10

La adrenalina purgó el cansancio de Will. Iba sentado, tenso y rígido, al lado de Annie, que conducía el coche de alquiler rumbo al sur, hacia Pinn. Era una noche sin luna. El suyo era el único vehículo en la estrecha carretera. Con las luces largas, no veía más que setos, muros de piedra y alguna que otra casita oscura y solitaria de piedra caliza.

Annie contuvo un bostezo. Aquello a Will le dijo mucho. No se estaba implicando. No poseía el celo que él tenía cuando era un joven revolucionario. No se le iluminaban los ojos como a Nancy cuando trabajaba en un caso. Quizá fuera solo Annie. Quizá fuera la nueva generación. Quizá fuera el efecto pernicioso del horizonte. No le importaba demasiado. Su hijo andaba por ahí, perdido en la honda oscuridad del campo, en peligro. Y Will precisaba la implicación absoluta de todos los que participaban en su búsqueda.

—¿Cuánto nos queda? —preguntó.

—No mucho. Estoy buscando el coche del agente Wilson, que ya debería de haber llegado.

Will había llamado a Nancy y le había reenviado el mensaje de Phillip. Estaba haciendo horas extra en la oficina y enseguida ubicó las coordenadas de la alerta de Phillip en un mapa satelital.

—Es zona agrícola —le había dicho—. No hay muchos edificios. ¿Qué demonios hace ahí, Will?

—Ojalá lo supiera, Nance. ¿Tenéis algún grupo terrorista en vuestros archivos que se haga llamar los Bibliotecarios?

La había oído emitir comandos de voz a su ordenador.

—Nada —le había contestado ella.

—Podrían ser nuevos. El nombre me da pánico.

—Y a mí —dijo ella. Will había notado el miedo en su voz. Por encima de todo era madre—. Podría ser algo relacionado con el horizonte. Quizá tu parentesco con Phillip lo ha convertido en un blanco simbólico.

—Su redacción estaba por toda la red —había dicho Will.

—Sí, es cierto.

—¿Existe alguna remota posibilidad de que esto tenga algo que ver con tu caso de los chinos?

—No quiero descartar nada. Parish se ha ablandado. He podido escaquearme del viaje a China. ¿Quieres que intente conseguir permiso para volar al Reino Unido?

—No, quédate donde estás. Quizá necesitemos que hagas cosas en Washington que no se pueden hacer aquí. No me fío del MI5. Me han asignado a una niña que no es mucho mayor que Phil.

Hubo una pausa. Will sabía lo que Nancy estaba pensando, pero estaba seguro de que en esas circunstancias no iba a preguntarle: «¿Es guapa?».

En cambio, le había dicho:

—Will, encuéntralo y tráelo a casa. Oye, y cuídate ese condenado corazón.

Delante, en la oscuridad, vieron el coche del agente Wilson aparcado en el arcén, con las luces interiores encendidas. Annie aminoró la marcha y se detuvo detrás de él. Se encontraron en el aire helado de la noche.

Wilson señaló la oscuridad.

—Hace una noche fría para que ese muchacho ande por los valles…

—Entonces más vale que lo encontremos rápido —dijo Will con sequedad—. ¿Hay muchas casas por aquí?

—Unas tres o cuatro por kilómetro cuadrado. No vive mucha gente por la zona —dijo el agente—. Este es un país de ovejas.

Wilson llevaba un NetPen con la configuración de la policía. La pantalla estaba desplegada y mostraba un mapa del terreno con una chincheta que señalaba la posición satelital de la alerta de Phillip.

—¿A qué distancia está eso? —preguntó Annie.

—A medio kilómetro, más o menos. Está muy oscuro. Solo llevo una linterna, lo siento, así que, a menos que ustedes lleven las suyas, no vamos a poder dividirnos.

Encontraron un hueco en un seto y se adentraron en un prado negro como el carbón. Will no tenía percepción del terreno más allá de lo que veía bajo el cono amarillento de la linterna del policía. La hierba que pisaba estaba aplastada por el frío y cubierta de escarcha. Se estremeció al imaginar a Phillip vagando por aquel paisaje extraño para él.

Al rato supo que subían por lo tensos que tenía los cuádriceps. La pendiente no era muy pronunciada, pero sí constante. Se tomó el pulso en el cuello y rezó para que el corazón no le diera un susto. Se toparon con un muro de piedra.

—Vamos a pasar al otro lado —dijo el agente Wilson—. Intenten no tirar ninguna piedra y así por la mañana no habrá quejas. Los granjeros de por aquí no son de lo más simpáticos. Y cuidado con las cacas de oveja.

Wilson saltó el murete sin problema y le ofreció la mano a Annie, que, con falda, lo tenía más difícil. En circunstancias normales Will le habría ayudado, pero tenía demasiada carne a la vista y decidió dejar las manos quietas. Cuando pasó al otro lado, sintió una palpitación en el pecho que le hizo detenerse y fruncir el ceño, asqueado de sí mismo.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Annie.

—Perfectamente —dijo él recuperando el ritmo. Hizo bocina con las manos y llamó a gritos a su hijo.

El policía lo apuntó con la linterna y le reprendió:

—Señor Piper, entiendo su preocupación, pero le ruego que espere a que nos alejemos de las granjas. Como algún agricultor furibundo salga de su casa escopeta en mano en busca de un intruso no le arriendo las ganancias.

Will resistió la tentación de mandar al carajo a aquel tío. Necesitaba su cooperación.

Tras una subida de veinte minutos, habían saltado ya cinco muros. Wilson consultó su NetPen y declaró:

—Este es el punto aproximado desde el que su hijo envió la alerta.

—Voy a llamarlo —dijo Will—. ¿Le parece bien?

—Estamos lo bastante arriba como para no molestar a nadie del valle.

—¡Phillip! —gritó Will. Esperó y lo llamó de nuevo—. ¡Phillip! ¡Soy papá! ¿Dónde estás?

Vagó unos cuantos metros en cada dirección y volvió a intentarlo.

El fuerte viento no trajo respuesta alguna.

El agente barrió la ladera con el haz de su linterna.

—¿Qué es eso? —preguntó Annie señalando unos bultos oscuros.

—Ovejas, me parece —contestó Wilson—, pero voy a echar un vistazo. No se separen. No quiero más desaparecidos.

Se acercaron a los bultos, que, en efecto, eran un grupo de ovejas apiñadas cerca de un pequeño hangar agrícola. Wilson miró dentro. No había más que paja. Hurgó un poco con el pie y anunció que no había nada, pero Will insistió en repetir el ejercicio por sí mismo.

Pasaron media hora recorriendo el prado en pendiente que rodeaba las coordenadas de la alerta mientras Will llamaba desesperado a su hijo una y otra vez. Finalmente, Wilson insistió en que ya habían dado bastantes tumbos por esa noche. Volvería con más agentes por la mañana, pediría un helicóptero a la policía de Cumbria, pero no tenía sentido seguir deambulando a ciegas. Will se puso como una fiera, se plantó a un centímetro de la cara de Wilson y Annie tuvo que contenerlo; le rogó que no se indispusiera con las autoridades locales.

—Aquí no contamos con recursos propios, Will. Precisamos su ayuda constante. Piensa en tu hijo, ¿vale?

Will notó que las rodillas le fallaban de puro cansancio y se rindió a la mansa lógica de Annie. Emprendieron el descenso.

A las nueve de la mañana, hora local, Roger Kenney y su equipo desembarcaban de un helicóptero de transporte Sikorsky de las Fuerzas Aéreas estadounidenses en la base aérea 421 de Menwith Hill en Harrogate, North Yorkshire. Hacía muchísimo frío y el sol brillaba con fuerza. Los tres estadounidenses se pusieron sus gafas de sol de espejo y subieron a un Humvee.

Habían tomado tierra en Inglaterra, procedentes de Nevada, esa mañana, y habían aterrizado en la base aérea de Mildenhall, en Sufolk, sede del Ala de Reaprovisionamiento Aéreo 100 de las Fuerzas Aéreas estadounidenses. Allí embarcaron de inmediato en un helicóptero que los llevaría a su destino. En tránsito, se habían hecho los preparativos necesarios para dar respaldo al equipo de Groom Lake en Menwith Hill, estación terrestre satelital y puesto de interceptación de datos de comunicaciones de la Agencia de Seguridad Nacional/CIA.

Cuando el helicóptero se aproximaba a tierra, Kenney había señalado el conjunto de antenas blancas gigantes albergadas en unos globos blancos que se extendían por todo el campo.

—Parecen amanitas enormes, ¿verdad?

Llevaba consigo a dos de sus mejores rastreadores: Lopez, ex Ranger, y Harper, ex Delta, los dos leales como ninguno, ambos FDR. Lopez bostezó y Harper, contagiado, también.

—¿Qué es eso, jefe? —preguntó Lopez.

—La oronja mortal. Una seta venenosa. Deliciosa hasta que te mata. Si no, que se lo pregunten al emperador Claudio.

—Lo que usted diga, jefe —repuso Lopez.

Pronto se encontraron cómodamente instalados bajo tierra, su hábitat natural, en un búnker reforzado que podía soportar el impacto directo de una bomba nuclear. Un oficial de enlace de la NSA americana les enseñó la suite, que tenía una sala de emergencias, un VidLink exclusivo con Groom Lake, dos dormitorios y cocina.

—Gracias por su hospitalidad —dijo Kenney al tipo de la NSA—. Me siento como en casa.

—Cierren los ojos e imaginen que hay cactus arriba —bromeó su anfitrión—. Dennos una voz si necesitan un vehículo.

—¿Cuánto se tarda en llegar a Kirkby Stephen en coche?

—Depende de lo que le pisen.

—Le pisamos fuerte.

—Unas dos horas.

Mientras sus chicos se aseaban, Kenney se conectó con su servidor de Groom Lake y se sincronizó con sus programas de vigilancia. En unos minutos estaba operativo. Había una cola de archivos de audio de conversaciones por móvil entre Piper y su esposa y archivos de texto de mensajes entre Annie Locke y sus superiores del MI5.

Pronto se enteró de que habían progresado poco durante la noche y que tenían previsto reanudar la búsqueda de Phillip Piper por la mañana. Kenney arrastró las fotos de Will y Annie a la pantalla mural y, mientras activaba la localización de sus dispositivos móviles en el mapa de cuadrículas de Cumbria, habló satisfecho primero con una de las fotos, luego con la otra.

—Annie Locke, eres una jovencita preciosa. Espero que lleguemos a conocernos, a ser posible bajo unas bonitas sábanas limpias. Y a ti, Will Piper, también espero verte pronto. Te la debo, por lo de Malcolm Frazier. Te voy a joder pero bien, santurrón hijo de puta.

Will paseaba nervioso por el vestíbulo del hotel después de tomarse una tostada y un café espantoso. No había rastro de Annie, y su tardanza lo irritaba. Se vio tentado de largarse solo, pero ella tenía las llaves del coche, así que subió furioso las escaleras y aporreó la puerta de su habitación.

A través de la madera, oyó:

—¡Un segundo!

Annie abrió la puerta una rendija y, cuando vio que era él, la abrió del todo. Llevaba un cepillo en la mano y, aunque iba vestida, tenía la blusa a medio abrochar.

—Pasa si quieres —le dijo—. ¿Café? Me acaban de traer una jarra. Queda mucho. Tardo un minuto. No me he retrasado, ¿verdad?

—Sí, te has retrasado —dijo él; entró y se sentó en la cama deshecha. Supuso que la mejor forma de meterle prisa era plantarse allí.

Ella ya había vuelto al baño.

—Lo siento muchísimo. Prometo compensarlo conduciendo más rápido.

—¿Has sabido algo del poli? —inquirió él.

—¿Del agente Wilson? Sí, desde luego. Ha llamado para decirme que él y otros cuatro agentes van a registrar Mallerstang esta mañana. Creo que van de camino.

—¿Mallerstang?

—Es el valle por el que estuvimos anoche.

—¿Y qué tal en helicóptero?

—Bueno, por lo visto eso es más complicado. Le están haciendo una revisión.

—¡Pues nos buscamos otro! —espetó Will levantándose de la cama—. ¡Llama a tu gente de Londres! ¡Pídeselo a la Fuerza Aérea británica!

—Ya he hecho una llamada. No he sacado nada en claro, me temo. Por eso me he retrasado.

—Por Dios —gruñó Will—. Voy a llamar a Washington para que se pongan las pilas.

Ella salió del baño, ya peinada.

—Para cuando eso dé resultados, el helicóptero de la policía de Cumbria ya estará operativo otra vez. Confío en que eso sea esta tarde. ¿Listo?

Aún llevaba la blusa desabrochada. Will se la señaló amablemente, pero al ver que no lo pillaba le dijo:

—Los botones.

Ella se los abrochó sin ruborizarse y lo miró a los ojos.

—Cuando encontremos a tu hijo, me gustaría ayudarte a celebrarlo.

Él suspiró. Aquel territorio le era familiar.

—Seguramente tengo edad para ser tu abuelo.

—Yo te veo estupendo. —Cogió el abrigo y el bolso en bandolera—. ¿Sabes?, antes de que nos viéramos, ya tenía la sensación de que te conocía. Creo que me enamoré de ti cuando vi tu figura de cera en el Madame Tussauds durante una excursión del colegio.

Él gruñó incómodo.

—Ya no la tendrán expuesta.

—Igual la han sacado del almacén y la han desempolvado para exponerla durante el último año antes del horizonte. A lo mejor puedes llevar a Phillip a verla antes de que volváis a Estados Unidos.

Fueron rumbo al sur por la misma carretera que habían tomado la noche anterior. La B6259 surcaba Mallerstang, un valle largo esculpido en los Peninos por el río Eden. Lo que era oscuro e insondable en plena noche se veía ahora claro y bañado por el sol. Estaban en una depresión en forma de «U». Hacia el este y el oeste se extendían elevadas y onduladas colinas de hierba con afloramientos de piedra caliza y bosques dispersos. Las laderas se alzaban más de quinientos metros a ambos lados de la carretera. Al bajar al estrecho valle, Will tuvo una reacción visceral a las colinas. Le pareció que se cerraban sobre él, que le aprisionaban el pecho y que le faltaba aire, una versión suavizada de cómo se había sentido cuando había tenido el infarto.

Por toda la pendiente, arriba y abajo, vio el complejo entramado de muretes de piedra como aquellos con los que se habían topado en la oscuridad. Dispersos a ambos lados de la carretera había granjas y graneros de piedra gris, algunos al final de serpenteantes caminos de tierra. Los muretes y los edificios eran de la misma piedra caliza que los peñascos, por lo que parecían parte del paisaje, como si hubieran brotado del lecho de roca, en vez de ser obra del hombre.

Pasaron por delante de un pequeño rótulo de hierro. Pinn.

—No es lo que se dice una gran ciudad —dijo Will.

—Ni siquiera hay un pub —coincidió Annie.

Delante vieron dos coches patrulla. Annie los pasó de largo y aparcó en el arcén. Estaban vacíos. Will bajó del coche, aguzó la vista y buscó a los dos policías en las colinas, pero no consiguió verlos.

—Vale —dijo—. Con un poco de suerte, la policía está haciendo su trabajo. Hagamos nosotros el nuestro. ¿Dónde está la primera casa?

Habían pinchado una chincheta digital en el mapa de la pantalla del NetPen de Annie y trazado un círculo con un radio de unos dos kilómetros. En ese círculo había ocho casas en el mapa Ordnance Survey a escala 1:10000. Empezarían por allí, luego extenderían el radio en incrementos de un kilómetro.

Will exploró las colinas. Alguien de Mallerstang, alguien de aquel condenado valle sabía dónde estaba su hijo.

—Iremos a pie a las dos primeras, luego volveremos a por el coche —propuso Annie—. Aquella casa de allí arriba tiene un nombre precioso: Scar Farm. Supongo que no tiene nada que ver con Scarface, pero en cualquier caso es el sitio perfecto para empezar.

Scar Farm era una casita de piedra caliza en mitad de la ladera, como la mayoría de las granjas de Mallerstang. Los prados hasta la carretera eran de heno y silos, y los que trepaban por las colinas eran de pastoreo estival. Annie llamó a la puerta con los nudillos, no contestó nadie y volvió a llamar. Will se adelantó y la aporreó con el puño unas cuantas veces.

Un perro empezó a ladrar detrás de la casa. Will la rodeó para investigar y vio a un hombre en un tractor en el campo que había más allá del granero; se subió al murete de piedra, buscó una posición de equilibrio, agitó los brazos y gritó varios «hola». El hombre lo vio, señaló el viejo tractor de gasolina y descendió por la colina hacia donde estaba Will. Al mismo tiempo, una mujer salió del granero y se le acercó con cautela.

El granjero detuvo el tractor junto al murete y desmontó. El perro estaba en su lado del murete y, a la orden tajante de su dueño, dejó de ladrar. Era un tipo mayor, de pelo entrecano, que llevaba un anorak raído y katiuskas. Will seguía subido al murete. El hombre le gritó en dialecto cumbrio:

—¡Baja de ahí, panoli!

—¿Qué ha dicho? —le preguntó Will a Annie.

—No tengo ni idea.

La mujer se acercó más. Era de la misma añada que el granjero y estaba tan curtida como él.

—Ha dicho «baja de ahí, panoli». Esto es propiedad privada —añadió.

Will bajó.

—Lo siento, señora. Me pregunto si tendrían un momento para hablar con nosotros.

—¿Se han perdido? —preguntó la mujer.

—No, señora. Necesito su ayuda. ¿Podrían dedicarme un minuto? Busco a mi hijo.

El granjero, furioso, masculló algo ininteligible.

—Cierra el pico, John —dijo ella—. El hijo de este hombre ha desaparecido. Vuelve a lo tuyo, ya me encargo yo de ellos.

El anciano maldijo, subió de nuevo al tractor y se fue de mala gana.

Will sacó una foto de Phillip de la chaqueta.

—Gracias. Este es mi hijo. Sabemos que estuvo cerca de aquí anoche.

—En la colina —dijo Annie señalando la ladera.

—¿Y qué hace su chico en Mallerstang? —le preguntó la mujer a Will.

—No estoy seguro. Creo que ha conocido a una chica por la red.

—Aquí no hay chicas. No he visto a su hijo. Ustedes dos son los primeros forasteros que veo en mucho tiempo. En los meses buenos tenemos excursionistas, pero en invierno no.

—¿Ninguno de sus vecinos le ha comentado que haya visto a un chico por esta zona? —inquirió Will.

—Aquí no tenemos tiempo para sentarnos a tomar el té. La granja no funciona sola.

Annie se sacó una tarjeta del bolso.

—Bueno, si ve u oye algo, por favor, llámeme, ¿de acuerdo?

La mujer cogió la tarjeta sin mirarla.

—No son maderos entonces. ¿Qué son?

—¿Maderos? —preguntó Annie con cara risueña.

—Policía.

—No, señora. Soy de los Servicios Secretos. De Londres.

La mujer dio media vuelta para regresar al granero.

—No sé nada de eso.

El resto de la mañana fue más de lo mismo. A la hora de comer habían visitado cinco casas con recibimientos entre recelosos y hostiles. Nadie había visto a Phillip. En dos de las casas había niñas adolescentes que estaban en la escuela de Kirkby Stephen. Les dejaron la foto de Phillip y les pidieron que los llamaran si las niñas lo reconocían.

Cuando volvían al coche, sonó el NetPen de Annie. Era el agente Wilson de vuelta al pueblo. Habían peinado los prados y las colinas rocosas durante horas y no habían encontrado ni una sola prueba física.

—¿Vamos a un pub a comer algo? —le preguntó Annie a Will.

—Preferiría que siguiéramos buscando.

Ella suspiró, hurgó en su bolso y sacó una chocolatina.

—Tengo una Fruit and Nut de emergencia. ¿Quieres que la compartamos?

Se terminaron la chocolatina a la entrada de Lightburn Farm, luego subieron en coche por el camino de tierra que bordeaba un montículo que ocultaba la finca desde la carretera. La antigua granja se parecía mucho a las otras que habían visitado ese día: de piedra gris, rectangular, con la entrada centrada, ventanas asimétricas y tejado de pizarra a dos aguas muy inclinado. Un granero adosado formaba un ángulo recto con la casa en la ladera de la colina.

Una mujer de mediana edad y pelo de un rojo intenso tendía la colada en una cuerda a un lado de la casa. Se los quedó mirando fijamente mientras salían del coche.

—¡Hola! —gritó Will—. Me preguntaba si podría ayudarnos, señora.

—¿Con qué? —respondió ella muy seca. Era una mujer guapa de unos cuarenta y tantos que habría pasado por una belleza con un poco de maquillaje y mejor ropa.

—Mi hijo ha desaparecido. Vino aquí desde Estados Unidos. Sabemos que anduvo por esta zona anoche. ¿Le puedo enseñar una foto de él?

—¿Es usted su madre? —le preguntó la mujer a Annie.

—¡No! Algo joven para eso. Soy de los Servicios Secretos.

—¿De Londres?

Annie asintió con la cabeza.

—Así que tenemos a un yanqui y a una guardaespaldas de Londres. ¿Qué hace su chico por aquí?

—Creemos que conoció a una chica de la zona por la red —contestó Will.

La mujer dejó la ropa por tender en un cesto.

—Entiendo.

—¿Tiene usted hijas? —preguntó Will.

—Sí.

—¿Puedo hablar con ellas?

—Solo tengo una. Está en clase. Vamos a hacer una cosa: entren en casa. Les ofreceré algo de beber y echaremos un vistazo a esa foto, pero ya le puedo adelantar que no hemos visto a ningún chico estadounidense por aquí.

Mientras la seguían a la puerta principal, Annie le susurró a Will:

—Primer atisbo de hospitalidad. ¡Y hasta entiendo todo lo que dice!

Entraron en una sala grande dominada por una enorme chimenea en la que ardía apenas un fuego. A la izquierda, una cocina; a la derecha, una zona acogedora con muebles viejos, una alfombra de nudos y un televisor antiquísimo, anterior a las pantallas planas, grande y aparatoso. La mujer fue enseguida a atender el fuego y añadió unos trozos de carbón.

Will echó un vistazo alrededor y preguntó:

—¿De cuándo es esta casa?

Le respondió una voz de hombre desde las escaleras.

—Del siglo XIV, algunas partes aún son más antiguas. ¿Quién lo pregunta?

La mujer respondió enseguida.

—Daniel, baja. Tenemos visita. El hijo de este hombre ha desaparecido. Ha venido a buscarlo desde Estados Unidos.

Era un hombre de pelo negro, largas patillas negras y barba de varios días. Llevaba el brazo derecho en cabestrillo.

—Soy Daniel Lightburn —dijo—. Les estrecharía la mano, pero la tengo averiada.

Will y Annie se presentaron.

La mujer hizo lo propio.

—Yo soy la esposa de Daniel, Cacia.

—Qué nombre tan bonito —dijo Annie.

—Siéntense —les ofreció Daniel—. No tenemos muchas visitas. Cacia, sácales algo de beber.

—¿Té o whisky? —preguntó Cacia.

—Para mí, té —contestó Annie con ganas.

—Yo no diría que no a un whisky —dijo Will hundiéndose con cautela entre los muelles rotos del viejo sofá.

No había vuelto a probarlo desde el infarto. Sus médicos no querían que volviera a disfrutar de su néctar favorito, Nancy tampoco quería, pero con el jet lag y la preocupación su resistencia había mermado mucho. La bebida le golpeó con fuerza el paladar, pero descendió por su gaznate con agradable familiaridad.

Sonrió a sus anfitriones.

—Permítanme que les diga que hemos visitado a un puñado de sus vecinos esta mañana y ustedes han sido los únicos que nos han invitado a pasar.

También Daniel se había servido un par de dedos de whisky.

—A la gente de por aquí no le van mucho los forasteros.

—Algunos hablan un dialecto incomprensible —bromeó Will—. Ustedes, no.

—Hay de todo, supongo —dijo Cacia—. Nosotros no nos relacionamos mucho con los demás, por eso no se nos pegan todas sus peculiaridades.

—Somos lo que se dice autosuficientes —intervino Daniel—. Cultivamos nuestras verduras, ordeñamos nuestras vacas, matamos nuestras ovejas y nuestros pollos. No necesitamos mucho de lo que nos ofrece el mundo exterior.

—¿Solo son ustedes y su hija? —preguntó Annie.

—Tenemos dos hijos mayores arriba, atendiendo al ganado. Y mi hermano, su mujer y sus pequeñas están en la casita del fondo. Somos un gran clan.

—Enséñenos la fotografía —pidió Cacia.

Will les entregó una copia.

—Un chico guapo, ¿eh, Daniel?, pero, como les he dicho, no lo hemos visto.

—¿Qué les hace pensar que anda por aquí? —preguntó Daniel.

—Nos ha enviado una alerta desde su NetPen. —Lo miraron sin entender—. Es un comunicador móvil. Funciona por GWS, el sistema inalámbrico mundial.

Annie sacó el suyo para enseñárselo.

Daniel se encogió de hombros.

—No estamos muy puestos en tecnología. La tele era de mi padre, que en paz descanse.

—La señal que nos envió anoche indica que andaba a menos de dos kilómetros de esta casa.

—El señor Piper dice que el chico conoció a una chica por la red —dijo Cacia a Daniel.

—Pues debe de ser toda una muchacha si ha conseguido traerlo hasta aquí. —Daniel rio—. ¿De qué parte de Estados Unidos vienen?

—De Virginia.

—¿Y cómo se las ha arreglado el chico para llegar aquí?

—Se fue de casa, se compró un billete de avión y cogió un tren desde Londres.

—Un chaval motivado —reconoció Daniel.

—¿Qué edad tiene su hija? —preguntó Annie.

—Quince años —contestó Cacia.

—¿Se conecta mucho a la red? —quiso saber Will.

—Desde aquí no, eso seguro —afirmó Daniel—. No tenemos ordenadores. Quizá desde el colegio. No sabría decirle.

—¿Saben si usa la red social Socco? —preguntó Annie.

—Es la primera vez que lo oigo —dijo Cacia.

—¿Podrían enseñarle esta foto de Phillip cuando vuelva del colegio y preguntarle si alguna vez le ha mandado un mensaje? —preguntó Will.

Annie le dio una de sus tarjetas a la mujer, que asentía con la cabeza.

—Una pregunta más —dijo Will levantándose—. ¿Han oído alguna vez hablar de los Bibliotecarios?

—Bueno, sé lo que es un bibliotecario —respondió Daniel—, pero no estoy seguro de entender la pregunta.

—Sí, es rara. Dejando aparte su acepción convencional, ¿saben si hay algún grupo por la zona que se haga llamar así?

—No, lo siento —contestó Daniel—. No puedo ayudarle.

Annie apuró su té y se puso de pie también.

—Muchas gracias por su amabilidad —señaló Will—. Por favor, si su hija sabe algo, llamen enseguida a la señorita Locke.

A Will le sorprendió que Cacia Lightburn le cogiera las manos entre las suyas, mucho más pequeñas, y se las apretara. Lo miró sin pestañear con aquellos ojos verdes y le dijo con una sinceridad que casi lo hizo llorar:

—Sé que encontrará a su chico, señor Piper. Sé que lo hará.

Volvieron al coche.

—Qué gente tan amable —comentó Annie.

—Sí, supongo que sí —repuso él sin mucho entusiasmo. Notó un hormigueo en las manos. Casi como si aún pudiera sentir el tacto de las manos ásperas de aquella mujer—. Sigamos con lo nuestro. Nos quedan dos casas.

Por la ventana de la cocina que daba a la entrada principal de la casa, Cacia vio desaparecer el coche.

—Ya se han ido.

Daniel se rascó la mano lesionada y empezó a subir las escaleras.

—Que Haven suba a verme en cuanto llegue su autobús.

—Daniel —dijo su esposa—, ¿qué hacemos si vuelven?

—¿Que qué hacemos? Matarlos, por supuesto.