.
—Van ya por el 2611.
—Cuesta imaginarse un futuro tan lejano —dijo él—. Molaría ver si hay algún nombre raro como de alienígena. ¿Alguna vez miras?
—No.
—¿Por qué?
—No está bien que yo lo haga.
—¿Puedo mirar yo?
—Creo que no deberías —respondió ella—. Hoy están raros.
Phillip ignoraba cuál era su comportamiento normal, pero vio a qué se refería. Ninguno de ellos escribía con fluidez. Empezaban y paraban, con el bolígrafo suspendido, titubeante, sobre las hojas. Además, cuando no escribían se revolvían en los asientos, como si intentaran encontrar una postura cómoda. Angus, el escriba más viejo, apenas escribía. Miraba fijamente la página y babeaba más de lo normal, con lo que la hoja quedaba empapada e inutilizable.
—A lo mejor están asustados con todo el ruido de fuera —señaló Phillip— y con tanta gente nueva.
Haven se levantó y cogió una toalla limpia. Se acercó a Angus, le limpió la cara y le enjugó la baba de la camisa y del papel.
—Espera, te daré otra página —le dijo dirigiéndose al final de la mesa, donde había un paquete de folios listo para usar.
Matthew, el escriba de veintiún años de la perilla rojiza, se levantó de pronto de la silla gruñendo ruidosamente. Era delgado, como todos, y no muy fuerte, pero agarró a Haven por la cintura con inesperada agilidad y la tiró al suelo.
—¡Eh! —gritó Phillip.
Haven se revolvió y protestó bajo el peso de Matthew. El joven intentaba levantarle el vestido. Tenía los ojos como platos y empujaba su erección contra ella mientras los otros escribas seguían a lo suyo como si no pasara nada.
Phillip se acercó corriendo, se subió a horcajadas sobre Matthew e intentó apartarlo de la chica, que se retorcía debajo de él. Pesaba demasiado para moverlo, así que Phillip optó por darle un puñetazo en el oído derecho, luego en el izquierdo y de nuevo en el derecho.
Matthew aulló de dolor y se apartó tapándose los oídos para protegerse.
—¡Por favor, Phillip, no le hagas daño! —gritó Haven.
—¡Lo voy a matar! —bramó Phillip apretando los puños de nuevo.
—¡No! No está bien. Debe de haber pensado que le tocaba ya.
Ella se incorporó, se estiró el vestido y se arrodilló junto al escriba encogido.
—Tranquilo, Matthew. No pasa nada —le dijo con voz serena—. Nadie te va a hacer daño. Nadie está enfadado contigo. Phillip, ayúdame a llevarlo a su silla.
A regañadientes, Phillip la complació. Matthew permaneció sentado en silencio un rato, luego cogió el bolígrafo, escribió una entrada y paró. Una gota de sangre de un corte que tenía en la sien había caído en la hoja y él la miraba paralizado de miedo.
Haven corrió a por una toalla y se la puso en la pequeña herida.
—¿Te había pasado esto antes? —le preguntó Phillip de pronto.
—No.
—Pero se supone que tiene que suceder en algún momento, ¿no?
—Así es como funciona, Phillip —dijo ella en poco más que un susurro—. No tiene que gustarme. Ni a mi madre ni a mi tía tuvo que gustarles.
—Ay, Dios… —se limitó a decir Phillip.
Haven le cogió la mano con un hondo suspiro.
Él la agarró con fuerza y dijo:
—Ya no será así, Haven. Ya has oído a mi padre. Vuestra vida va a cambiar.
—Sí, va a cambiar, desde luego —repuso ella apartándose la melena pelirroja de los ojos para secarse las lágrimas.
—Muy bien, siguiente jugada —dijo Will pasando el teléfono del salón a Nancy—. Haz tu llamada.
—Estoy segura de que los británicos tienen pinchada la línea —comentó ella.
—Da igual. Actúa para tu público.
Nancy llamó al despacho del director Parish en el FBI. Eran casi las ocho de la noche en Washington, pero supuso que seguiría allí, y seguía.
Le preguntó dónde estaba y, cuando ella se lo dijo, estalló como un petardo y la sermoneó de nuevo sobre su insubordinación.
—Olvídate de eso ahora —dijo Nancy—. Estoy aquí y tenemos entre manos una situación muy grave.
—¿Es segura esta línea? —quiso saber él.
—No, no lo es.
—Entonces me andaré con cuidado. Basta con que sepas, Nancy, que tenemos una idea bastante clara de lo que está pasando en Pinn, y hay mucho interés en esos activos. Sin embargo, parece que hay otras partes interesadas.
—El ejército británico ya nos ha comunicado que se disponen a entrar por la fuerza. Resulta evidente que también los chinos vienen hacia aquí.
Parish soltó una bocanada de aire contenido.
—¿Cómo sabes eso?
—Es una larga historia, pero sé quién enviaba las postales. Está muerto. Estaba compinchado con los chinos.
—Dios bendito.
—Necesitamos tu ayuda —dijo ella—. Nuestra situación es de vida o muerte. Necesitamos que convenzas a los británicos para que accedan a nuestras exigencias. —Le contó lo de la retransmisión en directo por televisión, lo de la carta de indulto para los Lightburn. De lo contrario, nadie iba a tener la Biblioteca intacta.
Parish escuchó, luego le respondió, y a ella le pareció más tenso de lo que lo había oído nunca.
—Hay un problema, Nancy, y no me importa decirlo por una línea no segura porque creo que todo el mundo está al tanto. El gobierno estadounidense y el británico ya no están en el mismo bando en este asunto. Ellos harán lo que tengan que hacer y nosotros también. Y, Dios nos asista, los chinos, por lo visto, tienen las mismas intenciones. No terminaremos todos en torno a un fuego de campamento y cantando «Kumbayá».
A la una de la madrugada, Kenney recibió la llamada que estaba esperando.
—Luz verde de la Casa Blanca —le indicó el contraalmirante Sage—. A las dos entrarás de forma encubierta en el complejo y afianzarás el objetivo. Cuando lo hayas conseguido, se te unirán uno o más equipos Seal del Mando Conjunto de Operaciones Especiales, que entrarán y se harán con el control de los activos. Los respaldará el Tercer Batallón Ranger, que está a punto de desplegarse de la base de Mildenhall. Los británicos nos han suspendido el derecho de despegue y aterrizaje de las instalaciones de las bases aéreas que compartimos, pero estamos en modo que-les-den. Los Ranger tendrán a los británicos lo bastante ocupados como para que nos dé tiempo a meter allí una flota de helicópteros de mercancía pesada, poner los libros en palés y sacarlos de la granja. Empezarás por el 2027 y empaquetarás tantos decenios y siglos de material como te sea humanamente posible antes de que desalojemos. ¿Entendido?
—Sí, señor —dijo Kenney con el corazón alborotado—. ¿Y los chinos?
—Parece que también van para allá —contestó con excitación el contraalmirante—. Su flota está ya muy cerca. Deja que los Ranger y la Fuerza Aérea se ocupen de ellos. Los británicos tampoco los dejarán entrar sin plantarles cara. Céntrate en tu objetivo y no falles.
Durante un breve período de tranquilidad, Cacia puso la tetera al fuego y preparó té. Llamó a Daniel desde el salón y le dio su taza favorita antes de servir a Nancy y Will. Los cuatro se sentaron en el suelo de la cocina por miedo a los francotiradores, aunque Nancy les dijo que ningún lugar de la casa era realmente seguro frente a un fusil de gran calibre equipado con una mira térmica.
—Eso me tranquiliza —dijo Cacia bebiendo un sorbo.
—Lo siento —repuso Nancy—. Soy de las que lo cuentan todo por nada.
—¿Puedo preguntaros cuánto tiempo lleváis casados? —inquirió Cacia.
—Dieciséis años —contestó Will—. Dieciséis años estupendos. ¿Y vosotros?
—Veinticinco —respondió Daniel—. Cómo pasa el tiempo, ¿verdad?
Nancy asintió con la cabeza.
—Hemos vivido cada año de nuestro matrimonio dando por sentado que 2027 podría ser el fin —comentó—. Vosotros debíais de ser probablemente la única familia del mundo que sabía que eso no era así.
—Quizá sea mejor no saberlo —dijo Cacia.
—¿Por qué? —preguntó Will.
—Fíjate en vosotros —respondió Cacia—. Os he visto lanzaros miraditas furtivas. Se os ve muy enamorados, como recién casados. Quizá la perspectiva del horizonte haya mantenido viva vuestra relación.
—Entonces —intervino Daniel mirando a su esposa— ¿cómo explicas nuestra dicha conyugal?
—¡Venga ya! —exclamó ella dándole una patadita—. Ya eres un poco mayor para hacerte el gracioso, ¿no te parece?
Sonó el teléfono.
Will salió en cuclillas al salón y lo cogió. Era el coronel.
—Woolford al habla. ¿Es Piper?
—Espero que haya llamado para decirme que el equipo de la BBC está en camino.
—Pues no.
—Craso error —dijo Will.
—Mire, creo que es preferible no andarse con rodeos —repuso el coronel—. Su propuesta se ha debatido en los más altos niveles. No ha cuajado. De hecho, se ha rechazado enérgicamente. Los Lightburn son delincuentes y deben someterse a la justicia. Y los libros son un bien nacional y, como tal, debe protegerse de ciertas potencias extranjeras que amenazan con usurpárnoslo. Me temo que voy a tener que darles un ultimátum. Si no salen en menos de una hora con las manos en la cabeza y de uno en uno, vamos a entrar. ¿Lo ha entendido bien, señor Piper?
—Le diré lo que entiendo —respondió Will—. Entiendo que va a pasar usted a la historia como un gilipollas particularmente patético e ignorante. —Colgó de golpe, volvió gateando a la cocina, se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y siguió bebiéndose su té.
—Eso ha estado bien —dijo Nancy acariciándole la pierna.
—¿Siempre es así? —preguntó Cacia, que se aguantaba la risa.
—Aunque cueste creerlo, se ha suavizado con los años.
En la sala de reuniones del Gabinete, en Whitehall, comunicaron al primer ministro Hastings que el presidente Dumont estaba al teléfono. Aceptó la llamada y la pasó por el altavoz.
Los «John» y las informalidades se habían terminado.
—Señor primer ministro —le dijo el presidente—, los historiadores no nos tratarán bien si no hacemos un último esfuerzo por resolver nuestras diferencias y llegar a algún arreglo.
—¿Y qué entiende usted por «arreglo», señor presidente?
—Le propongo un plan de tres puntos. Nosotros nos hacemos con la Biblioteca, les ayudamos a amilanar a los chinos y a enviar de vuelta a Tianjin la flota del mar del Norte, y les permitimos que estacionen permanentemente un equipo de análisis en Groom Lake para que consulte la base de datos una vez esté operativa.
Hastings paseó la vista alrededor de la mesa de conferencias y vio que los ministros y el personal de Defensa negaban con la cabeza.
—Este «arreglo», señor presidente, suena idéntico a su demanda inicial. Le diré lo que entiendo yo por arreglo. Nosotros controlamos la Biblioteca británica en instalaciones británicas que se construirán en suelo británico, ustedes cumplen con las obligaciones que les impone la OTAN y nos ayudan a echar a los chinos, y nosotros les permitimos que estacionen un equipo de análisis en Gran Bretaña para que consulte la base de datos cuando esté, como usted dice, operativa.
El presidente Dumont respondió enseguida.
—Eso no es así, señor primer ministro. Lo tenemos muy claro. Nuestro cuerpo de juristas ha revisado la carta convenio firmada por Churchill y Truman en 1947, y están convencidos de que el término «Biblioteca» comprende el material que tienen ustedes en Pinn. De modo que es propiedad de los Estados Unidos de América y, como tal, nos proponemos reclamarla.
Hastings se irguió en la silla, furioso y consciente de la importancia del momento.
—Permítame que le advierta, señor presidente, de que el traslado de hombres y materiales de cualquiera de sus instalaciones en nuestras bases aéreas se considerará un acto hostil y se tratará como tal. Somos, como bien sabe, una potencia nuclear, y una invasión de nuestro territorio soberano, por los chinos, por ustedes o por cualquier otra nación, es de facto una acción de guerra.