24

Nancy llamó con fuerza a la puerta y esperó. Estaba a punto de llamar otra vez cuando oyó ruido dentro. Laura abrió y se quedó de piedra.

—¡Ay, Dios mío, Nancy! ¿Qué pasa? —dijo, nerviosa.

—¡Nada! Estaba en Nueva York y se me ha ocurrido pasar a veros.

—¿Papá está bien? ¿Y Phillip?

Nancy entró y se quitó la bufanda mojada.

—Siento haberte asustado. Debería haber llamado antes. No hay novedades. Aún no saben si están en esa granja. Los del MI5 me tienen al tanto, pero llevo muy mal lo de no estar allí.

En la cocina, Laura puso la tetera al fuego. El agua estaba caliente de la última vez, así que empezó a hervir enseguida. Nancy se fijó en que Laura tenía los ojos rojos.

—¿Vas a ir? —preguntó Laura.

—Ahora lo tengo crudo —dijo Nancy—. Quieren mandarme a Pekín mañana con una delegación del Departamento de Justicia. Extraoficialmente, China amenaza con romper relaciones diplomáticas y se supone que este es un ultimísimo esfuerzo por convencerlos de que nuestro gobierno no tiene nada que ver con las postales.

—Pero si al final no murió ninguno de sus diplomáticos de Washington, ¿no?

—Era un bulo, pero aún piensan que fue una provocación por nuestra parte. Pero, Laura, yo no me puedo ir a China mientras Phillip y Will andan metidos en algún lío. Es que no puedo.

—Entonces ¿te vas a Inglaterra?

—Me falta esto —dijo marcando un centímetro con el pulgar y el índice—. Pondré fin a mi carrera, pero a lo mejor es así como se tiene que acabar.

Nancy eligió su té de hierbas.

—¿Greg está en casa? —preguntó mientras Laura vertía el té.

—Se ha ido hace media hora escasa.

—¿Cuándo vuelve?

—Me parece que estará fuera unos días.

Laura le explicó que, nada más terminar una reunión con su asesor informático, había salido disparado al dormitorio a hacer la maleta. Le había dicho que había surgido algo, algo gordo que sería un gran impulso para su negocio, y que tendría que estar fuera un tiempo. No le había explicado de qué se trataba ni adónde iba, pero sí que llamaría para contárselo en cuanto pudiera.

—¿Eso es inusual en él? —preguntó Nancy.

—Completamente. —Laura se echó a llorar, y Nancy se dio cuenta de que debía de llevar ya un buen rato con los ojos rojos.

—Cuéntamelo todo, cielo.

—Hemos tenido problemas. Pensaba que la cosa estaba mejorando, pero quizá malinterpreté la situación. Creo que tiene un lío.

—¿Tienes pruebas?

—No, la verdad es que no.

Nancy negó con la cabeza.

—Cuando una mujer sospecha que su marido la engaña, curiosea de vez en cuando en su correo electrónico o en sus mensajes de texto. ¿Lo has hecho?

—Jamás. A ver, ¿tú le has hecho eso alguna vez a papá?

Nancy rio.

—Probablemente lo haría si tu padre usara el teléfono y el ordenador para algo más que de pisapapeles. ¿Sabes la contraseña de su correo?

—¡No! —exclamó Laura, horrorizada por la insinuación, aunque luego pareció gustarle la idea—: Pero no creo que lo cierre.

—Mira, cielo, si quieres echar un vistazo, yo te doy apoyo moral.

—¿Tú crees que debería? —preguntó Laura.

—La verdad te hará libre. O al menos eso dicen.

La pantalla del despacho de Greg salió del modo de reposo con un comando de Laura, que era un usuario autorizado. Entró en la cuenta de correo electrónico de su marido y, como sospechaba, no la había cerrado.

Nancy lo vio de inmediato: ¡un correo de Phillip!

—¡Madre mía! —farfulló.

Laura lo abrió.

—Está encriptado —señaló Nancy al leer el asunto. Miró su reloj—. Lo han enviado hace dos horas. Es de Phillip, pero seguro que Will tiene algo que ver. No sé qué significa «los ojos latinos de Laura», pero no me pega que sea cosa de Phillip. Es más del estilo de Will.

—¡Sé lo que es! —espetó Laura—. Mientras Greg estaba con el informático me han preguntado cómo se llama mi anomalía ocular, ya sabes, lo de tener cada ojo de un color. En latín se llama heterochromia iridum.

—¡Esa debe de ser la clave de desencriptación! —dijo Nancy—. Will sigue siendo el más listo de la clase. Laura, dame control por voz del ordenador.

Nancy abrió enseguida un programa de tunelización, transfirió a este el correo codificado e introdujo heterochromia iridum como clave.

Y allí estaba.

Nancy empezó a temblar visiblemente mientras leía. Hizo esfuerzos por mantener la compostura, pero la lucha interna entre esposa, madre y agente era obvia.

—Una segunda Biblioteca —dijo con voz trémula—. Alguien quería que Phillip lo supiera. Ahora Will quiere que Greg lo sepa. La historia se repite. Escúchame, Laura: sé que te va a costar, pero, por el bien de ellos tres, tienes que mantener esto en secreto, ¿vale?

Laura hurgaba en un cajón. De detrás de un paquete de folios sacó un paquete de cigarrillos y un encendedor.

—Reserva de emergencia —dijo, de pronto animada. La mano le temblaba mientras lo encendía—. No voy a contarle nada a nadie. ¿Qué vas a hacer tú?

Nancy ya estaba en marcha. Tenía a su secretaria al teléfono y estaba pidiéndole que averiguara qué vuelo había cogido Greg Davis. Mientras esperaba, ensayó lo que iba a decirle a su jefe. Si Will no había querido que ella se enterara era porque no quería que el FBI lo supiera. Tendría sus razones, y ella iba a seguirle el juego. Cuando se trataba de otras mujeres, no confiaba en él, pero tratándose de un caso le confiaba hasta su propia vida. Y la de su hijo.

Llegó la respuesta. Greg tenía plaza en el 231 de British Airways con destino a Glasgow que salía a las 19.00 h. Nancy le dijo a su secretaria que le cogiera un billete para el mismo vuelo. Luego le pidió a Laura que la dejara a solas para poder llamar a su jefe.

El director Parish ya parecía cabreado antes de que empezase la conversación.

—¿Dónde narices estás, Nancy?

—En Nueva York.

—¿Y qué haces ahí?

—Sigo una pista.

—¿Algo prometedor?

—Es demasiado pronto para saberlo. Voy a necesitar unos días para ver cómo progresa esto.

—Pues no tienes unos días. Te quiero en la base aérea de Andrews mañana por la mañana para que cojas el vuelo del Departamento de Estado a Pekín.

Ella contuvo la respiración, luego dijo:

—Lo siento, señor, pero no puedo ir.

Siguió un silencio incómodo.

—Me parece que no te he oído bien. Es una orden, Nancy.

—Lo sé. Si consideras que debes relevarme del cargo por esa razón, dejaré mi placa y mi arma en la oficina de Nueva York, pero tengo que seguir esta pista hasta el final y voy a hacerlo con o sin placa.

No habría sabido decir si lo que oyó fue un suspiro o el sonido del humo saliendo de las orejas de Parish.

—Dios, Nancy, espero de verdad que sepas lo que haces. Me fastidiaría tener que prescindir de ti. Esta es la primera y la última vez que te tolero una insubordinación.

Nancy vio a Greg comprándose una golosina en una de las tiendas de la zona de salidas de British Airways. Lo observó un rato e intentó averiguar su estado de ánimo. Le pareció que estaba nervioso, aunque Greg nunca había sido un tipo tranquilo. Ella siempre había procurado ser objetiva respecto a él. Habría sido mucho más fácil opinar como Will: que era un oportunista, que llevaba clavada la espinita de no haber podido mantenerse al nivel de sus prometedores comienzos profesionales, que no era lo bastante bueno para su hija… Pero Nancy prefería ver a Greg con sus propios ojos. A su juicio era bastante majo, aunque un poco inútil, pero ella no le desearía a ningún hombre la cruz de ser el yerno de Will Piper.

También ella tenía que hacer compras, dado que iba con lo puesto. Le había dejado la pistola al chófer, así que ni siquiera el bolso le pesaba. Empezó por comprar una maleta con ruedas en una tienda de equipajes y luego fue de tienda en tienda llenándolo de ropa y útiles de aseo. Una vez equipada, tiró de la maleta hasta donde estaba sentado Greg e hizo un poco de teatro.

—¡Greg! ¿Qué haces tú aquí?

La cara de él le pareció una mezcla de sorpresa y culpabilidad.

—¡Nancy! ¡Vaya! Voy a Escocia en viaje de negocios. ¿Y tú?

Se quitó la máscara.

—Voy a traerme a Will y a Phillip a casa, Greg —dijo muy seria.

—¿Ha habido algún cambio? —preguntó, nervioso—. Cuando he hablado con Laura hace un rato no había novedades.

—Eso ha sido antes de que yo supiera seguro que están en esa granja de Pinn. Ahora ya lo sé.

—¿Cómo te has enterado?

Nancy se sentó a su lado.

—Leyendo tu correo.

Greg se desinfló como un suflé del día anterior.

—Lo siento, Nancy. Ya has visto lo que escribió. Me pedía que no te lo contara. ¿Qué querías que hiciera?

Ella le puso una mano en el brazo.

—Has hecho lo que pensabas que debías hacer. No te culpo por ello. Pero ahora lo sé y me voy contigo. ¿Te lo puedes creer? ¿Una segunda Biblioteca?

Él asintió con rotundidad.

—Es increíble. Eso lo cambia todo. —La miró muy serio—. ¿Lo sabe el FBI?

Ella negó enérgicamente con la cabeza.

—Seré una ciudadana de a pie durante unos pocos días. Quizá más. Mi jefe está furioso conmigo.

—¿Por qué?

—Por escaquearme del caso de China.

—¿Aún no hay pistas?

—Ninguna de la que pueda hablar.

Greg volvió a asentir, luego se revolvió en el asiento, como si quisiera preguntarle algo.

—¿Cómo has llegado hasta aquí tan rápido? —dijo al fin—. He recibido el correo esta tarde. ¿Cómo lo has descifrado?

—Estaba en tu casa.

Se quedó pasmado.

—¿Por qué?

—Estaba en Nueva York y se me ocurrió ir a ver a Laura para darle ánimos. Hemos empezado a hablar y una cosa ha llevado a la otra. Nos ha parecido obvio que la clave de cifrado era su anomalía ocular.

—¿Ha mirado mi correo? —preguntó él con cierto resentimiento.

—Ha sido cosa mía, Greg. Ella creía que tenías un lío.

—¡Yo! Ni se me pasaría por la cabeza.

—No soy quién para decirlo, pero me parece que tendríais que cuidar un poco más vuestro matrimonio.

Greg puso cara de «no, no eres quién para decirlo».

—Bueno, ¿cuál es el plan? —dijo en cambio.

—Seguir las instrucciones de Will al pie de la letra —contestó ella—. Con suerte, él lo tendrá ya todo pensado. Si no, habrá que improvisar, ¿verdad?

Mientras Nancy y Greg se dirigían al aparcamiento de coches de alquiler del aeropuerto de Glasgow, Kenney abría la cremallera de su saco de dormir; su respiración producía agradables nubes de vaho.

—¿Alguna novedad? —preguntó a Harper, que había hecho la vigilancia de las últimas cuatro horas.

—Nada. La policía no ha dado ningún paso. Todo tranquilo.

—Se han cansado de la chorrada del megáfono justo a tiempo para que yo pudiera echar una cabezadita. ¿Cómo lo ves? ¿Qué hay para desayunar?

—Barritas energéticas y estofado de mierda.

—Me quedo con las barritas.

El NetPen de Kenney vibró. Al leer el mensaje de la pantalla, una sonrisa le arrugó el rostro.

Parecía que quisiera gritarlo a los cuatro vientos, pero lo hizo a pocos decibelios.

—¡Aleluya! Klepser se ha saltado la encriptación. —Tocó la pantalla para abrir el archivo adjunto y, al hacerlo, se le descolgó la mandíbula—. Despierta a Lopez —dijo a Harper—. Este va a ser un día que recordaremos el resto de nuestra vida.

En Nevada, el contraalmirante Sage no había dormido mucho cuando sonó el teléfono. Su mujer gruñó y se tapó la cabeza con las sábanas mientras él buscaba a tientas el aparato en la mesilla de noche.

—¿Sí?

—Contraalmirante, soy Kenney. Tengo algo.

—¿De qué se trata?

—Hemos descifrado el mensaje de Piper a su yerno, Greg Davis, el reportero que estuvo implicado en…

—Ya sé quién es —graznó el contraalmirante.

—Se lo leo palabra por palabra.

Mientras Kenney lo leía, el contraalmirante, que lo escuchaba tumbado, se incorporó de golpe y luego se levantó de la cama.

—Maldita sea —dijo cuando Kenney hubo terminado.

—Sí, señor. Maldita sea.

—Manténgase a la espera mientras llamo al Pentágono. Ah, Kenney…

—¿Sí, señor?

—Puede que al final no nos quedemos sin empleo.