27

Greg se desplomó de rodillas, sobre los talones, como un fugitivo exhausto al que hubieran estado persiguiendo y finalmente hubieran acorralado.

Will abrió por fin la boca e inició una batería de preguntas mientras Kheelan le quitaba el dispositivo a Nancy, lo tiraba al suelo y lo aplastaba furioso con la culata de la escopeta. Hizo lo mismo con el NetPen de Nancy y dispersó los fragmentos de componentes electrónicos con la bota.

—Ya no hay nada de que hablar, ¿no, Daniel? —espetó Kheelan—. No vamos a darnos a conocer a los de fuera. No vamos a negociar con la policía. Vamos a defender nuestra tierra y nuestras vidas. Encerremos a estos cabrones y volvamos a nuestros puestos antes de que nos invadan sin que podamos defendernos como es debido.

Arrastraron dos catres más a la celda de aislamiento para acomodar a Nancy y a Greg. Después de encadenarlos, dejaron solos a los prisioneros.

Greg estaba poco comunicativo, hosco, y evitaba las miradas de los demás.

—Las postales las mandaba él, Will —dijo Nancy como si Greg no estuviera presente.

—¿Por qué? —preguntaron Will y Phillip al unísono.

—Nos lo va a tener que contar él —dijo Nancy—, pero tenemos imágenes de cámaras de seguridad en las que se le ve en los buzones señalados de Manhattan y en los días señalados. Es una de las pocas personas del mundo, aparte de los empleados de Área 51, que ha tenido en sus manos la base de datos. Se ha investigado a todos los departamentos federales, incluido a tus favoritos, Will, los vigilantes, en busca de filtraciones. No viene de dentro. Es él. Hace un par de días que es sospechoso. Yo no dije nada, fui a su casa, lo seguí al aeropuerto. No me lo quería creer.

—Ha tenido la oportunidad…, puede —reconoció Will—. Pero ¿y el motivo?

Nancy se lo quedó mirando.

—¿Qué dices, Greg?

Todos lo observaban, a la espera de que se explicara, pero él permaneció mudo, lanzándoles miradas furtivas y luego apartando la vista.

—Te propongo un trato, Greg —dijo Will al fin—. Tienes que sincerarte con nosotros. Somos tu familia. Tú y yo no siempre hemos sintonizado y, si ha sido culpa mía, te pido disculpas, pero estoy preocupadísimo por Phillip y tenemos que ampliar al máximo sus posibilidades de salir de esta. Así que te lo pido por favor, dinos: ¿qué papel tienes en todo esto? ¿Qué quieren los chinos?

Greg empezó a hablar de forma monótona, sin apartar la vista del suelo. No fue explícito sobre sus motivaciones, pero a Will no le costó averiguarlas: decepción crónica, una trayectoria profesional ensombrecida por la de su esposa, penurias económicas, aspiraciones insatisfechas… Lo había abordado un hombre que trabajaba en la delegación china de las Naciones Unidas. El tipo había sido muy amable, había mostrado interés en su sitio web para ciudadanos chinoamericanos. Le dijo que al gobierno chino le entusiasmaban los intercambios culturales positivos y quería contribuir a su propagación y difusión, ayudar con los artículos sobre China. Le ofreció dinero, sobres de efectivo, cantidades modestas al principio, alegando que la discreción era importante. Así fue como empezó. Hicieron amistad: comidas, cenas, copas… Will imaginó que Greg debió de sucumbir a la comida y los vinos caros, quizá incluso a algo de compañía. Al fin, llegó la gran pregunta. La base de datos estadounidense de Área 51. ¿Había conseguido quedarse con una copia? De ser así, el gobierno chino podría pagarle generosamente.

Fue entonces cuando Greg confesó algo sorprendente. En 2009, el día en que Will le había enviado por correo electrónico la base de datos de Área 51, él se había metido en una tienda Apple de Georgetown y había accedido a su cuenta del Washington Post. Cuando nadie miraba, se había pasado el archivo a un lápiz de memoria. Así de simple. Más adelante, cuando el Departamento de Justicia echó el guante a la copia del Post y confiscó todos sus archivos electrónicos, no encontraron pruebas de ninguna descarga realizada desde dentro de la compañía.

¿Por qué lo había hecho? Juró que jamás había mirado ninguna fecha de defunción, pero Will no lo creyó. Aquella tentación casi divina era demasiado grande. La explicación de Greg fue vaga. Era como robar la Mona Lisa. No podías contarle a nadie que la tenías. Solo podías admirarla en soledad. Pero la sensación de poder…

Greg insistió en que no le había dado la base de datos a su amigo chino. Eso, aseguró, habría sido una traición. El hombre lo engatusó, lo obsequió con un Rolex, el que aún llevaba en la muñeca (a Laura le había dicho que era de imitación), le anduvo rondando hasta que llegaron a un acuerdo: Greg buscaría nombres en la base de datos a cambio de dinero, una buena suma. Pero ¿con qué fin?, había querido saber él. Después de todo, la base de datos estaba casi agotada. El horizonte se hallaba cerca.

La petición de los chinos era inusual. Querían que buscara ciudadanos chinoamericanos o chinos, daba igual, cuya fecha de defunción estuviera próxima.

Querían que enviara postales imitando el estilo del asesino del Juicio Final, destinadas a atraer la máxima atención posible de los medios de comunicación. Nunca le dijeron por qué, pero él pensaba que era obvio. El gobierno chino quería crear la falsa imagen de que el gobierno estadounidense se encontraba detrás de la provocación. Querían contar con la ventaja política de mostrarse al mundo como la parte agraviada.

Acordaron un precio y él empezó a enviar las postales. No era un gran delito, ¿no? A fin de cuentas, esas personas iban a morir de todas formas. No las mataba él.

Lo último que hizo fue enviar una serie de postales falsas al personal de la embajada china en Washington. Ninguno de los destinatarios estaba en la base de datos estadounidense. Hizo lo que le habían pedido. Iba a ser lo último que haría para ellos. También en ese caso, a su juicio, algo de lo más inocuo. El embajador y su personal no habían corrido peligro en ningún momento.

Había recibido el último pago. Por suerte, aquello se había acabado. No estaba hecho para la clandestinidad, con todo ese estrés. Había ganado un buen dinero, suficiente para vivir bien hasta el horizonte. Laura y él viajarían, comprarían cosas bonitas, lo pasarían en grande. Ya estaba.

Pero el correo electrónico de Will le había abierto un nuevo mundo de posibilidades, y no podía ignorarlas.

¡El horizonte era solo una fecha! El mundo seguía adelante. Más dinero, mucho más, no le vendría mal. Esa información podía valer millones.

Localizó de inmediato a su contacto en la embajada por el NetPen seguro que le habían dado. Acertó al pensar que les interesaría.

Antes de irse al aeropuerto, se había reunido con su contacto en una cafetería de Brooklyn y este le había dado un maletín con dos millones de dólares a cambio de una copia del correo electrónico de Will. El dinero estaba escondido al fondo del armario de su despacho, debajo de unas cajas de zapatillas de deporte. Ignoraba qué habían hecho los chinos con el correo de Will.

—Es evidente lo que han hecho con él, Greg —dijo Will—. Han enviado tropas para asaltar la granja. Primero: plantarán su bandera; segundo: empezarán a hablar de hacerse con el control del material.

Greg volvió a enmudecer ante la intervención de Will. Masculló algo de que estaba muy cansado y se volvió hacia la pared hecho un ovillo.

—Todo el mundo lo querrá —aseguró Nancy.

—El gobierno británico jamás renunciará a su legítimo derecho a conservarlo —intervino Annie, a la defensiva—. Es sencillamente impensable.

—Eso ya lo veremos —replicó Nancy con aspereza.

Will las miró a las dos y meneó la cabeza.

—Esto se va a poner feo —comentó—. Feísimo.

El primer ministro Hastings recibió al embajador chino en la Sala Terracota del número 10 de Downing Street. Dadas las circunstancias, no se estrecharon la mano. El embajador Chou hablaba un inglés impecable, así que no hacía falta intérprete, por lo que se presentó con un solo ayudante.

—El gobierno de Su Majestad exige una explicación urgente y exhaustiva de la intrusión militar ilegítima y atroz de su gobierno en nuestro territorio nacional —expuso Hastings antes de que Chou tuviera tiempo de instalarse en su asiento.

Chou se aclaró la garganta y, por su semblante fruncido, quedó patente que aquel encuentro no era de su agrado.

—Lamento sinceramente que mi gobierno considerara necesaria una medida de ese calibre. La cúpula estimó que no había alternativa.

—¿La única alternativa era una invasión hostil de nuestro país? —bramó Hastings.

—Como comprenderá —prosiguió Chou, la tensión le hizo elevar la voz—, siendo China el país más populoso del mundo con mil quinientos millones de habitantes, no puede hallarse en desventaja respecto a los recursos de planificación disponibles. Sin duda sabe usted lo que hay en Yorkshire…

—Lo sé. Por supuesto —respondió el primer ministro.

—Durante ochenta años Estados Unidos ha disfrutado de la evidente ventaja de estar en poder de la Biblioteca de Vectis —señaló el embajador—. Han explotado ese recurso exclusivamente en su propio beneficio. No compartieron ningún dato con ustedes hasta 2010, ¿me equivoco?

El primer ministro intercambió una mirada incómoda con su secretario de Asuntos Exteriores.

—Desde entonces hemos tenido un acceso selectivo —dijo Hastings.

—Bien, primer ministro, ¿cómo es que se ha permitido a Estados Unidos, que no posee un derecho soberano sobre la Biblioteca, controlar este activo crítico?

—Fue una decisión tomada por Winston Churchill hace mucho tiempo. Sin duda creyó que era lo más conveniente en aquel momento. Lo cual no implica que sea lo más conveniente hoy. Pero escuche una cosa, embajador Chou, ¿cómo puede justificar nada de esto la acción de guerra de facto por parte de su país?

Chou hizo una mueca.

—«Guerra» es un término desafortunado y prematuro, primer ministro. Nuestra intrusión en territorio británico ha sido la forma de hacer valer un derecho innegable que dudamos que se hubiera tomado en serio sin un acto semejante. Esos libros no solo contienen los nombres y las fechas de nacimiento y defunción de ciudadanos estadounidenses, sino de los de todos los pueblos del mundo. China es la nación más poblada y, por tanto, la que debe controlar el recurso. Estaremos encantados de debatir las formas en que el Reino Unido puede tener, como dice usted, un acceso selectivo a esos datos para la satisfacción de sus propias necesidades sociales y políticas.

Hastings se puso furibundo.

—¿Invaden nuestro país y después nos dicen que nos dejarán las migajas? ¿Han perdido ustedes el juicio? ¿Se…?

Lo interrumpió a media frase la entrada de un asistente que llevaba una nota.

Hastings la leyó deprisa e hizo esfuerzos por mantener la compostura.

—Señor embajador, acaban de comunicarme que su flota del mar del Norte, conducida por el portaaviones Wen Jiabao, y una serie de submarinos nucleares del Tipo 094 han salido de las islas Feroe a toda máquina rumbo al mar del Norte y supongo que a la costa este de Gran Bretaña. Esta reunión ha terminado. Retírese, junto con todo el personal de su embajada, y regrese a su país. Recibirá un comunicado oficial, pero dé por sentado que a partir de este momento nuestros países ya no disfrutan de relación diplomática.

El primer ministro hizo un montón de llamadas. En una hora vería a su equipo de seguridad nacional en la sala de reuniones del Gabinete. Se ordenó al ministro de Defensa que elevara a «crítico» el nivel de amenaza de Gran Bretaña e informara a todos los jefes de servicio para que configurasen sus fuerzas en consecuencia. Para la mañana siguiente se había programado un debate parlamentario de urgencia. Se sacó al rey de un acto benéfico y se le informó. Se estableció contacto con la Asociación de Prensa y se la instó a que retuviera las noticias procedentes de Yorkshire hasta la mañana siguiente. El portavoz del primer ministro comenzó a redactar comunicados provisionales y un discurso a la nación.

Después Hastings llamó a Washington.

—Señor presidente, acabo de tener una reunión de lo más extraordinaria con el embajador Chou. Los chinos no se andan con rodeos. Quieren esa nueva Biblioteca y parecen dispuestos a llevársela por la fuerza si hace falta. Su flota del mar del Norte ha salido de las islas Feroe y se dirige a toda máquina hacia nuestras costas.

El presidente Dumont estaba en la Sala de Situaciones, rodeado de su equipo.

—Sí, les estamos haciendo un seguimiento —dijo enseguida—. La postura de China no es en absoluto aceptable, ¿no es así, Martin?

—No, no lo es. Para tu información, hemos pasado al nivel crítico de amenaza y, a menos que los chinos se retiren y nos ofrezcan una disculpa o algún tipo de compensación, voy a presentar a debate del Parlamento una declaración de guerra. Si es preciso que hagamos una declaración de guerra, contamos con la colaboración y el respaldo plenos de Estados Unidos y de la OTAN.

Se hizo un silencio absoluto en la línea. Hastings señaló el botón de silenciado para alertar a su personal de que el presidente había pasado al modo silencio.

Cuando la línea volvió a la vida unos segundos después, Dumont dijo:

—No nos precipitemos haciendo declaraciones, Martin. Una vez que la pasta de dientes salga del tubo, va a ser complicado volver a meterla. En Washington creemos que a los chinos no les incomoda presionar a Gran Bretaña, pero dudo que se atrevan a ponerse tan gallitos con Estados Unidos.

Hastings frunció el ceño y dijo:

—Precisamente por eso es imperativo que vosotros y vuestros aliados de la OTAN presentéis la declaración de apoyo más fuerte posible directamente ante el gobierno chino, y que lo hagáis esta noche.

El presidente respondió con fluidez.

—Esta es la situación, Martin. A nuestro juicio sois exageradamente vulnerables ahí arriba, en Yorkshire. Los chinos se darán cuenta de que tenéis problemas para defender una plaza tan remota frente a la clase de ataque que su flota del mar del Norte puede llevar a cabo. También se darán cuenta de que quizá la OTAN no esté por la labor. Lo que quiero decir es: ¿en serio vamos a iniciar la Tercera Guerra Mundial por un puñado de libros?

—¡La OTAN tiene la obligación moral y legal de apoyarnos! —estalló Hastings—. ¿Me estás diciendo sinceramente que vuestra intención es otra?

—No, no, no estoy diciendo eso en absoluto. Solo te transmito nuestras inquietudes, que, debo añadir, comparten los alemanes y los franceses. Pensamos que la forma más prudente de resolver esta crisis es sacar de ahí esos condenados libros cuanto antes. Si lo hacemos, ¿qué van a atacar los chinos? ¿Una habitación vacía?

El primer ministro se calmó un poco.

—También aquí hemos tenido un debate preliminar en el que se ha propuesto trasladar la Biblioteca a un lugar más seguro. Contamos con una serie de búnkeres profundos asociados a instalaciones militares que podrían resultar adecuados.

La línea volvió al modo silencio y permaneció así un buen rato.

—Lamento la espera —dijo al fin el presidente—. Para serte franco, a nuestro juicio el mejor destino de la Biblioteca es Groom Lake, en Nevada. A ver, piénsalo. Nosotros ya contamos con unas instalaciones subterráneas de vanguardia a prueba de bombas y de terremotos, además de con los superordenadores y los analistas necesarios para manejar convenientemente el material. Íbamos a desactivarlo, pero podemos modificarlo fácilmente para alojar la nueva mercancía. A vosotros os costaría miles de millones de euros construir algo que ya existe en Área 51 y, si lo hicierais, pasarían años hasta que estuvierais en condiciones de explotar los datos. Nosotros estaríamos encantados de que instalarais un equipo de analistas en Groom Lake para que pudierais consultar la base de cuando en cuando y sacarle beneficio, igual que Estados Unidos. ¿Qué dices, Martin? Tenemos en alerta a las tropas de Mildenhall. Si aceptas, enseguida estarán en Yorkshire los efectivos y el transporte necesarios. Acabaremos con cualquier resistencia que puedan oponer desde la granja, liberaremos a los rehenes y, antes de que amanezca, habremos sacado todos los libros y los tendremos camino de Nevada. Los chinos se cabrearán como monas, pero dudo que hagan algo al respecto. Chillarán y patalearán, pero no atacarán Estados Unidos en su propio territorio.

Los ayudantes de Hastings le hacían señas para que pusiera la línea en modo silencio y así poder aconsejarlo sobre cómo responder, pero él los ignoró y dijo con frialdad:

—Señor presidente, su oferta es muy generosa, pero la respuesta es no. La Biblioteca se creó en suelo británico y se quedará en suelo británico. Winston Churchill cometió un terrible error en 1947 al regalar un tesoro nacional. No cometeré el mismo error.

Un frente frío atravesó los valles y limpió el cielo de niebla. La luna creciente se hizo visible, perfectamente definida en la oscuridad de la noche. El aire era fresco y cristalino.

La escena que tenía lugar por debajo de Kenney se desarrollaba de manera controlada y ordenada. Las unidades del ejército se desplegaban alrededor de la granja, complementando y reforzando ampliamente la presencia policial. Las ambulancias habían llegado y se habían ido. A juzgar por las incesantes entradas y salidas del furgón de atestados, Kenney supuso que había tenido lugar una fuerte discusión sobre jurisdicción, pero cuando la policía se situó detrás de los efectivos militares quedó bastante claro que el ejército había ganado.

Kenney cogió su comunicador; vibraba. El contraalmirante Sage lo había estado llamando periódicamente para que lo informara, pero en esta ocasión la conversación empezó de otro modo.

—La situación aquí se ha vuelto crítica —dijo Sage—. Tengo una misión para su equipo.

—Sí, señor —contestó Kenney presintiendo que cualquier otra cosa que hubiera dicho no habría sido bien recibida.

—El Pentágono y la Casa Blanca quieren que usted y sus hombres sean el desencadenante de males mayores. Ya sé que solo son tres, pero su unidad es la mejor de nuestro arsenal. Eso les he dicho.

—Gracias, señor —respondió Kenney con recelo.

—Estados Unidos ha tomado la determinación de que la nueva Biblioteca se instale aquí, en Groom Lake, y, como es obvio, yo apoyo incondicionalmente la decisión. Estoy seguro de que usted también.

Kenney tardó en asentir.

—A los británicos no parece entusiasmarles la idea, de modo que el plan es el siguiente: si durante las próximas horas los intentos diplomáticos de resolver el asunto no dan resultado, usted introducirá encubiertamente a su equipo en la granja a las dos de la madrugada y tomará el control de los activos. Una vez logrado su objetivo, los efectivos del ejército y las Fuerzas Aéreas estadounidenses de la base de Mildenhall se encargarán de suprimir, por la fuerza si es necesario, a la oposición local y transportar la Biblioteca a Groom Lake.

—¿Y qué pasa con los rehenes, señor?

—Tenemos carta blanca, capitán. Me han garantizado personalmente que no se harán preguntas. No tendrá que redactar ningún informe después de la intervención. Una vez iniciada la misión, habrá que neutralizar a los rehenes y a los locales que se encuentren dentro de la granja. Esta operación requiere un hermetismo absoluto. ¿Entendido?

—Perfectamente, señor. Mis hombres y yo elaboraremos un plan y esperaremos luz verde.

Cuando cortó la comunicación, un pensamiento se situó a la cabeza de la lista.

«Will Piper va a caer, y voy a ser yo quien lo tumbe.»

El teléfono fijo de Lightburn Farm no paraba de sonar, pero Daniel se negaba a contestar. La familia trataba de ser discreta y se mantenía alejada de las cortinas corridas. Las autoridades no les habían cortado la luz, pero Daniel y Kheelan advirtieron a las mujeres y los niños que quizá lo hicieran. Arriba, Cacia y su hermana, Gail, intentaban acostar a las dos pequeñas fingiendo normalidad. Haven participaba en el engaño leyéndoles su cuento favorito.

Douglas rondaba las habitaciones del sótano por si llegaba alguien desde el lado del almacén y, de paso, echaba un vistazo a los rehenes y a los escribas, que andaban ensimismados en su labor, completamente ajenos al drama.

Kheelan había vuelto a hurtadillas al granero para vigilar la parte de atrás de la propiedad, y Daniel hacía guardia en la casa con la ayuda de Andrew, que se mordía el labio y frotaba obsesivamente las partes metálicas de su escopeta con un paño engrasado.

Cuando el teléfono volvió a sonar después de un brevísimo intervalo de silencio, Cacia pidió a gritos a Daniel que lo cogiera y hablara con ellos para que las niñas pudieran conciliar el sueño.

Daniel la maldijo, luego avanzó reptando y mascullando que no le sorprendería que algún francotirador estuviera a punto de abrir fuego en las proximidades del teléfono.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó Daniel al auricular.

—¿Con quién hablo? —dijo una voz seca y fría.

—Soy Daniel Lightburn. ¿Quién coño es usted?

—Soy el coronel Barry Woolford, del ejército británico. Estoy al mando de esta operación, señor Lightburn. Me preguntaba si podría charlar con usted en persona.

—Ni hablar, amigo.

—Entiendo. En ese caso, hablemos ahora, por teléfono. ¿Qué le parece?

—Como quiera —respondió Daniel—. Pero yo no tengo nada que decirle, salvo que nos dejen en paz a mi familia y a mí y que salgan de mis tierras. ¿Entendido?

—Sí, le oigo alto y claro, pero me temo que no es tan sencillo. Verá, Lightburn, sabemos lo que tienen ahí, mejor dicho, los chinos saben lo que tienen ahí y, por lo visto, lo quieren a toda costa. Hemos neutralizado su pequeño intento de llegar hasta ustedes, pero por desgracia están reuniendo un número considerable de tropas de invasión y dudo que su próximo intento sea tan fácil de repeler. Me preocupa su seguridad y la de sus seres queridos, por no hablar de sus rehenes.

—De eso tengo que preocuparme yo, no usted —espetó Daniel.

—Bueno, una vez más, debo disentir. Permítame que vaya al grano. Lo que nos proponemos es entrar pacíficamente, ocuparnos de los rehenes y evaluar la logística. A usted y a sus seres queridos se los trasladará a un sitio seguro y se les concederá total inmunidad, incluso respecto al tiroteo que ha tenido lugar antes. ¿No le parece una noticia estupenda? Pero es necesario que esto suceda ya, en caso contrario me temo que retiraremos nuestra generosa oferta.

—¿Y qué hará si le digo que se meta su generosa oferta por donde le quepa? —preguntó Daniel en tono socarrón.

—Entraremos por la fuerza. Y si se resisten, es de suponer que habrá bajas desastrosas entre los suyos. Pero no queremos que eso suceda, ¿verdad?

—Que le den.

—Entiendo —dijo el coronel, como si nada—. Le propongo una cosa: háblelo con los suyos y yo volveré a llamarlo dentro de un rato. Confío en que podamos llegar a un acuerdo satisfactorio, señor Lightburn. Este es un momento crítico para usted, para su país, para el mundo entero. Se resolverá de un modo o de otro. No podría haber más en juego.