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Yi Biao no estaba de buen humor. Se encontraba sentado en el despacho de su residencia oficial de Zhongnanhai, cerca de la Ciudad Prohibida. La casa del secretario general, Wen, se hallaba a tiro de piedra dentro del complejo fuertemente vigilado, pero no solían hacerse visitas de cortesía. Hasta él tenía problemas para ver al anciano últimamente.

Su despacho estaba forrado sobre todo de libros chinos que había ido coleccionando a lo largo de toda su vida. Aunque él mismo había encabezado la iniciativa de modernizar las escuelas y universidades prohibiendo el uso de los libros en papel en favor de los e-books, todavía saboreaba el placer de sostener en las manos un aparatoso libro convencional; sin embargo, la recientemente publicada biografía de Hu Jintao, el secretario general cuyo mandato había terminado hacía quince años, seguía sin abrir en su regazo.

Bebió un buen trago de su Southern Comfort y esperó a que la sensación dulce y adormecedora viajara de la lengua al cerebro. Se había aficionado a su sabor cuando era embajador de China en las Naciones Unidas, y ahora lo importaba por cajas. Bebió otro sorbo del líquido dulzón y dejó que se le relajaran los hombros en la silla. Su esposa había salido a cenar con unas amigas, así que tenía la casa para él solo. La idea le hizo reír. Para él solo quería decir para él y una plantilla interna de seis personas. Llamó a su asistente, un joven muy serio, y le pidió que diera instrucciones a la doncella para que le preparara un baño caliente y avisara a la masajista. Se proponía beber, remojarse y liberar las tensiones de cuerpo y mente con un masaje.

Su reunión con Wen ese mismo día había ido mal. Yi creía haber expuesto razones de sobra para tomar medidas urgentes, pero Wen se había mostrado inamovible.

El anciano lo había escuchado con atención mientras se fumaba un Red Pagoda Hill detrás de otro. Yi no entendía cómo se había librado del cáncer de pulmón. Siempre lo había irritado sobremanera que la CIA supiera la fecha de la muerte de Wen o si era FDR y que él no dispusiera de esa información. Lo mortificaba de mala manera.

—Mire —le había dicho Wen cuando Yi había terminado de exponer sus recomendaciones—, ya hemos tomado algunas medidas radicales. Hemos destituido a nuestro embajador. Hemos iniciado una serie de simulacros de guerra cerca de Taiwan. ¿No cree que deberíamos esperar a ver cómo progresan estas medidas?

—Secretario general —le había contestado Yi—, ¿no cree usted que el envío de esas postales a nuestro embajador y a su personal en Washington han sido la gota que colma el vaso? Una humillación intolerable. No soy yo el único que lo piensa. Otros miembros del Politburó opinan lo mismo.

—No me gusta hablar de gotas que colman vasos —había espetado Wen—. Siempre cabe una gota más. Además, no olvide que los estadounidenses niegan rotundamente su implicación en el asunto. ¿Qué pruebas tenemos?

—Por supuesto que se ocultan tras negativas —había aseverado Yi—. El general Bo me ha dicho que está seguro al noventa y nueve por ciento de que las postales las envía algún agente de Groom Lake.

—Ah, al noventa y nueve por ciento —había replicado Wen con una sonrisa socarrona que dejaba a la vista sus dientes amarillos—. No llevaré a nuestra nación a la guerra por algo que tiene un fundamento de menos del cien por cien.

—Si atacamos Taiwan con armas selectivas que limiten las bajas civiles, no creo que Estados Unidos intervenga —había replicado Yi sin inmutarse—. Creo que la isla se reunificará en cuestión de horas, y lo único que los estadounidenses podrán hacer será chillar y patalear de impotencia en las Naciones Unidas.

—¡No! —le había gritado Wen—. ¡Tráigame documentación que pueda ver con mis propios ojos y que pruebe al cien por cien que el gobierno estadounidense pretende amenazarnos con esas estúpidas postales! Tráigame algo así si quiere que autorice alguna de las propuestas radicales que me ha hecho esta tarde. La reunión ha terminado, vicepresidente. Ándese con cuidado. No imaginaba que el futuro líder de China pudiera ser tan temerario.

Yi se terminó la copa. Su masajista había llegado; tenía que ponerse el albornoz. Por la mañana volvería a ver al general Bo. Con suerte, ese tipo astuto tal vez tuviera algún as en la manga.

«Estamos cerca del punto de inflexión —se dijo mientras caminaba algo inestable en zapatillas—. ¡Muy cerca! Solo necesito una provocación más para persuadir a Wen de que aprovechemos el momento y ocupemos el lugar que nos corresponde en la historia. ¡Solo una más, ya sea por suerte o por talento!»