Con notable agitación me siento a escribir cuanto recuerdo de los acontecimientos recientes. Cuesta creer las cosas que he visto, pero, como hombre de ciencia con cierta reputación de observador, confío en que se me crea más que a la mayoría. No obstante, debo admitir que aún no he decidido si divulgaré algún día el contenido de este diario. Sin embargo, mi memoria, que ahora es excelente, puede que no siempre sea así. He visto hombres que, en su ancianidad, apenas recuerdan dónde han dejado las zapatillas. Si en un futuro decidiera ilustrar a otros sobre mis descubrimientos y me viera privado de retentiva, este diario será mi aide-mémoire.
Ciertamente, aquí sentado en la penumbra, en una compañía de lo más variado, debo preguntarme si yo mismo veré la luz del día. No soy cautivo aquí, pero tampoco soy hombre libre. Según tengo entendido, en estos momentos mis anfitriones debaten con cierta vehemencia mi destino. Siempre estoy a favor de un buen debate, pero admito que me inquieta ser el objeto de semejante discusión. Para mayor desconsuelo, anoche experimenté los primeros síntomas del regreso de la gota, mi inoportuna amiga.
Creo conveniente iniciar este relato por el verano de 1761, en que conocí a un notabilísimo caballero, el barón Le Despencer, que en aquellos días era conocido por el nombre menos pomposo de Francis Dashwood.
—Benjamin, ha venido a verte un caballero.
Benjamin Franklin abrió la puerta de sus aposentos y miró por encima de las gafas a su patrona y compañera, Margaret Stevenson. Ella miró la bandeja de vituallas sin terminar y chascó la lengua.
—He estado demasiado ocupado para comer —balbució él enseñándole los dedos manchados de tinta—. ¿De quién se trata?
—Se llama Francis Dashwood. Polly está en el salón haciéndole compañía, pero no quiero dejarla a solas con él mucho rato. —Puso los ojos en blanco—. Se le ve muy animoso.
—Muy bien, ve a rescatar a esa pobre chica. Yo bajaré enseguida.
Franklin se había alojado en Craven Street desde su llegada a Londres en 1757. Era una casa de cuatro plantas, propiedad de la viuda Stevenson, situada cerca de Whitehall, entre Strand y el Támesis. La había encontrado casi por casualidad poco después de llegar de Filadelfia en un paquebote.
Había ido a Inglaterra en misión oficial, como delegado de Pennsylvania, a representar los intereses de la colonia ante las autoridades. Aunque el malestar y el descontento eran generalizados en las colonias americanas, Pennsylvania presentaba un conjunto de problemas particularmente molestos cuya resolución se había encargado a Franklin. Pennsylvania no era propiedad de la Corona ni la gobernaba esta, sino que pertenecía a los descendientes de William Penn, a quienes el rey Carlos II había concedido la titularidad del territorio en 1681. Algunos pensilvanos, como Franklin, creían que les iría mejor si respondieran ante el Parlamento en lugar de ante los caprichosos herederos de Penn. El cometido de Franklin era presionar al Parlamento para que librara a la colonia del yugo de los Penn.
La clase política de Pennsylvania había elegido, por abrumadora mayoría, a Franklin para que la representara en Inglaterra, dado que era, con diferencia, su ciudadano más competente. Desde su humilde infancia en Boston había llegado a ser impresor colonial y editor del periódico más respetado de América, The Pennsylvania Gazette. Se había entregado al servicio del pueblo y ocupaba, desde hacía tiempo, un puesto en la Asamblea Provincial de Pennsylvania. Era docto en ciencias naturales y se había convertido en inventor, científico y filósofo de renombre mundial. Cuando lo nombraron delegado de Pennsylvania ya había recibido cuantiosos honores políticos y académicos.
También su estilo de vida era poco convencional. Su matrimonio con Deborah Read, de Filadelfia, había sido por mero acuerdo y cohabitación, debido a las leyes que impedían la bigamia. El primer marido de ella se había fugado a Barbados con su dote y nunca más se había vuelto a saber de él. El mayor de sus hijos, William, era casi abiertamente considerado el fruto ilegítimo de la unión de Franklin con una señora de mala reputación. Sin embargo, en lugar de empujar a su hijo a una vida al margen de la sociedad, lo acogió y le dio la bienvenida a su hogar. Deborah, una mujer llana y simple, parecía tolerar los devaneos de Franklin y se conformó con un esposo que pasaba años fuera. El primer hijo de los dos, Francis, murió de viruela a una edad temprana, pero la segunda, Sarah, era una niña sana de catorce años cuando su padre partió para Londres a cumplir su misión.
Franklin disfrutaba de la domesticidad casi tanto como de la procacidad, y en Londres enseguida se amoldó a una vida familiar sustitutiva con su patrona y la hija adolescente de esta, Polly, convirtiéndose en tutor y mentor de la hermosa joven, con la que, además, coqueteaba. Incluso se llevó a su hijo William a Inglaterra para exponerlo a la política y a la diplomacia, e intentó en vano juntarlo con Polly. Pero, fuera de la casa de Craven Street, Franklin frecuentaba los bares, los cafés y los salones de Londres; lucía sus trajes de última moda y su resplandeciente reputación mientras sus ojos de lechuza buscaban todos los entretenimientos que podía ofrecer una ciudad de setecientos cincuenta mil habitantes.
Cuando Franklin entró en el salón, Polly Stevenson, una hermosa joven de veintidós años, se sintió tan aliviada como si el celador de la Torre de Londres hubiera acudido a liberarla de su cautividad. Sonrió con ternura a Franklin y se fue corriendo.
—Sir Francis —dijo Franklin con una reverencia de cortesía—. Me honra hallarme en su inestimable presencia.
—¿Me conoce? —preguntó Dashwood curvando con deleite sus labios carnosos y húmedos.
—Por supuesto —respondió Franklin estirándose la chaqueta de su conjunto de terciopelo azul—. Miembro del Parlamento por New Romney, tesorero de la Cámara, propuesto como sucesor del actual ministro de Hacienda, al parecer heredero del barón Le Despencer, la principal baronía de Inglaterra.
A Dashwood, aunque tenía ya cincuenta y dos años, casi la edad de Franklin, lo deleitó de tal modo la relación de su trayectoria política que empezó a dar brincos de alegría como un chiquillo y vertió parte del coñac que Polly le había servido. Tenía una cara redonda y rellena, ojos pequeños y oscuros y una corpulencia proporcional a su riqueza.
—Me habían dicho que era usted listo, ¡y desde luego lo es! Pero ¿cómo es que conoce mi curriculum vitae?
—Mi trabajo consiste en conocer el funcionamiento interno del gobierno de Su Majestad. La buena gente de Pennsylvania me paga para que sepa esas cosas, ¿cómo si no iba a representar de manera eficaz sus intereses en Inglaterra?
—Sí, todo eso es muy lógico —dijo Dashwood—. Pero, aparte de las insustancialidades de mi vida política, ¿qué más ha oído usted de mí? ¡Dígame, por favor!
Franklin hizo una seña a Dashwood para que se sentara, e hizo lo propio.
—Bueno —dijo—, le pido perdón por adelantado si esta historia no es cierta, pero me han contado que, siendo joven, en su gran tour por Europa, observó una vez que los devotos de la Capilla Sixtina fingían azotarse por sus pecados de un modo completamente maquinal e ineficaz. Así que, al día siguiente, volvió usted con una fusta grande oculta bajo la capa y, llegado el momento, sacó el instrumento y comenzó a azotarse con gran dramatismo y vehemencia.
Dashwood rio a carcajadas.
—¡Desde luego que es cierto! Y, por mi insolencia, la Guardia Suiza me acompañó a las puertas de la Ciudad Eterna y me prohibió que volviera. Me temo que mi visión del catolicismo no ha cambiado mucho con el paso de los años, si bien mi capacidad de discreción ha mejorado ligeramente. Ligeramente.
—Me encantaría tener una charla sobre religión con usted, sir Francis, preferiblemente con una botella de buen clarete delante. También yo soy cristiano, por supuesto, pero soy quisquilloso y selectivo. Me quedo con lo que me interesa y descarto el resto.
Dashwood rio como un bobo al oír esto y le dijo a Franklin que lamentaba no haber acudido a él antes. Estaba convencido, le dijo, de que los dos compartían muchos puntos de vista sobre muchos grandes temas.
—Me pregunto si podría tentarlo para que viniera a pasar unos días a mi casa de Buckinghamshire —dijo Dashwood—. Dentro de dos semanas se unirá a mí un grupo de caballeros con el fin de celebrar algunos actos sociales.
El tono en que dijo «actos sociales» despertó el interés de Franklin.
—¿Y quiénes son esos caballeros? —preguntó.
—Ah, caballeros como Sandwich, Wilkes, Bute, Whitehead, Selwyn, Lloyd. Esa pandilla.
En «esa pandilla» se encontraban algunos de los hombres más influyentes de Inglaterra, tipos a los que Franklin llevaba años persiguiendo y cortejando con un éxito irregular.
—Tiene usted toda mi atención —dijo Franklin.
—Sí, eso sospechaba. Nos falta un caballero americano en nuestro círculo. Hace tiempo que lo decimos. ¿Y quién mejor que el estimado doctor Franklin?
—Sería un honor —respondió Franklin apartándose un mechón de pelo cano de la cara—. ¿Podría indicarme algo más de los actos sociales que ha mencionado?
—No quiero estropearle la diversión. Baste decir que nos hacemos llamar «los Frailes de San Francis de Wycombe». Pero no es necesario que se traiga la Biblia. Nuestro culto se centra en materias mucho más terrenales.
—Entiendo —dijo Franklin con ojos chispeantes.
Dashwood se acabó el coñac.
—¡Y espere a ver a nuestras monjas!
Franklin supo que iba a disfrutar de su estancia en West Wycombe en cuanto llegó a la finca de sir Dashwood. El lacayo iba vestido con una especie de túnica árabe suelta, y el mayordomo parecía un sultán. En su soleado aposento había una bandeja con toda clase de brebajes: ginebra, oporto y decantadores de vino tinto y blanco. También había una selección de frutas y quesos. Antes de marcharse, el mayordomo le comunicó que el protocolo de la noche exigía vestir las ropas del armario.
Una vez a solas, Franklin abrió de par en par las puertas del armario y rio al ver lo que contenía: un tosco hábito marrón de monje, un fajín de cáñamo y un par de sandalias de cuero. Oyó unas ruedas de carruaje sobre la gravilla. Por la ventana vio llegar a otro visitante y, a lo lejos, otros dos carruajes que se acercaban a la entrada.
Esa noche, la vergüenza que a Franklin pudiera producirle su vestimenta se disipó al ver que los cuarenta caballeros reunidos en el gran salón de Dashwood iban ataviados de forma similar. Un criado no tardó en ponerle una copa de champán en la mano, y hombres a los que había conocido en los pasillos de Whitehall lo saludaron calurosamente. Al poco le presentaron también a algunos «frailes» a los que no conocía, como a John Montagu, cuarto conde de Sandwich, un hombre altivo y despótico, el único que trató a Franklin con condescendencia.
—Filadelfia, dice —señaló aquel hombre alto con voz nasal—. Imagino que para conseguir que regrese usted a un sitio así tendrán que llevárselo a rastras, chillando y pataleando.
—En absoluto —replicó Franklin—. Creo que a su señoría le parecería de lo más satisfactorio en todos los aspectos, aunque le iba a ser difícil encontrar una congregación de monjes bebiendo champán en Market Street. Quizá podría visitar a su excelencia en el Parlamento para informarle de las actividades recientes de nuestra querida colonia.
Franklin recibió por respuesta un desdeñoso: «Quizá».
Entonces, después de que sonara un gong oculto, Dashwood salió de detrás de una cortina. Iba vestido con la túnica de un obispo y llevaba una mitra roja en lo alto de su enorme cabeza.
—¡Bienvenidos, hermanos! ¡Bienvenidos! Ha pasado mucho tiempo desde nuestro último encuentro, ¿no es así? Como de costumbre, doy la bienvenida de manera especial a nuestros doce monjes superiores, que ya se han reunido esta tarde para debatir los asuntos de la Orden.
Al mirar alrededor, Franklin observó que una docena de hombres llevaban un fajín rojo en lugar del de cáñamo. Uno de ellos era Sandwich.
Dashwood prosiguió:
—Esta noche hemos decidido proponer a un nuevo monje inferior para nuestra distinguida Orden. Les presento al hermano Benjamin Franklin, nuestro estimado invitado de Filadelfia.
Franklin hizo una humilde reverencia y le dijo al hombre corpulento que tenía al lado:
—No tengo ni la más remota idea de en qué me he metido.
—No se arrepentirá, hermano —le respondió el hombre con una mirada lasciva.
—¡Vamos, hermanos! —gritó Dashwood—. ¡Comienza nuestra velada!
Dicho esto, condujo al grupo al exterior y lo llevó por un bosquecillo decorado con estatuas clásicas en poses indecentes. Franklin se detuvo delante de Hermes, el dios de la lujuria, que llevaba como báculo un falo con la punta roja. Miró por encima de sus gafas y soltó una carcajada al ver la inscripción de la base: PENI TENTE NON PENITENTI, «un pene erecto es mejor que el arrepentimiento».
Más allá del bosquecillo Franklin pudo ver, a la tenue luz del atardecer, la fachada de una falsa iglesia gótica hecha de sílex y argamasa de creta. Sobre el arco principal estaba esculpido el lema de la Orden: FAY CE QUE VOUDRAS, «haz lo que quieras», que Franklin tomó como confirmación de que le esperaba un rato interesante.
La fachada era en realidad la entrada a una serie de cuevas y túneles naturales que Dashwood había ido embelleciendo con esmero a lo largo de los años. Se había dado forma de pasajes abovedados a las laberínticas paredes de piedra caliza. Se habían esculpido grandes salones. Se había ensanchado un canal de agua mansa natural al que se había llamado «río Styx».
El camino estaba iluminado por velas, pero Franklin difícilmente habría podido perderse; lo único que debía hacer era seguir al monje que tenía justo delante. Al entrar en una sala enorme perfectamente iluminada por numerosas antorchas ennegrecidas y adornada con caprichosos y extraños rostros esculpidos en la piedra caliza, Franklin vio una mesa larga de banquete colmada de carnes asadas, pasteles salados y otras tantas exquisiteces. Alzó la vista al techo y se quedó pasmado al ver un enorme fresco que, aunque remedaba temas clásicos, era sin duda el conjunto de imágenes más pornográfico que había visto en su vida.
Dashwood ocupó la presidencia, flanqueado a ambos lados por sus monjes superiores. Luego se ordenó a los inferiores que tomaran asiento.
—¡Que entren las monjas! —declaró Dashwood.
Franklin, que tenía toda su atención puesta en una espléndida y humeante pata de cordero, no tuvo más remedio que apartar la vista de ella cuando unas cuarenta mujeres jóvenes inundaron la sala con su presencia. Todas ellas iban vestidas con hábitos negros de monja, pero llevaban el pelo suelto y los hábitos lucían grandes aberturas por las que podían verse sus muslos nacarados. Las monjas empezaron a servir vino y a susurrar provocaciones al oído de los monjes, en general referidas a la necesidad de que se las castigara por sus picardías. Franklin supuso que eran chicas de la zona a las que se obligaba a trabajar allí, pero uno de sus compañeros de mesa le dijo que muchas de ellas eran traídas de Londres para la ocasión.
Tras la comida más depravada en la que Franklin hubiera participado jamás, el grupo recorrió otra serie de pasajes hasta una sala grande mucho menos iluminada. Era obvio que aquella estancia se había dispuesto de forma que pareciera una abadía, con sus bancos y su altar.
Lord Sandwich, dirigiéndose a Dashwood como abad, le pidió que diera comienzo a la misa y, entre risitas y silbidos generales, este, con voz de borracho, ofreció un sucedáneo de misa en latín repleta de blasfemias y ambigüedades. Los monjes allí reunidos, que para entonces ya dividían sus atenciones entre Dashwood y las monjas besuconas, fueron subiendo el volumen de sus respuestas y empezaron a pedir abiertamente que saliera el Diablo. Así que, aprovechando el fervor de la concurrencia, Dashwood tiró de un cordel escondido conectado por una polea a la tapa de un arca que había junto a la silla de Sandwich.
Un babuino salió disparado de su confinamiento, profiriendo gruñidos y chillidos, saltó al cogote de Sandwich y corrió como loco entre los monjes, que gritaban histéricos, como Franklin, o se habían encogido de miedo ante la supuesta manifestación física de Satán.
La aparición de aquella criatura negra en la tétrica atmósfera rojiza de la sala como fruto de sus exhortaciones inquietó tanto a Sandwich que se le vació la vejiga y, alarmado, salió corriendo y gritando. Hizo falta que un buen número de colegas suyos lo trajera de vuelta y hubo que ordenar a una de las monjas que limpiara la prueba de su cobardía.
Cuando el orden se restableció por fin, Dashwood declaró concluida la misa negra y, tras reiterar su lema, «Fay ce que voudras», la noche tomó el rumbo que era de esperar. Franklin, por su parte, fue abordado de forma seductora por una monja preciosa de pelo azabache y piel clara que le preguntó si querría acompañarla a un sofá de una de las salitas contiguas.
—¿Deseas que te enseñe el catecismo? —preguntó Franklin, mareado.
—¿Eso que es? —inquirió la chica.
—Si no, podemos hablar de las teorías actuales sobre la electricidad.
Ella volvió a mirarlo perpleja.
—No importa —dijo Franklin mientras la chica tiraba de él para levantarlo—. Soy un maestro de lo más paciente y estoy convencido de que encontraré un tema que te interese.
Aunque partí de Inglaterra rumbo a Filadelfia en 1762, se requirió de nuevo mi presencia y regresé a Inglaterra dos años después. La situación política en las colonias se había deteriorado. Era evidente que el Parlamento estaba a punto de aprobar la odiosa Ley del Timbre y, conscientes de lo mucho que aquello instigaría a la rebelión en todas las colonias americanas, me enviaron para que instara a la Corona a que ofreciera un trato distinto a sus primos amerianos, a que tuviera a bien considerarnos miembros de pleno derecho del Imperio británico con representación en el Parlamento si iba a pedirnos que pagáramos a la Corona impuestos por nuestros bienes.
De nuevo en Inglaterra, volví a instalarme gustoso con la señora Stevenson en mi vieja guarida de Craven Street. Si bien pretendía que mi viaje durara tan solo unos meses, el constante empeoramiento del clima entre las colonias e Inglaterra prolongó mi breve estancia ¡diez años! Como es lógico, renové mis amistades y entablé nuevas relaciones entre los políticos, la aristocracia y los científicos, tanto en Inglaterra como, por supuesto, en Francia. Debo reconocer que seguí sirviendo con fidelidad como fraile de San Francis de Wycombe; de lo contrario habría roto importantes vínculos políticos y reducido considerablemente mi joie de vivre.
Y así, en 1775, recién iniciado el nuevo año, cuando lloraba las noticias recién recibidas de mi familia, me llamó Dashwood, que para entonces había heredado el título de su padre y era el barón de Le Despencer.
A Franklin lo sorprendió la aparición de Le Despencer. No lo había visto en casi todo el año, y lo encontró muy desmejorado. Dashwood, antes un hombre sano y robusto, con un brío perpetuo en el andar y cierta picardía en la mirada, estaba ahora pálido y ojeroso, y su labio inferior caído, siempre travieso, se mostraba seco y triste.
Sin embargo, cuando Franklin le manifestó su preocupación por su bienestar, el barón lo ignoró y le dijo que había ido a verlo porque a él lo inquietaba la salud de su amigo americano.
—Trágica noticia la del fallecimiento de su esposa, mi viejo amigo. Qué golpe —dijo desplomándose en un sillón.
Franklin suspiró hondo.
—Su muerte no me ha sorprendido, barón. Sufrió un ataque hace algunos años y su salud se había deteriorado mucho. Era fácil deducirlo de sus cartas. Mi mayor tristeza ha sido no haber podido estar a su lado durante todos estos años pasados en Inglaterra.
—Es usted un excelente funcionario, un honor para sus compatriotas, aunque presiento que no tardaremos en alzarnos en armas. ¿Lo cree usted inevitable?
—Muy a mi pesar, sí. He dedicado muchos años de mi vida a buscar compromisos y soluciones, pero me temo que la intransigencia del rey y de su Parlamento nos han llevado al límite.
—He oído decir que partirá pronto de estas tierras —dijo el barón con tristeza.
Franklin asintió con la cabeza.
—Debo llevar a cabo una última maniobra, pero, sí, creo que estos viejos huesos tendrán que cruzar el Atlántico para estar al lado de los míos cuando se avecine la tormenta.
—Entonces venga conmigo a West Wycombe una última vez a la que será probablemente la despedida de los monjes. También yo he tenido mis pequeñas tormentas, me temo, y voy a clausurar nuestra orden fraterna.
Franklin estaba al corriente de las desgracias de Le Despencer. Muchas eran consecuencia directa de aquel espantoso babuino. Lord Sandwich no se había tomado bien su humillación de aquella noche y el barón había descubierto que no era un hombre al que conviniera enfadar. En los años siguientes, la carrera política de Le Despencer se había desplomado a manos de las marionetas de Sandwich, y tampoco sus negocios habían ido bien. El coste de ser el borracho más popular de Inglaterra ya no era sostenible.
—Ya estoy un poco viejo para las actividades de sus cuevas —dijo Franklin.
—Por Dios, solo tiene usted dos años más que yo; no se haga el decrépito. ¡Debe venir! Me faltará algo si no viene. —Parecía verdaderamente abatido.
Franklin accedió a regañadientes a la lastimera petición del barón, luego desvió a propósito la conversación hacia los últimos esfuerzos ideados para evitar una gran guerra.
Aunque Franklin había estado muchas veces en las cuevas de West Wycombe, no recordaba un encuentro más anómalo. Los veinte monjes que asistieron se esforzaron por parecer contentos, pero ninguno estaba a la altura de la ocasión. Hasta Le Despencer, en su discurso del banquete, sonaba más adulador que otra cosa. Era el final de una era, los monjes se hacían mayores y se acercaba una guerra.
En cambio, las monjas que revoloteaban por ahí no parecían afectadas por el ambiente del lugar. Como profesionales que eran siguieron desempeñando su papel, enseñando un poco de pierna y haciendo comentarios pícaros que animaran la velada. Franklin en particular, dada su reciente pérdida, no estaba de humor para frivolidades y, desde luego, se sentía ridículo con aquel hábito de monje. Sin embargo, una de las chicas persistió en sus atenciones al estadista de sesenta y ocho años y logró levantarle el ánimo.
Era una belleza de pelo negro y piel nacarada que sin duda no había cumplido aún los veinte. Durante la cena se ocupó de que siempre tuviera la copa llena y, cuando hubo terminado, insistió en limpiarle los dedos a lametones, uno por uno. Luego se lo llevó a una de las salas privadas y se sentó en su regazo.
—Eres una joven muy bonita —le dijo Franklin—. ¿Has venido a esto antes?
—Sí —contestó la chica con un fuerte acento del norte mientras jugaba con el pelo largo y ya más bien escaso de Franklin.
—¿Y cómo te llamas?
—Hermana Abigail.
—Tu nombre de verdad.
—Abigail.
—Entiendo —dijo Franklin—. No usas apodo.
—¿Qué?
Franklin rio.
—Usas tu nombre de verdad.
—Sí.
Ella le cogió la mano y se la metió por debajo del hábito, pero él detuvo su ascenso y la sacó.
—Eres una joven muy dulce y voy a echar unas buenas monedas a tu taza de donaciones, pero prefiero hablar a jugar.
—¿Por qué? —inquirió la chica.
La apartó de su regazo y la sentó a su lado.
—Porque soy viejo y estoy triste.
—¿Por qué está triste?
—Porque he recibido recientemente una carta de América informándome de que mi querida esposa ha fallecido.
—¿Estaba enferma?
—Sí, lo estaba.
—Había llegado su hora —dijo la joven enfáticamente—. A todo el mundo le llega su hora. No debería estar triste. Es la voluntad de Dios.
Franklin se mostró satisfecho de haber dado pie a un tema de conversación.
—No estoy seguro de coincidir completamente con los principios calvinistas de que todo lo que hay en la tierra está sujeto a la predeterminación divina. Seguramente algunos elementos se hallan bajo el control directo del ser humano.
—Eso no es así —insistió la chica. Cuando subió las rodillas para estar más cómoda, el provocativo hábito de monja se abrió y dejó todo a la vista.
Franklin le recolocó la prenda.
—Tengo propensión a perder el rumbo de mis pensamientos —masculló—. Así está mejor. Abigail, pareces muy segura de ese argumento teológico. ¿A qué se debe? ¿Es porque te han educado así?
—Estoy segura porque lo sé.
—A mi juicio uno puede saber algo, saberlo de verdad, solo merced a la observación directa. La fe requiere mayor abstracción porque no podemos observar directamente la procedencia de Dios. Las únicas cosas de la vida que siento que de verdad sé son las que he visto y estudiado.
—Yo lo conozco a usted —dijo Abigail—. Es inventor, ¿verdad?
—Lo soy, sí.
—Ha inventado el rayo.
Al oír eso, Franklin rio tanto que estuvo a punto de caerse del sofá.
—¡Huy, no, querida! Eso fue cosa de Dios. Yo solo he hecho una crónica de sus propiedades y he inventado el pararrayos para controlar su ira.
—He oído al barón hablar de ello.
—¿Dónde?
—En su casa.
—¿Vives allí?
Ella asintió con la cabeza y, al hacerlo, una lágrima se deslizó por su mejilla.
—¿Estás al servicio del barón? —preguntó Franklin.
Ella volvió a asentir.
—Pero seguramente eso es bueno, ¿no? Mejor que andar rondando las calles como tantas criaturas desamparadas.
—Quiero irme a casa.
—Pues díselo al barón y te dejará marchar.
—No, no me dejará. Estoy «legada por contrato».
Franklin sonrió.
—Me parece que te refieres a ligada por contrato. ¿Cómo has terminado firmando un contrato de servidumbre?
—Escapé de casa. No debería haberlo hecho, pero lo hice. Un viajero me encontró en el camino y me llevó consigo, me hizo hacer cosas con él y con otros. Luego me trajo a Londres, donde vendió mi contrato al barón. Ahora estoy ligada por contrato a su señoría. Necesitaría quince libras para comprar mi libertad. Y después tendría que encontrar el modo de volver a casa.
Franklin negó con la cabeza.
—¡Qué historia tan desgraciada, chiquilla! ¡Y quince libras! Una suma escandalosa dadas las circunstancias y un negocio del todo escandaloso. Hablaré con el barón y veré qué puede hacerse.
Ella se abrazó a su cuello y le suplicó:
—Por favor, lléveme a casa, amable señor. Haré lo que sea. ¡Lo que sea!
Franklin se zafó de ella.
—Lo único que puedo hacer es hablar con él —dijo—. Me temo que tengo ya muchos asuntos que atender para ocuparme de tus problemas, por más que lo merezcan. Se avecina una guerra. Mi país está repleto de Abigails y debo intentar salvar tantas almas como pueda.
—Si están condenados, están condenados —afirmó ella con insolencia.
—Porque tú lo digas —entonó Franklin—. Márchate, anda. Quisiera estar un rato a solas y meditar como los monjes de verdad.
Ella arrugó el semblante con terquedad.
—Lléveme de vuelta a Yorkshire y le enseñaré cosas de lo más asombroso. Cosas que jamás habría imaginado.
—¿Qué clase de cosas?
—La prueba de que hay un Dios en el cielo. La prueba de que es Él quien decide el destino de los hombres.
Franklin enarcó las cejas.
—Dime qué prueba es esa.
—¡No! Si se lo digo, no me creerá. Debe pagar mi liberación y llevarme a casa en un carruaje bajo su protección.
—¿A Yorkshire? ¡No puedo hacer eso! Tengo compromisos urgentes, querida. Debo regresar pronto a Filadelfia.
Ella enmudeció un momento, luego dijo:
—Entonces lléveme a un lugar llamado isla de Wight. ¿Ha oído hablar de él?
—Desde luego que sí.
—¿Está lejos?
—No mucho. A un día de aquí. ¿Qué hay en la isla de Wight?
—También allí hay pruebas. Estoy convencida de ello.