23

Greg Davis terminó su almuerzo tardío y mandó a casa a Maggie, su ayudante. Fuera caía aguanieve, así que salir a montar en bici quedaba descartado, y un paseo tampoco le apetecía demasiado. Se tumbó en el sofá, se toqueteó los rizos de su pelo y pulsó el botón de audio del televisor, que había silenciado. En la CNN había un reportaje sobre la expulsión de Pekín, por parte del gobierno chino, de una serie de diplomáticos estadounidenses acusados de colaborar con la CIA como represalia por el asunto de las postales. El gobierno de Estados Unidos negaba rotundamente las acusaciones, y se decía que estaba sopesando la respuesta más adecuada. Cuando terminara de relajarse en el sofá publicaría un enlace sobre esa historia en China Today.

Aunque se había quedado calvo en la coronilla y tenía canas, Greg no había cambiado mucho desde sus días de joven reportero. Gente que llevaba veinte años sin verlo lo reconocía de inmediato. Para sus amigos, él y Laura, que conservaba su look retrohippy, eran «la eterna pareja».

El centro neurálgico del grupo mediático de Greg era el segundo dormitorio de su apartamento de Greenpoint, en Brooklyn. Para ser una empresa de dos empleados, Today Media sacaba al mercado muchos productos. Las revistas electrónicas de Greg abastecían a las nutridas comunidades de inmigrantes de Estados Unidos de sitios web hechos a medida de sus intereses. Las había para mexicanos, cubanos, hindúes, paquistaníes, brasileños, japoneses…, pero la que más atención estaba recibiendo esos días era China Today.

El concepto consistía en reunir noticias nacionales e internacionales de relevancia para el lector destinatario de la publicación, hacerse con colaboradores externos bien informados que escribieran contenidos originales y vender anuncios destinados a cada grupo étnico en concreto. Sin embargo, durante los últimos años el número de visitas a sus páginas era demasiado bajo para que los anuncios tuvieran buena visibilidad y apenas obtenía beneficios.

Le incomodaba que en gran medida su estilo de vida se apoyara en lo que su mujer ganaba con sus libros. Laura había escrito nueve novelas, y todas ellas habían alcanzado cifras de ventas bastante dignas. De su primer libro, Bola de demolición, ligeramente basado en la ruptura del matrimonio de sus padres, se había hecho incluso una película debido al interés general que habían despertado las manifestaciones públicas de Will Piper. Y aunque ella siempre había procurado establecer su propia identidad al margen de ser la hija de Will Piper, su editorial la había persuadido para que explotara su apellido una vez más con su último libro, Horizonte. En los tiempos de angustia que corrían no era de extrañar que la novela se hubiera convertido en su primer auténtico best seller.

Sin embargo, lejos de contribuir a la felicidad marital, su éxito no había hecho más que avivar la rivalidad tácita que existía desde hacía tiempo entre Greg y ella. Pocos días después de que la editorial diera una fiesta en su honor por haber entrado en la lista de ficción del New York Times, sus discusiones habían empezado a ser particularmente violentas.

Entonces, de pronto, la suerte de Greg había cambiado de forma inesperada. Los residentes del barrio chino de Nueva York habían empezado a recibir postales y su sitio web chino no paraba de registrar visitas. Debido al papel que Greg había desempeñado como reportero del Washington Post encargado de sacar a la luz el asunto de Área 51 en 2010, China Today se había convertido en el sitio de referencia de crónicas y últimas noticias de la comunidad chinoamericana y de muchos otros lectores en general. La publicidad había empezado a generar beneficios y su ego herido comenzó a sanar. Laura notó la diferencia y le dijo que estaba bien no tener que vivir con un capullo. Y cuando a su padre le había dado el infarto, Greg se había portado como correspondía a un marido y un yerno cariñoso. Ella había comunicado a su grupo de amigas incondicionales que parecía que al final su matrimonio iba a sobrevivir.

Laura llegó a casa, se quitó el abrigo empapado de lluvia y se sentó a ver las noticias de la televisión.

—¿Qué tal en el gimnasio? —le preguntó Greg.

—Bien, supongo.

—Pareces cansada.

—He dormido bien. Es la preocupación.

—¿No sabes nada de tu padre?

—Nada.

—Ha llamado Nick —dijo Greg.

Su hijo, que estaba interno en un colegio privado, tenía la misma edad que Phillip. Nancy y Laura, curiosamente, se habían quedado embarazadas a la vez, y Will casi se había visto en la disyuntiva de tener que elegir entre asistir al nacimiento de su primer hijo o el de su primer nieto.

—¿Todo bien? —preguntó Laura.

—Está bien. Solo ha llamado para saber si habíamos tenido noticias de los chicos. —Luego añadió—: ¿Cuándo hablaste por última vez con Nancy?

—Ayer por la mañana. Te lo dije, ¿no?

Greg asintió con la cabeza como si lo recordara.

—¿Cómo la encontraste?

—Estresada. Está preocupadísima, pero no consigue que el director la deje volar a Inglaterra.

—¿Por lo de China? —preguntó Greg señalando la televisión.

—Ya sabes, ¡es China! Este asunto nos tiene hartos a todos menos a ti.

—¿Qué insinúas? —preguntó él, enfadado.

—Perdona —dijo ella—. No insinuaba nada. Estoy hecha polvo.

—Sí.

Laura se levantó.

—Voy a darme una ducha.

Greg no pudo dejarlo correr.

—El que por fin esté ganando algo de dinero no me convierte en el malo, ¿sabes? —gritó.

—Lo que tú digas. —Ella suspiró y cerró la puerta del dormitorio.

El NetPen de Greg anunció la entrada de un nuevo correo electrónico. Iba a ignorarlo, pero al poco cogió el dispositivo de la mesa de centro y le dio la orden de que leyera el mensaje.

La voz ronca de mujer que había elegido para esa función ronroneó: «De: Phillip Piper. Asunto: Solo para tus ojos y los ojos latinos de Laura. Mensaje: Encriptado. Lo lamento, modo de lectura no disponible».

Greg corrió a su despacho y abrió el correo en su tableta de trabajo. El cuerpo del mensaje era un amasijo de símbolos en código máquina con un encabezado que rezaba: «Protocolo de tunelización 1812».

—Pero ¿qué diablos…? —masculló.

Pulsó la tecla de comandos de su NetPen y pidió el número del trabajo de su asesor informático.

—Hola, Nelson, soy Greg.

—¿Qué pasa, tío? —dijo una voz serena por el móvil.

—Tengo un correo electrónico encriptado con algo llamado «protocolo de tunelización 1812». ¿Cómo lo abro?

—Es una herramienta de encriptación de protocolo abierto, pero es muy potente. Ha habido varios intentos de prohibirla porque los malos la usan para su mierda de malos, pero se sigue usando. Para abrirlo necesitas una clave.

—¿Qué clave? ¡No sé ninguna clave!

—Pues entonces lo tienes crudo, tío.

—Nelson, se trata de una puñetera emergencia —dijo Greg alzando la voz—. Un asunto de vida o muerte, ¿vale? Necesito tu ayuda.

—Ya lo veo, tío. ¿Por qué no me lo reenvías y le echo un vistazo?

—No puede ser. Ni siquiera deberíamos estar hablando de esto por teléfono. Ven a mi casa.

—¿A Brooklyn?

—Por Dios, Nelson, que vives en Manhattan. ¿Cuál es el problema?

—Es otro código postal, tío.

—Coge un taxi. Te necesito aquí ya.

Nelson Federman llegó una hora después con una expresión de fastidio en su joven y mofletudo rostro. Greg le dijo a Laura que iba a ayudarle a resolver un problema que tenía con uno de sus sitios en la red, y a ella no pareció extrañarle su presencia. Aunque el estrés le tenía la inspiración casi anulada, ella seguía adelante y se pasaba el día encorvada sobre su antiguo portátil.

—Hola, Laura —dijo Nelson—. Te encantan esos teclados del año de la nana, ¿eh?

—No sé dictar —contestó ella—. Soy muy mayor para cambiar de manera de escribir.

—Me gustó tu último libro. ¿Cuándo sale el próximo?

Greg interrumpió la charla.

—Vamos, Nelson. El tiempo es oro. —Le hizo una seña para que entrase en el despacho y cerró la puerta.

Nelson echó un vistazo al correo electrónico y se rascó la rala perilla.

—Mira, esto suele funcionar con una clave previamente acordada que conocen tanto el remitente como el destinatario. ¿Ese tal Phillip no te ha mandado nada antes?

—No, nada.

—Entonces no puedo ayudarte, tío. Este protocolo es un algoritmo de curva elíptica con clave de 620 bits. Igual se puede craquear, igual no. En el mundillo de los hackers se dice que ciertas agencias de espionaje se pueden saltar algo así de gordo, pero para eso hace falta un maquinón de ultimísima generación. —Volvió a mirar la pantalla y añadió—: ¿Qué me dices del texto del asunto?

Greg lo leyó en voz alta.

—«Solo para tus ojos y los ojos latinos de Laura.» No sé a qué se refiere con «los ojos latinos de Laura».

—Vale —dijo Nelson, triunfante—, ahí tienes la respuesta, colega. Apuesto lo que sea a que esa es la clave.

—¿El qué? ¿Los ojos latinos de Laura?

—Si uno se toma la molestia de tunelizar, no deja la clave a la vista, pero ese tal Phillip podría estar intentando darte pistas. A ver, déjame que controle tu máquina.

Greg ordenó al dispositivo un cambio de usuario y Nelson asumió la emisión de los comandos de voz y entró en un sitio de encriptación para hackers. Cortó y pegó el mensaje de correo electrónico en el motor de encriptación e introdujo «OjosLatinosDeLaura» como clave.

«Error de desencriptación.»

Probó sin éxito algunas variantes.

—Vale, tío, ¿qué tienen de especial los ojos de Laura?

Greg pensó unos segundos y, de pronto, se le animó la cara.

—¡Son de distinto color! ¡Uno es azul y el otro marrón! Su padre siempre le está tomando el pelo con eso.

—Vale, vamos a probar.

Pasó un rato probando todas las combinaciones que se le ocurrieron de uno azul y uno marrón.

Y todas las veces: «Error de desencriptación».

Nelson frunció el ceño.

—Ah, vale —dijo—, igual hay que usar las palabras latinas para azul y marrón.

Diez minutos después ya habían buscado las palabras en el diccionario y habían agotado sin suerte todas las permutaciones posibles de puteulanus y frons. Nelson empezaba a ponerse nervioso y miraba descaradamente el reloj.

Al fin, Greg se levantó de la silla y abrió la puerta del despacho.

—Laura… eso de tus ojos, ¿cómo se llama? —le gritó.

—¿Para qué quieres saberlo?

—A Nelson lo tiene obsesionado.

—¡Eh! —exclamó Nelson, a la defensiva—. A mí no me metas en esto.

—¡Me alegra que te gusten, Nelson! —contestó ella a voces—. Es una anomalía congénita llamada heterocromía, heterochromia iridum en latín.

Greg cerró la puerta de golpe.

—¡En latín! —exclamó.

Con ayuda de Greg, Nelson introdujo el término en la línea de logueo y dijo:

—Entrar.

«Desencriptación satisfactoria.»

Hubo un lapsus de un par de segundos, luego aquel galimatías de código se transformó en un mensaje legible con una foto al final.

Greg se puso inmediatamente delante de la pantalla, tapándole la vista a Nelson.

—Eres el mejor, Nelson. Duplica la factura y envíamela.

—¿No lo puedo leer, tío?

—Podrías. Pero entonces tendría que matarte.

—Te triplico la factura por capullo mayúsculo.

Cuando Nelson se hubo marchado, Greg se sentó a leer el correo electrónico, muy nervioso.

Greg:

Phillip y yo necesitamos tu ayuda. No se lo cuentes a nadie, ni siquiera a Laura y, sobre todo, no le digas nada a Nancy, por motivos que ya te explicaré. Nos tienen secuestrados en una granja de Pinn, Cumbria, Inglaterra. Latitud 54.4142, longitud −2.3332. Tienes que coger un vuelo esta noche y llegar a Pinn mañana por la tarde. Lightburn Farm aparece en los mapas Ordnance Survey del Reino Unido. A unos cien metros al este de la casa y a unos treinta al norte de la B6259 hay un pequeño edificio anexo con la fachada abierta. A las 17.00 GMT tienes que estar dentro de ese edificio. Saldré a buscarte. Nos está ayudando alguien de dentro. Puede que no te resulte fácil llegar allí sin ser visto porque la policía tiene rodeada la granja, pero tú eres un periodista de raza y tengo fe en ti. Mira la foto, Greg, y entenderás por qué eres la única persona en quien puedo confiar. Hay una segunda Biblioteca. No hay horizonte.

Will

Pestañeando incrédulo, Greg vio la imagen de una fila de viejas estanterías que contenían un mar de libros encuadernados en piel. Los que estaban en primer plano llevaban grabado visiblemente el año 2440.

El agente Brent Wilson había sido relevado de su puesto al mando de un control en la comarcal B6259 y se había hecho con una taza de té caliente del furgón de atestados. Mientras disfrutaba de su descanso sentado al frío de la noche en una silla plegable, oyó que lo llamaban.

El ayudante del jefe de policía estaba en la entrada del furgón y le indicaba con gestos que se acercara. Sosteniendo aún su taza, Wilson se dirigió a la parte posterior del vehículo y agachó la cabeza para evitar abrirse el cráneo con el marco de la puerta. El jefe de la policía de Cumbria, John Raab, había llegado de Penrith y estaba sentado a un escritorio.

—Agente Wilson —dijo—, siéntese y siga con su té. Sopla fuerte ahí fuera.

—Sí, señor —contestó Wilson—. Es brutal.

—Tengo entendido que conoció usted a Annie Locke y a Will Piper cuando llegaron a Kirkby Stephen.

—Así es, sí.

—Hábleme de ellos. Cuénteme todo lo que recuerde. Quiero hacerme una idea de cómo reaccionarían si se vieran amenazados. He preguntado por la chica a los del MI5 y han reaccionado como si fueran a divulgar algún secreto nacional.

—Los dos fueron muy agradables, muy simpáticos, diría yo. Los conocí en la comisaría y les ayudé a imprimir unas copias de la foto del chico para que pudieran repartirlas por todo el pueblo.

—¿Y Piper? ¿Qué impresión le produjo?

—Bueno, es un tipo grande. Ya no es ningún jovenzuelo, pero creo que se las puede apañar bien. Sobre todo me pareció un hombre preocupadísimo por su hijo.

—¿Y la señorita Locke?

—Ambiciosa, supongo. Joven y en forma. Resuelta, sí; la típica que uno podría esperar que triunfase en los Servicios Secretos.

—Guapa, además.

—En eso estoy de acuerdo.

—Por lo visto, Piper tiene reputación de mujeriego. ¿Algún indicio de que hubiera una relación personal entre ellos?

—¿Cómo dice, señor?

—Eso podría afectar a su criterio y su capacidad de decisión en condiciones peligrosas.

Al parecer, al agente Wilson seguía desconcertándole la pregunta.

—Creo que se habían conocido esa mañana, señor.

—Muy bien, termínese el té y vuelva a su puesto.

Cuando Wilson se hubo ido, el ayudante del jefe de policía le dijo a Raab:

—Hace dos horas que no intentamos establecer contacto. ¿Quiere que volvamos a probar?

—Sí, ¿por qué no? Esta vez use el megáfono. Intimídelos cada cinco o diez minutos, pero varíe el intervalo para fastidiar más, como la antigua tortura de la gota china, ¿eh? Si nosotros no dormimos esta noche, ellos tampoco.

—En una granja como esta tendrán provisiones de sobra para un mes. ¿Cuánto tiempo vamos a esperar a que salgan?

—Acabamos de empezar, Paul. No estamos hablando precisamente del sitio de Orleans. Los tenemos bien rodeados. No van a ir a ninguna parte. De momento, no han pedido nada. Los del MI5 van a traer equipos de visión nocturna y aparatos de escucha. La embajada de Estados Unidos está ansiosa por saber si Piper y su hijo están dentro, como se supone. Vamos a procurar no perder la cabeza y a hacer las cosas poco a poco. Y según las reglas.

El vicepresidente Yi había terminado de dar un discurso ante una clase recién licenciada de la Academia de Ciencias Militares del Ejército Popular de Liberación en una zona residencial del oeste de Pekín cuando su NetPen lo alertó de que tenía una solicitud encriptada de VidLink.

Pidió que lo llevaran a algún lugar donde pudiera estar a solas y el director de la academia lo condujo a su despacho y lo dejó allí.

Yi desplegó la pantalla del NetPen y aceptó la solicitud de videoconferencia. El rostro del general Bo llenó la pantalla. Enseguida vio, por los ojos desorbitados de aquel hombre normalmente imperturbable, que el general tenía algo importante que decirle.

Yi escuchó el informe y se despidió con un simple: «Gracias, general. Entiendo».

Cerró los ojos agradecido y notó que se le llenaban de lágrimas. Tras secárselas con el pañuelo, solicitó al dispositivo un VidLink con su secretaria.

—Dígale al personal del secretario general Wen que estaré en su despacho en diez minutos. Dígales que voy con la gota que colma el vaso.

Kenney taconeaba en la tierra escarchada en el vano intento de entrar en calor. De vez en cuando abría un hueco en el seto para ver con los binoculares de visión nocturna qué se cocía abajo. No creía que hubiera actividad destacable esa noche, pero nunca se sabía. Era cuestión de esperar, algo que a su equipo se le daba fenomenal, pero habría preferido esperar con un tiempo de pantalones cortos y camiseta.

Notó que el NetPen le vibraba en el bolsillo. Para no hacer ruido lo puso en modo texto y desplegó la pantalla. Era un mensaje prioritario de Klepser, su jefe de vigilancia electrónica de Groom Lake. Se sentó en su saco de dormir enrollado para leerlo tranquilamente.

Phillip Piper había enviado a Greg Davis un mensaje encriptado con un asunto misterioso. La geolocalización del envío apuntaba a Lightburn Farm.

Kenney sabía muy bien quién era Greg Davis. Cualquier historiador de la humillante debacle que habían sufrido los vigilantes y Malcolm Frazier en 2010 sabía que Davis era el medio de transmisión de Piper. Y probablemente ahora Piper estuviera sirviéndose del dispositivo móvil de su hijo para ponerse en contacto con Davis.

¿Qué demonios estaba pasando?

Kenney subió unos cuarenta metros por la colina hasta otro grupo de árboles, desde donde podría hablar en voz baja sin que lo detectaran. Hizo a Lopez y a Harper una seña de que no pasaba nada y solicitó una videoconferencia con Klepser.

—¿Qué nivel de encriptación tiene ese correo electrónico del que me acabas de hablar?

—Seiscientos veinte bits.

—Mierda. Seguramente la clave esté en ese asunto disparatado, ¿no te parece?

—Seguramente, pero no será fácil averiguarla, lo más probable es que se trate de algo personal.

—Repito: mierda.

—Creo que me lo puedo saltar, jefe.

—¿Sí?

—Tenemos un nuevo algoritmo con el que he estado trasteando. Si me autoriza a echar a todos los que estén usando nuestros sistemas, creo que dispondría de suficiente potencia informática propia para craquearlo.

—Te autorizo. Si lo consigues, juro por Dios que te lleno la piscina de cerveza.

—Hay algo más, jefe. Siguiendo una corazonada, intervine los pagos automáticos de Davis. Hace quince minutos compró un billete del JFK a Glasgow; sale hoy a las siete de la tarde.

—Hijo, cuando la piscina esté llena de cerveza, haré que salte a ella un equipo completo de animadoras.