22

Cuando Annie empezó a moverse Will metió deprisa el diario debajo del colchón. Apenas tuvo tiempo de procesar lo que había leído. Años antes lo había dejado atónito descubrir que la Biblioteca había influido en personajes como Juan Calvino y Nostradamus, e incluso en William Shakespeare. ¡Y ahora se enteraba de que había desempeñado un papel decisivo en la Guerra de Independencia de Estados Unidos! La revelación lo dejó aturdido, pero la voz ronca de Annie lo hizo reaccionar.

—¿Qué hora es? —preguntó ella al tiempo que cogía con la mano libre la botella de agua que tenía junto al catre.

—Casi las siete. ¿Qué tal la pierna?

—Me duele. ¿Crees que alguien habrá recogido a Melrose?

—Espero que sí, pero dudo que pueda salvar el ojo.

—No debería decir algo tan horrible, pero creo que el parche le quedará bien.

Phillip soltó una risita.

—Tú también estás despierto —dijo Will—. ¿Cómo estás?

—Tengo pis —contestó el chico, huraño.

—Usa la cuña —le propuso Will.

—¡No voy a usar la cuña delante de ella! —protestó Phillip.

—¿Crees que la policía ya habrá llegado? —preguntó Annie.

Will se encogió de hombros.

—Espero que haya alguien más que el agente de patrulla Wilson. Ni siquiera iba armado, ¿no?

—Estamos capacitados para organizar una respuesta adecuada a una situación con rehenes, Will —replicó Annie, a la defensiva—. Tienes una pésima opinión de la competencia de este país.

—Bueno, confiemos en que puedan con un puñado de granjeros armados con escopetas.

—¡Necesito hacer pis! —gritó Phillip con todas sus fuerzas.

A los pocos segundos, Cacia entró con su hijo Andrew por la puerta de la antesala.

—Así es como se hacen las cosas por aquí —señaló Phillip.

Cacia organizó las idas al baño de los tres y, cuando todos estuvieron de nuevo encadenados a sus catres, Andrew la dejó con ellos.

Cacia se sentó, agotada, en una de las camas vacías.

—Bueno, ¿qué está pasando ahí arriba? —preguntó Will.

—Yo diría que estamos bastante bien acompañados —contestó ella con un suspiro lastimero—. Hay tantos coches de policía que el cielo se ve azul. Tiene su encanto.

—Deben rendirse —dijo Annie con dureza; sin duda había recordado las prácticas sobre secuestros que había hecho al principio de su carrera.

—¡No me diga! —replicó Cacia. Dio la espalda a Annie y se dirigió a Will—. Ojalá nada de esto hubiera sucedido.

—Tenía que ocurrir —repuso Will—. Es lo que tiene el destino, pero eso no hace falta que te lo diga yo.

Ella asintió con gravedad.

—¿Se ha puesto en contacto con vosotros algún negociador? —inquirió Will.

—Por teléfono. Un hombre muy agradable; hablé yo con él la primera vez que llamó. Me preguntó si Phillip y tú estabais aquí, pero Daniel no me dejó contestar.

—Os van a pedir algo. Un gesto inicial que demuestre que queréis hacer bien las cosas. ¿Por qué no soltáis a Phillip?

—Daniel no querrá. Está obcecado. Es terco. Siempre me ha gustado eso de él.

—Pues que salga Annie.

—Tampoco querrá.

—Entonces ¿qué? —preguntó Will—. ¿Cómo cree Daniel que terminará esto?

—Supongo que no lo sabe.

—Pero tú sí.

Una lágrima solitaria rodó por la mejilla de Cacia.

—Ven a dar una vuelta conmigo, Will —dijo.

Él levantó la muñeca y ella le quitó el grillete. En la antesala le preguntó si quería pasear por la Biblioteca.

—¿Podemos sentarnos con los escribas sin molestarlos? —preguntó Will.

—Pocas cosas los distraen de su tarea —contestó ella.

Entraron en la Sala de los Escribas y los sabios apenas levantaron la vista. Haven estaba allí, leyendo un libro de texto. Cacia le dijo que podía subir, pero le advirtió que se mantuviera alejada de las ventanas y no descorriera las cortinas.

—¿Aún está ahí la policía? —preguntó la chica.

Su madre asintió con la cabeza.

—¿Puedo ir a sentarme con Phillip?

—Si eres buena —dijo Cacia—. Por favor, no lo sueltes. Por su seguridad.

—¿Sigue ahí esa mujer?

—Se llama Annie —intervino Will—. Es buena gente. También está asustada.

Will y Cacia se sentaron a una de las primeras mesas y observaron en silencio a los escribas. Will se sentía como un profesor vigilando un examen mientras sus alumnos garabateaban los folios.

Los pálidos rostros de los siete escribas revelaban una absoluta concentración. Con la cabeza gacha movían los bolígrafos por la página sin que se oyera nada. Imaginó que en siglos pasados el ruido de la fricción de las plumas contra el pergamino debía de ser ensordecedor, pero en ese momento el único sonido que rompía de vez en cuando el silencio era el del papel al volver una página. No parecía que tuvieran que pensar lo que iban escribiendo. Ninguno de ellos miraba al techo en busca de inspiración, ni suspiraba, ni murmuraba. Eran máquinas eficaces y bien engrasadas.

Observó que al más anciano de los escribas, un hombre de pelo entrecano y rala barba rojiza, le caía la baba sobre la camisa azul y él ni siquiera se daba cuenta. Cacia se levantó enseguida para atenderlo. Había una toalla colgada de un clavo en su puesto y Cacia la cogió y la usó para limpiarle la cara y la camisa con cuidado y ternura. Una gota de saliva había caído en la página y Cacia la secó.

—Se llama Angus —dijo cuando volvió junto a Will—. Calculo que tendrá unos ochenta y tantos. Le pasa algo, pero no podemos hacer nada para impedirlo.

—Supongo que el médico del pueblo no hará visitas a domicilio —señaló Will.

—A esta casa, no —contestó ella; parecía contenta de encontrar algo de lo que reírse—. Se nos dan bastante bien los remedios caseros. Cuando tienen tos o fiebre, los metemos en el cuarto en el que estáis vosotros ahora para que no contagien a los otros. En general, son gente sana.

Will exploró los rostros de ojos verdes.

—¿Puedo preguntarte algo?

—Sí.

—De tus hijos.

—¿Andrew y Douglas?

—No, de estos hijos.

Ella volvió a levantarse, se situó detrás del más joven y le puso las manos en los hombros. El chico dejó de escribir un instante en respuesta al contacto, pero prosiguió enseguida, sin levantar la mirada.

—Este es Robert. Tiene diecisiete años, pero parece más joven, ¿verdad? —Luego se acercó a Matthew—. Y Matthew tiene veintiuno. Yo solo tenía diecinueve cuando lo tuve. Los demás son de la época de mi madre, que en paz descanse.

—¿Cómo lo llevan tus otros hijos?

Cacia besó el pelo rojo de Matthew y volvió con Will.

—Lo aceptan. Es lo que han visto siempre. Y las niñas saben que cuando llegue su hora harán lo que tengan que hacer.

—Pero eso va a cambiar, Cacia. Lo sabes. Para bien o para mal, lo que has conocido va a terminar. La policía no se va a marchar.

—Lo sé, lo sé —respondió en un susurro tan débil que Will apenas lo oyó—. ¿Qué será de ellos? Veo muchas cosas, Will, pero en lo que respecta a ellos no veo nada.

—Yo haré todo lo que esté en mi mano para ayudarte y ayudarles.

—Los meterán en una jaula en algún sitio. La gente irá a verlos como si estuvieran en un zoo. No quiero ni pensarlo.

—Entonces tenemos que hacer algo. Debemos controlar la situación mientras aún podamos.

—No hay nada que hacer —dijo ella, desesperada.

—Sí, sí lo hay —repuso Will—. Déjame ayudarte.

Kenney y sus hombres, agazapados entre los setos al frío de la noche, observaban por los binoculares de visión nocturna cómo se desplegaba la acción policial a sus pies. Atestaban la estrecha carretera comarcal coches patrulla, ambulancias y un furgón de la Policía de Cumbria. Un comando SWAT había tomado posiciones, pero Kenney se mofó de sus tácticas.

—¡Joder! ¿Habéis visto eso? Solo hay dos tiradores en puntos estratégicos detrás de la granja. Esto tiene de seguridad lo que un submarino con puertas de cristal.

Harper abrió la bolsa de su ración de combate y le preguntó a su jefe si quería.

—¿Qué es? —preguntó Kenney.

—Estofado de mierda —contestó Harper.

—Sí, sí, dame, pero déjame llamar primero. —Se puso el auricular de botón, dio un comando de voz al NetPen y, en cuanto se estableció la conexión, dijo:

—Soy Kenney. Pásame con el contraalmirante Sage, prioridad alfa.

Esperó unos instantes y enseguida se puso Sage.

—¿Cuál es su estatus? —le preguntó Sage.

—Bueno, señor, debemos de tener a toda la policía de la zona y parte del extranjero a unos quince kilómetros de aquí. Estamos monitorizando su intervención y no parece que estén haciendo grandes progresos con los que están encerrados en la casa. Hay un puñado de agentes del MI5 cacareando por allí e informando a Londres cada cinco segundos, pero están dejando que la policía se ocupe del asunto.

—¿Alguna confirmación de que Piper esté dentro?

—Ninguna. Pero está ahí. Estoy seguro. Su hijo también. Y Locke, la del MI5, segurísimo. Han recogido a su jefe, al que habían disparado, del arcén de la comarcal, junto con el cuerpo de otro agente.

—¿Y aún no saben qué diablos está pasando ahí dentro? —inquirió Sage con obvia irritación.

—No, señor.

—¿No se ha dicho nada de los bibliotecarios?

—Negativo. ¿Hay algo que deba saber del problema con los chinos?

—Continúan con su despliegue de poderío militar. En los canales diplomáticos no se habla de otra cosa. A algunos de las Naciones Unidas les van a meter un buen puro.

—Entendido —dijo Kenney—. ¿Algún cambio en nuestra misión?

—No. Manténganse al margen, sin que los vean, y sigan con la vigilancia visual y electrónica. Informen dentro de dos horas, o antes si hay cambios. Corto.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Lopez.

—Que sigamos sigilosos como ratones y no perdamos de vista el objetivo.

Harper le pasó a Kenney una bolsa de rancho.

—¿Por qué se dice eso de «sigiloso como un ratón»? —quiso saber—. Los ratones hacen muchísimo ruido como algo los ponga cachondos.

—Igual debería ser «sigiloso como un insecto» —opinó Lopez.

Kenney masticó su estofado.

—No te haces idea de lo ignorante que eres, Lopez. Los insectos son las criaturas más ruidosas del planeta. ¿Sabías que hay un insecto acuático diminuto, el garapito, que cuando se aparea hace un ruido de casi cien decibelios? Eso es como estar sentado a tres metros de la vía cuando pasa un puñetero tren de carga. ¿Sabes cómo lo hacen?

Lopez no lo sabía.

—Ese bichito tiene un pene del grosor de un cabello humano, como el tuyo más o menos, Harper, y frota esa porquería contra unas crestas que le salen del abdomen, como quien rasca una tabla de lavar con una cuchara. Y así hace ese ruido infernal.

—¿Cómo sabe usted esas gilipolleces, jefe? —le preguntó Lopez.

Kenney metió la cuchara en el estofado y contestó:

—Ni idea, Lopez. Las sé y punto.

—Debes de estar muy orgulloso de tu padre —le dijo Annie a Phillip.

Habían estado allí tumbados, uno al lado del otro, en un incómodo silencio, hasta que ella rompió el hielo.

—Sí, supongo —contestó él.

—Siempre me he preguntado cómo sería…, ya sabes, ser la hija de un famoso. Mi padre es auditor.

—Nunca me lo he planteado.

—¿No? Vi que ganaste un concurso con una redacción en la que hablabas de él.

Phillip parecía incómodo.

—Eso fue después del infarto. No sé por qué lo escribí.

—Bueno, no te preocupes, no tienes por qué explicarme nada. Pero igual puedes contarme por qué estás en Yorkshire. ¿Cómo surgió?

Antes de que pudiera contestar, Haven entró en el cuarto y se sentó en la cama de Phillip mirando ceñuda a Annie.

—Me acaba de preguntar —dijo Phillip dándole un codazo— por qué he venido aquí…

—¿Se lo has dicho?

—Aún no.

—Vino porque yo se lo pedí.

—¿Os conocíais de antes? —quiso saber Annie.

—No, yo leí su redacción en clase.

—Ah, otra vez esa redacción —dijo Annie—. ¿Y por qué te pusiste en contacto con él?

—No tienes por qué contárselo —le señaló Phillip lanzando a Annie una mirada asesina.

—¿Por qué tengo la extraña sensación de que estoy de más? —repuso Annie—. Si me sueltas, estaré encantada de darme una vuelta y dejaros solos.

—Qué graciosa —dijo Haven—. Se lo cuento. Pensé que Phillip podría ayudarme a decirle al mundo que lo del horizonte es una bobada. Una chica de mi escuela estaba tan angustiada que se ahorcó. Creí que debía hacer algo al respecto.

—Bueno, eso me parece admirable, jovencita. Cuando esto acabe y se arregle, me aseguraré de informar a las autoridades de lo bien que lo has hecho.

Haven se echó a llorar.

—Siento haberte disgustado —dijo Annie—. No…

—¿Por qué no cierras el pico ya? —espetó Phillip—. Ojalá no estuvieras aquí.

—En eso estamos de acuerdo —replicó Annie—. Escucha, Phillip, no tengo claro por qué te caigo tan mal, pero…

—Por cómo miras a mi padre —la interrumpió él—. Como si hubiera algo. ¿Hay algo?

Annie sonrió.

—Tu padre es un auténtico caballero. No ha habido nada entre nosotros. Te doy mi palabra.

—Me alegra saberlo —dijo Phillip—, porque mi madre te daría una patada en el culo si estuvieras tonteando con él.

—Entra conmigo en la Biblioteca —propuso Cacia.

Will cruzó la antesala detrás de ella. En cuanto pasó la puerta de la Biblioteca, Cacia se echó a llorar.

—No quería que me vieran llorar. Nunca han visto llorar a nadie, y no sé cómo reaccionarían.

—No me parece que reaccionen mucho a nada —opinó Will.

Cacia contuvo los sollozos lo mejor que pudo.

—Huy, sí. Tendrías que conocerlos tan bien como yo. Puede ser un ligero temblor en las comisuras de la boca o una inspiración particularmente honda. Tienen sentimientos.

Will detectó que bajaba la guardia y aprovechó la ocasión.

—También tú tienes sentimientos.

Cacia alargó el brazo y acercó a Will a su cuerpo. Él la abrazó mientras ella le abría su corazón.

—He llevado una vida tan solitaria… Y difícil. Trabajo constante. Secretismo. Aislamiento. Quiero a Daniel, lo juro, pero ya no hay complicidad entre nosotros, no hay intimidad. Él no lo dice, pero creo que no le hizo gracia que yo tuviera hijos de ellos. Sabe que nuestra vida es así, pero eso tiene que afectar a un hombre, ¿verdad?

—Supongo que sí.

—Yo no quería esta vida para mis hijas, pero somos Lightburn, y esto es lo que hacemos. Es nuestra obligación.

—Lo entiendo —dijo él—. De verdad.

—Sería estupendo que pudiéramos mandar al cuerno todo este lío y todas nuestras obligaciones y tumbarnos un rato, solos tú y yo. —Suspiró; luego lo soltó—. Pero duraría poco, ¿y qué nos quedaría luego?

—Esto. Resolver el mayor problema que has tenido en tu vida.

—¿Qué puedo hacer?

—Necesito el NetPen de Phillip. ¿Aún lo tienes?

—Lo dejé en el alféizar de mi ventana para que estuviera a salvo. Haven me dijo que se carga con el sol. Pensé que… por si acaso.

—Buena idea. Tráemelo en cuanto puedas.

—¿Qué vas a hacer?

—La información es poder, Cacia. Es la única arma que tenemos. Si el mundo no sabe nada de la Biblioteca, cuando las autoridades tomen este lugar, y lo harán, se apoderarán de los libros y todo se irá al garete. Seguramente dejarán que la gente siga creyendo que el horizonte existe y montarán otro sitio del estilo de Área 51 para explotar los datos con fines militares y políticos. Incluso cabe la posibilidad de que nos maten o nos encierren para asegurarse de que nadie se entera nunca de nada.

—Dios mío —susurró ella.

—Yo me vi en esa misma situación hace años y, para salvarme, no me quedó más remedio que filtrar lo que sabía de Área 51. Ahora hay que hacer lo mismo.

—¿A quién se lo vas a contar?

—A mi mujer no. Se vería obligada a ocultárselo al FBI. No puedo comprometerla así. Hay otra persona. Creo que puedo confiar en él. Sería perfecto. Por favor, Cacia, tráeme enseguida el NetPen de Phillip.

—Eso sería una traición a nuestra familia, a nuestro legado, a generaciones de Lightburn, ¿no?

—No. Eso sería salvar a tu familia y proteger su legado. Sé cómo funcionan estas cosas. Sé cómo terminará esto si no trabajamos juntos. Sabes que lo que te digo es cierto.

Con un asentimiento que sacudió su cabello color rojo fuego y una mirada de determinación, Cacia se fue y lo dejó allí, libre y a sus anchas. La Biblioteca era tan grande que casi se sintió desorientado. Parecía infinita, como vista en dos espejos contrapuestos. Sintió el impulso momentáneo de dirigirse al fondo y curiosear en el futuro inmediato, pero se contuvo. En el fondo no quería saber cuándo iba a morir. Ni cuándo moriría Phillip. Ni Nancy. Ni su hija, Laura. Ni Nick. No quería saberlo nunca. Y no quería que lo supieran otras personas.

Lo que hizo, en cambio, fue sacar al azar un tomo del futuro lejano. Del 21 de mayo del 2440. Los nombres que vio allí eran un arcoíris de diversidad, decenas de idiomas y etnias.

«Al mundo le irá bien», pensó.

Cacia volvió, sin aliento, con el NetPen de Phillip.

—Confío en que vas a protegernos —le dijo.

Will cogió el dispositivo y la besó en la frente.

—No te defraudaré.

Y aunque le costó aclararse con los botones del NetPen, con los que no estaba familiarizado, consiguió hacer una foto de una larga hilera de libros.

Cacia volvió a encadenar a Will a su catre y, con mirada pesarosa, lo dejó solo con Phillip y Annie.

—Mirad lo que tengo —dijo Will sacándose el NetPen del bolsillo.

—¿Te lo ha dado ella? —preguntó Annie, incrédula.

—Sí.

—Tenemos que ponernos en contacto con mi central, que sepan cuál es la situación —dijo Annie.

—No, vamos a jugar esta baza de otra manera —repuso Will con firmeza—. Phillip, necesito enviar un mensaje encriptado.

—¿Quieres tunelizar? —preguntó Phillip.

—Sí, tunelizar. ¿Puedes hacerlo?

—Claro.

—Y quiero enviar la foto que acabo de hacer.

—Dámelo. ¿Prefieres teclear o dictar?

—Teclear.

—Espera, te preparo la pantalla y ya está. ¿A quién se lo vas a mandar?

—Al tío Greg.

Will paseó los dedos con torpeza por el pequeño teclado virtual, pero consiguió escribirlo todo. Se lo devolvió a Phillip y dijo:

—Mándalo.

Se oyó el estruendo de la puerta estampándose en el marco de madera.

Daniel entró con los ojos inyectados en sangre. Andrew iba detrás, imitando a su padre.

Daniel vio el NetPen en la mano de Phillip y se lo arrebató.

—Andrew ha visto a su madre cogerlo y ha venido a contármelo en cuanto he vuelto de espiar a esos cabrones del granero. —Lo tiró al suelo y lo pisó con la bota dos veces; el dispositivo tubular quedó aplastado y pequeños fragmentos de metal y de plástico salieron disparados.

—Ahora dime la verdad, muchacho, o te daré una paliza como la que le he dado a mi mujer.

Will no pudo contenerse.

—Qué machote, Daniel. Pegarle a tu mujer. ¿Te atreves también con hombres?

—Que te jodan —respondió Daniel—. Hablaba contigo, joven: ¿has llamado a alguien?

Phillip le plantó cara y dijo:

—No.

—¿Me estás mintiendo?

—Lo juro. Iba a hacerlo, pero no me ha dado tiempo.

—Muy bien. Bastante lío hay ahí fuera como para que tengamos que lidiar con vosotros también.

Y tras dar un último taconazo en el suelo agarró a su hijo y se fue.

Will deseaba abrazar a Phillip, pero no podía, y además al chico lo habría incomodado aquel gesto.

—¿Lo has mandado? —le preguntó.

—Por supuesto —contestó, orgulloso.

—Mientes de maravilla —señaló Annie, encantada—. Tienes futuro en los Servicios Secretos.

—No he mentido. Él me ha preguntado si había llamado a alguien —dijo Phillip—. Que hubiera preguntado mejor.