17

Rob Melrose llegó al hotel Black Bull de Kirkby Stephen y se dirigió inmediatamente a la habitación de Annie. Con la arrogancia de un estudiante de colegio privado, irrumpió en ella en cuanto le abrió la puerta y empezó a reprenderla.

—En Londres están muy descontentos —le dijo con un acento pijo que a ella le hizo apretar los puños de rabia—. Pero mucho. Will Piper es una especie de patata caliente desde el punto de vista político y has dejado que te dé esquinazo. Craso error profesional, Annie. Qué decepción. Tengo a dos hombres esperando abajo. Hay que empezar a moverse, ¿de acuerdo?

Annie ya estaba vestida, pero aún no se había puesto unos zapatos cómodos. Se sentó en la cama y lo hizo esperar mientras se ataba los cordones. Cuando se levantó, le dijo:

—Mira, Rob, mi cometido no era tener a Piper atado con una correa, sino ofrecerle asistencia para que pudiera encontrar a su hijo. Ha decidido largarse. Ignoro por qué. Pero yo no tengo la culpa.

—Estoy seguro de que tendrás ocasión de demostrar tu inocencia cuando presentes tu informe, pero por ahora mi cometido es encontrar a dos personas desaparecidas: Piper y su hijo. Sabes quién es la esposa de Piper, ¿verdad?

—Sí, Rob, lo sé —dijo Annie, hastiada.

—Entonces te imaginarás la de mierda del FBI y del Departamento de Estado que nos va a caer encima. Mi trabajo es encontrarlos hoy, y el tuyo, ayudarme como yo considere oportuno. Sugiero que busquemos un rincón tranquilo en el bar y nos pongas al corriente de todas tus actividades en Kirkby Stephen y aledaños.

—Sí, ¿por qué no? —dijo ella, desafiante, cogiendo su bolso en bandolera. Seguramente Rob no se dio cuenta de que Annie se burlaba de él cuando añadió—: Creo que deberíamos prestar especial atención a los aledaños.

Kenney y sus hombres llegaron a Kirkby Stephen y aparcaron el coche nada más pasar el Black Bull. El equipo de vigilancia de Kenney en Groom Lake había dado con la ubicación exacta de Annie Locke por la señal de su NetPen y había monitorizado todo su correo electrónico y sus llamadas telefónicas; destripar los algoritmos de encriptación del MI5 había sido como cortar mantequilla con un cuchillo caliente. Como a Kenney le gustaba decir en estos casos: «Ya es nuestra». Sus vigilantes jamás se habían topado con un código que no pudieran descifrar. Vivían de eso. Se sentía orgulloso de su gente y de su misión, pero el fin estaba cerca, como suele decirse. No tenía ni idea de qué haría cuando desmantelaran Área 51. A veces, si no estaba de servicio y bebía más de la cuenta, ansiaba secretamente que, cuando llegara el horizonte, algo los barriera limpiamente de la faz de la tierra a él y al resto de la humanidad. De ese modo no tendría que conformarse con un empleo inferior.

Pero en ese momento, mientras estiraba las piernas y estudiaba la geografía de Market Street, solo tenía en mente la tarea que tenía entre manos. Iba a encontrar a Will Piper, averiguar qué se traían entre manos su hijo y él y quiénes eran los condenados «bibliotecarios». Y, cuando lo consiguiera, si había algún modo de legitimar sus actos, jodería bien jodido al señor Piper. Sí, Piper era FDR, pero podía hacerle daño, y el mazazo serviría para zanjar asuntos pendientes. Se lo debía a Malcolm Frazier y al honor de los vigilantes. Cuando le diera la paliza, se aseguraría de hacerle saber que todos y cada uno de los golpes venían de Malcolm, que lo tumbaba a puñetazos desde su tumba.

Annie estaba sentada a una mesita acogedora al fondo del bar del hotel, con Melrose y otros dos agentes del MI5. Los conocía, buenos tipos que seguro compartían su opinión sobre Melrose, pero en presencia de su jefe eran como tumbas. Los posavasos de la mesa desprendían un desagradable olor a levadura de cerveza. Los cogió y los tiró a una mesa vacía. Melrose indicó a la camarera que se alejara con un movimiento de la mano y le dijo que no tenían hambre ni sed. Luego, al verla fruncir el ceño, comentó:

—Odio estos puebluchos.

Annie les ofreció un resumen preciso de las casas y las granjas de Pinn que Will y ella habían visitado. Hizo especial hincapié en Lightburn Farm porque ese había sido su encuentro más sustancioso. Casi todas las demás entrevistas habían sido breves y bastante desagradables.

—A la gente de por aquí no parecen gustarles los forasteros —comentó.

—Pero ese no fue el caso de Lightburn Farm —dijo Melrose con voz nasal. Tenía un mapa en la pantalla de su NetPen donde había marcado con chinchetas rojas cada una de las visitas que Will y Annie habían hecho. «Pinn “pin-chado”», había dicho, y había esperado a que los lameculos de su equipo le rieran la gracia—. Allí no fueron desagradables, ¿verdad? ¿Qué nos indica eso, Annie?

—Como bien he concluido en mi informe preliminar, Rob, indica que o son gente amable o esconden algo —respondió ella.

—Bueno, en cualquier caso, parece que deberíamos hacerles una visita esta tarde. A ver si son igual de amables cuando aparezca allí todo el equipo.

En ese preciso instante entraron en el salón Kenney, Lopez y Harper y pidieron una mesa para cenar. Kenney se quedó un rato mirando la mesa del MI5.

—¿Quién coño es esa panda? —susurró Melrose.

—No los había visto antes —contestó Annie—. Por la pinta y el acento, son estadounidenses.

—Pues el alto parece que te ha reconocido. ¿No has visto cómo te ha mirado?

Ella se encogió de hombros.

—¿FBI? —susurró Melrose—. ¿CIA? ¿Otra cosa?

—¿Quieres que vaya a preguntarles? —propuso ella con sarcasmo.

—¡Cielos, no! Mal planteamiento. Indagaré con discreción. No me extrañaría que esto fuera alguna treta de la mujer de Piper para ensombrecer nuestra investigación.

En el otro extremo de la sala, Kenney también cuchicheaba con su gente.

—Anne Katherine Locke. Idéntica a la foto. Guapita. Una guarrilla, diría yo.

—¿Qué hacemos ahora, jefe? —preguntó Lopez.

—Lo que hacemos ahora es rezarle al Todopoderoso para que haya algo en esta carta que no nos ponga el estómago del revés. Después, lo que mejor se nos da. Seguirlos hasta que nos lleven a Piper.

—Me parece que nos han reconocido —dijo Harper.

Kenney abrió la carta.

—¿Y qué van a hacer? ¿Darnos esquinazo con ese cochecito eléctrico?

Nancy no estaba acostumbrada a aquella casa vacía. No era el estar sola. Will pasaba la mayor parte del tiempo en Florida mientras ella estaba en Washington, y no se podía decir que Phillip estuviera mucho con ella; solía encerrarse en su cuarto. Era el silencio lo que la mataba.

Phillip era un ser ruidoso. El retumbo de los altavoces de su habitación era constante. Y no paraban de llegar avisos de todo tipo a su NetPen, de Socco y de sus otras redes sociales. Además, nunca apagaba la tele de la cocina ni la del salón, con lo que siempre había voces de fondo que ir acallando.

Ahora la casa estaba silenciosa como una tumba, y lo odiaba.

Ya se había vestido y estaba llenándose el vaso térmico de café para el camino cuando se echó a llorar. Su hijo había desaparecido. Su marido había desaparecido. Y el inflexible de su jefe le pedía que diera prioridad al trabajo y a la nación. Era pedir demasiado.

Hizo lo que llevaba días haciendo obsesivamente: llamó al móvil de Phillip, luego al de Will, y le respondió el mismo mensaje desenfadado de siempre, tan horriblemente incongruente con las circunstancias del momento.

Después revisó el correo electrónico y volvió a leer el que había recibido mientras aún estaba en la cama. Ronald Moore, subdirector general del MI5, le garantizaba que se estaba haciendo todo lo posible por localizar a Will y a Phillip. Se había enviado a la zona a uno de sus «mejores hombres» con un equipo para que asistiera a la joven oficial del caso, la señorita Locke. La mantendrían informada.

Nancy había buscado detalles de Annie Locke y, al ver aquella cara bonita en la pantalla, le había gruñido:

—Déjalo en paz, cielo. Tiene el corazón delicado.

Imaginaba que la señorita Locke tendría a Will descontrolado, como lo tenían siempre todas las mujeres guapas. Esa debilidad suya casi lo había matado en Navidad. Pero ¿por qué habría cogido el coche de Annie y la había dejado tirada? Seguro que había descubierto algo y no quería ir cargando con una principiante. ¿Y por qué no la había llamado a ella para contarle lo que había averiguado? ¡Una llamada de diez segundos!

«Maldito seas, Will —se dijo—. Eres el hombre más exasperante que he conocido. Y, por cierto, te quiero.»

El director Parish quiso verla en cuanto llegó al edificio Hoover de Pennsylvania Avenue.

—¿Sabes qué? Tenías razón —dijo sirviendo café para los dos de la jarra que tenían en la mesa de juntas.

—¿En qué? —preguntó Nancy.

—Todos los diplomáticos que dieron media vuelta y volaron de regreso a Pekín están vivos y bien esta mañana.

—Te dije que no encajaba.

—¡Y yo ya te he dicho que tenías razón!

—Entonces déjame que coja el siguiente vuelo al Reino Unido. Necesito ir allí a buscar a mis chicos.

—Ron Moore me ha dicho que tienen buenos agentes en el caso, Nancy. Esto es lo que hay: los chinos no se tranquilizan. Les da igual que el último lote de postales fuera un bulo. Creen, o eso dicen, que proceden del mismo organismo que envió las de verdad. Aseguran que todas vienen de Groom Lake. Han presentado una protesta oficial al Departamento de Estado en la que declaran que la amenaza sufrida por sus diplomáticos ha llevado la crisis al siguiente nivel y exigen saber por qué la administración ha iniciado esta provocación hostil. Desde esta mañana han empezado a hacer alarde de poderío militar. Han desplegado dos portaaviones Shi-Lang y un grupo de submarinos estratégicos tipo 094 en el mar de China Meridional, rumbo al estrecho de Taiwan. No sorprendería a nadie del Pentágono que usaran esto como cortina de humo para invadir la isla. En la Casa Blanca, como es lógico, están preocupados. Y ahí es donde entramos nosotros. La mejor forma de socavar la amenaza de estos tíos es demostrar que las postales no proceden de dentro de este gobierno. La resolución de este caso depende de nosotros, es decir, de ti.

Nancy suspiró; sentía el peso del mundo sobre su pequeña espalda. Había hecho una maleta para irse a Inglaterra, pero se quedaría en el maletero.

Cogió el ascensor a la quinta planta, donde había destinado despachos y salas de conferencias para el grupo de trabajo del caso del Juicio Final chino. A lo largo de su trayectoria como administradora senior, siempre había sido partidaria de centralizar los casos complicados, medida que no siempre había sido popular en las oficinas regionales, donde los correspondientes agentes especiales y su personal a menudo se sentían privados de lo suyo por el largo brazo de la oficina central. Sin embargo, este caso era un ejemplo perfecto de la necesidad de coordinar esfuerzos. Habían llegado postales a Nueva York, San Francisco, Los Ángeles y ahora Washington; no podía tener a cada oficina regional trabajando por su cuenta.

Se había traído a Washington a una agente especial de la oficina de Nueva York para que dirigiera el grupo de trabajo, consciente de que veía mucho de sí misma en aquella mujer, Andrea Markoff, veterana del FBI con diez años de servicio y una verdadera crack, siempre a tope y lista como ninguna. Markoff estaba encantada de tener como mentora a la mujer más valorada de la oficina y era tremendamente fiel.

Cuando Nancy se pasó por la sala de conferencias del grupo de trabajo, Andrea se acercó corriendo a ella.

—¿Algún progreso con los vídeos? —preguntó Nancy.

—¡Ha sido pan comido! —respondió Andrea—. Acabamos el nuevo software anoche, y parece que funciona.

—Echémosle un vistazo.

El mantra de Nancy era desde hacía tiempo: para casos difíciles, mucho trote. Lo había aprendido trabajando con Will en su primer gran caso, y lo había podido comprobar una y otra vez a lo largo de los años. La única prueba irrefutable a la que agarrarse eran las postales. Todas ellas se habían franqueado en Manhattan y todas habían pasado por una de siete sucursales de correos. Eso significaba que quien o quienes las hubieran enviado muy probablemente las habían depositado físicamente en varios de los ciento sesenta y siete buzones centrales o de la calle que alimentaban esas sucursales.

Era bastante fácil reducir el número de días en cuestión según los matasellos de los distintos lotes de postales y, dado que una red de cámaras de seguridad cubría casi en su totalidad las calles de Manhattan, había buen metraje de prácticamente todos los buzones. El problema era el ingente volumen de datos. De cada uno de los días en cuestión, había veinticuatro horas de metraje por revisar de unos veinte buzones de la calle o, lo que es lo mismo, cuatrocientas ochenta horas de imágenes que revisar en busca de un rostro reconocible asociado al envío de una postal. Eso había que multiplicarlo por los ocho días relevantes de los últimos dos meses que correspondían a cada lote de postales. La búsqueda de un rostro o rostros comunes era el típico escenario de aguja en un pajar.

La idea de Andrea era implicar a los expertos informáticos. Con la bendición de Nancy, había montado un escuadrón de analistas que crearan una aplicación capaz de comprimir el vídeo de forma que solo incluyera las imágenes en las que apareciera la mano de una persona en contacto con el tirador de apertura del buzón.

—Ya está funcionando —dijo Andrea—. No es perfecto, pero está eliminando un noventa y nueve por ciento del metraje inútil.

Un lado entero de la mesa de conferencias estaba ocupado por pantallas de vídeo. Andrea abrió los archivos del 8 de febrero y en la pared se vieron los mejores ángulos de los veintiún buzones de la oficina de correos del Village, en Varick Street.

—Reproducir imágenes —dijo.

Un grupo de agentes y técnicos de la sala de conferencias se situó detrás de Andrea y de Nancy mientras se reproducían las secuencias de vídeo recortadas y marcadas con códigos de tiempo.

Los algoritmos parecían efectivos. Los vídeos recortados se limitaban a imágenes de personas depositando cartas en los buzones.

—Esto habría sido mucho más complicado hace diez años —dijo Andrea—. Quiero decir, ¿cuándo fue la última vez que enviaste una carta ordinaria?

Nancy hizo memoria. Cuando Will estaba en Florida, le gustaba enviarle postales de verdad, no electrónicas. La última fue una de cumpleaños que le había mandado en noviembre, una con un velero y una puesta de sol. Se lo quitó de la cabeza; no quería ponerse triste delante de su equipo.

Debía de haber sido un día de mucho frío, porque muchas de las personas de los vídeos iban con gorro y bufanda.

—Calculo que tendremos un ratio de acierto del cincuenta por ciento en el reconocimiento facial —señaló Nancy.

—Con suerte —añadió Andrea—. Pero al menos hemos reducido mucho el material con el que trabajar.

El NetPen de Nancy vibró. Se metió un auricular en la oreja y se fue al fondo de la sala a atender la llamada.

Era Ron Moore, del MI5. Su secretaria le anunció que se lo pasaba y Nancy se preparó, pero resultó ser una llamada de cortesía. Solo la informaba de que su equipo de Londres había llegado a la escena, en Yorkshire, y entraría en acción en breve. Tenían unas pistas que iban a investigar exhaustivamente.

—¿Puedo hacer algo más por usted, Nancy? —preguntó a modo de despedida.

Con el rabillo del ojo ella vio algo. En uno de los vídeos.

El corazón se le puso a mil.

—No, Ron. Gracias. Por favor, llámeme si hay novedades. —Se sacó el auricular y gritó desde la otra punta de la sala—: ¡La fila del centro! ¡La segunda pantalla por la izquierda! ¡Congélala y retrocede quince segundos!

Andrea detuvo la imagen con un movimiento de la mano y la hizo retroceder con la otra.

—Reproducir —dijo.

Nancy ya estaba cerca de la pantalla, al lado de Andrea.

—¡Ahí! ¡Parar!

La imagen se congeló y se vio a un hombre sin gorro con una mano en el tirador de un buzón y la otra en la ranura.

—Dios —dijo Nancy.

—¿Qué? —preguntó Andrea, perpleja.

—Ese tío. Haz una captura facial y cotéjala con el resto del metraje. Y rápido. Lo conozco.