Nancy fue a toda prisa de su despacho a la suite de Parish. Estaba tomándose un café y contándole sus penas a su secretaria cuando se había desatado aquel infierno. Se había visto obligada a quitarse por completo de la cabeza a su hijo.
Parish empezó a hablar antes de que ella pudiese tomar asiento siquiera.
—Dios mío, Nancy. ¡Maldita sea, Dios mío!
Sonó el teléfono. Su secretaria por el intercomunicador.
—Lo llaman de la Casa Blanca. El jefe de personal Gladwell.
—Dígale que me están informando del asunto, que lo llamo en dos minutos —dijo Parish. Se volvió hacia Nancy—. Bueno, cuéntame lo que sabemos.
—Aún están entrando detalles, pero la embajada de China en Washington ha recibido seis postales esta mañana por correo ordinario —explicó ella verificando sus notas—. Iban dirigidas al embajador, al ministro consejero, al secretario de Cultura, al secretario de Economía y Comercio, al agregado de Defensa y a un oficial de sistemas informáticos.
—¿Qué fecha llevan las postales?
—Todas de mañana.
—¿Se trata de un imitador?
—Resulta difícil decirlo. Tenemos un equipo allí negociando con su personal de seguridad a ver si nos deja llevarnos las postales para el examen forense. Me han dicho que el matasellos es de Manhattan, como el de las otras, y que el ataúd dibujado a mano parece idéntico.
—¿Y de qué demonios nos va a servir el examen forense? —estalló Parish levantando las manos—. Ninguna de las postales tiene el mismo texto impreso.
—Se puede analizar la tinta. Hasta la fecha habían utilizado la misma marca de bolígrafo.
—¿Algo más?
—Tengo que decirte, Bob, que creo que algo no encaja. Puede que sea un imitador, como dices, o que el autor esté provocando intencionadamente al gobierno chino con algún fin. Piénsalo bien. Hasta ahora todo apuntaba a una base de datos obsoleta. Esos diplomáticos solo llevan unos pocos años en Estados Unidos. Y no viven en la embajada. Las bases de datos de Área 51, según tengo entendido, registran domicilios particulares.
—Pues habrá que esperar a ver si alguno de esos diplomáticos, o todos ellos, está criando malvas a medianoche de mañana… —dijo Parish en tono socarrón.
El intercomunicador volvió a sonar. La Casa Blanca otra vez. Parish pidió que le pasaran la llamada, pulsó el manos libres y regurgitó el informe de Nancy a Dan Gladwell.
Gladwell estaba a media frase cuando le dijo a Parish que tenía que ponerlo en espera. Cuando retomó la llamada, anunció:
—Bob, el Departamento de Estado acaba de comunicarme que los chinos están haciendo las maletas y se largan. Están evacuando la embajada entera. Un avión los recogerá en el aeropuerto de Dulles y los llevará a casa. Han presentado una queja oficial. Te necesito aquí dentro de cinco minutos para que informes al presidente.
Will y Annie ampliaron su búsqueda casa por casa en círculos concéntricos y al terminar el día habían visitado todas las viviendas en un radio de cuatro kilómetros respecto al punto desde el que se había emitido la alerta de Phillip. En Pinn se había corrido la voz; algunos granjeros ya esperaban su visita. Algunos habían sido cordiales; a muchos les había molestado claramente la intrusión. Ninguno de ellos había arrojado ni una pizca de luz sobre el paradero de Phillip.
Cuando empezaba a anochecer, iniciaron el regreso en coche a Kirkby Stephen, Will con el ánimo tan lúgubre como la noche.
—Déjame que te invite a cenar —le dijo Annie sin apartar la vista de la serpenteante carretera—. He visto un sitio que pinta muy bien enfrente del hotel.
—Sí, claro —dijo él como un autómata.
Ella lo miró de reojo.
—Lo encontraremos, Will.
—¿No podemos conseguir que la policía haga otra búsqueda aérea mañana?
—Sinceramente, lo dudo. El agente Wilson ha dado a entender que de momento daba por concluida su intervención, pero que lo llamáramos si encontrábamos más pistas.
Will notó que el valle volvía a aprisionarlo y quiso escapar de su yugo a algún espacio abierto donde pudiera respirar sin dificultad. El terreno no tardó en allanarse y eso le proporcionó cierto alivio. Pero Phillip iba a pasar otra noche en algún lugar de aquel valle sombrío. ¿Escondido? ¿Retenido contra su voluntad? ¿Asustado?
Envió a Nancy un escueto informe de la situación.
La respuesta de ella fue:
Madre mía…
Y casi pudo oír el suspiro en aquellas dos palabras.
Aguardó, luego le preguntó si estaba bien.
Sí. ¿Y tú? Tirando. Problemones con China. Necesito saber que Philly está bien. Lo arreglaré. Te lo prometo.
—¿Tu mujer? —le preguntó Annie.
Will gruñó a modo de afirmación.
—Debe de estar preocupadísima.
—Lo está. Igual que yo.
De vuelta en su habitación, Will se refrescó la cara y se cambió de camisa. Puso las noticias en la televisión y enseguida entendió lo que Nancy le había dicho de los «problemones con China». Estaba metida en todo el meollo, eso seguro.
Su móvil empezó a vibrar, luego a sonar, en la cama. Supuso que sería Nancy, pero cuando estaba a unos centímetros se abalanzó sobre el aparato.
¡La llamada era de PHILLIP!
—¡Phillip! —chilló al teléfono—. ¿Dónde estás?
Hubo un silencio tenso.
—¿Phillip?
—Soy su amiga. —Era una voz delicada. Una voz de chica. Will llevaba todo el día oyendo el acento cumbrio.
Percibió cierta fragilidad. Si la presionaba lo suficiente, le sacaría lo que quisiera. En el FBI, sus interrogatorios eran legendarios.
—Soy su padre.
—Lo sé.
—¿Está bien?
Un débil «sí».
—¿Puedo hablar con él?
—Ahora mismo no está conmigo.
—¿Dónde está?
—Está a salvo.
—¿Dónde estás tú?
—En la biblioteca.
—¿La de Kirkby Stephen?
—Sí.
—Si voy allí, ¿podré hablar contigo?
—Solamente si me promete que vendrá solo.
—Lo prometo.
—¿Tiene coche?
—No. Sí. Sí, tengo coche.
—Bien. Necesitaremos un coche si quiere verlo.
—¿Cómo sabré quién eres?
—Yo lo conozco a usted. Es Will Piper.
Will colgó y empezó a pensar muy deprisa. Si implicaba a Annie, quizá asustara a la niña y cerrara de golpe la puerta que había abierto. No podía ir en taxi. En sus buenos tiempos le habría hecho un puente a cualquier coche y se lo habría llevado, pero ni siquiera sabía si era posible puentear uno de los coches eléctricos del aparcamiento.
De pronto supo lo que tenía que hacer. Cogió el teléfono y la cartera y salió.
No fue muy lejos.
Annie abrió la puerta. Iba en bata.
—Creía que habíamos dicho media hora.
—Lo sé.
Se coló dentro despacio. Ella cerró la puerta y dejó caer los brazos a los lados, con lo que se le abrió la bata.
Will había usado ese truco tantas veces en su vida que había perdido la cuenta. A veces iba sobrio, la mayoría no. A veces sabía el nombre de la mujer, otras no. Nunca había sido locuaz en esas circunstancias, y tampoco lo fue esta vez. La atrajo hacia sí, la besó suavemente en la boca abierta y le acarició la espalda.
Al poco, ella se soltó, sonriendo.
—Vaya, no me esperaba esto. Seguro que el restaurante también está abierto más tarde.
—Seguro que sí.
—No creía que estuvieras de humor para devaneos.
—He pensado que una mujer atractiva me ayudaría a olvidar algunas cosas.
—Es lo mínimo que el gobierno de Su Majestad puede hacer por ti. Dame un segundo, ¿vale?
Él asintió con la cabeza y ella se metió corriendo en el baño.
Will no perdió un segundo. Las llaves del Ford estaban en el escritorio. Se las metió en el bolsillo, salió con sigilo y cerró la puerta.
Minutos después aparcaba el coche en una calle de detrás de la biblioteca.
Era uno de los dos días de la semana en que la biblioteca cerraba más tarde. Había muchos más usuarios que en su visita anterior. La planta baja tenía una iluminación agradable en comparación con la lúgubre oscuridad de Market Street. A pesar del tiempo que hacía que se había jubilado, Will no había perdido el don. Escaneó la sala y procesó la información de un solo vistazo: buscó pruebas, se hizo una idea de conjunto y retuvo los detalles.
Localizó a la adolescente antes de que ella estableciera contacto visual con él por la forma en que se toqueteaba nerviosa un mechón de su larga melena pelirroja. Además, por su aspecto retrohippy, que su propia hija había adoptado también durante un tiempo (nada de maquillaje, vestido largo y vaporoso con chaquetón marinero encima, botas de trabajo…), parecía la típica cría que se pondría como apodo el nombre de una flor silvestre.
La confirmación llegó cuando, al verlo, esbozó una sonrisita forzada. Le hizo una seña para que la siguiera a la escalera.
En el sótano, entre estanterías, habló por fin.
—¿Ha venido solo?
—Sí.
—Phillip se parece a usted.
—¿Dónde está?
—No está lejos.
—Vale, vamos a buscarlo.
—No es tan sencillo.
Will se contuvo. Parecía asustada.
—¿Quieres que te llame Hawkbit?
—Me llamo Haven.
«Qué nombre tan etéreo…»
—Muy bien, Haven. ¿Por qué no me cuentas qué está pasando?
—¿Se lo puedo contar en el coche? Me he escapado. He hecho dedo hasta el pueblo. Si no vuelvo pronto, se darán cuenta de que me he ido.
—¿Vamos a Pinn? —preguntó él.
Asintió, en absoluto sorprendida.
—Me han dicho que habían estado por allí hoy.
Will repasó mentalmente las familias a las que habían visitado tratando de hallar algún parecido físico.
—¿Lightburn Farm?
Ella volvió a asentir.
—He conocido a tus padres.
Asintió de nuevo.
—Tengo el coche aparcado ahí detrás.
Haven le enseñó un camino alternativo para salir a la B6259 sin pasar por Market Street. Annie estaría peinando el pueblo en su busca, furiosa, y por más de un motivo. Al menos había podido birlarle las llaves antes de tener que acostarse con ella. ¡Hala!
Justo en ese instante le entró una llamada de un número británico. No recordaba haberle dado su móvil a Annie, claro que ella trabajaba para el MI5. Seguramente tendría un dossier sobre él. Apagó el teléfono. Lo último que quería era que Annie o la policía local se toparan con una situación complicada y lo echaran todo a perder. Él mismo iba a sacar a Phillip del lío en el que se había metido. Ya no necesitaba su ayuda.
Era noche cerrada. Al salir del pueblo, encendió las luces largas.
Ella iba sentada a su lado, una presencia indefensa y silenciosa.
—¿Qué puedes contarme, Haven? ¿Por qué querías que Phillip viniera aquí?
—Pensé que podría ayudar.
Iba a tener que sacárselo con sacacorchos.
—¿Ayudar a quién?
—A mí. Y a otros también.
—¿Cómo iba a ayudarte él?
—Corriendo la voz.
—¿De qué?
—De lo que hacemos en la granja.
Will le hizo la pregunta con tanta delicadeza como pudo, resistiendo la tentación de gritarle que lo soltara todo de una condenada vez.
—¿Qué hacéis en la granja?
—Prefiero enseñárselo a decírselo.
¿Era ese el argumento que había usado con Phillip? ¿Era un ardid orquestado por sus padres para atraerlo a él?
—Dadas las circunstancias, Haven, ¿cómo sé que no se trata de una trampa?
—Es peligroso, pero no es una trampa. A Phillip lo pillaron y me siento mal por eso. Fatal. Fui yo la que le quitó su NetPen al tío Kheelan. Lo ayudé a escapar.
—Pero volvieron a pillarlo, ¿verdad?
—En las colinas —confirmó ella con tristeza.
—Phillip me dijo que lo perseguían los Bibliotecarios.
—¿Eso dijo?
—¿A que se refería?
—Ya lo verá.
—¿Seguro que está bien?
—Mi padre se cayó y se rompió la mano, pero Phillip está perfectamente. Están enfadados conmigo. No me dejan verlo, pero sé que lo cuidan.
Necesitaba idear un plan.
—¿Está en la granja?
—No.
—¿En el granero?
—No.
—¿En la otra casita?
—No.
—¿Dónde entonces?
—Debajo.
—¿En un túnel?
—Más que eso. Ya lo verá.
—¿Cómo llegaré hasta Phillip?
—Hay un pasadizo secreto. Allí es adonde lo llevo.
—¿Tienen armas tus padres y tu tío?
—Escopetas.
—¿Alguna pistola?
—No creo. No lo sé.
—¿Cuántos hombres hay en la granja?
La respuesta de ella lo desconcertó.
—¿Cómo que hombres?
—Adultos. Hermanos, primos, ya sabes.
—En la granja están mi padre, mi tío, mis dos hermanos y mis dos primas, pero ellas son chicas. Y mi tía, que también es chica, claro.
Los faros iluminaron el letrero de Pinn.
—Dentro de kilómetro y medio, más o menos, saldremos de la carretera y esconderemos el coche detrás de un pequeño matorral —dijo ella—. Haremos el resto del camino campo a través. He traído una linterna.
A Will siempre se le había dado bien, muy bien, calar a la gente, pero no estaba seguro de que su talento se aplicara a las adolescentes de Mallerstang. Si aquello era una trampa, nadie tendría ni idea de adónde había ido. Alguien de la granja podría ir a por el coche, llevárselo a otro pueblo y esconderlo en un granero. Estaría completamente solo. Ninguna de sus opciones lo entusiasmaba. Tendría que buscar una salida cuando llegara allí. Ya no era agente del FBI. Era un jubilado convaleciente de una intervención de corazón. Pero siempre había sabido salir de los líos gordos, y no iba a dejar de creer en sí mismo ahora que la vida de su hijo estaba en peligro.
—Vale, Haven, lo que tú digas —concedió.
Una alerta en el NetPen de Kenney lo despertó de su siesta. Buscó a tientas la luz de la habitación, cogió el dispositivo y le ordenó que leyera el mensaje.
Comunicación de voz entrante entre Phillip Piper y Will Piper. Recibida a las 18.22 GMT. ¡Phillip! ¿Dónde estás? ¿Phillip? Soy su amiga.
Kenney escuchó el resto de la conversación y se ató las botas. Al poco estaba encendiendo las luces del pasillo.
Sus hombres se pusieron alerta enseguida, y le ahorraron las reacciones de pasmo y sorpresa.
—Lopez, Harper, moved el culo. Levantamos el tenderete. Nos vamos a Kirkby Stephen.
—¿Eso es una persona o un sitio, jefe? —preguntó Lopez poniéndose los pantalones de civil.
—Es un pueblo, imbécil. Piper se ha puesto en marcha, y nosotros también.