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1297, Lightburn Farm

Tenía contracciones cada pocos minutos. Las partes bajas de su cuerpo le abrasaban de dolor; rogaba a Dios que el bebé llegara pronto o, si no era esa su voluntad, que la bendijera con la muerte.

Clarissa estaba tumbada boca arriba junto al hogar de su familia, con las piernas en alto sobre una pila de mantas de lana. Apenas podía oír las exhortaciones de su madre ni los ánimos de sus hermanas.

Lo único que podía hacer era intentar pensar en otra cosa.

El viaje desde las costas del sur de Gran Bretaña hasta las tierras del norte le había llevado seis semanas. Adam, el hermano del barquero, había resultado ser un compañero bondadoso y fiel. Clarissa creía que el pago que había dispuesto no era equitativo. El barquero había recibido un candelabro de plata por una travesía de dos horas en aguas bravas; el carretero había recibido un candelabro idéntico por seis semanas atravesando caminos llenos de baches y durmiendo a menudo al raso para que Clarissa pudiera descansar a cubierto. Pero Adam lo hacía todo encantado: daba esquinazo a los salteadores de caminos, cambiaba las herraduras a los caballos él mismo, negociaba sus escasos víveres de pueblo en pueblo… Era un hombre pobre, en mucha peor situación que su hermano el marino, y la plata, le dijo, transformaría la humilde situación de su familia. «¿Por qué no me mata y se queda con el candelabro?», se había preguntado ella. Porque, como descubriría con el tiempo, era un hombre bueno, honrado, de corazón puro. Y ahora, en su agonía, la consolaba recordar su bondad.

—Os llevaré a ti y al bebé a casa —le decía una y otra vez—. Cuenta con ello.

En los últimos días de su viaje a Yorkshire, cuando entraban en la agreste zona de los valles, un paisaje que había creído que jamás volvería a ver le había alborotado el corazón.

Una carretera deplorable se adentraba en el centro de los valles, pero se extinguía antes de llegar a la granja de su familia. Solo los caminos de ovejas surcaban las colinas, y a veces también estos se borraban y se perdían. Clarissa y Adam habían perseverado y, con la ayuda de los pastores, al fin hallaron el camino a Pinn y al umbral mismo de la granja.

Su padre había sido el primero en verla bajar de la parte de atrás de la carreta, casi a punto de dar a luz. Había llamado a su esposa y a sus hijas, y enseguida Clarissa se había visto rodeada de mujeres felices y llorosas.

Su severo padre se había mostrado más indignado de lo que recordaba haberlo visto nunca.

—¿Es este el padre? —le había preguntado señalando a Adam con desaprobación.

—¡Cielos, no! —había llorado Clarissa.

—Entonces ¿quién? —había querido saber él.

Entre sollozos, Clarissa les había contado la historia medio cierta que había ido ensayando mentalmente por el camino.

—Me lo hizo un monje. Me tomó por la fuerza. Tuve que huir.

Dieron de cenar a Adam y su caballo comió y bebió en las cuadras. Luego Adam cargó la carreta de heno para el viaje de vuelta y abrazó a su protegida.

—Cuídate y cuida del bebé —le dijo—. Ha empezado con mal pie su existencia, pero eso no significa que no vaya a ser un hombre grande e importante cuando crezca.

En cuanto Adam se hubo marchado, el padre de Clarissa empezó a protestar. Ahora tenían una boca más que alimentar, ¡y en breve dos! Y ni siquiera estaría en condiciones de trabajar. ¡Su regreso era una maldición para los Lightburn!

Cuando su padre se había puesto ya tan colorado que Clarissa empezó a temer que fuera a hacer algo horrible, la muchacha desenrolló la manta y lo obsequió con la bandeja de plata y piedras preciosas incrustadas en el borde.

Su padre la cogió atónito, con los ojos como platos, y sus rodillas no pudieron soportar el peso de su cuerpo.

—¡Mi bolsa de plata! —sollozó arrodillado—. No sé cómo has conseguido hacerte con esto, pero jamás te lo preguntaré. Lo único que sé es que los Lightburn son ahora una de las familias más ricas de Cumberland. Os doy la bienvenida a casa, hija querida, a ti y a tu hijo.

Con un chorro de sangre y un fluido de color pajizo, la cabeza del bebé pasó el canal del parto, luego lo hicieron sus hombros.

La madre de Clarissa lo sostuvo en alto para examinarlo y exprimió el cordón antes de atarlo con una tira de pellejo de oveja.

Las hermanas de Clarissa hablaban en susurros. Curiosamente el bebé estaba tranquilo y no lloraba. Tenía una asombrosa mata de pelo rojo y ojos verdes.

—Es un niño. Muy bien —declaró su madre—. Toma, cógelo.

Clarissa acercó el bebé viscoso a su pecho sudoroso.

—Sabía que era niño —dijo—. Lo llamaré Adam.

Adam crecía deprisa; a los siete años ya era alto para su edad, aunque delgaducho. Sin embargo, si bien su cuerpo crecía deprisa, su mente se había quedado atrás. Dos de las hermanas de Clarissa estaban casadas y tenían hijos como conejas. Los primos de Adam eran niños traviesos, parlanchines y animados a los que les gustaba pinchar al niño mudo y empujarlo al suelo para ver si provocaban en él alguna reacción. Nunca lo conseguían. Por mucho que lo chincharan, la fachada impenetrable del niño jamás se descomponía. Le trataban de zoquete, pero a Clarissa no le afectaban esos desaires.

—Es un niño especial —decía—. Ya lo veréis. Es mi niño precioso y especial.

A pesar de las abundantes atenciones de su madre, él seguía mudo como una piedra, nunca sonreía ni devolvía un abrazo. Y aunque los niños de su edad ya empezaban a ayudar en las tareas de la granja, Adam parecía incapaz de recoger siquiera ramas secas para el fuego.

Un día Clarissa estaba en la casa asando un cordero en el hogar cuando su madre fue a buscarla.

—¡Hay un hombre que quiere verte! —dijo con la respiración entrecortada—. Un anciano a lomos de una mula. Lleva ropas de monje.

La noticia hizo que Clarissa se mareara de miedo. Su primer instinto fue coger a Adam y salir corriendo a las colinas, pero se calmó y preguntó:

—¿Solo un monje, dices? ¿Uno nada más?

—Solo un anciano cansado y hambriento. Dice llamarse Bartholomew.

Clarissa se limpió las manos en el delantal y pidió a su madre que vigilara el espetón con el cordero. Echó un vistazo a Adam, que estaba en su rincón favorito, el más oscuro de la estancia, jugando en silencio con su omnipresente ramita. Luego salió a ver a ese monje.

Bartholomew estaba de pie junto a su mula, dándole de comer heno con la mano. No lo reconoció de su época de Vectis, y a juzgar por la expresión crispada del monje, tampoco él la reconoció a ella.

—¿Eres Clarissa? —preguntó.

—Sí.

—Soy el padre Bartholomew —dijo él.

—¿Venís de Vectis? —preguntó ella al tiempo que se preparaba para la respuesta.

—Así es, hija mía.

—¿Para qué? —inquirió ella con una mezcla de consternación y rabia.

El monje ofreció a su mula lo que le quedaba de paja en la mano y le dio una palmadita en la cabeza.

—No he venido a hacerte daño ni a juzgarte —le dijo él con desaliento—. Solo deseo hablar contigo. Ha sido un largo viaje para un anciano como yo. Tres meses he tardado con Petal, mi preciosa mulita, como única compañía. Hubo noches negras y lluviosas en que pensé que no sobreviviríamos, pero, con la ayuda de Dios, aquí estamos.

—¿No habéis venido para llevaros a mi hijo? —preguntó ella.

Bartholomew cerró los ojos y rezó moviendo apenas los labios. Cuando volvió a abrir los ojos, su rostro anciano se mostró aliviado.

—Ha sobrevivido. Loado sea Dios. No, no quiero llevarme a tu hijo. ¿Cómo se llama?

—Adam —contestó ella.

Al oírlo, el monje sonrió.

—Ah, el nombre del hermano del barquero, el carretero que te trajo hasta aquí. Fue él quien me dijo dónde vivías, pero solo después de que le prometiera que no te traería ningún mal. Pero Adam es un buen nombre por otra razón. —Meneó el dedo como si impartiera una lección—. El primer hombre al que creó Dios.

—¿Le apetece comer y beber algo? —le preguntó Clarissa.

—Que Dios te bendiga, sí.

Bartholomew rogó que le dejaran limpiarse la suciedad del camino antes de entrar en la casa. Clarissa lo vio mojar un paño en el abrevadero y restregarse su cuerpo frágil, de articulaciones nudosas e hinchadas.

En el umbral, Bartholomew se detuvo y se asomó al interior de la casa. Pareció volver instintivamente el rostro hacia el rincón, donde se hallaba Adam, oculto en la oscuridad. Clarissa le dijo a su madre que podía volver a sus tareas fuera, luego instaló a Bartholomew junto al fuego y le sirvió estofado del día anterior en un cuenco de madera.

Aunque el olor de la comida pareció tentarlo, el anciano monje bajó el cuenco y siguió con la vista fija en el rincón.

—¿Puedo verlo? —preguntó.

Ella asintió con la cabeza y llamó al muchacho para que se acercara. Se oyeron chasquidos en el rincón, pero no hubo movimiento.

—No es un chico desobediente —explicó ella—. Solo… diferente. Deje que vaya a buscarlo.

—No —dijo el monje—. Me acercaré yo.

Bartholomew se levantó y se acercó despacio al rincón.

Cesaron los chasquidos.

—¿Serías tan amable de traerme una vela? —preguntó el monje.

Clarissa así lo hizo.

El monje la sostuvo en alto y bañó al chico de danzarina luz amarilla. Clarissa oyó que Bartholomew hacía un aspaviento y contenía la respiración. Su exhalación sonó como un largo suspiro.

—Veo a Titus en él —dijo en voz baja—. El rojo intenso de su pelo, la longitud de su barbilla, las orejas pequeñas, esos preciosos dedos largos. Es como si Titus hubiera renacido.

—El viejo escriba —señaló Clarissa—. El que me tomó.

—Te eligió. Llevaba decenios sin interesarse por ninguna mujer, pero ese día te eligió a ti.

—¿Por qué? —quiso saber ella.

—No soy yo quien debe decirlo, pero de algún modo fuiste bendecida.

—Aquel día, en la cripta, no sentí la bendición de Dios. Pero he querido a mi pequeño desde el instante en que lo vi por primera vez, y sigo queriéndolo aun siendo un niño extraño.

—Hola, hijo —le dijo Bartholomew, que lo miraba maravillado.

Adam no pareció percibir la presencia del visitante.

—¿Qué tiene en la mano? —preguntó el monje.

—Es su ramita. Solo la suelta cuando duerme. Los otros niños de la granja juegan con juguetes de madera o cantos rodados del río; este solo quiere su ramita.

—¿Y qué hace con ella?

—Que yo sepa, nada.

—¿Eso crees? —Bartholomew se agachó, revelando con una mueca lo mucho que le dolían las rodillas. Acercó la vela hasta que esta iluminó la tierra comprendida en la unión de dos paredes—. ¡Mira! ¿Ves?

Clarissa se inclinó hacia delante.

—¿Ver el qué?

—¡Ahí! ¡Ahí! En la tierra. ¡Letras y números! ¡Tu hijo está escribiendo!

El anciano monje expuso sus argumentos durante la cena: no quería otra cosa que un establo en el que cobijarse, heno limpio donde dormir y comida y bebida para él y para su mula. A cambio de esos bienes básicos, Bartholomew les ofrecía a Clarissa y a su familia algo que no tenían y que hasta entonces no habían sabido que les faltaba: los servicios personales de un clérigo. E insinuó más. Adam, les dijo, ese chico especial, era la llave de entrada a un reino sagrado en el que los Lightburn serían caballeros de Dios. Serían criaturas ungidas en la tierra y dignas de un sitio en la mesa de Cristo en el Cielo. Él les enseñaría a usar esa llave para abrir la puerta de un reino sagrado y santificado.

El padre de Clarissa mordisqueó la ternilla del final de una costilla y escuchó atento al monje. La bandeja de plata de Clarissa había transformado la fortuna de la familia. Lightburn había extraído las piedras preciosas y fundido la plata en pequeños discos planos. Con esa moneda, había empezado a prosperar. Compró un buen número de ovejas y un tiro de magníficos caballos de labranza, y no tardó en darse cuenta de que tenía mucho ganado y poca tierra. Ambicionaba un par de terrenos contiguos a su granja que su vecino, Thomas Gobarn, tenía en servidumbre. Como Gobarn, Lightburn era siervo de la gleba y pagaba la tenencia de su granja a Robert de Boynton, caballero del rey en ese condado. La entrega de unas cuantas joyas escogidas a su señor le había garantizado una mejora de su estatus social, y Lightburn se había convertido en vasallo, con la posibilidad de hacer suyas las tierras que trabajaba. Robert de Boynton lo honró presentándose en su granja y librándolo personalmente del feudo mediante la entrega de un pedazo de tierra ceremonial. Además, con una bolsa de monedas de plata, Lightburn persuadió a De Boynton de que le transfiriera también las tierras de Thomas Gobarn. Con el sello de su señor en la mano, Lightburn derribó triunfante el muro de piedra que separaba las dos propiedades para que sus ovejas pudieran pastar en nuevos prados, y empezó a cobrarle a Gobarn una renta por cultivar una miserable parcela de tierra.

Ahora Lightburn meditaba la propuesta del clérigo. Como vasallo tenía una obligación feudal con la Iglesia: el deber de rezar por el alma de su señor. En realidad, cumplía de boquilla con este deber, pero si acomodaba a un clérigo en sus establos, ¡prestaría ese servicio de verdad! Si Robert de Boynton veía que Charles Lightburn lo honraba disponiendo de su propio clérigo para que rezara por el alma eterna de su señor, quizá prosperara aún más y se convirtiera en uno de los hombres del caballero.

En cuanto a eso de que Adam, su nieto zoquete, era mucho más de lo que parecía, estaba dispuesto a escuchar al anciano clérigo. ¿Por qué no? Lo único que Bartholomew pedía era vivir en el establo y que lo alimentaran.

Fascinado por la perspectiva de un futuro aún más brillante, Charles Lightburn le dijo al monje que podía vivir, rezar y enseñar en Lightburn Farm.

En los días siguientes, Clarissa lavó el hábito del hermano Bartholomew, le cosió los desgarrones y le hizo remiendos donde lo tenía raído. El monje comió con apetito para recuperar las fuerzas y se arregló la descuidada barba con su navaja recién afilada. Aunque se declaró de nuevo sano y fuerte, Clarissa seguía viéndolo como un esqueleto andante, delgado y reseco, si bien al menos sus ojos habían recuperado el brillo.

Bartholomew reunió al clan Lightburn a la hora de la cena para contarles su historia. Sentados a la mesa, los hombres y las mujeres de la extensa familia escuchaban atentos mientras el monje, de pie delante del hogar, hablaba y gesticulaba. Los niños jugaban en las camas y alrededor de estas, y Adam seguía solo, haciendo garabatos con su ramita.

Les contó la historia de Vectis, transmitida oralmente de unos monjes a otros durante siglos. Les explicó que en el año 777, el séptimo día del séptimo mes, en presencia de un cometa abrasador, había nacido en Vectis un niño, el séptimo hijo del séptimo hijo, y que ese niño, Octavus, había ido a vivir a la abadía. Les contó que el chico se parecía mucho a su Adam, mudo y pálido, pelirrojo y de ojos verdes. Y les contó que se descubrió que el niño, Octavus, había recibido el maravilloso don divino de la escritura, que nadie le había enseñado; más aún, podía escribir los nombres de todos los seres humanos con sus fechas de nacimiento y sus fechas de defunción, demostrando así a los perplejos monjes de Vectis que ciertamente Dios decidía el destino de la humanidad.

Esos monjes crearon la sagrada Orden de los Nombres para que Octavus pudiera realizar su labor sin interrupción. Proporcionaron papel y pluma al chico y encuadernaron las páginas de su labor en libros sagrados. Les contó también que, cuando Octavus creció, tomó a una joven novicia y sembró en ella su semilla, fruto de la cual nació otro chico mudo, pálido y pelirrojo con idénticas aptitudes.

Los Lightburn escuchaban con mucha atención al hermano Bartholomew mientras describía una cadena ininterrumpida de escribas mudos que se extendía desde los tiempos antiguos hasta el último día de Clarissa en Vectis. Les contó que vivían toda la vida en una caverna subterránea excavada en el lecho rocoso de la isla de Vectis, donde registraban diligentemente los nombres de los que nacerían, natus, y los que morirían, mors, durante siglos futuros, nombres anotados en inglés, fránquico, moro, hebreo, chino y toda clase de caracteres foráneos. Los escribas trabajaban como si fueran un solo cerebro y una sola mano. Nunca duplicaban el trabajo de otro, sino que todos sus esfuerzos parecían constituir un torrente incesante, siglos de trabajo que habían dado lugar a una vasta biblioteca de volúmenes que comprendían desde el 777 hasta el 9 de febrero de 2027. Bartholomew también les contó que él mismo había estado toda la vida al servicio de esa obra, sobre todo bajo tierra, como monje responsable del funcionamiento del sagrado scriptorium.

Les contó que Clarissa formaba parte de una larga estirpe de servidoras especiales de la Orden de los Nombres, chicas sanas y piadosas, seleccionadas para engendrar a la siguiente generación de escribas.

—Pero tú eras una jovencita única, ¿verdad? —señaló Bartholomew. Lo dijo sin malicia, y a Clarissa la alivió saber que no la castigarían—. Quizá tu naturaleza fogosa fuese la razón por la que Titus el Venerable se alzó en aquella ocasión. Te convertirías en la única chica que huiría antes de dar a luz. Y tu acto, hija mía, resultó ser el fin de la Biblioteca.

Les contó los horribles sucesos de aquel 9 de enero de 1297 en que los escribas, todos a la vez, del mayor al más joven, cogieron la pluma, se la metieron por un ojo hasta el cerebro y sembraron así una muerte de lo más horrible en las mesas y el suelo del escritorio. Les contó también cómo había ido él de mesa en mesa recogiendo las últimas páginas que había escrito cada uno y había encontrado en todas ellas las mismas palabras: Finis Dierum, el Fin de los Días. Todos ellos estaban trabajando en el 9 de febrero de 2027, un día muy, muy lejano del futuro.

—¿Es ese el día en que acabará el mundo, padre? —preguntó Charles Lightburn.

—Eso fue lo que pensamos mis colegas eruditos y yo mismo. Hasta que nos enteramos de que Clarissa había huido con su bebé. Eso despertó algunas dudas. Baldwin, nuestro abad, siguió creyendo que habían sido testigos del día de la destrucción, pero nuestro prior, Felix, y yo empezamos a preguntarnos si sería así. Quizá lo que habían anotado no era el fin de los días de la humanidad, sino el de los suyos, pues los actos de Clarissa habían roto la cadena de escribas nacida en Vectis.

Clarissa empezó a sollozar, verdaderamente arrepentida.

—No, hija mía, no llores —la instó Bartholomew—. Tú no lo sabías. Y si algo hemos aprendido en la Orden de los Nombres, es que todo sucede porque Dios así lo quiere.

—¿Qué pasó después? —preguntó el padre de Clarissa.

—Baldwin ordenó a Felix que destruyera la Biblioteca quemándola, porque, a su juicio, la humanidad no estaba preparada para conocer sus secretos. Pero Felix no era de la misma opinión. Asoló la capilla que había sobre las estancias subterráneas, pero procuró que no se quemaran los libros. Personalmente creo que la Biblioteca ha sobrevivido, aunque no estoy seguro. En los meses y los años que siguieron al desastre, el espíritu de la abadía de Vectis se debilitó y algunos de los monjes y las hermanas dejaron la isla y migraron a otros monasterios. Yo, en cambio, albergué una idea que creció en mi interior como tu bebé creció en el tuyo, Clarissa. Soy viejo, muy viejo, y me queda poco tiempo, pero necesitaba saberlo. ¡Tenía que saberlo! ¿Habías sobrevivido? ¿Había sobrevivido tu bebé? ¿Seguía existiendo la Biblioteca? Antes de estar demasiado débil para un viaje como el que acabo de hacer, resolví dejar mi santuario en la isla, mi querida abadía de Vectis, y seguir el camino a tu casa para averiguar si tu hijo y tú estabais vivos. Y aquí estoy. En el cálido seno de tu familia, consciente de que Dios me ha traído aquí con un propósito.

—¿Qué propósito? —preguntó Clarissa.

—El de cumplir su voluntad, gente de bien —contestó Bartholomew con lágrimas en los ojos—. El de suplicaros que me ayudéis a proseguir su labor, a perpetuar la Orden de los Nombres, ¡a dar continuidad a la Biblioteca!

Bartholomew vivió dos años más. En los días que pasó en Pinn enseñó a los Lightburn muchas cosas.

Les enseñó a hacer tinta mezclando hollín y resina. Les enseñó a hacer plumas para escribir con plumas de ganso. Les enseñó el arte de hacer papel de pergamino encalando y estirando piel de oveja, y les enseñó a encuadernar un libro. También les enseñó cómo excavar la piedra caliza de debajo de su vivienda para hacer una cripta donde alojar el scriptorium.

Y antes de morir en los brazos de Clarissa, jadeando y febril por la neumonía, Bartholomew fue testigo de la finalización del primer volumen grueso de Adam, que comprendía del 9 de febrero de 2027 al 10 de febrero de 2027 y que estaba repleto de nombres a menudo impronunciables e indescifrables de personas que no nacerían ni morirían hasta más de setecientos años después.