Ni Greg ni Nancy hablaron mucho durante el viaje de dos horas y media de Glasgow a Pinn. Casi todo el tiempo condujo Greg, con el GPS encendido, mientras ella contemplaba el paisaje neblinoso. Aunque no había nieve, salvo en la cima de las colinas, la escarcha matinal aún cubría los arcenes y los prados, y había pequeños chuzos derritiéndose en los canalones de los tejados.
Llegaron a Kirkby Stephen a la hora de comer y, con tiempo por delante, pararon en un café a tomar un bocadillo. Allí leyeron el periódico local, cuya portada estaba salpicada de noticias sobre una misteriosa intervención policial en Pinn. En las otras mesas era evidente que todo el mundo hablaba de eso pero que nadie sabía qué ocurría en realidad. Nancy le preguntó qué pensaba a la camarera y esta le contó las dos versiones más populares: en la granja había una fábrica clandestina de drogas o algún tipo de secta religiosa armada.
—La gente de Mallerstang es rara, ¿sabe? —añadió la chica.
Esperaron a las tres para recorrer el tramo final del viaje hasta Lightburn Farm y, a las tres y media, cuando estaban a solo cuatro kilómetros de su destino, se toparon con un atasco en la comarcal a Pinn. Nancy salió del coche y se acercó a una de las personas que pululaban junto a sus vehículos, también detenidos.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Hay un control de carretera más adelante —contestó el conductor—. Una actuación policial. —Algunos coches daban la vuelta y se iban por donde habían venido—. Eso mismo voy a hacer yo —dijo el hombre regresando al vehículo.
Nancy asomó la cabeza por la ventanilla y le dijo a Greg:
—No tenemos todo el tiempo del mundo. Deja el coche en el arcén; haremos el resto del camino a pie.
El agente Wilson despertó sobresaltado en el asiento de atrás de su coche patrulla. Otro de los agentes de la zona, un hombre arisco y mayor que él, Perkins, le tiró al regazo desde el asiento delantero un bocadillo de beicon envuelto en papel de aluminio.
—Nos han pasado esto, pero no quería estropearte la siestecita. ¿Has dormido bien?
Wilson intentó sin éxito estirar las piernas.
—Pues no, la verdad. ¿Pueden hacernos esto?
—¿Hacernos qué?
—Tenernos de servicio veinticuatro horas sin los descansos reglamentarios.
—No te molestes en llamar a tu enlace sindical. Lo han declarado emergencia policial, así que te tienen cogido por las pelotas. Salvo que prefieras volver a la vida civil.
—A lo mejor lo hago —dijo Wilson quitándole el envoltorio al bocadillo—. Tengo ahorrado lo suficiente para llegar al horizonte sin trabajar.
Perkins bufó.
—Con la suerte que tienes, llegará el horizonte, no pasará nada, el mundo bailará y cantará, y tú te volarás la tapa de los sesos porque estarás arruinado.
El bocadillo desapareció tras unos cuantos mordiscos. Wilson miró su reloj.
—Las tres y media y ya empieza a oscurecer. Volvamos a nuestro puesto.
—Pensaba que te largabas.
—Mi señora me mataría si me pasara el día en casa mano sobre mano —dijo Wilson.
De pronto, algo le llamó la atención en las colinas.
—¿Has visto eso?
—¿El qué?
—Por allá van unos a pie hacia la granja.
—Por el amor de Dios —exclamó Perkins abriendo la puerta del coche. El aire frío se coló dentro—. Esos imbéciles no se dan cuenta de que les van a pegar un tiro. Vamos.
Los dos agentes subieron deprisa la colina, agitando el arma para llamar la atención de los supuestos excursionistas.
Nancy y Greg vieron a los policías a lo lejos y maldijeron. La caminata les había llevado más de lo que ella había calculado. Para evitar que pudieran verlos desde la carretera habían hecho parte del camino por la colina. La suela de cuero de sus zapatos apenas se agarraba a la pendiente resbaladiza y había muros de piedra que saltar.
—¿Qué hacemos? —preguntó Greg.
El anexo de piedra que Will les había descrito estaba a la vista.
—Habrá que quitárselos de encima como sea —dijo ella.
Bajaron la colina con cautela en dirección a los policías. Nancy le susurró que la dejara hablar a ella.
—Buenas, agentes, ¿algún problema?
—¿Qué creen que están haciendo? —preguntó Perkins.
—Dar un paseo —respondió ella.
—¿Ah, sí? —dijo Wilson—. ¿No han visto el control de carretera?
—Pensábamos que eso era solo para los coches.
Perkins se quedó mirando el calzado urbano de Greg y Nancy.
—Si ustedes son excursionistas, yo soy el rey de Inglaterra.
Nancy les sonrió con la mayor coquetería que pudo.
—Verán, agentes, la verdad es que somos periodistas. Solo pretendemos acercarnos lo suficiente para observar lo que sucede y sacar un buen reportaje. ¿No podrían hacer la vista gorda?
—Verá, señorita —dijo Perkins—, hay una actuación policial en marcha. Si tuviéramos unos cuantos kilómetros de precinto policial, habríamos sellado la zona. Así que, si dan media vuelta y regresan a su vehículo, dondequiera que lo hayan dejado, no los detendremos por obstrucción a la justicia.
Nancy y Greg se miraron. No les quedaba otra. Mirando con desesperación el edificio que tenían delante, dieron media vuelta y se alejaron.
En un búnker de RAF Fylingdales, la base británico-estadounidense del Sistema de Alerta Temprana de Misiles Balísticos en los páramos de North York, un técnico de radares de las Fuerzas Aéreas británicas y su homólogo de las Fuerzas Aéreas estadounidenses controlaban sus pantallas de trabajo durante el turno de tarde.
A las 16.33, seis kilómetros al norte de Whitby, apareció un tenue punto verde que iba de este a oeste desde el mar del Norte. Estuvo en pantalla menos de dos segundos, luego desapareció. Ninguna de las alarmas automáticas se disparó.
—¿Has visto eso? —preguntó el técnico británico.
—Creo que es un fallo técnico —contestó el estadounidense.
El técnico británico no parecía satisfecho.
—Voy a rebobinar.
Rebobinó en otra pantalla y pasó la imagen a cámara lenta. La señal supertenue del sistema de radares de Fylingdales, si no era una anomalía, se movía a trescientos veinte kilómetros por hora casi a ras de suelo.
—Me parece que son pájaros —dijo el estadounidense.
—Pues vuelan muy rápido —espetó el otro—. Podría ser una señal blindada. —Levantó el auricular rojo.
—¡No me digas que vas a sacar los cazas por esa mierda de señal! —exclamó el estadounidense.
—Eso es exactamente lo que digo. Yo vivo aquí, tío; tú, no.
Unas nubes bajas cubrían el valle de Mallerstang y filtraban la escasa luz de última hora de la tarde. La imponente colina de Wild Boar se alzaba al este de Lightburn Farm, y High Seat se situaba al oeste. La orografía parecía proteger la granja de la llegada de la noche. En la base del valle, unos focos de gran intensidad, alimentados por ruidosos generadores, iluminaban el terreno como si se tratara del plató de una película.
Los policías que patrullaban a pie fueron los primeros en oírlo: un silbido agudo que aumentó rápidamente de volumen. Algo parecía acercarse por el nordeste. Los agentes Wilson y Perkins, apostados en la cara norte de la granja, intentaron localizar con la vista aquel ruido. El silbido se estabilizó como si algo que hubiera estado moviéndose se detuviera de pronto.
Aunque estaba a ochocientos metros de distancia, en el lado opuesto del valle, Kenney fue quizá el primero en identificar el origen del ruido.
Enfocó la loma occidental de la colina de High Seat con sus binoculares de visión nocturna y vio un helicóptero suspendido en el aire y a unos hombres descolgándose de él por una cuerda.
—¿Qué diablos está pasando? —masculló.
—¿Qué pasa, jefe? —preguntó Lopez.
—Alguien acaba de soltar a un comando de operaciones especiales.
—¿Es nuestro? —dijo Harper.
—¡Claro que no es nuestro! Digo yo que nos habríamos enterado, ¿no?
—¿Cree que los británicos saben lo que está pasando ahí dentro? —inquirió Harper.
—¡Ni de coña! —espetó Kenney—. Estamos escuchando todas sus comunicaciones. Nadie ha dicho una mierda de una Biblioteca. Aun así, tienen que ser los británicos. ¿Quién más podría ser?
—¿Se distingue alguna insignia en el helicóptero? —preguntó Lopez.
Kenney graznó un «no» y llamó a Groom Lake.
Una docena de efectivos de operaciones especiales, equipados con fusiles de asalto y dispositivos de visión nocturna ceñidos a la cabeza, aterrizaron en la loma de la colina y comenzaron a descender a toda velocidad, pisando firme a pesar de lo mucho que resbalaba la hierba.
En la distancia, al agente Wilson le pareció ver una figura humana entre la niebla y llamó por radio al furgón de atestados. Respondió el ayudante del jefe de policía.
—Perdona, Guv —dijo Wilson—, ¿tenemos a alguno de los nuestros bajando por High Seat?
—Pues claro que no. ¿Qué es ese ruido infernal? ¿Veis algo?
—Me parece… —Wilson soltó la radio y esta se quedó colgando a su lado. Instintivamente se llevó las manos al pecho y lo último que vio antes de caer de espaldas fueron sus dedos ensangrentados.
Perkins logró transmitir un frenético «¡Agente abatido! ¡Agente abatido!» antes de recibir un tiro en la nuca de un Cincuenta Ligero y caer seco al lado de su compañero.
En el interior del furgón de atestados, el jefe de policía, Raab, reaccionó preguntando a gritos por la radio:
—A todas las unidades, ¿el fuego viene de la casa o del granero?
Las respuestas entraron de golpe, abarrotando las ondas hertzianas e impidiendo que Raab procesara correctamente la información.
—¡No es de la casa!
—¡Ni del granero!
—Viene de High Seat.
—¡Nos atacan! ¡Hombre abatido!
—¡Los veo! ¡Parecen militares!
—¡Hay un helicóptero en la colina!
Raab se volvió a su ayudante, que tenía cara de estar a punto de vomitar.
—Somos un blanco fácil —le dijo—. O salimos corriendo o hacemos frente a las fuerzas hostiles.
Un tiro de gran calibre atravesó el furgón muy por encima de sus cabezas, pero aun así se echaron al suelo.
—¿Qué hacemos? —graznó el ayudante.
Raab respondió con frialdad.
—¿Por qué no das orden de que respondan al fuego enemigo mientras yo llamo al Ministerio de Defensa a ver si averiguo qué demonios está pasando?
El contraalmirante Sage se puso como loco y empezó a vocear al teléfono. A Kenney enseguida le quedó claro que no tenía conocimiento de la operación que se estaba desplegando.
—Tiene que ser el ejército británico, que quiere hacerse con el control de la situación —gritó Sage—, pero no sé cómo coño se han enterado, salvo que haya habido alguna filtración en el Pentágono. El secretario de Defensa está reunido ahora mismo con el Estado Mayor para formular un plan propio que presentar al presidente.
—Contraalmirante —lo interrumpió Kenney—, he visto a cuatro polis caer abatidos por el fuego de los francotiradores en el último minuto. ¿Cree usted que se cargarían a los suyos?
—Si no son ellos, ¿quiénes son entonces?
—No lo sé, señor.
—¡Cielo santo, Kenney! ¡No me diga que no lo sabe! —gritó—. ¡Averígüelo! Tengo que irrumpir en la reunión del Departamento de Defensa. Llámeme.
Daniel Lightburn se arrodilló en el suelo de su dormitorio y descorrió apenas la cortina de la ventana que daba a la parte de atrás. Su hijo Andrew reptó por la alfombra hasta su lado.
—¿Vienen? —preguntó.
Daniel le hizo una seña para que agachara la cabeza.
—Viene alguien, pero no es la policía —dijo—. Acabo de ver cómo le volaban la cabeza a un poli.
—¿Qué hacemos?
—¿Las mujeres están en el sótano?
—Sí.
—Tú y yo vamos a defender la casa. Si entran, los reventamos. Kheelan y Douglas aún están en el granero, ¿no?
Andrew asintió con la cabeza.
—Bien. Esos cabrones bajan por la colina, así que el granero es un buen sitio para pillarlos. ¿Estás asustado, hijo?
—Un poquito.
—No lo estés. Si nos toca ya, nos toca ya. No hay más.
Nancy y Greg estaban al norte de Lightburn Farm cuando empezó el tiroteo. Nancy tiró a Greg a la fría hierba y observó perpleja la lluvia de balas trazadoras procedente de las colinas. Vio caer como consecuencia del fuego de largo alcance a los dos agentes que les habían cortado el paso hacía un rato.
No entendía por qué la policía tardaba tanto en responder a los disparos, pero la orden debía de haberse dado porque de pronto los agentes empezaron a defenderse con fuego de pistolas y fusiles semiautomáticos.
—Alguien se ha enterado de lo de la Biblioteca y está intentando llegar a ella.
Greg parecía demasiado asustado para levantar la cabeza. Nancy oyó un «¿Quién?» apagado.
—Confío en que no seamos nosotros.
—¿Te refieres a Área 51? —dijo él.
Ella ignoró la pregunta.
—Tenemos que sacar a Phillip y a Will de ahí.
Will había pasado el día encadenado a su catre al lado de Phillip y Annie. Haven y Cacia les habían bajado la comida, y Kheelan y Daniel también habían bajado, de mala gana, a comprobar que seguían encadenados. Por la mañana, mientras esperaba su turno para entrar en el lavabo, Will había visto a uno de los escribas, el más anciano. El hombre lo había mirado como si no estuviera allí.
Durante la mañana había procurado aligerar las cosas para Phillip bromeando y hablando de trivialidades con él y con Annie, pero el chico parecía ponerse furioso cada vez que Annie y él se reían o sonreían.
Por la tarde Will plegó velas y permaneció tranquilo. Mientras Phillip y Annie dormían, él miraba el reloj y contaba las horas hasta las cinco.
—¿Habéis oído eso? —preguntó Will mirando al techo.
Aunque amortiguado, reconoció el repiqueteo prolongado e irregular de las automáticas… Un tiroteo.
—Ya ha empezado —señaló Annie incorporándose—. Vienen a rescatarnos.
—¿Tú crees? —dijo Will—. No oigo disparos de escopeta procedentes de la casa.
—¿Y entonces?
—Ni idea, pero no me gusta. Son casi las cinco. Espero que Cacia esté bien, porque si no lo tenemos chungo.
Phillip procuró no parecer asustado, pero Will vio que lo estaba.
—Tranquilo, hijo —le consoló—. Vamos a salir enteros de esta, y tendremos muchas anécdotas estupendas que contarle a mamá.
Los policías se arrojaron al suelo para cubrirse al ver cómo las ráfagas atravesaban las puertas de los coches y los troncos de los árboles. Los agentes de patrulla desarmados solo podían encogerse de miedo e intentar sobrevivir mientras los comandos especiales hacían frente a un enemigo invisible y disparaban a ciegas hacia la colina.
En el interior del furgón de atestados, el ayudante del jefe de policía gritó al conductor que moviera el vehículo carretera arriba y lo sacara de la línea de fuego, pero cuando el conductor ocupó su sitio al volante, un disparo hizo pedazos la ventanilla y le destrozó la cabeza.
Dos hombres del MI5 entraron como pudieron en el furgón y, agachados, se acercaron al jefe de policía, que estaba tirado en la moqueta con el móvil pegado a la oreja.
—Me pasan de un despacho a otro del Ministerio de Defensa. ¡Nadie sabe nada! —bramó Raab.
—Yo estoy esperando a que nos llamen de la central —dijo el oficial del MI5—. Ellos tampoco saben nada.
—He solicitado refuerzos urgentes a todas las unidades SWAT en un radio de ochenta kilómetros a la redonda, pero tardarán un rato.
Otra bala de gran calibre atravesó la única ventanilla que quedaba entera.
El hombre del MI5 se acercó gateando al oído de Raab.
—Como no salgamos de aquí somos hombres muertos.
El mayor estrépito que ninguno de ellos había oído en su vida hizo que todos los que estaban en la granja se tiraran al suelo boca abajo y se taparan los oídos. Era como el sonido de un millón de gritos.
Tres cazas F-35C Lightning II de las Fuerzas Aéreas británicas pasaron rugiendo a escasos doscientos metros del suelo. Se habían aproximado a un Mach de 1,2 desde el desfiladero de Stainmore y zambullido rumbo sur directamente sobre las colinas de Nine Standards Rigg y High Seat.
En la milésima de segundo que había estado sobre la granja, la aeronave había tomado un centenar de fotos infrarrojas y térmicas a ultravelocidad de la actividad de tierra y, mientras los cazas se preparaban para iniciar la segunda pasada, las imágenes ya estaban en las pantallas de mando de su base en Boulmer, Northumberland, y en el Ministerio de Defensa, en Londres.
El jefe de escuadrilla Mike Rogers, de la base de Boulmer, estaba en manos libres con el Ministerio de Defensa, en Whitehall. El jefe del Estado Mayor, el general sir Robert Sandage, se encontraba de pie detrás de sus técnicos de imagen, al lado del ministro de Defensa, George Cotting.
—Veo quizá una docena de hostiles en la 337 —dijo Rogers refiriéndose al número de identificación de la imagen térmica en gran angular.
—Coincido, sí —replicó Sandage—. Los han soltado ahí de alguna manera. ¿Se sabe algo de eso?
—Un momento, señor —atajó Rogers—. Hemos recibido un bloque de imágenes de golpe. —En Whitehall se hizo el silencio en la línea durante unos segundos, hasta que Rogers volvió emocionado—: ¡Miren la imagen 732!
Un técnico de Whitehall abrió la foto. Mostraba un helicóptero sobrevolando la loma de la colina de High Seat.
—¿De quién es? —preguntó el ministro Cotting.
—En una imagen tomada desde arriba no vamos a ver ninguna marca —dijo Sandage—. Páselo por nuestra base de datos, ¿quiere, comandante? —le pidió con calma al técnico.
El técnico pasó un dedo por el trackpad y abrió un programa de reconocimiento de imágenes que tardó segundos en encontrar una equivalencia del cien por cien. La proyectó en la pantalla: era un helicóptero furtivo Mi-23/180.
El ministro Cotting fue el primero en reaccionar verbalmente.
—¡Dios mío! Páseme con el primer ministro.
Los efectivos terrestres vestidos de negro descendieron metódicamente por la colina en dirección a la granja sin que el fuego del comando especial los alcanzara y, al parecer, sin que los perturbaran las pasadas de los cazas de las Fuerzas Aéreas británicas. Dos hombres que iban de avanzadilla giraron hacia el granero. Se acercaron despacio y encontraron la puerta principal abierta. Uno de ellos la abrió lo justo para entrar y el otro lo siguió, con la mano en el hombro del que iba primero.
—¡Dispara! —gritó Kheelan a su sobrino Douglas desde detrás de una bala de heno.
Las perdigonadas reventaron a los intrusos y acribillaron la puerta del granero.
Kheelan cargó otro cartucho en la recámara y se aproximó con cautela a los hombres ensangrentados.
—Nunca le había disparado a nadie —dijo su joven sobrino, temblando.
—Vigila la puerta lateral —ordenó Kheelan ignorando los sentimientos del muchacho.
Metió la bota por debajo de uno de los cuerpos que yacían boca abajo. Con un gruñido de esfuerzo, le dio la vuelta y le iluminó la cara con la linterna.
Pestañeó incrédulo un par de veces ante lo que vio, pero lo único que pudo decir fue:
—¡Joder!
El ministro de Defensa volvió a la consola de mando con el semblante decididamente más pálido.
—¿Qué ha dicho el primer ministro? —preguntó el general Sandage.
—Ha dicho que entablemos combate. —Por la expresión perpleja de Cotting era evidente que le costaba creer lo que había salido por su boca—. ¿Cuánto tardaremos en llevar hasta allí al Servicio Aéreo Especial?
—Demasiado —contestó Sandage—. El Regimiento 22 del SAS está en Credenhill, en Hereford. Yo estoy dispuesto a enviarlos, pero llegarían antes los 1 Lancs. Están en Yorkshire. Entretanto, propongo que dejemos que lo intenten los Lightning.
Justo después de que los Lightning hicieran una segunda pasada sobre la granja, el jefe del escuadrón recibió una orden de la base de Boulmer por los auriculares.
—Le habla el capitán Rogers. Le ordeno que ataque y destruya inmediatamente a los hostiles.
El jefe de escuadrón giró a la izquierda y, con la voz entrecortada, le pidió a Rogers que le repitiera la orden.
Confirmada la orden, el piloto indicó a sus hombres que montaran las armas de sus aeronaves y entraran en modo de ataque.
Kenney observaba el despliegue aéreo por los binoculares.
—Ahí van otra vez —les dijo a sus hombres.
Se oyó una serie de tronidos de los disparos de cañón de 40 milímetros, seguidos inmediatamente de un enorme estallido y una intensa explosión a medio camino de la colina cuando el helicóptero estalló en llamas y se estampó en la ladera.
—Esto es increíble —dijo Kenney—. ¡Se ha montado una guerra, joder!
Los Lightning persiguieron a las tropas terrestres con fuego de ametralladoras, y cada vez que una lluvia de proyectiles acribillaba el suelo, la policía agazapada profería una ovación colectiva.
Nancy estaba demasiado absorta en el despliegue aéreo para notar que el frío y la humedad del suelo le calaban la ropa. Greg hizo ademán de levantarse para ver mejor, pero ella volvió a tirarlo al suelo.
—Reza para que piensen que somos de los buenos —le gritó a Greg—, porque si no nos van a freír.
En cada pasada de los Lightning los invasores hacían un esfuerzo por apuntar sus pequeñas armas contra ellos, pero los cazas disparaban mucho más rápido. El asalto aire a tierra congeló a las tropas en sus posiciones a unos cien metros de la granja, y allí se sostuvo la batalla durante al menos veinte minutos, hasta que se oyó sobre Mallerstang un nuevo estrépito, la persistente vibración de unas palas giratorias.
Cinco helicópteros AW159 Wildcat Lynx decorados con la bandera del Reino Unido surgieron de pronto del crepúsculo y aterrizaron en la carretera, junto a los puestos de la policía.
Una compañía completa de 1 Lancs, del primer batallón del Regimiento del duque de Lancaster, inundó el campo de batalla. Los soldados del ejército británico asaltaron el perímetro de la granja efectuando un movimiento de pinza hacia el norte y el sur. Rodearon metódicamente a las tropas de operaciones especiales que quedaban y, quince minutos después, el último de los intrusos vestidos de negro había caído.
Durante el tiroteo algunas balas perdidas pasaron silbando por encima de la cabeza de Nancy y Greg, pero, al minuto de que sonara el último disparo, ella se puso de rodillas para evaluar la situación.
Era evidente que las tropas británicas habían salido triunfantes de la operación, pero ¿contra quién? En el caos que siguió a la batalla, mientras los hombres pedían a gritos atención médica y la policía se servía de megáfonos para advertir a los soldados que no se acercaran a los edificios de la granja, Nancy decidió actuar. Eran casi las seis de la tarde, pero aún tenía una misión que cumplir.
—Venga, Greg, vamos. Creo que podemos conseguirlo.
Lo levantó literalmente del suelo agarrándole de la manga y tiró de él a través del sombrío terreno. Todo el mundo estaba tan pendiente del campo de batalla que nadie reparó en un par de civiles que corrían hacia un modesto edificio de piedra considerablemente alejado de la casa.
A tan solo cincuenta metros, Nancy tropezó con algo y cayó de bruces. Greg la ayudó a levantarse, pero al volver la vista atrás ella vio lo que la había hecho caer: un resto del helicóptero destrozado y consumido por las llamas.
Había algo escrito en él. En la oscuridad no lo veía bien, pero le preguntó a Greg, que se jactaba de dominar varios idiomas, si era capaz de descifrarlo. Él se detuvo delante, temeroso de tocar aquel pedazo de metal carbonizado.
—¿Entiendes lo que pone? —inquirió ella.
—¡Es chino! —contestó él. Luego, con voz trémula, añadió—: Es del Ejército Popular de Liberación.