A última hora de la tarde el sol en los valles iluminaba y calentaba poco. Las ovejas empezaban a apiñarse y los halcones surcaban las térmicas en busca de su último alimento del día. En la creciente oscuridad, el equipo del MI5 se acercó a Lightburn Farm.
Rob Melrose bajó del coche.
—Dios, ¿quién puede vivir en un sitio así? —le dijo a Annie—. Es como de la Edad Media.
Ella alzó la vista a las colinas agrestes y empinadas.
—A mí me parece muy bonito —repuso.
—Muy bien —continuó Melrose—. No creo que haya problemas, pero más vale curarse en salud. Mitchell, entra con nosotros para que podamos hacer un registro en condiciones si lo consienten. David, tú quédate en el coche.
El conductor se disponía a llevarse la mano a la pistolera del hombro, pero Melrose lo detuvo.
—No saques el arma, por favor. No vamos a la guerra.
Annie llamó a la puerta, sus dos colegas se quedaron detrás. Esperó medio minuto, luego volvió a llamar. Esta vez la puerta se abrió unos centímetros y Cacia asomó la cabeza.
—Hola —dijo Annie—. ¿Se acuerda de mí? Soy Annie Locke, de los Servicios Secretos. Lamento molestarla otra vez, pero nos gustaría pasar y hacerle un par de preguntas más.
—¿Sobre qué? —fue la fría respuesta.
—Bueno, se trata del caballero que me acompañaba la otra vez, el señor Piper. No lo habrán visto, ¿verdad?
—¿Ya han perdido a otro? —inquirió Cacia con sequedad.
—Pues sí, eso parece. Nos vendría muy bien que nos dejara pasar para hablar con ustedes.
Cacia asintió con la cabeza.
—Denme unos segundos.
Cerró la puerta y Annie se volvió hacia Melrose encogiéndose de hombros.
—Creo que va a cooperar.
—Pensé que habías dicho que era amable —señaló Melrose.
—Al menos no nos ha mandado a tomar viento.
Kenney y su equipo treparon un poco para ver mejor la entrada principal de Lightburn Farm desde un punto estratégico oculto al otro lado de la carretera. Cuando el vehículo del MI5 entró en la granja, Kenney le pidió a Harper que saliera de la carretera y se llevó a sus hombres a pie, cargando con todos los bártulos. Cruzaron el río Eden por una pasarela y subieron hasta las estribaciones de la colina de Wild Boar, que se alzaba imponente sobre ellos. A unos quinientos metros de Lightburn Farm encontraron una buena hilera de arbustos.
Kenney vio por los binoculares que la puerta volvía a abrirse y los tres agentes entraban en la casa.
—¿Y ahora qué? —preguntó Harper a su jefe.
—Con un poco de suerte saldrán con Piper —dijo Kenney—. Si es así, los seguiremos al hotel o a donde vayan y nos llevaremos a ese hijo de puta con sigilo; luego lo presionaremos todo lo que podamos para averiguar si sabe algo de las postales.
—¿Y si salen sin él?
—Entonces seguimos a lo nuestro.
Cacia los dejó pasar. En la chimenea había un buen fuego encendido. Annie recorrió con la vista la cocina, a la izquierda, y el salón, a la derecha, ambos vacíos.
—No hemos vuelto a ver a su señor Piper —dijo Cacia mirando nerviosa a sus visitantes.
—Qué raro —contestó Annie. Y a continuación mintió—: Dijo que venía aquí a hacerles más preguntas.
—Pues no vino.
Melrose se adelantó y alzó la barbilla.
—Mire, señora Lightburn, esto es un asunto serio para las autoridades, y yo he venido desde Londres a solucionarlo. Nos gustaría registrar su propiedad para asegurarnos de que el señor Piper no está aquí.
—Ya le he dicho que no está —dijo Cacia con agresividad—. ¿Por qué no le vale con eso?
—No dudo de que diga la verdad, señora, pero si me dieran una libra por cada mentira que me han dicho en este trabajo sería un hombre rico. No puedo poner en el informe a mi superior que acepté sin más las declaraciones de un particular. Debo insistir en que nos permita echar un vistazo.
Cacia se sonrojó.
—¡Y yo le digo que no! ¡Tendrán que marcharse!
—Rob, déjame hablar con ella a solas, ¿vale? —intervino Annie.
Melrose se puso rígido y la ignoró.
—Mire, podemos hacerlo por las buenas o por las malas. O consiente voluntariamente en que registremos su propiedad, o enseguida estaremos aquí de vuelta con una orden judicial y con la policía local. Si aun así se resiste, irá a la cárcel.
Daniel Lightburn bajó las escaleras blandiendo una escopeta.
—¿Vienen a mis tierras con exigencias? —gritó, furioso—. ¿Nos amenazan con meternos en la cárcel? Me parece que no, señor.
Mitchell se metió la mano bajo la chaqueta, sacó la pistola y se situó delante de Annie y Melrose. Había trabajado como guardaespaldas para los Servicios de Protección de la Corona y probablemente actuaba por puro instinto.
Durante una milésima de segundo se hizo el silencio en la sala, hasta que Annie vio el odio y la determinación en el rostro de Daniel y gritó:
—¡No!
La escopeta estaba cargada con perdigones del número 8. La nube de proyectiles le desgarró el pecho a Mitchell y le perforó el corazón y los pulmones. Su cuerpo absorbió lo peor del disparo, pero no la totalidad. Media docena de perdigones alcanzaron la mejilla izquierda y el ojo a Melrose, que cayó al suelo retorciéndose de dolor. Mitchell se bamboleó unos instantes, como un tronco recién cortado que sucumbe a la fuerza de la gravedad, y cayó encima de él, tieso.
Annie recibió un par de perdigonazos en la pierna derecha, pero ignoró aquel dolor lancinante y se hincó de rodillas para atender a los heridos.
—¡Llamen a una ambulancia! —gritó—. ¡Ya!
Dos jóvenes robustos, los hermanos de Haven, bajaron corriendo las escaleras para ayudar a su padre.
Daniel volvió a cargar la escopeta y apuntó a Melrose y a Mitchell.
—¡Nada de ambulancias! Chicos, coged las armas. Cacia, haz algo para callar a ese hombre y que deje de sangrar. Lleváoslos a todos abajo.
Haven estaba en las escaleras, llorando ante tamaña carnicería. A su espalda, sus dos primas parecían atónitas. Su madre, Gail, les mandó que volvieran a su cuarto. Luego bajó a ayudar a Annie y a Cacia; atendían a Melrose, que yacía en el suelo de piedra con el rostro ensangrentado.
Fuera, el agente que se había quedado en el coche había oído el disparo de escopeta y se dispuso a abrir la puerta del copiloto. Antes de que sus pies tocaran el suelo, otro disparo quebró el aire y acribilló la puerta del coche. Empezó a brotarle sangre de la pierna y del costado. Al ver que Kheelan se preparaba para disparar de nuevo, metió la marcha atrás y salió de la finca.
Hubo más disparos que le volaron el parabrisas, pero el agente, frenético, llegó a la carretera y la enfiló como un bólido.
Con una mueca de dolor, se dirigió a toda velocidad a Kirkby Stephen mientras llamaba por marcación de voz a urgencias.
Desde su puesto al otro lado de la carretera, Kenney y su equipo observaron la escena mudos de asombro. El estrépito del interior de la casa se había oído perfectamente, y Kenney lo identificó de inmediato con un frío «Disparos».
Cuando atacaron al agente del coche, Lopez le preguntó:
—¿Y ahora qué hacemos, jefe?
—Este tiroteo no va con nosotros, caballeros. Somos espectadores a sueldo. Pero os voy a decir una cosa: estoy más contento que una garrapata en un perro gordo. Eso significa que Piper está ahí dentro. Esos hijos de puta nos están haciendo el trabajo sucio.
Dentro reinaba el caos. Los hermanos de Haven levantaron una alfombra del lavadero y abrieron una trampilla. Una escalera empinada se sumergía bajo tierra. Daniel les ordenó a gritos que llevaran el muerto al granero, taparan los ojos a Annie con cinta americana, envolvieran la cabeza con una toalla a Melrose y se la sujetaran con la misma cinta.
Kheelan entró corriendo, respirando con dificultad y gritando que el del coche había escapado.
—Dios, ¿y qué vamos a hacer ahora? —lloró Cacia.
—No lo sé —dijo Daniel—. No tengo ni puta idea. Chicos, ¡bajadlos por las escaleras ya! Cacia, cúrales las heridas. Y haz que ese hombre se calle aunque para eso tengas que acabar con él. Un muerto, dos muertos, ¿qué más da? Kheelan, coge las otras escopetas y dáselas a los chicos. Esto es la guerra.
Conmocionados y con los ojos tapados, Melrose y Annie bajaron a la fuerza las escaleras secretas. Cacia iba primero. En el descansillo abrió una puerta grande y pesada que conducía directamente a la Biblioteca por el extremo opuesto a donde estaban el dormitorio y la Sala de los Escribas.
Annie no vio nada, ni los libros desde 2027 ni las interminables estanterías. No dejaba de hablarle a Melrose, le decía que se pondría bien, le pedía que aguantara, pero la única respuesta de este eran sus respiraciones entrecortadas y sus gemidos.
Aunque no le apetecía parar de leer, Will dejó el diario de Franklin en cuanto oyó aquel sonido sordo.
«¡Benjamin Franklin en Vectis! ¿Qué encontraría allí?»
Pero tenía que parar. «Eso ha sido un disparo —se dijo—. Ha llegado la caballería.»
Metió el libro debajo del colchón y despertó a Phillip.
—Quítate las telarañas, hijo. Me parece que la partida de rescate está arriba.
El segundo disparo sordo confirmó su teoría.
Se sentaron, encadenados a los catres, y esperaron ansiosos. Al fin oyeron voces, no del almacén sino de la antesala que comunicaba la Sala de los Escribas con la Biblioteca. Se abrió la puerta y entró Cacia. Will supo enseguida que algo había ido muy mal y que el rescate ya no era una posibilidad.
Primero metieron a Melrose, medio arrastrado por Kheelan, con la cabeza envuelta en una toalla ensangrentada. Después llegó Annie, cojeando y guiada por uno de los hermanos de Haven.
Will intentó ponerse de pie, olvidando por un momento que estaba encadenado al catre.
—¡Por Dios bendito! —dijo.
Phillip se quedó pasmado al ver a los prisioneros heridos.
—Papá…
—No pasa nada, Phillip.
Annie volvió su rostro vendado hacia la dirección de la voz de Will.
—¿Will? ¿Eres tú?
—Soy yo. Estás herida. —Le chorreaba sangre por la pierna—. Cacia, suéltame para que pueda ayudar.
Kheelan dijo que no, pero Cacia hizo lo que Will le pedía.
—No intentes nada —le susurró lastimera al oído—. Ya hay uno muerto.
Will se levantó y le quitó a Annie la cinta de la cara y el pelo lo más suavemente que pudo. Ella miró alrededor, aterrada, y vio las filas de catres vacíos.
—¿Qué es este sitio?
—Luego te cuento —contestó Will.
Sin pedirle permiso le levantó la falda para verle las heridas.
—Perdigonada. Cacia, tráeme vendas limpias y alcohol. Y cerillas y unas pinzas.
—Yo estoy bien —aseguró Annie—. El que necesita ayuda es él.
—¿Quién es? —preguntó Will.
—Mi jefe.
—¿A quién han matado?
—A Mitchell —dijo ella, angustiada—. Un agente.
Con la ayuda renuente de Kheelan tumbaron a Melrose en un catre. Este se hizo un ovillo de inmediato y sus gemidos se intensificaron.
—¿Sabe alguien que estamos aquí? —le preguntó Will a Annie.
—¡Cierre el pico! —le exigió Kheelan.
—Kheelan, vete arriba —intervino Cacia—. Tienes cosas más importantes que hacer. Andrew, sube con él y trae alcohol, vendas… todo lo que Will ha pedido.
—Encadénalos primero, Cacia —insistió Kheelan.
—No van a ir a ninguna parte. Las puertas están cerradas con llave y yo estoy vigilando —dijo ella.
—No es suficiente —protestó Kheelan—. Andrew, coge el arma y dispara al que intente algo. Ya voy yo a por esas cosas.
El joven asintió con la cabeza, muy serio, y cogió el arma de su tío, pero cuando Kheelan se fue Cacia le dijo, como solo una madre sabe hacerlo, que apuntara al suelo.
Annie respondió por fin a la pregunta de Will lo bastante alto para que todos la oyeran.
—Uno de nuestros agentes ha escapado. En una hora, la granja estará invadida de policías.
Will y Annie estaban arrodillados junto a Melrose, pero fue Cacia quien le quitó la toalla. Melrose se encogió y alzó los brazos para defenderse, farfullando unas palabras, pero luego se tranquilizó como si se le hubiera agotado la energía. Tenía el ojo cerrado de tan hinchado como estaba y no paraba de sangrarle, y su mejilla parecía un trozo de carne sanguinolento.
—Hay que llevarlo a un hospital, Cacia —dijo Will—. No podemos curarlo. Podría haberle entrado un perdigón en el cerebro.
—¡No! —gritó ella—. Nada de hospitales. Tenemos que solucionarlo aquí.
Will pensaba rápido.
—Escúchame, Cacia, aún os queda algo de tiempo antes de que llegue la policía. Llevadlo arriba, tendedlo junto a la carretera. Lo encontrarán y se ocuparán de él. Tenéis rehenes de sobra aquí. ¿Qué más da uno menos?
A ella pareció gustarle la idea enseguida.
—Andrew, ve a buscar a Daniel o a Kheelan para que bajen a ayudar. Vamos a hacer lo que propone Will.
El joven frunció el ceño.
—Pero el tío Kheelan ha dicho que…
—¡Me da igual lo que haya dicho! ¡Haz caso a tu madre!
Andrew no se movió y levantó a medias la escopeta.
—Will, ¿prometes que no intentarás nada mientras Andrew no esté?
Will contestó con un sí rotundo y Andrew se retiró a regañadientes.
La sangre empezó a brotar con más fuerza del ojo destrozado de Melrose y Cacia se puso de pie. Había toallas limpias en el almacén, así que fue a por ellas.
Will vio que Annie sufría temblores como consecuencia del traumatismo. Cogió la manta de su cama, la envolvió con ella y la abrazó para darle más calor.
—Siento haberte dejado tirada —le dijo—. Tenía que encontrar a Phillip.
—Hola, Phillip —saludó ella débilmente.
—Hola —contestó él, ceñudo.
—¿A qué se dedica esta gente aquí abajo? —le preguntó ella a Will.
—Luego te lo explico. Ahora centrémonos en salir de este lío.
Al final, Annie perdió el control y se echó a llorar, disculpándose entre sollozos porque una agente bien entrenada no debería actuar así.
—No pasa nada —le dijo Will plantándole un beso en el pelo—. Primero eres humana, luego agente.
—Papá, que estoy aquí —espetó Phillip, exasperado.
Will sonrió. El chico protegía el honor de su madre. Eso le gustaba.
—No te preocupes, hijo —aseguró enseñándole la alianza—. Llevo puesto el anillo de boda y tu madre es la número uno.
Cacia volvió corriendo con unas toallas blancas y le puso una a Melrose en el ojo.
—Cacia, se acabó —dijo Will con delicadeza—. Siento mucho que sea así. Sé que este ha sido el trabajo de toda tu vida y sé lo importante que es, pero se os ha escapado de las manos. Tenéis que dejarnos marchar. Tenéis que rendiros. Por Haven, por ti, por toda tu familia. Si no lo hacéis, esto va a terminar muy mal.
A Cacia le tembló el labio.
—¿Y qué pasa con la Biblioteca? ¿Y con ellos? —dijo señalando la Sala de los Escribas.
—Sinceramente, no lo sé —contestó Will—. Haré lo que pueda, pero, como digo, ya no está en vuestras manos.
—Lo sé —reconoció ella con una tristeza honda que a Will le produjo una punzada—. Siempre lo he sabido.
—¿Cómo? —preguntó él.
—Veo cosas —explicó ella en voz baja—. Destellos del futuro. No como ellos, qué va, pero veo cosas.
Will se fijó en su pelo rojo y cayó en la cuenta. Recordó lo que había descubierto hacía años en Cantwell Hall, en Inglaterra: la madre de Nostradamus, una Gassonet, de la rama originada en Vectis, era pelirroja. Una de las pocas mujeres nacidas de la unión de una mujer joven y un sabio. Una niña pelirroja nacida clarividente.
Le sonrió, y ella le devolvió la sonrisa.
—Sí —dijo ella—, nací de uno de ellos.
—¿Haven también? ¿También ella ve cosas?
—Sí. También ella tiene algo del don, supongo. Por eso llamó a tu Phillip. Sabía que era lo que había que hacer.
—¿Cómo termina, Cacia?
—No lo sé con certeza, pero, aun así, no puedo dejaros marchar. A Daniel no le parecería bien, y yo soy su esposa. Es él quien debe decidir.
Kheelan y Andrew bajaron, y Kheelan se llevó a Cacia al extremo opuesto del dormitorio. Discutieron, pero cuando regresaron Kheelan y Andrew levantaron a Melrose y lo llevaron a rastras hasta el almacén.
Cacia se acercó a Will.
—Van a hacer lo que tú has dicho: lo van a dejar junto a la carretera. Tengo que encadenaros a ti y a esta señorita. Le he prometido que lo haría. Traeré el botiquín de primeros auxilios y le curaremos las heridas. Tú coopera, ¿quieres?
—¡Podemos con ella! —gritó Annie—. ¡No está armada!
—No puedo arriesgarme a que Phillip resulte herido —replicó Will—. Déjate encadenar.
Cuando Cacia se hubo ido, Annie preguntó desde su catre:
—¿Ha hablado de una biblioteca? ¿A qué se refería?
—Estas personas son bibliotecarios —contestó Will.
Entonces, en la quietud de su celda de aislamiento, procedió a contarle lo que había al otro lado de la puerta.
Una hora después, Will era el único que seguía despierto. Phillip había vuelto a quedarse dormido, y Annie, con la ayuda de varios whiskies que había ingerido durante la extracción de los perdigones, también había caído. Will aguzó el oído a la espera de un sonido procedente de arriba que indicara la llegada de la policía, pero no oyó nada.
Como disponía de un poco de tiempo y su curiosidad no había disminuido, metió la mano debajo del colchón, sacó el diario de Franklin y empezó a leer otra vez.