17
El círculo se cierra

Aquello no dejó de preocuparle. El pensamiento seguía fijo en su mente mientras pasaban los días de preparación para su viaje. Aquella idea se interponía entre Twissell y él; entre Noys y él. Cuando llegó el día de la partida, apenas si se fijó en ello.

Fingió interés cuando Twissell regresó de una sesión con la Comisión del Consejo, preguntándole:

—¿Qué tal ha ido?

Twissell contestó con voz cansada:

—No ha sido exactamente la conversación más agradable que haya tenido en mi vida.

Harlan estaba casi dispuesto a no insistir en aquel tema, pero al cabo de un rato de silencio, preguntó:

—¿Supongo que no habrá dicho nada de…?

—No, no —fue la firme respuesta—. No les he dicho nada de la muchacha, ni de su intervención al enviar a Cooper a otro Siglo. Ha quedado como un error, un fallo de la maquinaria. He aceptado toda la responsabilidad.

La conciencia de Harlan, abrumada como estaba, aún pudo sentir compasión del anciano.

—Eso perjudicará su posición en el Gran Consejo —dijo.

—¿Qué pueden hacerme? Tendrán que esperar a que corrijamos el error antes de proceder contra mí. Si fallamos, ya nada importa. Si tenernos éxito, éste me protegerá. Y si no fuese así… —El viejo Programador se encogió de hombros—. De cualquier manera, ya estaba dispuesto a retirarme de la dirección activa de los asuntos de la Eternidad.

Twissell fracasó por dos veces en sus intentos de encender su cigarrillo, y lo tiró a medio consumir.

—Habría preferido no tener que informarles de todo esto, pero de otro modo no me habría sido posible usar la cabina especial para otro viaje más allá de los límites de la Eternidad.

Harlan se volvió. Sus pensamientos seguían ocupándose del problema que le torturaba desde hacía días, al punto de excluir todo lo demás. Escuchó distraído la pregunta que le hacía Twissell, y solo cuando éste la repitió replicó sobresaltado:

—¿Qué decía?

—He dicho: ¿está dispuesta la muchacha? ¿Ha comprendido bien lo que debe hacer?

—Está dispuesta. Se lo he explicado todo.

—¿Cómo ha reaccionado?

—¿Qué?… ¡Ah, sí!, tal como yo esperaba. No tiene miedo.

—Sólo faltan tres fisio-horas.

—Lo sé.

Aquello era todo por el momento, y Harlan se quedó solo con sus pensamientos y con una decisión desagradable.

Una vez cargadas las provisiones en la cabina y preparados los mandos, Harlan y Noys aparecieron vestidos con las ropas que debían usar, correspondientes a una región rural de los primeros años del 20.°

Noys había influido en las ideas de Harlan respecto a su vestuario de acuerdo con algún instinto que según ella poseían las mujeres cuando se trataba de cuestiones de vestidos y de estética. Escogió cuidadosamente entre los anuncios de la revista de Harlan, y pasó revista a los artículos importados de una docena de Siglos diferentes.

A veces le preguntaba a Harlan:

—¿Qué te parece?

Él se encogía de hombros:

—Si es un conocimiento instintivo, lo dejo a tu elección.

—Mala señal, Andrew —dijo ella en un tono festivo que no parecía auténtico—. No parece importarte. ¿Qué te pasa? No eres el mismo. Hace días que pareces preocupado.

—Estoy bien —decía Harlan.

Cuando Twissell los vio por primera vez en su papel de nativos del Siglo 20, trató de bromear.

—¡Por el Tiempo! —dijo—. ¡Qué feos vestidos usaban los Primitivos, y a pesar de todo no llegan a ocultar su belleza, querida!

Noys le sonrió con aprecio. Harlan, de pie a su lado, pese a su impasible silencio, se dijo que la galantería de Twissell tenía algo de verdad. Los vestidos de Noys la cubrían sin poder disimular su figura esbelta y graciosa. Su maquillaje se reducía a unas absurdas manchas de color en los labios y en las mejillas, y en una fea corrección de línea de las cejas. Su precioso cabello había sido cortado sin piedad. A pesar de todo, estaba hermosa.

Harlan también se habituó a su incómodo cinturón, a la opresión que sentía en los hombros y en la cintura, y a la desagradable falta de color en sus ropas de tela áspera. Estaba acostumbrado a llevar vestidos extraños para adaptarse a las modas de otro Siglo.

Twissell estaba diciendo:

—Quise instalar los mandos en el interior de la cabina, tal como lo proyectamos, pero según parece no hay forma de hacerlo. Los ingenieros necesitan una fuente de potencia suficiente para el desplazamiento temporal, y esto no se puede conseguir fuera de la Eternidad. Todo lo que se puede hacer es retener la tensión temporal mientras la cabina esté en el Tiempo Primitivo. Con todo, disponemos de una palanca de retorno.

Los llevó al interior de la cabina, buscando su camino entre las apiladas provisiones, y les señaló la barra metálica que ahora sobresalía de la pared interior.

—En realidad, no es más que un simple conmutador —dijo—. En vez de regresar automáticamente a la Eternidad, la cabina permanecerá indefinidamente en el Tiempo Primitivo. Cuando se cierre este contacto, ustedes regresarán. Entonces queda la cuestión del segundo viaje, que será el último según espero.

—¿Un segundo viaje? —preguntó Noys en el acto.

—Todavía no te lo he explicado —dijo Harlan—. Mira, este primer viaje solo servirá para determinar con exactitud el tiempo de la llegada de Cooper. No sabemos qué lapso de tiempo ha transcurrido entre su llegada y la publicación del anuncio. Lo encontraremos por la dirección postal y entonces sabremos, si es posible, el minuto exacto de su llegada, o por lo menos con la mayor aproximación. Entonces podremos volver a dicho momento más quince minutos, para dar tiempo a que la cabina deje a Cooper…

Twissell le interrumpió:

—No podemos permitir que la cabina esté en el mismo lugar, en el mismo instante y en dos fisio-tiempos distintos, ya lo comprende —y sonrió débilmente.

Noys pareció pensarlo.

Twissell se dirigió a Noys.

—Cuando Cooper sea recogido en el momento de su llegada, todos los microcambios se renovarán. El anuncio de la bomba A desaparecerá, y Cooper solo recordará que la cabina, después de desaparecer tal como le dijimos, había vuelto a aparecer inesperadamente… No sabrá que ha estado en un Siglo equivocado, y no se lo diremos. Le explicaremos que se nos olvidó darle unas instrucciones vitales (tendremos que inventarlas), y confiemos en que considerará poco importante este asunto y no mencionará en su Memoria que le enviamos dos veces al Tiempo Primitivo.

Noys levantó sus finas cejas:

—Me parece muy complicado.

—Sí. Por desgracia es así —Twissell se frotó las manos y se quedó mirando a sus interlocutores, como si le quedase alguna duda oculta. Luego se irguió, hizo aparecer un nuevo cigarrillo y aún consiguió aparentar cierta despreocupación—. Y ahora, muchachos, buena suerte.

Twissell apretó brevemente la mano de Harlan, hizo un saludo a Noys y salió de la cabina.

—¿Ya nos vamos? —preguntó Noys a Harlan cuando se quedaron solos.

—Dentro de unos minutos.

Dirigió una mirada a Noys. Ella le observaba tranquilamente, sonriente, sin miedo. Por un momento, sus sentimientos se inclinaron hacia ella. Pero aquello era emoción, no la razón, se dijo Harlan; instinto, no cerebro. Harlan apartó la mirada.

El viaje no presentó ningún inconveniente, o casi ninguno. No pudieron observar ninguna diferencia con un viaje en las cabinas ordinarias. A medio camino sintieron una especie de sacudida interior, que pudo ser el límite de la Eternidad, o bien algo puramente psicosomático, casi imperceptible.

De súbito se encontraron en el Tiempo Primitivo y salieron al exterior, a un salvaje y solitario mundo, brillante bajo el esplendor del sol vespertino. Soplaba una suave brisa que llevaba consigo frescos aromas y, sobre todo, en aquel lugar reinaba el silencio.

Las desnudas rocas se alzaban poderosas, con los colores del arco iris gracias a sus minerales de hierro, cobre y cromo. La grandeza de aquellos parajes, libres de la presencia humana y casi de toda otra forma de vida, estremeció a Harlan, que se sintió empequeñecido al lado de aquella magnífica Naturaleza. La Eternidad, que no pertenecía al mundo de la materia, no conocía el Sol y hasta el aire que respiraba tenía que ser importado. Los recuerdos de su Siglo natal eran ya muy débiles. Sus observaciones en los diferentes Siglos se habían consagrado siempre a los hombres y a sus ciudades. Nunca había conocido aquello.

Noys le tocó en el brazo.

—Tengo frío, Andrew.

Él se volvió hacia ella, sobresaltado.

—¿No será mejor que instalemos el radiante? —dijo ella.

—Sí, en la caverna de Cooper —contestó Harlan.

—¿Sabes dónde está?

—Aquí mismo —dijo él brevemente.

No tenía ninguna duda de ello. La Memoria lo había indicado y, primero Cooper y ahora él habían sido enviados exactamente hasta allí.

Desde sus primeros días de Aprendiz nunca había dudado de la precisión de las localizaciones en el Tiempo. Recordaba que una vez se dirigió seriamente al instructor Yarrow, diciendo:

—Pero la Tierra se mueve alrededor del Sol y el Sol se mueve hacia el centro de la Galaxia, y la Galaxia también se mueve. Si partimos de un punto determinado de la Tierra y nos trasladamos al hipertiempo, dentro de cien años nos encontraremos en el espacio sideral, porque la Tierra aún tardará cien años en llegar a aquel lugar.

Aquéllos eran los días en que Harlan aún se refería a un siglo como cien años.

El Instructor Yarrow le contestó brevemente:

—No se puede separar el Tiempo del Espacio. Al movernos a través del Tiempo, compartimos los movimientos de la Tierra. ¿O acaso cree que un pájaro que vuela por el aire queda desamparado en el espacio porque la Tierra gira alrededor del Sol a una velocidad de treinta kilómetros por segundo?

Discutir con analogías es peligroso, pero Harlan pudo convencerse con pruebas rigurosas mucho más adelante; y ahora después de aquel viaje sin casi precedentes al hipotiempo de los Primitivos, tenía plena confianza en que hallaría la abertura de la cueva precisamente donde le dijeron que estaba.

Apartó a un lado el camuflaje de matorrales y piedras y entró.

Proyectó hacia el interior la luz de su lámpara casi como si fuese un escalpelo. Registró las paredes, el techo, el suelo, centímetro a centímetro.

Noys, que le seguía de muy cerca, murmuró:

—¿Qué buscas?

—Algo, no lo sé —dijo él.

Encontró lo que buscaba al final de la cueva. Era un fajo de papeles verdes, cubiertos por una piedra plana a manera de pisapapeles.

Harlan apartó la piedra a un lado y recogió los papeles.

—¿Qué son? —preguntó Noys.

—Billetes de Banco. Dinero.

—¿Sabías que estarían aquí?

—No, no sabía nada. Pero esperaba algo parecido.

En este caso Harlan había aplicado la lógica inversa de Twissell, para calcular la causa partiendo del efecto. La Eternidad existía; por consiguiente Cooper debía estar tomando las decisiones adecuadas. Al decidir que el anuncio atraería a Harlan al Tiempo exacto, la cueva iba a ser un medio más de comunicación.

Casi era más perfecto de lo que había esperado. Más de una vez, durante sus preparativos para el viaje hacia los Tiempos Primitivos, Harlan pensó que el adentrarse en una ciudad sin llevar consigo nada más que oro en pepitas resultaría demasiado llamativo y sospechoso.

Cooper lo había conseguido, desde luego, pero Cooper dispuso de todo el tiempo necesario. Harlan sopesó el grueso paquete de billetes. Le habría costado tiempo el acumular tanto dinero. El muchacho se había portado bien, maravillosamente bien.

El radiante fue instalado en la cueva, y la linterna en una grieta de la pared, de modo que tuvieron luz y calor. En el exterior cayó la oscuridad de una fría noche de marzo.

Noys contempló pensativa la pantalla paraboloide del radiante, que iba girando poco a poco.

—¿Qué planes tienes? —preguntó.

—Mañana por la mañana —dijo él— iré a la ciudad más cercana. Sé dónde está…, o dónde debería estar.

En su mente volvió a decir «está». No habría ninguna dificultad. Twissell tenía razón.

—Me llevarás contigo, ¿no?

Él sacudió la cabeza.

—Todavía desconoces el idioma, y el viaje será bastante difícil incluso para uno solo.

Noys parecía extrañamente arcaica con sus cabellos cortos, y la repentina indignación que apareció en sus ojos hizo que Harlan desviara la mirada.

—No soy una estúpida, Andrew —dijo ella—. Casi no me hablas. Ni siquiera me miras. ¿Y dices que me quieres? No es posible, o de lo contrario no me harías víctima de tu temperamento. ¿Por qué me has traído aquí? Dilo, ¿por qué no me dejaste en la Eternidad, ya que no te sirvo para nada y casi no puedes soportar mi presencia?

Harlan murmuró:

—Hay peligro.

—¡Bah! No digas tonterías.

—Más que un peligro, es una pesadilla. La pesadilla del coordinador Twissell —dijo Harlan—. Durante nuestro loco viaje al hipertiempo de los Siglos Ocultos, Twissell me contó sus ideas sobre esos Siglos. Especuló sobre la posibilidad de variedades evolucionadas de la especie humana, una nueva raza, quizá superhombres, escondidos en el lejano futuro, aislándose de nuestras interferencias, planeando el fin de nuestras intervenciones sobre la Realidad. Twissell creía que fueron ellos quienes construyeron aquella barrera en el Cien mil. Entonces te encontramos y el Programador Twissell dejó de preocuparse. Creyó que la barrera no había existido más que en mi imaginación. Se dedicó al problema inmediato de salvar a la Eternidad. Pero yo, como comprenderás, me he contagiado de su pesadilla. Yo tengo experiencia directa de esa barrera, de modo que no puedo dudar de su existencia. Ningún Eterno la había colocado, y Twissell dijo que tal cosa era teóricamente imposible. Es posible que la teoría de la Eternidad aún no esté lo suficientemente desarrollada. Porque la barrera estaba allí. Alguien la había colocado. Alguien o algo. Desde luego —continuó Harlan, pensativo—, Twissell se equivocó en algunos puntos. Él creía que el hombre debe evolucionar, pero eso no es cierto. La Paleontología es una de las ciencias que no interesan a los Eternos, pero interesaba a los últimos Primitivos, y por eso yo sé algo de ella. Sé esto: las especies evolucionan únicamente para adaptarse a las necesidades de un nuevo ambiente. En un ambiente estable, una especie puede conservarse sin evolucionar durante millones de Siglos. El Hombre Primitivo evolucionó rápidamente, porque vivía en un ambiente imprevisible y duro. Pero cuando la Humanidad aprendió a crearse su propio ambiente, se envolvió en uno de su propia creación, confortable y estable. Naturalmente, dejó de evolucionar.

—No sé de qué me hablas —dijo Noys, sin dejarse convencer—, pero no dices nada de nosotros, que es lo que yo quiero.

Harlan , procuró conservar la calma, y continuó:

—Entonces, ¿cuál era la razón de la barrera en el Cien mil? ¿Cuál era su propósito? Nadie te hizo ningún daño. ¿Qué podía significar, pues? Me hice la siguiente pregunta: ¿qué consecuencias tuvo su presencia, que no habría tenido en caso de no existir?

Harlan hizo una pausa, contemplando sus toscas y grandes botas de cuero natural. Se le ocurrió que estaría más cómodo si se las quitara durante la noche, aunque no en seguida…

—Solo había una respuesta para mi pregunta —dijo—. La existencia de aquella barrera me hizo regresar a la Eternidad, furioso, para procurarme un látigo neurónico y enfrentarme con Finge. Me inflamó con la idea de combatir a la Eternidad para recobrarte, y de destruirla cuando creí que había fracasado. ¿Me explico?

Noys le miraba con una mezcla de horror e incredulidad.

—¿Quieres decir que la gente del futuro quería que tu hicieras todo esto? ¿Que lo planearon así?

—Sí. No me mires de esa manera. ¡Sí! ¿Comprendes ahora que toda la cuestión se presenta bajo un aspecto distinto? Cuando yo actúo por mi propia voluntad, por razones propias, acepto las consecuencias materiales y espirituales de mis actos. Pero que me engañen, que me impulsen a cometerlos, unas gentes que manejan y manipulan mis emociones como si yo fuese un cerebro electrónico que solo necesita recibir las instrucciones adecuadas…

De repente Harlan reparó en que estaba gritando, y se interrumpió. Dejó pasar unos momentos y luego continuó:

—Eso no puedo aceptarlo. Debo deshacer lo que me impulsaron a emprender. Y cuando lo haya deshecho, podré descansar de nuevo.

Y tal vez era verdad. Podría aceptar su triunfo como algo impersonal, distinto de la tragedia personal que le Volvía en el pasado y en el futuro. ¡Pero el círculo se cerraba!

La mano de Noys se alzó, insegura, como si quisiera buscar refugio en la de él.

Harlan se apartó, rechazándola.

—Todo estaba preparado —dijo—. Mi encuentro contigo. Todo. Mis emociones fueron analizadas. Acción y resultado automáticos. Aprieta este botón y el hombre hará esto. Aprieta aquél, y el hombre hará aquello.

Harlan hablaba con dificultad, hundido en su propia vergüenza. Sacudió la cabeza, tratando de ahuyentar aquel horror, y luego continuó:

—Había una cosa que no acababa de comprender. ¿Cómo pude adivinar que Cooper iba a ser enviado a los Tiempos Primitivos? Era una cosa extraordinaria. No tenía ninguna base para sospecharlo. Twissell tampoco lo entendió. Más de una vez me he preguntado cómo llegué a intuirlo con mis escasos conocimientos de matemáticas. Sin embargo, lo hice. La primera vez fue… aquella noche. Tú estabas dormida, pero yo no. Tenía la impresión de que debía recordar algo; algún comentario, algún pensamiento, algo que yo había percibido inconscientemente en la excitación de aquella noche. Cuando traté de recordar, toda la importancia de la posición de Cooper penetró en mi cerebro, y con ella la idea de que yo podía destruir la Eternidad. Más tarde, estudié la Historia de las matemáticas; pero, en realidad, no era necesario. Lo sabía. Estaba seguro de ello. ¿Cómo? ¿Cómo fue posible?

Noys le miraba fijamente. Ahora no intentó tocarle.

—¿Quieres decir que los hombres de los Siglos Ocultos también prepararon aquello? ¿Que introdujeron todas estas ideas en tu mente y luego jugaron contigo?

—Sí, sí. Todavía lo hacen. Aún no ha terminado mi trabajo. El círculo podrá estar cerrándose, pero aún no lo está del todo.

—¿Qué pueden hacer ahora? No están aquí con nosotros.

—¿No? —Harlan pronunció aquella palabra en un tono tan sombrío, que Noys palideció.

—¿Superhombres invisibles? —murmuró ella.

—No son superhombres. No son invisibles. Ya te he dicho que el hombre no evoluciona mientras pueda controlar su propio ambiente. La gente de los Siglos Ocultos son Homo sapiens. Seres normales como tú y como yo.

—Entonces, no están aquí.

Harlan dijo tristemente:

—Tú estás aquí, Noys.

—Sí, contigo. No hay nadie más.

—Tú y yo —dijo Harlan—. Sólo una mujer de los Siglos Ocultos y yo… No finjas más, Noys, te lo ruego.

Ella lo miró con horror.

—¿Qué estás diciendo, Andrew?

—Lo que debo. ¿Qué fue lo que me dijiste aquella noche, cuando me ofreciste aquella suave bebida con sabor a menta? Me hablabas con suave voz, suaves palabras… No oí nada conscientemente, pero recuerdo el murmullo de tu voz. ¿Qué murmurabas? Sobre el viaje al pasado de Cooper; sobre Sansón derribando el templo. ¿Estoy equivocado?

—Ni siquiera sé quién era Sansón —dijo Noys.

—Puedes adivinarlo fácilmente, Noys. Dime, ¿cuándo entraste en el Cuatrocientos ochenta y dos? ¿A quién reemplazaste? ¿O, simplemente, te instalaste allí? Hice analizar tu probabilidad de supervivencia por un experto del Dos mil cuatrocientos ochenta y seis. En la nueva Realidad no existías. Tampoco tenías homólogas. Cosa extraña para un Cambio tan pequeño, pero no imposible. Y luego el analista dijo una cosa que no entendí hasta mucho después. Dijo: «Con la combinación de factores que me ha dado, no acabo de entender cómo puede existir en la actual Realidad». Tenía razón. Tú no eras de allí. Eras una invasora del lejano futuro, para influir sobre mí y sobre Finge a fin de conseguir tus propósitos.

Noys dijo suavemente.

—Andrew…

—Todo concordaba perfectamente. ¡Ojalá lo hubiera visto antes! En tu casa encontré un microfilm titulado Historia social y económica. Me sorprendió cuando lo vi por primera vez. Lo necesitabas, ¿verdad? Para aprender a comportarte como una mujer de aquel Siglo. Otra cosa. En nuestro primer viaje a los Siglos Ocultos, ¿recuerdas? Detuviste la cabina en el Ciento once mil trescientos noventa y cuatro. Lo hiciste con seguridad, sin errores. ¿Dónde aprendiste a controlar una cabina? Si tú fueses quien aparentabas ser, aquél hubiera sido tu primer viaje en una cabina. Además, ¿por qué aquél? ¿Es tu siglo natal?

Ella preguntó en voz baja:

—¿Por qué me has traído a los Tiempos Primitivos?

Harlan gritó con furia:

—¡Para proteger a la Eternidad! Desconozco qué daños podrías causar allí. Aquí estás indefensa, porque yo te conozco. Confiesa que digo la verdad. ¡Confiésalo!

Harlan se levantó en un paroxismo de ira, con el brazo levantado. Ella no hizo ningún gesto. Seguía completamente tranquila. Parecía una estatua modelada en bella y caliente cera. Harlan no terminó su movimiento, sino que repitió:

—¡Confiesa!

Ella dijo:

—¿Aún no estás seguro, después de todas tus deducciones? ¿Qué puede importarte que lo confiese o no?

Harlan notó que su ira iba en aumento.

—Di que es verdad, de todos modos, para que no tenga que sentir remordimientos.

—¿Remordimientos?

—Sí, Noys, porque tengo una pistola desintegradora y estoy decidido a matarte.