Will no paraba de darle vueltas a la cabeza, repasando escenarios y contingencias, pero lo interrumpían incesantemente los pequeños dramas que tenían lugar en el reducido espacio de su confinamiento.
Por rabia, por miedo o por vergüenza, Greg había regresado al punto en el que se negaba a conversar con los demás. Tenía la cara pegada a la pared, pero cada cierto tiempo gritaba a sus captores, aunque no los viera, que tenía que ir al baño.
Cacia había encadenado a Nancy al catre que había entre Phillip y Will, quizá por no disolver la unidad familiar. Nancy, a su vez, hacía mimos a Phillip, pero este no estaba de humor para dejarse querer delante de nadie. No es que Nancy le estuviera haciendo el vacío a Will (le había preguntado con normal preocupación cómo le iba y si su corazón se estaba portando), pero seguía lanzándole miradas asesinas a Annie y hubo un momento en que le susurró a Will: «Es muy guapa».
Will le respondió que no se había fijado.
Pero ella insistió.
—¿Por qué crees que te la asignó el MI5? Conocen bien al cliente, ¿no crees?
—Por Dios, Nancy —susurró él—. Vine aquí a buscar a Phillip, no a tontear.
—Cacia también es atractiva —contraatacó ella—. Y también te hace ojitos.
—¿No te parece que hay cosas más importantes en que pensar?
Entraron Cacia y Haven con bandejas de comida y bebida. Esta vez no las habían dejado solas. Douglas, visiblemente malhumorado, parecía el responsable de vigilar a su madre y su hermana.
Greg exigió a gritos que lo dejaran ir al baño otra vez. Douglas gruñó y se lo llevó a punta de escopeta.
Cacia vio una oportunidad y se acercó al catre de Will.
—Un militar ha llamado a Daniel y le ha dicho que tenemos que rendirnos y entregarles la Biblioteca. Dice que si no lo hacemos entrarán disparando, y si morimos todos o resultamos heridos, caerá sobre la conciencia de Daniel, no en la de ellos.
Nancy habló antes de que pudiera hacerlo Will.
—Tengo que ponerme en contacto con el FBI. Ni siquiera saben que estoy aquí. Estados Unidos debe detener a los británicos. Ha de haber un modo de resolver esto sin derramamiento de sangre. Señora Lightburn, ¿tiene algún otro móvil que pueda bajarnos?
—Kheelan ha aplastado todos los suyos. Nosotros solo tenemos el fijo, arriba.
Will negó con la cabeza, hastiado.
—Lo siento, Nancy, pero eso no va a funcionar. Da igual que sean los estadounidenses, los británicos o los dos juntos. Todos quieren lo mismo: controlar la Biblioteca y silenciarnos, de un modo u otro.
—¿Y qué pasa con los chinos? —preguntó Nancy.
—Vete a saber —dijo Will—. Quizá lleguen a algún acuerdo con ellos y les den acceso a la Biblioteca. Pero todos querrán que la gente de a pie no se entere de nada para que los gobiernos y los militares puedan jugar a ser Dios con las fechas. Ya viste cómo reaccionaron cuando sacamos a la luz lo de Área 51. Por Dios bendito, seguramente ni siquiera dejarán que el mundo sepa que no hay horizonte.
—¿Qué plan tienes entonces? —quiso saber Nancy.
Will las miró, primero a Nancy y luego a Cacia.
—Propongo que aunemos fuerzas con los Lightburn. Que nos enfrentemos juntos a esos cabrones. Lo único que los va a detener es una oposición eficaz. Esa es la única forma de llevarlos a la mesa de negociación. Hay que hacerles entender que solo tendrán la Biblioteca si se informa al mundo de su existencia, nos dan paso franco a nosotros y a los Lightburn, y permiten que Cacia decida qué hacer con los escribas.
Mientras decía esto, Cacia asentía con la cabeza.
—Por Dios, Cacia —le imploró Will—, ¿no puedes conseguir que Daniel y Kheelan nos dejen ayudarles a defender la granja?
Ella contestó que lo intentaría y salió volando; dejó allí a Haven y le dijo a Douglas que enseguida volvía.
Haven permaneció inmóvil, al parecer incómoda entre tantas caras nuevas.
Phillip le hizo una seña con la mano que le quedaba libre y la presentó:
—Mamá, esta es mi nueva amiga, Haven.
El gesto serio de Nancy se disolvió en una sonrisa.
—Hola, Haven —saludó—. Todo esto debe de ser muy desagradable para ti.
—Yo estoy bien —contestó Haven en voz baja—. Pero me preocupan las pequeñas, mis primas. Los disparos les hacen llorar.
—Pobres —dijo Nancy—. Hay que poner fin a toda esta locura, ¿no te parece?
Haven asintió con la cabeza.
—Me han dicho que fuiste tú quien le pidió a Phillip que viniera a Inglaterra.
—Sí. Y vino. Pero siento haberlo metido en este lío.
—Yo no lo siento —intervino Phillip—. Aunque todo se haya complicado, me alegro de haberte conocido.
Douglas trajo de vuelta a Greg y lo encadenó de nuevo. Nancy le preguntó al joven si podía ir al baño ella también y Will enseguida se apuntó. Douglas les advirtió que no intentaran nada, los soltó y se los llevó. Cuando se fueron, Haven aprovechó para sentarse al lado de Phillip en su catre.
En la antesala, Will cogió a Nancy de la mano y se la apretó un poco.
—Quisiera que no estuvieras aquí, pero me alegro de que estés —dijo él—. ¿Me explico?
—Más o menos —respondió ella devolviéndole el apretón—. Al estilo Will Piper.
—¿Recuerdas la promesa que te hice en el hospital?
—¿Cuál? ¿La de las hamburguesas con queso o la de las mujeres?
Will rio.
—La de las mujeres. Me he portado bien. Quería que lo supieras.
—Te creo.
Justo entonces se abrió la puerta de la Sala de los Escribas y salió uno de ellos camino del lavabo.
—Un momento —les dijo Douglas—. Dejadlo pasar primero.
Nancy se quedó pasmada al ver a uno de los jóvenes pelirrojos. El escriba le dedicó una mirada fugaz, luego pasó por delante y agarró el pomo.
Cuando cerró la puerta desde dentro, Nancy le dijo a Will:
—Es uno de ellos, ¿verdad?
—En carne y hueso.
—No sé por qué me los imaginaba con hábitos de monje.
—Por lo menos llevan sandalias.
—¿Hablan?
—Yo no los he visto hacerlo.
—Douglas, ¿te importa que mi mujer eche un vistazo a la Sala de los Escribas? —preguntó Will.
El joven levantó apenas el arma y dijo:
—Diez segundos. Nada más.
Dicho esto, abrió una rendija la puerta de la sala, la dejó asomarse y al poco volvió a cerrar.
—Dios mío —murmuró ella—. Es increíble.
—Adelante, te toca —le dijo Douglas a Nancy—. Yo no confiaría en que hubiera bajado la tapa.
Diez minutos después de que todos estuvieran de nuevo encadenados, bajó Cacia, pero no sola. Daniel y Kheelan iban detrás. Le ordenaron a Douglas que subiera a ocupar el puesto que Daniel había dejado vacante.
El marido de Cacia miró furioso a Will, como si fuera a gritarle; sin embargo, habló con una serenidad forzada:
—Muy bien, señor, cuénteme su propuesta.
Will le expuso su plan. Lo había ideado precipitadamente y, según lo iba soltando, le complació comprobar que sonaba racional.
—Entonces ¿tenéis fertilizante? —preguntó Will.
—Sí —contestó Daniel—. Esto es una granja operativa. ¿Cómo cree que alimentamos a los escribas y a los demás?
—¿Y gasolina?
—Sí. En el granero. Para el tractor.
—Y, obviamente, tenéis cartuchos.
—Muchos.
—Y bidones. De eso sé que tenéis.
—Sí.
—¿Y un paquete de azúcar y un carrete de cordel de algodón?
—De eso tengo yo —dijo Cacia.
Will sonrió.
—Entonces ya tenemos todos los ingredientes.
—Dígame por qué debería confiar en usted —repuso Daniel.
—Porque parece que el destino nos ha puesto del mismo lado. Los dos luchamos por salvar a nuestra familia.
Annie no estaba de acuerdo en absoluto.
—Bueno, yo, desde luego, no estoy de su lado. Ha matado y herido a agentes del MI5 y se propone matar y mutilar a miembros de la policía y del ejército. No pienso participar en esto.
—Annie —le dijo Will con delicadeza—, si yo estuviera en tu lugar coincidiría contigo al cien por cien, pero esto es lo que hay: si se hacen con la Biblioteca, puede que te dejen volver a tu vida normal o puede que no. Quizá te consideren una carga, y a veces las cargas desaparecen.
—En cualquier caso, no pienso ayudaros —respondió, desafiante.
—Algún modo habrá de sacarle partido —señaló Nancy—. Encerradla hasta que estemos listos. Y a Greg también. Él ya no es de los nuestros.
Daniel suspiró hondo y le pidió a Cacia que soltara a Will, a Nancy y a Phillip, y dejara a Annie y a Greg encadenados.
—Vamos —dijo Will levantándose y estirándose—. ¡A la cocina!
La escena que se desarrollaba en la cocina de los Lightburn tenía algo de doméstica. Tras la pataleta de Kheelan, que se negaba a soltarlos, este tuvo que aceptar a regañadientes y anduvo yendo y viniendo al granero en busca de ingredientes. Will los mezclaba en los cazos de mayor tamaño de Cacia mientras Nancy vaciaba los cartuchos de pólvora en un bol de mezcla sin dejar de hablar de su experiencia de toda una vida y cruzaba la vasta sala de la Biblioteca de camino a las escaleras de la granja. Bajo el tutelaje de Will, Phillip y Haven sumergieron el cordel en la mezcla de agua azucarada y pólvora negra para convertirlo en la mecha. Cacia iba de un lado a otro proporcionándoles los utensilios que necesitaban, y su hermana, Gail, asomaba la cabeza por allí cada cierto tiempo, cuando no estaba arriba con las niñas dormidas. Daniel, sus hijos y Kheelan seguían vigilando a través de los agujeros que habían hecho en las cortinas.
—¿Cómo dices que aprendiste a hacer esto? —preguntó Nancy.
Will rio y dejó el cacillo.
—Trabajé en un cuerpo de seguridad, ¿recuerdas? ¿Creías que lo único que sabía hacer era pescar?
—Yo trabajo en un cuerpo de seguridad y no sé hacer una bomba.
—Te ascendieron a la cúpula directiva demasiado pronto.
El teléfono sonó sin parar durante el proceso de producción, pero lo ignoraron. Cuando terminaron había líquido suficiente para llenar cuatro bidones. Will colocó con cuidado trozos de la mecha casera en la boca de cada uno de los bidones y los sujetó con bolas hechas con trozos de paños de cocina.
—¿Funcionará? —preguntó Cacia.
—Si los chicos han hecho una buena mecha —dijo Will señalando a Phillip y a Haven—, debería funcionar.
—Si tu receta es buena, saldrá bien —lo corrigió Phillip.
—Entonces se convertirán en una tremenda bola de fuego —apuntó Will—. Confiemos en que nadie resulte herido.
Volvieron abajo cargados con dos bidones, y cruzaron la Biblioteca en dirección a la celda de aislamiento.
—¿Qué es eso? —preguntó Annie señalando los bidones.
—¿A ti qué te parece? —le respondió Nancy.
—Lo que me parece es que os habéis vuelto todos locos —repuso Annie—. Completamente majaras. Tan pronto sois rehenes como terroristas.
Will le cogió la llave de los grilletes a Cacia y soltó a Annie.
—Es hora de que te vayas, Annie. Estoy seguro de que esto está plagado de agentes del MI5. Ve a buscar a los tuyos y diles que cometerán un inmenso error si entran en la granja por la fuerza. Diles que tenemos decenas de bombas y que las vamos a utilizar. Ve a que te curen bien esa pierna.
—Venga conmigo —le dijo Cacia señalando hacia la Biblioteca—. Saldrá por aquí, por la casa.
Will se inclinó sobre Greg y le quitó el grillete.
—Tú también te vas.
Greg pestañeó sorprendido y se levantó.
—Tengo miedo —murmuró.
—No me extraña —repuso Will.
—¿Qué me va a pasar?
—Sinceramente, no lo sé. Los federales aún no saben lo que has hecho, pero supongo que no tardarán en enterarse, ¿verdad, Nancy?
Ella asintió con la cabeza.
—Me veré obligada a entregarte en cuanto tenga ocasión —le comunicó Nancy con tristeza.
—Igual los chinos te acogen —comentó Will.
Greg se echó a llorar.
—Lo siento.
—Seguro que sí —dijo Will.
—¿Le dirás a Laura que la quiero?
—Podrás decírselo tú mismo —contestó Will.
—¿Tú crees?
—Mira, Greg, eres FDR. Te busqué hace años, cuando tuve la base de datos.
—Buscaste a Greg Davis, ¿verdad?
Will asintió con la cabeza.
—Sabes que soy adoptado, Will. Tendrías que haberme buscado por Tanner, mi verdadero apellido.
Will recordó aquel día de 2009. Apenas había dispuesto de unos minutos desesperados, antes de que llegara la policía, para buscar las fechas de algunas de las personas que eran importantes para él. Sintió náuseas. Por el bien de su hija, le dio una palmada en la espalda y lo envió fuera con Cacia.
El vicepresidente Yi estaba sentado junto al general Bo en el Centro de Mando de Inteligencia Extranjera del Ministerio de Seguridad del Estado. La pared cóncava del fondo mostraba una gran variedad de imágenes de Pinn, satelitales y térmicas, en tiempo real.
—¿Ven eso? —dijo un analista senior poniéndose de pronto en pie y señalando un punto en movimiento en una de las imágenes—. Se está moviendo.
—¿Qué quiere que hagamos? —preguntó el general Bo al vicepresidente.
Yi entendió que la pregunta era retórica, pero le molestó que el general sintiera la necesidad de hacérsela. La respuesta era evidente.
—Ya hemos debatido ese escenario, general, y no hay razón para alterar nuestro plan.
Annie agitó con vehemencia un trapo de cocina blanco por encima de su cabeza mientras salía cojeando por la puerta principal de la casa, luego corrió todo lo que pudo hacia la carretera y en dirección a un pelotón de soldados. Greg también salió, con la mirada baja, sosteniendo sin ganas su propio paño.
Por encima de su cabeza, un ave de presa negra y gris del tamaño de un águila pescadora descendió sigilosamente del cielo oscuro.
Solo que no era un ave.
El microdrone chino se dirigía hacia la señal que emitía el Rolex de Greg.
Un misil del tamaño de una pluma gruesa salió disparado, lo alcanzó en el pecho y estalló con el impacto.
La explosión fue lo bastante potente como para que Will la oyera desde abajo.
Aunque no estaba seguro, tenía una idea bastante clara de lo que había sido.