13

Caminando por los campos, Will solo percibía la funesta presencia de las ondulantes colinas que se alzaban sobre ellos. Haven caminaba rápido y con paso firme, así que él tuvo que tirar de sus largas piernas para no perder de vista el haz de luz de su linterna.

Detestaba ir desarmado. Había jubilado su Glock cuando se había jubilado él; la había guardado, limpia y engrasada, en una pequeña caja fuerte que tenía en el cuarto de máquinas de su barco. Ni siquiera llevaba encima una navaja. Lo único que tenía en los bolsillos eran las llaves del coche.

En sus buenos tiempos se le daba muy bien el combate cuerpo a cuerpo, no porque fuera el más rápido del tatami sino porque era condenadamente grande. Cuando ponía los puños y los pies en movimiento, era una máquina. Pero ahora su médico le había ordenado que mantuviera la frecuencia cardíaca por debajo de 130. Le gustara o no, su mejor arma iba a ser su cerebro.

—¿Falta mucho? —preguntó.

—No mucho.

Dicho esto, Haven apagó la linterna y aminoró la marcha para que Will pudiera seguirla en la oscuridad.

A lo lejos se veía una ventana iluminada.

—¿Eso es Lightburn Farm? —inquirió Will.

—Sí. No haga ruido.

Habían caminado en paralelo a la carretera, pero ahora la chica había girado hacia arriba, en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados. La hierba alta estaba cubierta de escarcha y Will tenía que levantar mucho los pies para no tropezar con ninguna mata.

De pronto vislumbró una forma algo más oscura que la noche. Al acercarse vio que era una especie de granero o almacén. La granja estaba por lo menos a doscientos metros ladera abajo.

Era un pequeño granero abierto por los lados, un hangar agrícola con techo curvo de pizarra, hecho de la misma piedra que todo lo demás en el valle. Haven entró por uno de los laterales y Will la siguió con cautela.

Había poco que ver, solo unas cuantas balas de heno y utensilios de labranza de mango largo. Examinó el interior en busca de un arma (un martillo, una guadaña, un hacha…), pero no vio nada apropiado. ¿Debería hacerse con un rastrillo? Pensó que no.

—¿De qué va esto? —preguntó a la chica.

—¿De qué va?

—¿Qué es este sitio? ¿Dónde está Phillip?

—Ayúdeme a mover el heno —fue la respuesta.

Empujaron a un lado las pesadas balas y Haven alumbró el suelo con la linterna. En un hueco circular, había una argolla de hierro. Se agachó y tiró de ella.

—Pesa mucho —gruñó.

Will se agachó y tiró de la argolla. Los goznes de la trampilla crujieron y esta cedió. La apoyó en el suelo, plana. Sin luz, solo había un agujero de dimensiones desconocidas; con la ayuda de la linterna vio que había una escalera. Una larga y tosca escalera de madera muy empinada.

—Vamos —dijo ella—. Tenga cuidado.

—¿No hay electricidad? —preguntó él.

—Abajo hay luz. Cuando entre, vuelva a poner la trampilla.

Will fue contando peldaños e intentando calcular a qué profundidad descendían. Al pisar el último escalón, decidió que debían de estar a unos diez metros por debajo de la superficie.

Se encontraban en una especie de antesala, un cubículo de piedra caliza excavado, sin alisar, en el lecho natural de la roca. Había una puerta vieja. Estaba cerrada con llave. Vio que Haven empujaba una zona de la madera por encima de la cerradura hasta encontrar el punto exacto. Se abrió un pequeño panel basculante en cuyo hueco había una llave.

«Muy astuto —se dijo él—. Escondido a la vista de todos.»

La cerradura cedió con un chasquido y Haven abrió la puerta despacio y encendió la luz. Estaban en una estancia mucho mayor, también de techo bajo, pero esta era una zona de almacenaje forrada de estanterías metálicas baratas que albergaban toda clase de artículos. Bajo el resplandor amarillento de las antiguas bombillas incandescentes, Will vio un auténtico arsenal de alimentos en conserva y desecados, bidones marcados como «agua» y rollos de papel higiénico. Parecía el refugio antiaéreo de alguien obsesionado con las catástrofes.

Estaba a punto de preguntarle a Haven si era eso cuando detectó otro grupo de estanterías. Esas se encontraban repletas de paquetes de folios y cajas de bolígrafos negros de la marca Papermate.

—¿Qué diablos es…?

Haven le hizo un gesto para que callara.

—Silencio ahora. Mucho silencio. Vamos a pasar la siguiente puerta. Verá otra sala, pero no encenderemos las luces. Usaré la linterna. Se trata de una sala bastante grande, pero debería estar vacía.

—¿Debería?

—Debería —repitió ella—. Salvo por Phillip.

Will sintió un cosquilleo de emoción.

—Pues vamos.

Haven apagó las luces del almacén y abrió la otra puerta, en el extremo opuesto. Tapó con la mano el haz de la linterna, limitando así la luz a la que pasaba entre sus dedos.

Aquella nueva sala estaba algo más caldeada que la anterior, aunque no mucho, y era igual de oscura. Mientras avanzaban por el centro de la estancia, Will pudo distinguir lo que había pegado a las paredes: camas. Catres con almohadas y mantas apiladas. Todas ellas vacías.

Al fondo de la sala, Will vio un rectángulo naranja en el techo. Al acercarse, observó una partición, un cubículo hecho con paredes que no llegaban al techo.

Oyó un zumbido. El resplandor naranja provenía de un calefactor, se dijo. Para que alguien no pasara frío.

Phillip.

Intentó prepararse.

Tendría que contener sus impulsos naturales y saludarlo con efusión, darle un fuerte abrazo y pasar inmediatamente a una regañina mordaz.

Iban a tener que salir escopeteados. Así que dejaría la charla padre e hijo para más adelante.

Se irían como habían venido. Con suerte, Phillip estaría en buena forma y podría salir por sus propios medios. En caso contrario, Will estaba dispuesto a poner a prueba su corazón convaleciente y cargárselo al hombro. Una vez fuera, cogería la linterna de Haven, le pediría que se adelantara y llegarían al coche lo más rápido posible.

Dejaría en manos de la policía la investigación de lo que fuera que estaba pasando debajo de Lightburn Farm.

Al acercarse aún más, oyó un sonido gutural grave. Ronquidos. Phillip dormía.

Apretó el paso para adelantar a Haven y, de unas cuantas zancadas, se plantó delante de la endeble puerta del cubículo. La abrió. Dentro había varios camastros, uno de ellos ocupado.

Hincó una rodilla en el suelo, palpó el cuerpo bajo la gruesa manta en busca de un hombro, volvió boca arriba al joven, que dormía de lado, y le apartó la manta de la cara.

Oyó a Haven decir:

—¡Ay, Dios!

A la luz naranja vio un rostro, pero no era el de Phillip.

Era el semblante de otro joven, que despertó y abrió los ojos de pronto, unos ojos de un verde intenso.

En ese instante, Will sintió un fortísimo dolor en la base del cráneo, y cayó como un saco de patatas.

Cuando volvió en sí creyó que estaba de nuevo en el hospital. Se sentía igual de desorientado que después del infarto. Sabía quién era, pero no tenía ni la más remota idea de dónde estaba o qué le había pasado. ¿Le había dado otro infarto? ¿O despertaba del primero? ¿Había sido un sueño todo lo demás?

Sin embargo, lo que le dolía era la cabeza, no el pecho. Quiso tocarse la nuca con la mano derecha, pero no pudo. Algo le impedía llevar la mano más allá del hombro. A la escasa luz de la estancia trató de averiguar por qué y se encontró mirando con curiosidad un grillete de hierro que llevaba en la muñeca. Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba tumbado boca arriba y lo invadió el recuerdo de los sucesos recientes.

—¿Papá?

Volvió la cabeza y allí, sentado en una segunda cama dentro del cubículo, estaba Phillip.

—Phillip —dijo Will débilmente.

—¿Estás bien? —le preguntó el chico con cara de preocupación.

—No estoy seguro. ¿Cómo diantres estás tú?

—Bastante hecho polvo —contestó el chico—. Esto no tenía que haber salido así.

Will le dio un tirón al grillete.

—No me digas.

—Kheelan os vio a Haven y a ti en los campos.

—Su tío, ¿no?

—Es enorme, y no tiene sentido del humor.

—¿Él es el que me ha atizado?

—Ajá.

—¿Estás seguro de que la chica no está compinchada con ellos?

—Seguro —respondió Phillip—. Ella no es así. Se ha metido en un buen lío. Espero que no la castiguen demasiado.

Will sacó los pies del camastro y descubrió que tenía libre la mano izquierda. Se frotó con ella la zona dolorida de la nuca y notó un pegote de sangre coagulada.

—¿Tú estás encadenado?

Phillip le enseñó su grillete.

—Un asco. Te dejan ir al baño, por llamarlo de alguna manera, y ya está. Un aburrimiento.

Pero no parecía aburrido. Parecía asustado.

—¿Te han hecho daño? —preguntó Will.

—No.

—¿Seguro?

—Te he dicho que no.

—Recibí tu alerta de emergencia —dijo Will.

Phillip frunció los labios y Will vio que estaba a punto de echarse a llorar.

—Gracias por venir a buscarme.

Will recordó el almacén repleto de provisiones y el rostro inexpresivo del joven al que había encontrado tumbado en el camastro que Phillip ocupaba ahora. Señaló la hilera de camas vacías de la sala apenas iluminada.

—¿Qué se cuece aquí?

—¿No lo sabes? —preguntó Phillip.

—Phillip —dijo él, irritado—, no tengo ni puñetera idea. No sé por qué huiste. No sé por qué nos retienen. No sé qué diantres pasa en esta puñetera granja en medio de la puñetera nada. Así que, si haces el favor de ilustrarme, te lo agradeceré inmensamente.

Phillip se encogió de hombros.

—Pensaba que estabas al corriente.

—¡Pues no!

—Vale, vale. Te cuento lo que sé, pero primero dime una cosa: ¿mamá sabe dónde estamos? ¿Va a venir algún comando del SWAT?

—No lo sabe. —Will suavizó el tono. Había un miedo palpable en la voz del chico; iba siendo hora de que dejara de ser un capullo irritable y se portara como un padre—. Nadie lo sabe. No hay comando del SWAT, solo tú y yo, hijo. Tenemos que salir de esta solitos. No sé tú, pero yo creo que hacemos buen equipo. Pero primero tengo que saber a qué nos enfrentamos.

Phillip asintió con la cabeza, y estaba a punto de hablar cuando se abrió la puerta y entraron dos hombres.

Daniel Lightburn, con el brazo aún en cabestrillo, los miró con cara de odio. El otro hombre, Kheelan Lightburn, le sacaba una cabeza y tenía el mismo pelo negro y liso que su hermano. Llevaba la ropa sucia y las botas llenas de barro. A Will lo dejaron pasmado los descomunales puños de Kheelan y la absoluta ausencia de expresión de su rostro. «En el mejor de los casos, es un poco justo de entendederas —pensó Will—. En el peor, es un psicópata.»

A Will le gustaba apostar fuerte aun cuando tenía la suerte en contra, así que, antes de que cualquiera de ellos dijera algo, soltó:

—Hola, Daniel. Me alegro de volver a verlo. Este chico tan majo debe de ser Kheelan.

—Cierre el pico —respondió Daniel.

—Dígame, Kheelan, ¿me ha atizado con un garrote o con uno de esos jamones que lleva cosidos a las muñecas?

—Deje que le pregunte una cosa, señor Piper —dijo Daniel—, ¿quiere usted que lo mate delante del chico?

Will ya tenía la información que necesitaba: sus captores no se andaban con tonterías. Iban en serio. Se amoldó a la situación.

—No, soy yo el que va a decirle algo, Daniel: la policía y el MI5 están de camino. Les irá mucho mejor si dejan que nos vayamos. Y, si eso es demasiado para ustedes, al menos dejen que se vaya el chico.

—Lo dudo mucho —señaló Daniel—. Haven me ha dicho que usted accedió a venir solo. No se habría arriesgado a que la policía lo estropeara todo estando Phillip aquí.

—Los del MI5 son profesionales.

—¡No me diga! —soltó Daniel con una cruda carcajada—. A lo mejor en Londres, pero no aquí arriba. Por si acaso, me he asegurado de que no lleva micros o como se llamen. Y le he destrozado el móvil.

—Mire, amigo —dijo Will—, piense lo que quiera de las autoridades, pero, dígame, ¿qué cree que van a hacer ahora?

—Lo que vamos a hacer, amigo —respondió Kheelan, con un acento aún más cerrado que el de su hermano—, es tenerlos encadenados hasta que decidamos cargárnoslos.

—Ya te he dicho que no tiene sentido del humor —intervino Phillip, tembloroso.

La amenaza no inquietó mucho a Will, pero le fastidiaba que su hijo se viera metido en semejante olla a presión. Will sabía bien que Phillip, Nancy y él eran FDR, los tres. Nunca se lo había dicho a Phillip (no era algo de lo que le apeteciera hablar con su hijo), pero si veía que las amenazas de ese matón angustiaban al chico, le contaría lo que había en cuanto estuvieran a solas.

—Esta no es una de esas cosas de las que uno sale bien parado —dijo Will sin inmutarse—. Los encontrarán. Los detendrán. Irán a la cárcel, y cualquier miembro de su familia que sea cómplice pasará también un tiempo a la sombra. Perderán la granja. Lo que tengan en funcionamiento aquí, sea lo que sea, se clausurará. Créanme. Les expongo los hechos.

—Puede —reconoció Daniel—. Pero se acerca el horizonte, ¿no? Usted es famoso por eso, señor Piper. Si vamos a la cárcel, nuestra condena terminará el próximo febrero, ¿no es así?

Dicho esto, Daniel y Kheelan empezaron a reírse tan fuerte que parecía que fueran a descoyuntarse.

—¿Qué demonios os hace tanta gracia? —preguntó una voz de mujer.

Cacia entró llevando una bandeja con comida. Detrás de ella iba Haven cargada con bebidas.

—¿Por qué has dejado salir a Haven de su cuarto? —la reprendió Daniel.

—Lloraba desconsoladamente —explicó Cacia—. Se siente mal por lo que le ha pasado al señor Piper. Y quería ver al muchacho.

—¡Debería sentirse mal por lo que nos ha hecho a nosotros! —gritó Kheelan—. ¡Ha traído aquí a unos extraños! ¡Nos ha buscado la ruina! ¡Es mala y debe pagar por ello!

—¡Eh, tú! —le gritó Daniel—. Haven es mi hija; yo decidiré lo que hay que hacer.

—Era solo una opinión… —dijo Kheelan en voz baja.

—Salid de aquí los dos —ordenó Cacia echando a su marido y a su cuñado—. Id a vigilar con Andrew y Douglas. Y aseguraos de que el coche está bien escondido. Nosotras nos encargamos de estos.

Los hombres asintieron en silencio y se fueron.

Will decidió quedarse quieto y observar a la madre y a la hija unos instantes. No estaba seguro de si era Cacia quien llevaba los pantalones en la familia, pero desde luego era un apoyo con el que había que contar. Veía cómo se le tensaba el masetero cada vez que apretaba la mandíbula. ¿Era de rabia o de frustración? ¿Estaba furiosa con ellos o consigo misma?

De lo que Will no tenía duda era de lo que sentía por su hija. Le daba instrucciones con ternura. Aunque la muchacha había traicionado su confianza, parecía que no había transgresión que pudiera con su amor de madre.

También captó las miradas furtivas que se lanzaban Phillip y la chica. Cuando Haven le tendió la comida, la cara se le iluminó como un sol. Y Phillip respondió del mismo modo. Podía entender por qué. La muchacha era muy guapa y tímida, nada que ver con las chicas descaradas que solían acompañar a su hijo en Virginia y Florida.

—¿Se encuentra bien, señor Piper? —preguntó Cacia—. ¿Le han hecho mucho daño?

—Me duele un poco, señora. Pero no es la primera vez que me atizan, así que ya tengo el cráneo curtido.

—Sí, ¿verdad? Bueno, coma un poco de sopa y pan ahora que están calientes. ¿Qué te parece tener aquí a tu padre, Phillip?

—Bien, supongo —respondió con la boca llena de pan recién hecho.

—Tiene que dejar que nos vayamos, señora Lightburn —dijo Will.

—Detesto que me llamen así. ¿Por qué no me llama Cacia?

—Yo odio que me llamen señor Piper.

—Muy bien, Will. —Cacia rio—. Ojalá pudiera dejaros libres. Ojalá Haven hubiera hablado conmigo antes de convencer a tu hijo para que viniera hasta aquí. Ojalá nada de esto hubiera ocurrido, pero ha ocurrido y hay que hacerle frente.

—¿Me vas a contar lo que hacéis aquí? —preguntó Will tranquilamente.

—Sí, lo haré —contestó ella—. Te lo contaré, y te lo enseñaré, por la mañana.

—Lo he perdido —dijo Annie a su superior.

—¿Cómo que lo ha perdido? —La voz tronó por el altavoz de su NetPen.

—Me ha robado las llaves del coche y se ha largado. No sé por qué y no sé adónde ha ido. Hoy hemos regresado con las manos vacías. No estábamos sobre la pista de algo gordo.

—Quizá él ha visto algo que usted no ha percibido —le dijo la voz con sarcasmo—. Aunque esté jubilado, en sus tiempos era uno de los mejores. Pero usted qué va a saber si ni siquiera había nacido…

Annie inspiró hondo y mantuvo un tono profesional.

—¿Qué quiere que haga, señor?

—Quiero que movilice a la policía y lo encuentre. Le envío un equipo ahí arriba al mando de Rob Melrose. Cuando lleguen póngalo al día, luego siga sus órdenes. Debería haberlo enviado a él desde el principio.

—Sí, señor —respondió ella apretando los dientes.

—Ya me encargo yo de llamar a Washington para informar a la esposa de Piper, que seguramente me arrancará alguna parte esencial de mi anatomía.

Kenney intentó estirar las piernas, pero no había espacio suficiente.

—¿Este asiento no se puede echar más para atrás? —preguntó a nadie en particular.

Conducía Harper con la ayuda del GPS, que iba dándole indicaciones con una voz británica curiosamente sensual.

—Ya casi hemos llegado, jefe.

Lopez iba encogido en el asiento de atrás, con las rodillas dobladas. Los tres llevaban el pelo corto y, con los tejanos, los suéteres y las cazadoras de cuero, no podían parecer más estadounidenses.

—No tiene sentido que intentemos parecer británicos —les había dicho Kenney—. No lo conseguiríamos ni esforzándonos. Si alguien pregunta, somos turistas.

—Sí, eso seguro que cuela —había respondido Harper con los ojos en blanco—. Turistas con el maletero cargado de armas y munición.

Lopez empezó a roncar.

Kenney echó la mano hacia atrás y le dio un revés a un lado de la cabezota.

—Mantente alerta, por el amor de Dios.

Lopez despertó con una fuerte inhalación.

—Lo siento, jefe.

—Yo también estoy agotado —lo reprendió Kenney—. Estamos los tres más cansados que un cojo en un concurso de patadas, pero tenemos una misión.

Sonó el comunicador de Lopez.

«Alerta de vigilancia. Sujeto: Anne Locke; protocolo de comunicación: MI5. Descodificando.»

—¿Lo veis? ¿Qué os había dicho? —espetó Kenney.

Lopez gruñó y subió el volumen.

Mientras recorrían en coche la oscura campiña, los tres hombres escucharon la grabación de la conversación de Annie con su jefe de sección en Londres sobre la desaparición de Will Piper.

—Piper va tres pasos por delante de esos payasos —dijo Kenney—. Probablemente ya ha encontrado a su hijo. La cuestión es qué demonios habrá encontrado el chico.