1297, isla de Wight
Clarissa sacó los pies de la cama y, para que no le diera un mareo, hizo una pausa antes de levantarse. Se llevó las manos al vientre hinchado y cantó una cancioncilla a su hijo aún no nacido, una rima que le gustaba a su madre:
Dindón, dindón, mi hijo John se fue a dormir con pantalón, con un zapato y el otro no; dindón, dindón, mi hijo John.
Suspirando, se levantó, metió los pies en las sandalias y se acercó despacio a la palangana con agua.
Terminado su sencillo aseo matinal, tocó con los nudillos en la puerta cerrada con llave y llamó a la hermana Hazel.
La puerta se abrió, pero no era la hermana Hazel. En su lugar había otra monja a la que no había visto nunca.
—¿Dónde está la hermana Hazel?
—Se puso enferma anoche, de cólico, y la están atendiendo en la enfermería. —La mujer tenía un fuerte acento germánico—. Yo soy la hermana Ingrid. ¿En qué puedo ayudarte?
—Quisiera ir al retrete antes de mi ingesta matinal.
La anciana monja parecía aturdida e insegura.
—Acabo de enviar a otra chica allí. Se supone que no debéis hablar unas con otras. Esas son las instrucciones que he recibido. Espera aquí hasta que vuelva a por ti.
La hermana Ingrid enfiló el pasillo al trote y se olvidó de cerrar la puerta y echar la llave. Clarissa oyó un llanto de mujer procedente de la otra punta del edificio. Con cautela, salió al pasillo a comprobar si había alguien allí. Al verlo vacío, comenzó a acercarse con sigilo a aquel sonido lastimero.
Por el camino encontró algunas puertas cerradas y otras abiertas de par en par. Al asomarse a las abiertas, vio cuartos idénticos al suyo aunque sin ocupar ni utilizar. El llanto fue haciéndose más intenso a medida que se aproximaba a la última puerta de la derecha. Apoyó la cabeza en ella. Un sollozo desesperado le inundó el oído.
Era Fay, la chica de la nariz de patata a la que creía haber oído hacía meses. Estaba convencida.
—¿Fay? ¿Eres tú?
El llanto se interrumpió bruscamente. Clarissa oyó un apagado:
—¿Quién anda ahí?
—Soy yo, Clarissa.
Fay no dijo nada.
—¿Puedo pasar?
—¡La puerta está cerrada con llave!
Clarissa bajó la vista. Había una llave negra en la cerradura. Miró el pasillo, giró la llave y se coló dentro.
Fay estaba sentada en la cama, sola, con los ojos colorados como tomates y las lágrimas aún manando a pesar de que se había calmado. Sin embargo, al ver el vientre abultado de Clarissa, empezó a berrear de nuevo.
—Fay, ¿qué te pasa? —le dijo Clarissa.
—¡Se lo han llevado!
—¿A quién?
—¡A mi bebé!
—¿Por qué?
—Ya no necesita mamar —sollozó—, y han dicho que ya estaba listo.
—¿Listo para qué?
—Para estar con los suyos.
—¿Cómo con los suyos?
—Ya lo sabes. En el fondo, lo sabes. Lo que me pasó a mí te pasó a ti, ¿no? Tú los viste ahí abajo, en ese espantoso lugar.
Clarissa había hecho todo lo posible por borrar de su memoria ese día horrible y centrarse en la gestación de su bebé, pero en sus sueños (o en sus pesadillas) el olor de las catacumbas, las filas de mudos escribas pelirrojos de piel nívea, el viejo reseco que la había montado como a una bestia… todo volvía a ella en aterradores destellos.
—¿Se han llevado a tu bebé ahí abajo? —preguntó.
Fay se mordió el labio y asintió con la cabeza.
—¿Y qué le harán?
—Cuando sea mayor y pueda coger una pluma, se unirá a los demás. Eso es lo que me han dicho.
—Pero ¿qué hacen? ¿Qué es lo que escriben? —quiso saber Clarissa.
Fay enmudeció de nuevo y se limpió las lágrimas de la cara.
—Te lo dirán cuando se lleven a tu bebé. A mí me lo contó la hermana Sabeline porque me dijo que, como lo había hecho tan bien, lo volvería a hacer. En cuanto esté lista, tengo que volver a las catacumbas. Pero antes de eso me dejarán ver a mi hijo. —Volvió a sollozar—. ¡Lo echo tanto de menos! Es de los tranquilos. No es un niño sonriente, pero yo sé que quiere a su mamá.
—Fay, quiero que me digas qué es lo que escriben —insistió Clarissa.
—Es un secreto. Un secreto que se ha ido transmitiendo desde los primeros tiempos. Nuestros hijos son especiales. Tienen un don que les viene de Dios, dicen. Saben cuándo nacerá una persona y cuándo morirá. Lo escriben en hojas de pergamino y los monjes encuadernan esas hojas en grandes libros que guardan bajo tierra en una biblioteca. Nuestros hijos están benditos. Son escribas santos.
Clarissa se estremeció.
—Algunos eran muy viejos… —Pensó en el que la había violado—. ¿Quieres decir que pasan la vida bajo tierra?
—No lo sé —respondió Fay—. Creo que sí.
—¡Pues a mi bebé no se lo van a llevar! —afirmó Clarissa—. ¡Ni hablar!
Al oírla decir eso, Fay enterró la cara entre las manos y lloró desconsoladamente.
Clarissa retrocedió y, ya en el pasillo, volvió a cerrar con llave la puerta de Fay, por el bien de las dos. Por otra puerta abierta y a través de una ventana, vio que la hermana Ingrid volvía a toda prisa a los dormitorios.
En un instante, Clarissa tomó una decisión. Cogió la llave de la puerta abierta y se la guardó. Luego volvió a su cuarto, cerró la puerta, se sentó en la cama e intentó calmarse.
La hermana Ingrid abrió la puerta de golpe.
—¡Madre mía! —masculló—. He olvidado echarle la llave a tu puerta.
—No me había fijado, hermana —comentó Clarissa. Justo entonces se acordó de la llave que llevaba en la mano.
—Bueno, no importa. El retrete está libre. Ven conmigo, niña.
Clarissa se levantó y fingió que se mareaba. Cayó de rodillas y enterró la llave entre la paja del colchón.
—¡Ay, hija, deja que te ayude! —dijo la monja agarrándola por los hombros.
—No es nada, hermana. Ya se me ha pasado. Me encuentro mejor.
Desde aquel episodio, un solo pensamiento consumía cada minuto de vigilia de Clarissa.
«No voy a darles a mi bebé.»
«No voy a darles a mi bebé.»
Pero ¿quién era ella para hacer frente al poder de la hermana Sabeline y quizá del propio abad? Ni siquiera era monja. Era una humilde nulidad. Una chica que resultaba útil como recipiente, ni más ni menos.
Además, ¿cómo iba a escapar de esa fortaleza? En una isla. En tierra extraña. Su hogar estaba lejos, muy lejos. Para ella, volver a su pueblo era tan fácil como ir a ver al Papa de Roma. Y si por azar lograse superar todos esos obstáculos, ¿cómo sobreviviría al viaje sin dinero?
Fue a esa consideración a la que decidió aferrarse. Aunque su padre jamás se había dignado darle un solo consejo, le había oído decir con tristeza una y otra vez que si cayera en sus manos una bolsa de plata se solucionarían todos sus problemas.
¿Dónde, pensó, guardarían la plata en la abadía? Había visto algunos objetos resplandecientes en el altar de la catedral, pero estaban completamente fuera de su alcance. Entonces se le ocurrió algo: tal vez el propio abad tuviera cosas valiosas en su casa.
Un plan intrépido empezó a cuajar en su cabeza, y su desesperación la llevó a ponerlo en práctica una mañana gélida de enero, mucho antes del amanecer. Siempre hacía oídos sordos a las campanas de la catedral, que doblaban a las cuatro y media para llamar a laudes a los habitantes durmientes de Vectis, pero esa mañana se había despertado.
Prendió una vela gruesa y achaparrada con la vela que tenía siempre encendida en su celda. Luego esperó a que las campanas doblaran de nuevo, indicando el inicio del oficio en la catedral. Después del último repique, pegó la oreja a la puerta, rezó una oración rápida e introdujo la llave robada en la cerradura. Empezó a agitarla y a girarla para soltar la que sabía estaba metida por el otro lado. Cuando la oyó caer al suelo con gran estrépito metálico, se puso manos a la obra.
Empujó la llave robada hasta el fondo del mecanismo y la giró muy despacio. Oyó un chasquido al moverse el pestillo. ¡La llave funcionaba! ¡Era libre!
En el pasillo abovedado, oscuro y desierto, la vela proyectaba sombras feroces. Lo recorrió de puntillas y salió del edificio a un torbellino glacial de ráfagas de nieve. Conocía bien el camino a la casa del abad porque se encontraba junto a la catedral. Una medialuna menguante asomaba entre las nubes. Avanzó procurando esconderse en las sombras de los edificios y los árboles; cubría la vela con la mano para ocultar su luz a cualquier alma perdida que no estuviera en la catedral y para evitar que el viento la apagara. Caminaba con cautela, con cuidado de no resbalar en el camino cubierto de aguanieve. La idea de caer de bruces sobre su vientre gestante la aterraba.
Su hábito no estaba pensado para aquellas inclemencias meteorológicas. Cuando llegó a la casa del abad, temblaba descontroladamente. Por encima del castañeteo de sus dientes oyó los armoniosos cánticos procedentes de la catedral. La preciosa puerta tallada de Baldwin cedió fácilmente a la presión y, a pesar del miedo a que la descubrieran, enseguida se sintió reconfortada por el calor del fuego que ardía en la gran chimenea de la sala de visitas.
Las llamas eran tan intensas que apenas necesitaba su vela. La sala estaba desierta, pero había objetos. No, objetos no. Estaba repleta de toda clase de cosas maravillosas: tapices, alfombras de muchos colores, muebles y pinturas tremendamente hermosas de Cristo Nuestro Señor. Y plata. Candelabros y bandejas de plata, y un gran crucifijo, del tamaño de la mitad de un hombre, colgado de la pared.
En un momento de locura, imaginó que se quedaba allí, calentándose, sumergiéndose durante un rato en la exquisitez del lugar. Pero se quitó de la cabeza esa idea descabellada y se fue. Había cumplido su cometido: había descubierto que, en efecto, el abad tenía plata. Debía desandar el camino y volver a su alcoba sin que nadie la viera.
Clarissa aguardó el momento propicio, esperó a reunir el valor suficiente y a que llegara una noche sin luna. Se atuvo a su rutina: se aseó, comió todo lo que pudo por el bien del bebé e hizo sus rezos y su meditación. Pero la naturaleza de sus oraciones cambió. Ya no recitaba las escrituras y los salmos memorizados; rezaba por la preciada vida que crecía en su interior.
«No voy a darles a mi bebé.»
Pasó el mes de enero y se echó encima el de febrero. Por la noche, Clarissa se arropaba con dos mantas para estar calentita y de día se envolvía en una de ellas mientras paseaba nerviosa por su celda. La llave robada estaba oculta en su colchón. No parecía que su ausencia hubiese supuesto ningún problema. Al día siguiente de que la robara, otra había ocupado su lugar. La hermana Ingrid era tan despistada que probablemente pensaba que la había perdido ella.
Cuando iba al retrete por la noche, tomaba nota del estado de la luna. Calculaba que en menos de una semana, el 12 de febrero, la luna se oscurecería. Esa sería su noche.
Al salir del edificio anexo una noche, vio que la hermana Hazel acompañaba del brazo a una chica nueva. Más que acompañarla, la llevaba a rastras. La muchacha lloraba y se resistía, y parecía que fuera a zafarse y salir corriendo. Clarissa estableció contacto visual con la chica, un fuerte contacto visual. Para las dos, fue como si el tiempo se detuviera y se produjera entre ellas una comunicación silenciosa.
La chica, de no más de dieciséis años, era menuda, de rasgos delicados, barbilla perfecta, pómulos prominentes y piel nacarada. Sus ojos, anegados de lágrimas, revelaban una honda tristeza y parecían suplicarle que acudiera en su auxilio.
El momento pasó y Clarissa siguió su camino.
De vuelta a los dormitorios, reconoció la celda de la chica nueva porque tenía la puerta abierta y la cama sin hacer. Decidió hacerle una visita nocturna.
Esa misma noche, con la ayuda de la llave robada, fue a verla. Con todo el sigilo del que fue capaz, abrió la puerta de su cuarto y entró.
La chica estaba despierta, sentada en la cama; la vela de la mesilla la iluminaba lo suficiente para que Clarissa viera que parecía un cervatillo huérfano y aterrado.
Clarissa se llevó un dedo a los labios para pedirle silencio.
—No te asustes. Mi celda está al final del pasillo.
—¿Cómo has podido salir? —preguntó la otra.
—¿Prometes que no se lo vas a contar a nadie?
La chica asintió con la cabeza.
—He robado una llave. Entro y salgo cuando quiero —declaró, orgullosa—. Siempre con muchísimo cuidado. ¿Cómo te llamas?
—Elizabeth.
—Yo soy Clarissa.
—Estás preñada —dijo Elizabeth.
—De muchos meses. Me quedan dos, quizá tres.
—¿Cómo sucedió? —quiso saber Elizabeth.
Clarissa titubeó. La chica parecía demasiado aterrorizada para contarle la verdad.
—Como suelen pasar estas cosas.
—¿Te llevaron a las criptas?
—¿Cómo sabes tú eso? —exclamó Clarissa; se dio cuenta de que había hablado demasiado alto.
—Por otras chicas. Han oído decir que en ese sitio hacen cosas horribles, aunque ninguna ha estado nunca allí.
—Doy fe de que existe, pero no voy a contarte más —dijo Clarissa.
Elizabeth reaccionó a esa confirmación echándose a llorar. Clarissa se sentó en la cama y le apretó una mano como consuelo.
De repente, Elizabeth dejó de llorar y preguntó:
—Esa llave que tienes… ¿podrías usarla para concederme el placer de pasar unos momentos con otra persona?
—¿Con quién? —preguntó Clarissa.
—Con un joven monje. Se llama Luke.
Clarissa se quedó pasmada.
—¿Qué vas a hacer con ese monje?
—¿Hacer? Nada más que hablar, aunque creo que lo amo. Nos hemos visto alguna vez en las tierras de la abadía y hemos intercambiado unas pocas palabras. Pero veo que está prendado de mí y yo siento un dolor en el pecho que no puede ser más que amor. Quiero pedirle que me saque de este lugar. No quiero sufrir tu destino, Clarissa.
—Mi destino —repitió Clarissa en voz baja soltando la mano de Elizabeth y acariciándose el vientre abultado—. No estoy conforme con mi destino. Pretenden quitarme al bebé después de nacido y destetado. No dejaré que eso ocurra. También yo me propongo irme de aquí.
—¿Y adónde vas a ir?
—A mi casa. En el norte. En Cumberland.
Elizabeth volvió a cogerle la mano.
—¿Me ayudarás, querida Clarissa? ¿Me ayudarás a ver a mi Luke?
Clarissa meditó el asunto sin decir nada. Por fin, respondió:
—Dentro de cinco días, cuando la luna esté oscura, me marcharé de aquí. Entonces te daré mi llave y tú podrás hacer con ella lo que quieras.
Elizabeth le apretó la mano tan fuerte que le dolió.
—Eres como un ángel que ha venido a mí cuando lo necesitaba.
—No soy ningún ángel. Solo soy una chica como tú que quiere irse a casa.
El 12 de febrero, la noche era oscura, fría y nublada. Clarissa hizo los últimos preparativos y esperó a que las campanas de la catedral llamaran a los fieles al rezo.
Durante la semana anterior había pedido más comida y había ocultado los alimentos no perecederos, como frutos secos y pan ácimo, en un pañuelo, que había escondido debajo del colchón. Cuando los dormitorios estuvieron en silencio y cerrados con llave, envolvió la comida en la segunda manta. Enrollándola y atando los extremos, se hizo un buen bolso en bandolera donde guardar las provisiones y el botín para el viaje.
Cuando sonaron las campanas, esperó lo justo para que empezara el rezo. Luego, agarró la vela y usó la llave para liberarse por última vez.
Después, sigilosa como una pulga, abrió una puerta al fondo del pasillo y entró en la celda de Elizabeth. La hermosa muchacha la esperaba ya vestida.
—¡Has venido!
—Te dije que vendría. Toma, coge mi llave. Cuando salga te cerraré por fuera, pero luego tú podrás salir con esta llave. Te ruego que esperes un buen rato antes de marcharte. Si te descubren, no digas nada de mí y di que la llave la has robado tú. Necesito tiempo para salir de la isla. ¿Me lo prometes?
—Haré lo que me pides, querida Clarissa.
—¿Te reunirás, entonces, con tu joven monje?
—En los establos. He hablado con él esta tarde cuando he salido al retrete. Él estaba esperando cerca, por si yo aparecía. Por suerte, la hermana Hazel estaba atendiendo a otra chica que tenía fiebre.
Clarissa la abrazó y le dio un beso en la mejilla.
—Buena suerte, Elizabeth. Ten cuidado. Te deseo una vida larga y feliz.
—Y yo te deseo lo mismo. Rezaré para que llegues a casa sana y salva.
Ella se dio una palmadita en su tenso vientre.
—Te ruego que reces para que los dos lleguemos a casa sanos y salvos.
Clarissa salió de los dormitorios y siguió la ruta ya recorrida hasta la casa del abad, donde lo encontró todo exactamente igual que en la visita anterior. Cogió un par de candelabros de plata y una bandeja de plata con piedras preciosas incrustadas en el borde. No podía llevarse nada más, ni se atrevió a hacerlo. La bolsa hecha con la manta pesaba ya bastante cuando salió con sigilo de la casa del abad y se dirigió a la puerta principal de la abadía.
Apagó la vela y dejó que sus ojos se habituaran a la oscuridad. En medio de las tinieblas que preceden al amanecer, pudo ver los rudimentos de la gran verja levadiza de hierro que protegía el arco de entrada. Rezó para que la puerta no estuviera vigilada, pero, si lo estaba, su plan era tirar una piedra y confiar en que el portero fuera lo bastante lerdo para intentar averiguar de dónde procedía el ruido.
Por suerte, nadie vigilaba, pero eso le planteó otro problema, uno que Clarissa no había previsto. La verja levadiza de hierro estaba bajada. ¿Cómo iba a pasar? Desde luego, no estaba en condiciones de trepar por ella.
Encajada en uno de los pilares de la arcada había una rueda de trinquete. El corazón se le salía por la boca cuando agarró la ruidosa manivela y la hizo girar. Volcando en el esfuerzo todo el peso de su cuerpo, logró que la rueda se moviera y diera una vuelta. La verja se levantó una pizca.
Al parecer, podría manejar esa máquina infernal, pero de nada serviría que huyera y dejara la puerta abierta. ¡Se darían cuenta y la pillarían!
Se le ocurrió una idea, que inmediatamente atribuyó a la bondad de Dios. Cerca había una rama seca, caída de un árbol que se alzaba por encima del muro de la abadía. Cogió la rama y empezó a hacer girar la rueda de nuevo hasta que la verja se hubo levantado lo suficiente para que ella se colara por debajo tumbada boca arriba. Apoyando con fuerza el hombro en la manivela, deslizó la rama entre el trinquete y el diente más próximo de la rueda. Una vez colocada la rama, apartó el hombro de la manivela y oyó el chasquido de la rama aprisionada por el peso del trinquete. ¡Pero aguantó sin moverse!
Se tiró rápidamente al suelo, se tumbó boca arriba y, con los pies enfundados en las sandalias, se deslizó por debajo de la verja mientras resonaban en sus oídos el crujido y el chasquido aterradores de la rama. Si la verja caía de golpe, atravesaría primero al bebé y los dos sufrirían una muerte triste y dolorosa.
Gracias a Dios, consiguió pasar y se levantó triunfante al otro lado del muro de la abadía. Luego, agarró la verja con ambas manos y, con toda la fuerza de su cuerpo, se colgó de ella.
Se oyó un chasquido, la rama cedió y la verja descendió con gran estrépito.
Volvió la espalda a la abadía de Vectis y buscó el camino al transbordador.
Los caballos se revolvieron y relincharon cuando Luke entró en los establos. Estaba oscuro, hacía frío y le asustaba su propia audacia de haber ido hasta allí.
—¿Hola? —dijo en un susurro—. ¿Hay alguien?
—Estoy aquí, Luke, al fondo —le contestó una vocecilla.
Aprovechó la luz de la luna que se colaba por la puerta abierta para encontrarla. Elizabeth estaba en la cuadra de una gran yegua zaina, acurrucada junto a su panza para calentarse.
—Gracias por venir —dijo—. Tengo miedo. —Ya no lloraba. Hacía demasiado frío para eso.
—Estás helada.
—¿Sí?
Sacó una mano para que él se la tocara. Él lo hizo con cierto temor, pero, cuando él sintió su muñeca de alabastro, la rodeó con su mano y ya no la soltó.
—Sí. Lo estás.
—¿Me das un beso, Luke?
—¡No puedo!
—Por favor.
—¿Por qué me torturas? Sabes que no puedo. ¡He hecho los votos! Además, he venido para que me hables de tu problema. Hablaste de criptas. —La soltó y se apartó de ella.
—No te enfades conmigo, por favor. Mañana me llevarán a las criptas.
—¿Con qué intención?
—Quieren que yazca con un hombre, y yo nunca he hecho eso. —Lloró—. Otras chicas han sufrido ya ese destino. Las he conocido. Dan a luz y les quitan al niño cuando aún están amamantándolo. A algunas las usan como paridoras una y otra vez, hasta que pierden la cabeza. ¡Por favor, no dejes que a mí me pase eso!
—¡Eso no puede ser verdad! —exclamó Luke—. ¡Esta es la casa de Dios!
—Sí es verdad. En Vectis hay secretos. ¿No has oído las historias que se cuentan?
—He oído muchas cosas, pero no he visto nada con mis propios ojos. Yo creo en lo que veo.
—Pero crees en Dios —dijo ella—. Y a Él no lo has visto.
—¡Eso es diferente! —protestó—. A Él no necesito verlo. Siento su presencia.
La desesperación de Elizabeth crecía. Se obligó a calmarse, alargó el brazo y le cogió una mano.
—Luke, por favor, échate conmigo en la paja.
Le llevó la mano hasta sus pechos y la apretó. Luke sintió sus firmes carnes a través del manto y la sangre le subió a las orejas. Deseó cerrar la palma de la mano alrededor de aquella dulce esfera y le faltó poco para hacerlo. Pero entonces recobró sus sentidos y reculó, golpeándose con uno de los lados de la caballeriza.
Ella tenía la mirada encendida.
—¡Por favor, Luke, no te vayas! Si te acuestas conmigo, no me llevarán a las criptas. No les serviré.
—¿Y qué será entonces de mí? —murmuró él—. ¡Me echarán! No lo haré. ¡Soy un hombre de Dios! ¡Por favor, debo irme!
Mientras huía de los establos oyó los suaves sollozos de Elizabeth mezclados de manera discordante con los quejidos de los importunados caballos.
Clarissa estaba segura de que iba por el camino correcto porque cada vez se oía más fuerte el sonido del mar. En la orilla, el transbordador estaba amarrado a un muelle de madera durante la noche. Junto al muelle había una casita por cuyas ventanas no se veía luz en el interior. El barquero dormía, dedujo Clarissa, pero cuando despertara al amanecer ella estaría allí para hacerle una oferta.
Las pesadas nubes de tormenta yacían tan bajas sobre la isla que la transición de la oscuridad al alba fue muy tenue. Luke yació despierto e inquieto toda la noche. En los laudes le fue prácticamente imposible concentrarse en los cantos y salmos, y en el breve intervalo antes de que tuviera que volver a la catedral para el primer oficio hizo sus tareas a la carrera.
Pero llegó un momento en que ya no pudo más. Se acercó a su superior, el hermano Martin, apretándose el estómago, y le pidió permiso para desatender los rezos y acudir a la enfermería.
Con el permiso concedido, se puso la capucha y eligió el camino más largo hacia los edificios prohibidos. Escogió un gran arce que había en una loma cercana, lo suficientemente cerca para observar y lo suficientemente lejos para permanecer oculto. Desde ese punto aventajado montó guardia en la niebla.
Oyó las campanas que anunciaban la hora prima.
Nadie entró ni salió de aquel edificio con forma de capilla.
Oyó las campanas que señalaban el final del oficio.
Todo estaba en silencio. Se preguntaba cuánto tiempo pasaría sin que lo vieran y qué consecuencias tendría aquel subterfugio. Aceptaría su castigo, pero tenía la esperanza de que Dios tendría un poco de amor y comprensión para su lamentable debilidad humana.
Sentía la áspera corteza del árbol en su mejilla. Se quedó dormido, consumido por la fatiga, pero se despertó de golpe cuando se raspó la piel de la cara contra la irregular superficie del tronco.
La vio avanzar camino abajo, conducida por la hermana Sabeline como si la arrastraran con una cuerda. Incluso desde aquella distancia podía ver que estaba llorando.
Al menos esa parte de la historia que le había contado era cierta.
Las dos mujeres desaparecieron tras la puerta principal de la capilla.
Se le aceleró el pulso. Cerró los puños y los golpeó levemente contra el tronco del árbol. Rezó para ver la luz.
Pero no hizo nada.
Agazapada detrás de un seto, Clarissa observó cómo el cielo del amanecer entraba en contacto con el mar y lo llenaba de vida. Se levantó viento y las olas se volvieron más altas y fuertes. Temió que el transbordador no partiera ante el peligro de tormenta.
Las finas volutas de humo de la chimenea del barquero se hicieron más densas. Se había levantado. El contenido de un orinal fue arrojado por una ventana, y poco después el barquero asomó por la puerta y fijó la vista en el barco y en la bravura de las aguas.
Clarissa se levantó y se acercó; su expresión alegre pretendía ocultar su estatus de fugitiva.
—Amable señor, querría un pasaje para esta mañana —dijo.
—¿Y quién es usted? —quiso saber el anciano marino.
—Una joven de Newport que debe reunirse con su esposo.
—¿Ha estado aquí toda la noche?
—No, señor, acabo de llegar. He pasado la noche en casa de un familiar de Fishbourne.
—No tiene acento de Newport —dijo el hombre.
Clarissa pensó deprisa.
—Nací en el norte.
El barquero se mesó la barba.
—Hace una mañana desapacible y no veo más pasajeros. No vale la pena arriesgar mi barco por una muchacha.
Ella miró al cielo, que empezaba a iluminarse. La hermana Hazel no tardaría en llevarles las vituallas matinales y descubriría que no estaba. Abandonó su fingido buen humor.
—¡Tengo que irme ya! No puedo esperar. Puedo pagarle. Puedo pagarle generosamente.
El marino arqueó escéptico una ceja y le pidió alguna prueba de su afirmación.
Ella se arrodilló y desenrolló la manta lo justo para sacar uno de los candelabros.
—Puedo darle esto —dijo.
Él lo cogió, lo sopesó con una mano y lo rascó con la uña del pulgar.
—Buena pieza de plata, sí. ¿La ha robado?
—¡No! Es un regalo de mis parientes.
La sonrisa burlona del marino era prueba suficiente de su incredulidad, pero no la presionó más.
—¿Lleva algún otro tesoro en esa manta?
—No para usted, señor. Eso es más que suficiente para pagar un pasaje en el transbordador, creo yo. Me queda un largo viaje al norte y me toparé con otros hombres que querrán que les pague por sus servicios.
El marino se pasó el candelabro de una mano a otra mientras meditaba su decisión.
—Muy bien —aceptó al cabo—. Prepárese para una travesía difícil. Si ha comido algo, lo devolverá, se lo aseguro.
Ella asintió con la cabeza y dio gracias a Dios en silencio.
«Vamos, bebé mío, vamos a navegar lejos de este lugar.»
—Quisiera que algo más de ese tesoro se quedara en mi familia —le dijo el barquero—. Cuando lleguemos al otro lado, la llevaré hasta mi hermano, que tiene caballo y carreta. Si lo conozco bien, por una plata como esta la llevará a donde usted quiera.
La hermana Sabeline tiró de Elizabeth para que atravesara la puerta y la guió escalera abajo hacia las profundidades de la tierra.
Como un cordero arrastrado al matadero, Elizabeth cruzó la Sala de los Escribas, donde un joven enclenque y larguirucho alzó su cabeza pelirroja y gruñó, y de ahí la hermana la condujo al nauseabundo agujero de las catacumbas.
Dentro, la luz de la vela iluminó las grotescas calaveras y la anciana monja tuvo que utilizar ambos brazos para mantener erguida a la joven rubia.
No estaban solas. Había alguien junto a ella. Giró sobre sus talones y vio el mudo e inexpresivo rostro y los ojos verdes del joven; estaba bloqueando el paso. Sabeline se retiró y rozó con la manga los huesos de las piernas de un cadáver; los secos huesos repiquetearon. La hermana sostuvo la vela en alto y se quedó observando a corta distancia.
Elizabeth jadeaba como un animal. Podría haber huido hacia las profundidades de las catacumbas, pero tenía demasiado miedo. El hombre del pelo color naranja estaba a escasos centímetros de ella, con los brazos colgándole a los lados. Pasaron segundos. Sabeline, decepcionada, gritó:
—¡He traído a esta chica para ti!
No ocurrió nada.
El tiempo pasaba.
—¡Tócala! —ordenó la monja.
Elizabeth se preparó mentalmente para que la tocara aquello que parecía un esqueleto vivo y cerró los ojos. Sintió una mano en el hombro, pero lo extraño fue que no le pareció repulsiva sino tranquilizadora. Oyó chillar a la hermana Sabeline:
—¿Qué haces tú aquí? Pero ¿qué haces?
Abrió los ojos y como por arte de magia la cara que tenía ante sí era la de Luke. El joven pálido y pelirrojo estaba en el suelo, intentando levantarse del sitio al que Luke lo había empujado con violencia.
—¡Hermano Luke, déjenos solos! —gritó Sabeline—. ¡Ha violado un lugar sagrado!
—No me iré sin esta muchacha —dijo Luke, desafiante—. ¿Cómo puede ser esto sagrado? Todo cuanto veo es maldad.
—¡No lo entiende! —rugió la monja.
Oyeron un tumulto repentino en la sala.
Fuertes golpes.
Crujidos.
Bandazos. Destrozos.
El chico pelirrojo se giró y se encaminó hacia el ruido.
—¿Qué está pasando? —preguntó Luke.
Sabeline no contestó. Cogió la vela y corrió hacia la sala, dejándolos solos en la oscuridad total.
—¿Te han hecho daño? —preguntó Luke con ternura.
Su mano seguía en su hombro, y ella se dio cuenta de que no la había apartado.
—Has venido a por mí —susurró.
Se abrieron camino desde la oscuridad hacia la luz, hacia la sala.
Ya no era la Sala de los Escribas.
Era la Sala de la Muerte.
El único ser viviente era Sabeline, cuyos zapatos estaban empapados de sangre. Caminaba sin rumbo entre un mar de cuerpos que cubrían las mesas, los catres, el suelo, una masa exangüe y agitada por espasmos involuntarios. Sabeline parecía ida.
—Dios mío, Dios mío, Dios mío, Dios mío —musitaba una y otra vez con la cadencia de un cántico.
El suelo, las mesas y las sillas de la cámara se fueron tiñendo poco a poco con la sangre de aquellos ciento cincuenta hombres y muchachos pelirrojos; tenían una pluma clavada en un ojo.
Luke llevó a Elizabeth de la mano a través de aquella carnicería. Tuvo el aplomo necesario para echar un vistazo a los pergaminos que había sobre las mesas de los escribas, algunos de los cuales eran puros charcos de sangre. ¿Qué clase de curiosidad o instinto de supervivencia le empujó a llevarse una de las hojas en su huida? Eso sería algo que se preguntaría durante muchos años.
Subieron a la carrera la precaria escalera, atravesaron la capilla y después, fuera, la niebla y la lluvia. Siguieron corriendo hasta que estuvieron a poco más de un kilómetro de la puerta de la abadía. Solo entonces se detuvieron para dar un respiro a sus abrasados pulmones y escuchar las campanas de la catedral, que repicaban en señal de alarma.
A lo lejos vieron el transbordador que volvía a la isla de su primer viaje del día. La gente se agolpaba en el muelle para conseguir un pasaje. Luke se palpó en el hábito unas monedas que había guardado cuando había llegado a Vectis siendo solo un jovencito que quería hacerse religioso. Elizabeth y él se pondrían a la cola y dejarían atrás el horror de aquella mañana.
Los bajos de la blanca vestidura del abad estaban empapados de sangre. Cada vez que se detenía para tocar una frente fría o hacer el signo de la cruz sobre un cuerpo boca arriba, sus prendas se manchaban de sangre.
A su lado, el prior Felix le tomaba del brazo para que Baldwin no resbalara con la sangre que cubría las piedras. Recorrieron aquella carnicería parándose en cada uno de los escribas pelirrojos en busca de señales de vida; en vano. El único otro corazón que latía en la Sala de los Escribas era el del viejo Bartholomew, que estaba haciendo su propia desalentadora inspección al otro lado de la cámara. Baldwin había mandado salir a la hermana Sabeline porque sus lloros histéricos le estaban sacando de quicio y no le dejaban pensar.
—Están muertos —dijo Baldwin—. Todos muertos. En el nombre del Señor, ¿por qué ha sucedido esto?
Bartholomew pasaba de una fila a otra, caminando con cuidado sobre los cadáveres y alrededor de ellos, intentando mantener el equilibrio. Para ser un anciano, se movía con energía de un pupitre a otro, cogiendo las hojas de la mesa y reuniéndolas en la mano.
Se dirigió hacia Baldwin con una resma de pergaminos.
—Mirad —dijo el viejo—. ¡Mirad!
Dejó caer las hojas.
Baldwin cogió una y la leyó.
Después la siguiente, y la siguiente. Colocó las páginas sobre la mesa para poder verlas con mayor rapidez.
Cada página llevaba la fecha del 9 de febrero de 2027 y una inscripción idéntica.
—Finis Dierum —dijo Baldwin—. El Fin de los Días.
Felix tembló.
—Así que será entonces cuando llegue el final.
Bartholomew casi sonrió ante la revelación.
—Su trabajo había terminado.
Baldwin recogió todas las hojas y se las apretó contra el pecho.
—Nuesto trabajo aún no ha terminado, hermanos. Debemos llevarlos a la cripta para que descansen. Después haré una misa en su honor. La Biblioteca será sellada y la capilla quemada. El mundo no está preparado.
Felix y Bartholomew asintieron de inmediato para mostrar su acuerdo; el abad se dio la vuelta para marcharse.
—El año 2027 queda muy lejos —dijo Baldwin, cansado—. Al menos la humanidad tiene mucho tiempo por delante para prepararse para el Fin de los Días.
El prior Felix inició sus lamentables quehaceres.
Supervisó la colocación de los escribas caídos en las criptas y paseó por la inmensidad de la Biblioteca entre interminables estanterías de libros sagrados.
Apesadumbrado, subió por última vez las escaleras de piedra que llevaban a la capilla, aferrando las páginas en las que se había escrito Finis Dierum. Las usaría como yesca sagrada.
Siguiendo sus órdenes, habían llevado a la capilla balas de heno y las habían colocado por todo su perímetro.
Cuando se hubo hecho el trabajo, pidió una antorcha y, bajando la cabeza, esperó taciturno su llegada.
Alzó la vista al oír que la hermana Sabeline lo llamaba. Venía de los dormitorios especiales, con la hermana Hazel a remolque.
Las dos hermanas tenían los ojos como platos y resoplaban del esfuerzo.
—¡Dígaselo! —exigió la hermana Sabeline—. Dígale lo que ha ocurrido.
La hermana Hazel resolló y farfulló antes de ser capaz de dar forma a las palabras.
—Una de las chicas, Clarissa se llama, preñada de muchos meses estaba… ¡se ha ido!
—¿Cómo que se ha ido? —preguntó Felix con el cansancio propio de quien acaba de ser testigo de un cataclismo.
—Debió de robar una llave y huir anoche, después de la cena —dijo la hermana Hazel.
—¡Eso no es lo único que ha robado! —añadió la hermana Sabeline.
—Faltan piezas de plata en la casa del abad Baldwin. Esa malvada niña ha planeado bien su huida. He enviado a un hermano al transbordador. La chica viajó al amanecer, pero el barquero no quiere decirnos cómo le pagó.
—Si eso es así, ella no es la única que se ha ido —señaló Felix, espantado ante la revelación—. También se ha ido su hijo aún no nacido, el hijo de Titus el Venerable. En la larga historia de la Biblioteca, jamás se había ido un escriba, nacido o no nacido. ¡Y ahora ha ocurrido!
Felix miró el legajo de pergaminos que apretaba en su mano.
—¿Por qué se han quitado la vida de ese modo? —masculló—. ¿Ha sido porque en sus trances habían registrado el último día de vida en la tierra y ya no tenían nada más que escribir? ¿O porque han sentido una gran ruptura provocada por uno de ellos? ¿No habrá sido el fin de sus días, de los de los escribas?
La hermana Sabeline se cubrió el rostro con ambas manos y sollozó.
—Creo que nunca lo sabremos —dijo Felix.
Prendió los pergaminos con la antorcha y los usó para incendiar la paja. Observó cómo el fuego consumía la madera y cómo el edificio se derrumbaba sobre sí mismo.
Pero no arrojó una antorcha al interior de las criptas, como el abad Baldwin le había ordenado.
Se dijo que no podía ser testigo de la destrucción de la Biblioteca. Se dijo que esa decisión debía quedar solamente en manos de Dios todopoderoso.
Permaneció allí todo el día, viendo arder la tierra despacio, sin saber con certeza si el incendio había destruido la gran Biblioteca. Solo cuando las campanas llamaron a vísperas, dejó aquella parcela de tierra caliente para aplacar su alma con la oración en el frío invernal de la catedral.