Will tenía una vaga idea de lo que iba a encontrarse al otro lado de la puerta, pero su sospecha no sirvió para mitigar la impresión que le produjo verlo.
Había imaginado lo que debía de ser estar en la misma habitación que ellos, como una mosca en la pared, pero esa clase de meditaciones era como imaginar que uno tenía una máquina del tiempo con la que retroceder hasta la corte de Enrique VIII para ser testigo de lo que allí se cocía o adentrarse en las cuevas de Lascaux mientras el hombre prehistórico hacía sus pinturas rupestres.
Había siete.
El más anciano debía de tener setenta y tantos años; el más joven no era mayor que su propio hijo. Estaban sentados en dos mesas sencillas en la parte anterior de la sala; otras mesas sin ocupar se adentraban en la zona oscura de la estancia.
Los siete alzaron la mirada cuando ellos entraron. Will vio siete pares de ojos de color esmeralda mirarlo un segundo antes de retomar de inmediato su labor.
—No pasa nada, son amigos —dijo Cacia en tono tranquilizador, pero a Will le pareció que sus palabras importaban tanto como las que uno le dice a una mascota. Lo que contaba era el tono.
Su conducta no revelaba temor a ser traicionado, ni curiosidad, ni sensación de que se violara su intimidad. Permanecían mudos y absortos en su trabajo, los labios relajados, los ojos carentes de pestañeo. Todos tenían el pelo rojo, más bien largo, liso y fino, los más ancianos con algunas calvas en el cogote que revelaban un cuero cabelludo escamado.
A Will le llamaron la atención sus manos. Unos dedos largos y delicados sujetaban los bolígrafos de tinta negra que depositaban un trazo fluido de letra inclinada en hojas de din A4. Estaban sentados en sillas de madera tapizadas, con el papel iluminado por lámparas de gran intensidad. Todos tenían el semblante pálido de una vida bajo tierra y la constitución propia de los hombres cuyo cuerpo solo existe para dar cobijo a su mente.
Cuando visitaban la Biblioteca los había imaginado vestidos con hábitos sueltos como los de los antiguos monjes, pero llevaban ropa corriente y, como tal, incongruente. Iban como uniformados, pero las prendas respondían más a la comodidad del hogar que a algún tipo de reglamentación: pantalones amplios, calcetines blancos con sandalias y camisa de algodón de color azul claro.
—Papá… —dijo Phillip.
—Lo sé —respondió Will—. Lo sé.
Enmudecieron de nuevo mientras observaban, boquiabiertos, cómo aquellos pelirrojos hacían lo que los suyos llevaban ocho siglos haciendo: escribir nombres y fechas. Junto a cada nombre, una simple anotación: natus o mors, nacido o muerto.
—¿Podemos acercarnos más? —preguntó Will.
Haven los acompañó dentro hasta que estuvieron entre las dos mesas ocupadas.
—Están trabajando en el 13 de abril de 2611 —explicó Cacia en voz baja—. Llevan casi toda la semana con esa fecha.
—En esa época nacerán unas cien mil personas y morirán otras cien mil todos los días —dijo Haven en el tono quedo con que suele hablarse en una biblioteca—. Lo calculé un día que no tenía nada mejor que hacer.
—Habrá equilibrio —intervino su madre—. Confío en que sea un equilibrio natural.
—Mi trabajo es contar las páginas —dijo la chica—. Cuando llegan a seiscientas, Andrew, uno de mis hermanos, las encuaderna en un libro.
El olor corporal de los hombres, una especie de sudor fermentado, dulzón, invadió los orificios nasales de Will.
—¿Cómo los llaman? —quiso saber.
—Todos tienen nombre —dijo Haven—. Pero para nosotros son los escribas. Así es como los han llamado durante doce siglos.
Will y Phillip se sobresaltaron cuando, de pronto, uno de los escribas que tenían delante retiró su silla de la mesa y se levantó.
—Tranquilos —dijo Cacia—. Haven, ocúpate de Matthew.
Matthew era joven, de unos veinte años, tenía barba y bigote pelirrojos incipientes. Caminó hacia la puerta y se detuvo delante, con los brazos a los lados, meciendo el peso de su cuerpo sobre los pies.
Haven la abrió y se fueron los dos.
—Necesita ir al lavabo —informó Cacia—. Son como niños, la verdad. Precisan atención constante. Hay que darles de comer, lavarlos, afeitarlos, porque no les gusta llevar barba, acostarlos por la noche y levantarlos por la mañana. No me quejo, a eso nos dedicamos, pero es mucho trabajo, te lo aseguro. Todos los Lightburn participamos. La granja entera existe para sustentarlos. Ya has conocido a mi marido y a su hermano. Haven tiene dos hermanos mayores, Andrew y Douglas, y una tía, Gail, que tiene dos niñas, las dos pequeñas. Como digo, es nuestro deber. Todos hacemos nuestra parte, durante todo el día.
Will observó que Phillip había dejado de mirar por encima de los hombros de uno de los escribas para escuchar a Cacia.
—Pero Haven va a clase —intervino Phillip.
—Sí, y no porque ella quiera, ni nosotros. Ni mucho menos. Ella siempre ha sido un espíritu libre; daba sus paseos, cogía flores y perseguía mariposas hasta el monte. Hace años, el director de la escuela de Kirkby Stephen paseaba por las colinas que hay junto a la granja cuando se topó con ella y le extrañó no conocerla. Por aquel entonces, ella era muy niña y reconoció que vivía en la granja. Las autoridades locales nos hicieron una visita para averiguar por qué nuestra hija no iba a la escuela. Fue una verdadera lata. Vivimos lo más discretamente que podemos, ¿sabes? No vamos al médico, no solicitamos ayudas, y aun así vienen aquí a husmear. Estamos acostumbrados a que los del Ministerio de Agricultura vengan a etiquetar las ovejas y las vacas, pero ningún forastero había venido nunca a interrogarnos sobre nuestros hijos. Teníamos que esconder a las pequeñas aquí abajo, con los escribas, cada vez que aparecía algún entrometido. Pero a Haven ya le habían echado el guante y o la llevábamos a la escuela o teníamos que hacer mil y un trámites para escolarizarla en casa, que habría sido peor, porque habrían pasado constantemente a inspeccionar. Así que, sí, Phillip, Haven es la única Lightburn que ha ido a la escuela. Probablemente por eso hizo la tontería de ponerse en contacto contigo.
De pronto Will planteó una pregunta.
—Hay siete escribas. Envejecen, mueren, pero no se extinguen, ¿verdad?
Cacia suspiró.
—Acabas de dar con nuestro mayor problema.
Will había encontrado un punto flaco. Debía explotarlo aunque con ello disgustara a su hijo.
—Dime, Cacia, ¿será Haven la siguiente?
Cacia asintió con la cabeza.
—Queremos que crezca un poco más, pero sí.
Will acertó con Phillip, porque el chico casi dio un brinco.
—¡No lo dirá en serio! ¿Con uno de ellos?
Los escribas interrumpieron su trabajo a causa de los gritos, pero lo reanudaron al unísono en cuestión de segundos.
—Así es como lo hacemos, Phillip. Siempre ha sido así —respondió Cacia pacientemente.
—¡Déjela en paz! —exigió Phillip, valiente—. Si es así como lo hacen, ¿por qué no lo hace usted?
Cacia posó apenas la mano en el hombro de uno de los jóvenes escribas.
—Este muchacho es mío. Y Matthew también.
—¿Cómo lleva Haven esa obligación? —siguió horadando Will.
—No le entusiasma, claro. En la escuela ha conocido el mundo exterior. Le gustan los chicos. Creo que le gustas tú, Phillip. Quizá también eso influyera en su decisión de ponerse en contacto contigo. Pero hará lo que las Lightburn debemos hacer. Para gloria de Dios. Es algo más grande que nosotros. Lo cierto es que los de nuestra generación nos hemos descuidado un poco. Ya solo quedan siete. Fíjese en todas las mesas vacías que hay a su espalda. Antes había veinte, treinta escribas al mismo tiempo.
—Así que ahora depende de Haven, y después de sus primas pequeñas, el que las cifras aumenten —resumió Will con dureza.
—¡No podemos permitirlo, papá! —espetó Phillip.
—Os pido, por favor, que no seáis tan críticos —dijo Cacia con tristeza—. Hay fuerzas mayores en el universo que la susceptibilidad de una joven.
Volvió Haven con Matthew.
—Viene papá —dijo—. Más vale que los llevemos otra vez al dormitorio.
A Will le vinieron un montón de ideas a la cabeza. Coger por el cuello a uno de los pelirrojos y usarlo de rehén para salir. Hacer eso mismo con Cacia o la chica. ¡Hacer algo! Pero no dejaba de pensar en la seguridad de Phillip y optó por seguir peleando solo con las palabras.
—Cacia, tienes que dejarnos marchar —dijo—. Haven tenía razón: el mundo debe saber que no hay horizonte. Miles de millones de personas están sufriendo innecesariamente, aterradas por algo que no va a suceder.
—Lo siento, Will. No puede ser. El mundo no debe enterarse de lo nuestro. No nos dejarían vivir en paz. Sería el fin de los escribas y el fin de su trabajo. No lo soportaríamos. Vamos, tenemos que irnos.
De acuerdo con el informe de Annie, Melrose decidió que irían primero a Scar Farm, después a Lightburn Farm y, en tercer lugar, a Brook Farm. Si no sacaban nada en claro de esas tres granjas continuarían hasta que hubieran cubierto la lista entera de fincas.
Annie ya les había advertido que en Scar Farm hablaban un dialecto indescifrable, pero aun así Melrose terminó protestando, indignado.
—No entiendo una puñetera palabra de lo que dicen. En serio, ¿es que vamos a necesitar un intérprete en nuestro propio maldito país?
—Que te den —le dijo el granjero.
—¿Te lo traduzco? —preguntó Annie sonriendo.
—Diles que, conforme a la Ley de Seguridad de 2019, tenemos derecho a entrar en su propiedad —espetó Melrose.
—Voy a por la escopeta —anunció el granjero, y entró por la puerta de la casa.
Melrose indicó a uno de sus muchachos que retuviera al granjero y lo redujera. Tras una breve refriega, el anciano granjero llevaba puestas las esposas de plástico y su mujer estaba hiperventilando tendida en el suelo de la cocina.
Mientras el otro agente vigilaba en el jardín, con una mano en la pistolera, Annie se ocupaba de la anciana, le ofrecía un vaso de agua y trataba de tranquilizarla. Melrose y sus colegas registraron la casa y los edificios anexos.
Kenney y sus hombres habían plantado su punto estratégico de vigilancia en un matorral al otro lado de la carretera y ahora él espiaba los movimientos del equipo del MI5 por los binoculares.
—¿Qué clase de armas cree que tienen, jefe? —preguntó Harper.
—Cerbatanas probablemente —contestó Kenney—. Y a saber si tienen buena puntería.
Will accedió a comerse el almuerzo que les había llevado Haven. Padre e hijo estaban sentados, encadenados a las camas del cubículo que había dentro del dormitorio grande. La chica les explicó que lo usaban de celda de aislamiento cuando uno de los escribas cogía un resfriado o tenía fiebre, para evitar que los otros se contagiaran.
—¿Qué quieren hacer tus padres con nosotros? —le preguntó Will con toda la naturalidad de la que fue capaz.
—Delante de mí no hablan de eso —contestó Haven—. Ya no confían en mí. Pero los oigo discutir.
—¿Nos podrías conseguir las llaves de esto? —Will levantó la muñeca con el grillete.
—Lo han escondido todo para que no lo encuentre —respondió—. Las llaves, el NetPen de Phillip…
—¿Podrías llamar a la policía? —preguntó Phillip.
—¡No! Me verían usar el teléfono del salón.
—¿No puedes escaparte a casa de un vecino? —propuso Will.
—¡Qué va! —respondió ella—. Mi tío y mis hermanos están vigilando. Me dejan bajar las comidas porque mamá les ha dicho que ella no da abasto.
La chica se había sentado en la cama de Phillip mientras él comía, lo bastante cerca como para que sus hombros se tocaran. Le preguntó si había terminado, y él respondió dándole un beso en la mejilla, que pasó de pálida a sonrosada.
Ella recogió precipitadamente las bandejas y se fue, prometiendo que volvería en cuanto pudiera, luego volvió la cabeza para dedicarle a Phillip una sonrisa tímida.
—Buena maniobra —lo felicitó Will—. Aunque ya está de nuestra parte, cualquier cosa ayuda.
—No ha sido una maniobra —replicó Phillip, molesto.
«El chico se ha enamorado», pensó Will.
—Es una chica muy maja —dijo—. Tienes buen gusto.
—Tienes que prometerme que cuando salgamos de aquí te asegurarás de que no le pasa nada, ¿vale? —le pidió su hijo.
—Haré todo lo que pueda por ella. Tienes mi palabra —le contestó Will.
—Saldremos de aquí, ¿verdad? —preguntó Phillip, de pronto menos seguro.
—Sí. Por supuesto.
—Tenemos que salir —dijo el chaval estirándose y bostezando—. El mundo debe conocer la existencia de este sitio.
Mientras su hijo se pasaba la tarde roncando, Will, tumbado en su camastro, con los brazos cruzados de forma desafiante sobre el pecho, examinaba la situación desde todos los ángulos. Su hijo ya tenía encandilada a Haven; ahora él debía utilizar sus encantos Piper con la madre. No iban a salir airosos de aquello recurriendo a la violencia. Era demasiado arriesgado. Como había dicho Phillip, tenían que hacer el amor, no la guerra.
Empezaba a quedarse traspuesto él también cuando se abrió la puerta y entró Cacia con un par de tazas de té. Vio que Phillip dormía y susurró:
—¿Por qué no charlamos un rato?
Will asintió con la cabeza y levantó la muñeca engrilletada.
—¿Puedo fiarme aún de tu promesa? —preguntó ella.
—Si cambio de opinión, te lo haré saber —contestó él.
Cacia lo desencadenó, dejó el té de Phillip junto a su cama y acompañó a Will a la antesala de las tres puertas.
Él sorbió su té con leche y señaló la puerta de la Biblioteca.
—¿Quieres que demos una vuelta?
Dentro, ella encendió las luces y Will inhaló los vapores antiguos.
—Qué sitio tan especial… —dijo.
—Lo es. Es mágico. Por eso tenemos que protegerlo.
Will inició su discurso medio ensayado.
—Déjame que te diga lo que pienso de esto, Cacia, ¿vale? No tengo ni idea de dónde sacan su habilidad tus escribas, o sabios, o como los llaméis… Nunca he sido muy religioso, pero supongo que no se puede negar que su talento proviene de una entidad superior. Podría ser Dios, o podría ser otra cosa. Lo que sí sé es que los nombres escritos en esos libros representan a personas de verdad. Los nombres de los miles de millones de personas que ahora están vivas se hallan aquí. Los nombres de otros tantos miles de millones de personas que aún no han nacido se hallan aquí. Lo importante son las personas, ¿no es así? No los libros.
Empezaron a avanzar por el pasillo central.
—¿Qué insinúas, Will? ¿Que deberíamos dar la espalda a nuestra obligación de perpetuar la Biblioteca para que la gente pudiera conocer su destino? Ignoro por qué existe esta Biblioteca, pero sé que nuestro deber es protegerla de los ojos curiosos del mundo exterior.
—Mira, he pensado en esto todos los días de mi vida desde que descubrí la primera Biblioteca. No creo que sea saludable ni natural que las personas sepan qué día morirán. La gente debería centrarse en la vida, no en la muerte. Y encuentro despreciable que mi gobierno haya usado esos datos durante años con fines geopolíticos, pero me enferma pensar que la humanidad ande por ahí con la creencia errónea, de la que en parte me siento responsable, de que pesa sobre ella una sentencia de muerte. La gente está angustiada con el horizonte. Creo que es hora de que sepan que el 9 de febrero será un día como otro cualquiera.
—Si fuera posible hacer eso sin poner en peligro lo que hacemos aquí, yo no pondría problemas —repuso ella.
Se volvió a mirarla. Estaban cerca de una estantería con libros del siglo XXIV, a escasos centímetros el uno del otro.
—Pero ya tienes un problema. Y gordo. Phillip y yo. No nos podéis hacer desaparecer sin más. No somos un padre y un hijo corrientes, Cacia. Por el trabajo de mi esposa, somos personas destacadas.
—Háblame de la señora Piper —dijo ella sacudiéndose la melena pelirroja y esbozando una sonrisa.
—Es toda una señora, una buena madre y, en cuanto al asunto que nos ocupa, la tercera persona con más poder del FBI. Estaría aquí ahora mismo si no se hubiera visto atrapada por un caso importante allí, en Estados Unidos.
—Así que es una mujer poderosa. ¿Te gustan las mujeres fuertes, Will?
Will sabía perfectamente lo que iba a pasar a continuación, por eso no le sorprendió en absoluto que ella se pusiera de puntillas y lo besara. Él le devolvió el beso, disfrutó un instante de sus labios suaves y tiernos y se apartó.
—Supongo que me gustan las mujeres, punto —dijo él—. Pero me llevo bien con las fuertes. ¿Qué tal se lleva Daniel con las mujeres fuertes?
—Uf, no me hables de mi marido —repuso Cacia, con los brazos en jarras—. Es en ti en quien estoy pensando ahora.
—¿Habéis discutido? —preguntó Will sonriendo—. No habrá sido sobre lo que vais a hacer con nosotros, ¿verdad?
Ella asintió con la cabeza.
—Tu cuñado y él quieren matarnos, ¿a que sí? Cuando hay un problema, ellos se encargan de resolverlo. Ya veo por dónde van los tiros. El problema es que los dos somos FDR. Así que, por la razón que sea, no vamos a morir antes del 9 de febrero. Lo que significa que el único modo de que no nos vayamos de la lengua es tenernos aquí encerrados más de un año, algo que tampoco va a suceder. Por ser quien es mi mujer, los servicios de inteligencia británicos ya nos están buscando y sabrán dónde encontrarnos. Esto no va a terminar bien para vosotros, Cacia. Tenéis que poneros a salvo. Sigue tu propio consejo: no confíes en Daniel ni en Kheelan.
Ella dijo algo en voz baja, como aparte, un pensamiento furtivo que se le fue en un suspiro. Sonó algo así como «Yo sé cómo va a terminar todo esto».
—Perdona, ¿cómo has dicho? —preguntó Will.
—Nada. No he dicho nada. Por cierto, ese caso gordo de tu esposa… tengo la impresión de que lo resolverá.
Will frunció el ceño, pero no dijo nada. Reanudó el paso despacio.
—¿Te apetece hacer ejercicio —dijo Cacia— o es que quieres curiosear tu futuro? Si te interesa, puedes echar un vistazo a 2027.
Él rio.
—Sinceramente, no quiero saber qué nos va a ocurrir a mí y a los míos. Hace años eché un vistazo. Supongo que me alivió ver que éramos FDR, pero nunca me pareció del todo bien. Sentí que había cruzado una línea que no debía haber cruzado. ¿Y tú?
—Yo no he buscado mi fecha, si eso es lo que me preguntas. Ni las de mi familia. Nosotros no tocamos los libros. Además, por lo que sé, nuestras fechas no están en esta Biblioteca. Puede que estén en la otra.
—Confío sinceramente en que ese no sea el caso.
Ella volvió a besarlo, un beso más largo esta vez. Mientras la abrazaba, Will sostenía con un dedo la taza de té e intentaba no verterle lo que quedaba por la espalda. Cuando Cacia se hubo quedado a gusto, él le apoyó la cabeza en su pecho con la mano que le quedaba libre. Murmuraba otra vez, pero Will no trató de entender lo que decía.
«Algo estoy consiguiendo —se dijo—. Esto de hacer el amor y no la guerra tiene sus ventajas.»
Observando por encima del hombro de ella la estantería más próxima, reparó en algo peculiar. Todos los volúmenes de la Biblioteca tenían un grosor uniforme de unos doce centímetros, pero en uno de los estantes del centro el segundo libro empezando por el final tenía un grosor de solo centímetro y medio y no llevaba grabado nada en su lomo azul.
Impulsado por una intensa curiosidad, dejó que la taza le resbalara del dedo, y esta se hizo añicos en el suelo.
Se disculpó profusamente, pero, mientras Cacia se agachaba para recoger los pedazos de cerámica, él cogió el volumen fino, se lo metió por la delantera del pantalón y lo cubrió con los faldones de la camisa.
—Más vale que volvamos —dijo ella—. Iré a por un recogedor. No quiero que Daniel o Kheelan se encuentren algún trozo. No hace falta que sepan que hemos dado un paseo, ya sabes a qué me refiero. Ay, cómo me va a costar volver a encadenarte…
Will le sonrió.
—Al menos me has dado algo agradable en lo que pensar —comentó.
Volvió obediente a su catre y se dejó encadenar. Phillip seguía roncando. Cuando ella se fue, él se llevó enseguida la mano al pantalón.
El libro tenía una encuadernación de lujo de piel gruesa azul marino con las esquinas rojas.
Lo abrió y miró incrédulo la portadilla. Volvió a examinarla, y luego una vez más, para asegurarse de que entendía bien aquella caligrafía de trazo firme y florido.
Diario personal de mi visita a las extraordinarias
Bibliotecas de Vectis y Pinn
Benjamin Franklin
1775
Luego, con mano temblorosa, pasó despacio la página y empezó a leer.