26

Kenney exploraba el campo de batalla con sus binoculares de visión nocturna; pasaba rápidamente de un punto clave a otro y se lo retransmitía a Lopez y a Harper al tiempo que escuchaba las emisoras de radio interceptadas de la policía y del comando SWAT.

—¡Vaya, el ejército acaba de tumbar a los del helicóptero! Poderío numérico, chicos. Los espartanos serían unos luchadores tremendos, pero al final los persas redujeron a cero a aquellos trescientos.

Hizo una pausa para escuchar una transmisión entre el comandante del SWAT y el Control de Atestados.

—No os lo vais a creer —dijo Kenney a sus hombres—. Acaban de identificar dos de los cadáveres. ¡Son PLA!

—¿Palestinos? —inquirió Harper.

—¡No, estúpido! PLO, no. ¡Son chinos!

—¿Y qué pintan los chinos aquí? —quiso saber Lopez.

—No han venido por el cerdo mu shu, sino por la puñetera Biblioteca. Parece que saben que está aquí, y por lo visto quieren hacerse con ella. Tengo que informar a Groom Lake.

En ese preciso instante, algo al norte de la casa le llamó la atención. Dos figuras solitarias se dirigían al pequeño edificio de piedra de la periferia de la granja. Acercó la imagen con el zoom. No iban de uniforme. Eran civiles.

—Oye, Harper, mira a ver si Davis tiene el móvil encendido.

Harper empezó a teclear en su tableta.

—Sí, lo tiene encendido.

—Geolocalízalo.

Harper obedeció y le pasó el dispositivo a Kenney.

El punto amarillo intermitente se acercaba a Lightburn Farm.

—Hola, Greg —dijo Kenney mirándolo por los binoculares—. Encantado de conocerte, hijo de puta. ¿Quién es tu amiguita?

La espera estaba resultando angustiosa.

Aunque los sonidos llegaban amortiguados, no cabía duda de que se había desatado un infierno sobre sus cabezas. Con cada ráfaga de disparos, Will apretaba los dientes y tiraba del grillete. Lo que más le fastidiaba era que no podía cubrir a Phillip. El deber de un padre era proteger a su hijo, y él no lo había hecho, ¿verdad? Incluso en los mejores tiempos, ¿qué clase de padre había sido? De los que viven en un barco mientras su familia se las apaña sola en otro estado. Estaba furioso consigo mismo, pero aquel no era el momento de psicoanalizarse.

Las preguntas lo desbordaban.

¿Dónde estaba Cacia?

¿Habían atacado la casa?

¿La habían matado o herido?

Eran las seis en punto. Si Greg había conseguido llegar a Pinn, ¿habría podido avanzar a través de aquel caos total hasta el punto de encuentro?

La puerta de la sala de aislamiento se abrió con un chirrido.

Allí estaba, con lágrimas en los ojos.

—Cacia —dijo Will.

—Es horrible. —Apenas podía sostenerse de pie.

A Annie y Phillip pareció afligirlos su cara de angustia.

—Tantos muertos… —murmuró ella—. ¿Por qué?

—¿Quién ha muerto? —preguntó Will—. Cuéntame qué está pasando.

—Han aparecido unos hombres por la colina que han disparado a los policías y los han matado. La policía les ha disparado a ellos también. Luego han venido unos aviones que han disparados a las colinas. Luego unos soldados del ejército británico han venido en helicóptero y han matado a todos los hombres de la colina. Kheelan y Douglas han matado a dos de ellos en el granero. ¡Tanta muerte! ¿Por qué?

—Desencadéname —le pidió Will en voz baja.

Cuando lo hizo, él se levantó, la abrazó con fuerza y dejó que llorara en su hombro. Annie optó por mirar al suelo.

—¿Quiénes eran los hombres de la colina? —quiso saber Will.

—No lo sé, no lo sé.

—Muy bien, Cacia, esto es lo que debemos hacer. El tipo del que te hablé, el que nos puede ayudar, no sé si ha conseguido llegar aquí, pero hay que comprobarlo. Suelta a Phillip y a Annie y vamos allí.

Ella retrocedió y se limpió la cara con la palma de las manos.

—Daniel y Kheelan están furiosos. A saber cómo reaccionarán. Si bajan y ven que no hay nadie no sé qué pasará. Vosotros dos es mejor que os quedéis aquí —dijo señalando a Phillip y a Annie—. Te acompaño a la escalera, Will. Veremos si tu hombre está allí, pero más te vale que esto no sea un truco para dejar entrar a la policía… —Se sacó una pistola de un bolsillo profundo de la rebeca. Era vieja y pequeña, una reliquia de la Segunda Guerra Mundial.

—No es ningún truco.

Cacia volvió a guardar la pistola.

—Vale, entonces vamos.

Will le guiñó un ojo a Phillip para tranquilizarlo y salió con Cacia. Subieron la escalera despacio, aguzando el oído por si hubiera algún indicio de que la policía o el ejército andaban al otro lado de la trampilla. Todo estaba tranquilo. Al llegar al final de la escalera, Will agarró el pestillo, lo giró y empujó la trampilla.

Se levantó unos centímetros.

Estaba oscuro, pero vio un par de mocasines con borlas a unos metros de distancia. Del estilo de los que solía llevar Greg.

Will abrió la trampilla del todo, dejándola caer hacia el otro lado, y subió hasta el antepenúltimo escalón, lo bastante para que el torso le quedara por encima del nivel del suelo.

En efecto, era Greg, que lo miraba pestañeando en la oscuridad.

—¿Está? —le preguntó Cacia desde unos peldaños más abajo.

Will la ignoró.

—¡Greg, tío grande, lo has conseguido!

Antes de que Greg pudiera responder, Will observó que había alguien de pie detrás de él. Se puso tenso. Entonces la vio.

Nancy salió de su escondite y corrió hacia él, se hincó de rodillas y lo besó.

—¿Quién demonios hay ahí? —gritó Cacia, furiosa—. ¡Responde! ¡Voy a disparar!

Atrapado entre una mujer armada y una esposa a la que no esperaba encontrar, Will se quedó sin palabras por un momento.

—No pasa nada, Cacia. Son Greg y mi esposa.

—Déjame salir —le dijo Cacia.

Will salió al hangar y dejó que Cacia subiera detrás de él.

Nancy hizo ademán de lanzarse a por el arma de Cacia, pero Will la disuadió.

—Tranquila, Nancy. Vamos a ver a Phillip, ¿vale? Tenemos mucho de que hablar. —Luego se dirigió a Greg—. Por Dios bendito, Greg, te dije que no se lo contaras a Nancy. A ver, me alegro mucho de verte, Nancy, pero no quería complicar las cosas. Bastante enrevesado es ya todo esto.

—El FBI no lo sabe, Will —repuso ella—. He venido por mi cuenta. Y no me lo ha contado Greg. Lo he averiguado yo.

Will se quedó atónito. Se volvió hacia Cacia y miró fijamente la mano temblorosa con la que sostenía el arma.

—No es exactamente lo que te prometí, pero no cambia nada. Nancy nos vendrá bien. Nos ayudará a defender nuestros argumentos. —Miró hacia fuera, a la oscuridad de la noche—. Volvamos abajo enseguida y pongámonos manos a la obra antes de que nos vean. Han atacado la granja, lo que significa que todavía hay alguien que quiere arrebataros la Biblioteca.

—¿Quién? —preguntó Cacia—. ¿Quién ha sido? ¿El gobierno británico?

—No —dijo Nancy—. El ejército británico los ha derrotado. Eran los chinos.

—¿Los chinos? —inquirió Will soltando una retahíla de improperios—. ¿Cómo narices se han metido en esto?

—No lo sé —contestó Nancy—, pero estoy segura de que mucha gente anda como loca intentando averiguarlo.

Will se volvió hacia Cacia y le suplicó que guardara el arma. Ella se negó con expresión triste y empezó a bajar las escaleras.

—Vamos —dijo—, pero se va a montar una buena cuando Daniel se entere. El que baje el último que cierre la trampilla.

Mientras descendían al sótano y entraban en el almacén, Will le cogió la mano a Nancy y se la apretó con fuerza.

—¿Phillip está bien? —susurró ella.

—Está perfectamente —contestó él—. Si hubiera estado solo, me habría arriesgado a escapar de aquí por la fuerza, pero con él…

—Gracias a Dios que no lo has hecho —dijo ella—. ¿Qué es este sitio?

—Tengo tanto que contarte… Empecemos por Phillip.

Greg iba haciendo fotos con su NetPen de las estanterías llenas del almacén. Cacia vio los flashes y se disponía a protestar cuando Will le dijo:

—Tiene que hacer fotos, Cacia. Forma parte del plan, ¿recuerdas?

Ella guardó silencio y se dirigió al fondo de la estancia.

—¿Quién es? —susurró Nancy.

—La madre de la chica que convenció a Phillip para que viniera aquí.

—Parece que hace todo lo que le dices —señaló su esposa.

Will eligió cuidadosamente sus palabras.

—He conseguido que entienda que nuestros intereses van parejos.

Nancy sonrió al oír eso.

—Seguro que sí.

Entraron en el dormitorio.

Greg pareció entender la finalidad de los catres, porque empezó a fotografiarlos enseguida.

—Bien —dijo Will—. Haz una foto de conjunto de todos.

Nancy también lo entendió.

—Dios, Will, ¿no me digas que esto está funcionando de verdad?

—Así es. A pleno rendimiento.

—¿Y dónde los tienen? —preguntó Greg.

—Cerca. Pronto los verás.

Se vio un resplandor procedente de la parte superior de la celda de aislamiento. Al parecer, Nancy tuvo la sensación de que su hijo estaba allí, porque adelantó a Will y, pese a las protestas de Cacia, abrió de golpe la puerta.

Antes de llegar allí Will oyó «¡Mamá!» y después oyó a Nancy llorar de alivio y de rabia al ver a su hijo sucio y encadenado a una cama.

Will, Greg y Cacia entraron entonces en la pequeña estancia.

—¡Quítele el grillete! —exigió Nancy. Estaba sentada al lado del muchacho, abrazándolo.

Phillip, por su parte, parecía algo abochornado pero feliz de verla.

—¿Ha sido el FBI quien ha disparado todos esos tiros ahí arriba? —preguntó Phillip.

—No, cariño —contestó ella—. He venido como civil.

Phillip vio a Greg detrás de sus padres.

—Tío Greg…

—Hola, Phillip —lo saludó Greg—. Me alegro de que estés bien.

Nancy volvió a exigir a Cacia que desencadenara a Phillip y Will le hizo la misma petición con menos vehemencia.

—Ahora ya da igual, Cacia. Quítale el grillete.

Mientras Cacia se arrodillaba a soltarlo, otra voz dijo:

—¿Y yo qué?

Annie había sido prácticamente invisible durante el reencuentro.

—¿Y tú quién eres? —preguntó Nancy cuando la vio en el catre del rincón.

—Annie Locke, de los Servicios Secretos. Encantada de conocerla, subdirectora. He oído hablar mucho de usted.

Nancy miró a Annie, luego a Cacia, y se dio cuenta de que las dos eran mujeres atractivas.

—Has tenido mucha ayuda, ¿verdad, Will? —le dijo a su marido.

Will asintió con la cabeza mansamente.

—Annie, si Cacia te suelta, ¿prometes que no saldrás corriendo ni causarás problemas?

Annie se señaló las heridas de la pierna.

—No estoy para salir corriendo. Lo prometo.

Cacia suspiró y la soltó.

—Gracias, Cacia —dijo Will—. Ahora hay que llevar a Greg a la Biblioteca para que pueda hacer fotos. ¿Vuelves a sentirte periodista, Greg? —preguntó.

—Yo siempre he sido periodista.

—Perdona. No he querido decir eso —se disculpó Will—. Pero esto va a ser un notición, y serás tú quien lo cuente. Además, te prometo algo: cuando haya que escribir un libro sobre esto, serás tú quien lo haga, no yo.

Greg miró al suelo, evitando el contacto visual, y asintió con la cabeza.

En ese preciso instante todos oyeron a un joven gritar:

—¿Mamá? ¿Estás ahí abajo?

Y Andrew entró en la habitación. Blandía una escopeta. Miró alrededor, muy confundido y alarmado, dio media vuelta y salió corriendo mientras Cacia le pedía a gritos que volviera.

—Señor presidente, tengo al primer ministro al teléfono.

Era casi medianoche en Washington. El presidente Dumont estaba en la Sala de Situaciones de la Casa Blanca vestido de modo informal, rodeado de su equipo de Seguridad Nacional. Dio las gracias a la operadora y, cuando oyó el clic que indicaba que había colgado, pasó la llamada al altavoz y dijo:

—Martin, hemos estado monitorizando el ataque de Yorkshire y vuestra respuesta. ¿Qué puedes contarnos?

El primer ministro estaba claramente alterado y su voz sonaba un cuarto de octava más alto de lo normal.

—Iba a llamarte en unos minutos, John. Estaba aclarando esto con mi personal de Defensa. Pero puedo afirmar categóricamente que se ha eliminado a todos los intrusos. A uno de los comandos se le ha dado la oportunidad de rendirse, pero se ha pegado un tiro.

—Mi gente me dice que era la 42.ª GA de Guangzhou —dijo el presidente—. Se trata de su mejor unidad de operaciones especiales, como vuestra SAS o nuestro Seal. Por lo visto, se hacen llamar «la afilada espada del sur de China».

—Bueno, no tenemos ni idea de por qué China ha decidido dar este paso histórico y sin precedentes, ¡un acto bélico contra una puñetera granja de Cumbria, por el amor de Dios! Tengo al embajador de China esperándome abajo, ¡y más vale que traiga una explicación! La zona está apartada y el entorno inmediato se encontraba acordonado por una intervención policial en curso en la que había rehenes, pero la noticia está empezando a llegar a los medios y no creo que podamos retenerla mucho tiempo. La opinión pública británica exigirá una respuesta contundente.

El presidente negó con la cabeza mirando a los suyos y puso los ojos en blanco.

—Martin, por el amor de Dios, ¿no irás a declararle la guerra a China? Debemos resolver esto por la vía diplomática.

—Para usted es fácil decir eso, señor presidente —dijo el primer ministro dejando de tutearle—, pero, si estuviera en nuestro lugar, imagine cómo reaccionaría el pueblo estadounidense. ¡Permítame que le repita que esto es un acto bélico! —Uno de los asesores de Hastings debió de instarlo a que suavizara el tono, porque de inmediato añadió—: Mira, John, lo primero que debemos hacer es averiguar qué demonios pretendían. Después, podremos calibrar nuestra respuesta.

El presidente se meció en su sillón giratorio acolchado.

—Bueno, Martin, en eso quizá podamos ayudarte. Sabemos exactamente lo que quieren los chinos de esa granja vuestra.

Daniel y Kheelan irrumpieron en la pequeña estancia con los ojos inyectados en sangre, agitando las armas y gritando.

Will levantó las manos.

—Tranquilo, Daniel —dijo—. No pasa nada. Estos son mi yerno, Greg, y mi mujer, Nancy. Han venido a ayudaros. Créeme.

—¡No me diga que me tranquilice, señor! —bramó Daniel—. Ahí fuera se ha montado una guerra y la gente entra en mi casa como si fuera una vía pública. Cacia, ¿tú tienes algo que ver con esto?

Ella asintió con la cabeza, pero respondió con serenidad.

—Haz caso a Will, Daniel. No saldremos de esta nosotros solos. De esta no.

—¡Entre las dos me vais a matar! —gritó él—. Haven y tú habéis traído la ruina a esta casa.

—Esto tenía que pasar —dijo ella con firmeza—. Tú lo sabes mejor que nadie. Los nombres de los hombres que han muerto ahí esta noche… todos ellos están escritos en uno de los libros.

Al ver que la tristeza suavizaba el rostro de Daniel, Kheelan salió al ataque.

—No olvides que contamos con buenas cartas, Danny —dijo—. Tenemos rehenes, y ahora dos más. No nos van a joder mientras ellos estén aquí.

Will intervino enseguida.

—Los rehenes no valemos nada. Vosotros no valéis nada. Hay demasiado en juego. No somos más que moscas que uno puede aplastar de un manotazo. Me fastidia tener que decir esto delante de mi familia, pero como no nos hagamos con el control de la situación, o moriremos, que es algo que tampoco podemos cambiar, o terminaremos encerrados en un puñetero agujero para que no podamos contarle al mundo lo que ha estado pasando aquí.

—Si los rehenes no valieran nada, la policía ya habría tirado las puertas abajo —espetó Kheelan.

Will negó con la cabeza.

—El juego ha cambiado, amigo. ¿Dónde has estado durante la última hora? ¿Quién crees que ha atacado la granja?

—No tengo ni idea —replicó Kheelan—. Pero eran de fuera. Yo mismo he mandado al infierno a un par de ellos.

—Sí, eran de fuera, desde luego —dijo Will—. Eran chinos.

—Será una broma —intervino Daniel—. Menuda estupidez.

—Mi marido le está diciendo la verdad —aseguró Nancy—. Era un comando de élite chino.

Kheelan bajó la escopeta y apuntó al suelo.

—Yo les he visto la cara. Eran chinos.

—Ignoro cómo se han enterado de que tenéis una Biblioteca —siguió Will—, pero lo saben. Y supongo que no quieren que se la queden los británicos o los estadounidenses. La quieren ellos. Si hubieran conseguido entrar aquí, ahora estaríamos todos muertos o heridos. Lo mismo pasará si entran los otros. Somos prescindibles.

—¿Y mis chicos? —preguntó Cacia.

Will comprendió que se refería a los escribas, no a sus otros hijos.

—Querrán llevárselos —contestó él—. Aunque solo sea para estudiarlos como si fueran ratas de laboratorio. Tenéis los libros de varios centenares de años por venir. Dudo que les preocupe mucho que sigan produciendo más.

A Cacia le tembló el labio inferior.

—Daniel y Kheelan, escuchadme bien. Will Piper es un buen hombre. Confío en que hará lo mejor para nosotros. Dejad que os exponga su plan.

Kheelan empezó a maldecir otra vez, pero Daniel lo interrumpió.

—Déjalo hablar, Kheelan.

Will se lo explicó todo. Les contó cómo en 2010, con la ayuda de Greg, haciendo pública la existencia de la Biblioteca de Vectis impidió que el gobierno estadounidense acabara con él.

—Los neutralizamos sacándolo a la luz. Los desarmamos, los dejamos indefensos. Ahora hay que hacer lo mismo. Dejad que Greg haga fotos de la Biblioteca y de los escribas. Acompañadlo por aquí y dejadle que luego escriba el reportaje de su vida y lo publique esta noche en uno de sus NetZines. Correrá como la pólvora. Dentro de una hora, lo sabrá el mundo entero.

—Y luego ¿qué? —preguntó Daniel.

—Luego hablaremos con la policía, con el ejército, con quienquiera que nos manden para negociar —dijo Will—. Les transmitiremos lo que queréis: que se os dé voz y voto a la hora de decidir adónde irá a parar la Biblioteca, porque ya no puede quedarse aquí. Si queréis cuidar de los escribas en el futuro, vais a tener que exigirlo, Cacia. Vais a necesitar inmunidad procesal.

Annie no pudo callarse.

—Lo siento —dijo señalando a Kheelan—, pero este hombre ha matado a sangre fría a uno de nuestros agentes y herido gravemente a otro.

—Kheelan tendrá que pagar por eso —aclaró Will—. No hay vuelta de hoja.

Daniel gruñó y evitó mirar a su hermano.

—Muy bien. Ya he oído tu propuesta. Ahora vamos a salir a hablarlo como una familia, como lo hacemos siempre. Volveremos con lo que hayamos decidido, pero entretanto no podemos dejaros rondando sueltos por aquí. Tú y tú —dijo señalando a Greg y a Nancy—. Vaciáos los bolsillos. Cacia, ve a por más grilletes y encadénalos a todos.

Su mujer empezó a objetar, pero él le suplicó:

—Por el amor de Dios, mujer, ¿podrías hacerme caso una sola vez?

Nancy fue la primera. Sacó su pasaporte, las credenciales del FBI y un NetPen del gobierno. Luego Kheelan la sentó con una palmadita bajo la mirada gélida de Will.

Greg fue el siguiente. Parecía nervioso, se palpó varias veces los bolsillos hasta dar con sus pertenencias; sacó despacio un NetPen, una cartera, un cuaderno y varios bolígrafos.

—Es todo —declaró.

Kheelan lo cacheó y estaba a punto de darse por satisfecho cuando exclamó:

—¿Qué es esto? —Le metió la mano en el bolsillo derecho del pantalón y sacó un cilindro color verde aceituna, unos cinco centímetros más corto que el NetPen.

—Había olvidado que lo llevaba —dijo Greg—. Es mi otro NetPen, el que uso para trabajar.

—¿Ah, sí? —preguntó Daniel.

Nancy rompió el repentino silencio.

—Me parece que no, Greg. Creo que tenemos un problema.

Will no daba crédito.

—¿Qué dices, Nancy?

—Déjame que le eche un vistazo —pidió ella a Kheelan—. Me da la sensación de que sé lo que es, y creo que a ninguno de nosotros nos va a gustar.

Daniel obligó a Kheelan a que se lo diera.

Nancy lo inspeccionó.

—He visto estos dispositivos en los vídeos de entrenamiento —explicó—. Están personalizados con la huella dactilar y fuertemente encriptados. Greg, pulsa el botón con tu pulgar.

Greg titubeó, pero Daniel le apuntó con el arma y lo obligó a hacerlo.

La pantalla de polímeros se desplegó y se iluminó intensamente. En ella apareció el rostro de un hombre con gorra militar.

El hombre dijo el nombre de Greg y empezó a hablar en chino muy deprisa.