13
Hacia el límite del hipotiempo

Brinsley Sheridan Cooper entró en la sala. La excitación coloreaba su delgado rostro y casi lo hacía aparecer juvenil, pese al grueso bigote a lo Mallansohn que llevaba.

Harlan podía verle a través de la ventana de inspección y escucharle claramente por la instalación de sonido que ahora funcionaba en un solo sentido. Pensó amargamente: «Un bigote a lo Mallansohn. ¡Naturalmente!».

Cooper se acercó a Twissell.

—No me permitieron la entrada hasta este momento, Programador.

—Perfectamente —contestó Twissell—. Tenían instrucciones en este sentido.

—Ha llegado el momento, ¿no es así? ¿Debo irme ya?

—Falta muy poco.

—¿Podré regresar? ¿Podré ver de nuevo la Eternidad?

Pese a la rigidez de su postura, había inseguridad en las palabras de Cooper.

Dentro del cuarto de mandos, Harlan aplastó sus puños crispados contra el sólido cristal de la ventana, como buscando un modo de salir de allí, queriendo gritar: ¡Deténgase! ¡Acepte mis condiciones, o de lo contrario…! Pero todo fue inútil.

Cooper miró a su alrededor, al parecer sin darse cuenta de que Twissell se había abstenido de contestar a su pregunta. Su mirada se fijó en Harlan, al otro lado de la ventana del cuarto de control.

Cooper agitó el brazo animadamente.

—Salga, Ejecutor Harlan. Quiero estrechar su mano antes de partir.

Twissell se interpuso.

—Ahora no puede ser, muchacho, ahora no. Está ocupado con los mandos.

—¡Ah! Me parece que no se encuentra bien —dijo Cooper.

—Le he contado la verdadera naturaleza de este proyecto —dijo Twissell—.

Temo que sea suficiente para poner nervioso a cualquiera. —¡Por Cronos!, desde luego. Yo lo he sabido hace semanas y aún no me he acostumbrado.

Había un tono de histerismo en su risa.

—Aún no he podido convencerme de que en realidad sea yo el protagonista de este proyecto. Estoy… un poco asustado.

—No se lo reprocho.

—Es mi estómago, ya sabe. Nunca se somete a mis deseos.

—Eso es algo natural y ya pasará —dijo Twissell—. Mientras tanto, el momento exacto de su partida ya ha sido determinado y aún tengo que darle algunas instrucciones. Por ejemplo, aún no ha visto la cabina que va a usar.

Durante las dos horas siguientes, Harlan pudo oírlo todo, lo mismo cuando se encontraban al alcance de su vista como si no. Twissell instruyó a Cooper de un modo extrañamente fragmentario, y Harlan comprendió la razón de que fuese así. Sólo podía dar a Cooper la información que estuviese mencionada en la Memoria de Mallansohn.

Un círculo completo. Un círculo ciego. Y Harlan aún no podía hallar el modo de romper aquel círculo con un último y desesperado esfuerzo, como Sansón en el templo. En su mente el círculo giraba lentamente, una y otra vez.

—Las cabinas corrientes —oyó que decía Twissell — son a la vez empujadas y atraídas, si podemos aplicar tales términos al caso de las fuerzas de la energía Pantemporal. Al trasladarse del Siglo Equis al Siglo Y, existe un punto inicial que suministra energía y también un punto final que atrae a la cabina. Lo que tenemos aquí, en cambio, es una cabina con un punto inicial impulsor, pero sin energía en el punto de destino. Sólo puede ser empujada, pero no atraída. Por esta razón vamos a utilizar energía en órdenes de magnitud muy superiores a las que se consumen en las cabinas normales. Se han tenido que instalar grupos transformadores especiales a lo largo de los Tubos, para absorber suficientes cantidades de energía de la nova Sol. Esta cabina especial, sus instrumentos y el suministro de potencia constituyen un conjunto autónomo. Durante muchas fisio-décadas hemos estudiado las diferentes Realidades para encontrar las aleaciones especiales y los necesarios procesos de fabricación. La clase la encontramos en la Realidad trece del Siglo Doscientos veintidós. Allí han desarrollado el Compresor Temporal, y sin él no hubiéramos podido construir esta cabina. Fue en la Realidad trece del Siglo Doscientos veintidós.

Pronunció las últimas palabras con deliberada claridad.

Harlan pensó: «¡Recuerda eso, Cooper! Recuerda la Realidad 13 del Siglo 222 de modo que puedas decirlo en la Memoria de Mallansohn, para que los Eternos sepan dónde tienen que buscar y luego puedan decirte lo que debes escribir…». El círculo seguía girando.

Twissell continuó:

—La cabina no ha sido probada más allá del límite de la Eternidad en el hipotiempo, desde luego; pero ha hecho numerosos viajes por la Eternidad. Estamos seguros de que funcionará perfectamente.

—No puede ser de otro modo, ¿verdad? —preguntó Cooper—. Quiero decir que estuve allí, o de lo contrario Mallansohn no habría podido construir su Campo, y sabemos que lo hizo.

Twissell dijo:

—Exactamente. Se encontrará en lugar seguro, en la escasamente poblada zona Sudoeste de un país llamado los Estados Unidos de América…

—América —corrigió Cooper.

—Bien, América. En el Siglo Veinticuatro, o para ser exactos, en el año Dos mil trescientos veintisiete. Supongo que podemos llamarlo así. La cabina, como ve, es muy grande, más de lo necesario para usted. Está provista de alimentos, agua y medios defensivos. Encontrará instrucciones detalladas que serían, por supuesto, incomprensibles para cualquier otra persona. Debo recordarle que su primera tarea consiste en asegurarse de que ninguno de los habitantes de aquel Siglo le descubra antes de que usted esté preparado para ello. El aparato está provisto de excavadoras de energía con las que podrá penetrar en una ladera para formar una cueva. Tendrá que sacar el contenido de la cabina rápidamente. Todo está preparado para que esta tarea le sea fácil.

Harlan pensó: «¡Repite! ¡Repite! En otra ocasión ya le habrán dicho todo esto, pero hay que repetir todo lo que deba figurar en la Memoria. El círculo sigue girando».

Twissell decía:

—Tendrá que descargar sus provisiones y utensilios en quince minutos. Después de ese tiempo, la cabina regresará automáticamente a su punto de partida, llevando consigo todos los instrumentos que sean demasiado avanzados para aquel Siglo. Encontrará una lista que los especifica. Cuando la cabina haya regresado, podrá empezar a trabajar independientemente.

Cooper preguntó:

—¿Es necesario que la cabina regrese tan pronto?

—Un regreso rápido aumenta las probabilidades de éxito —dijo Twissell.

Harlan pensó: «Debe hacerlo al cabo de quince minutos, pues antes regresó a los quince minutos. El círculo sigue…».

Twissell se apresuró:

—No hemos intentado falsificar sus medios de pago ni ninguno de sus valores negociables. Hemos previsto que disponga de oro en pepitas. Le será posible explicar su posesión de acuerdo con sus instrucciones. Encontrará ropas autóctonas adecuadas o, por lo menos, que pueden pasar como autóctonas.

—Conforme —dijo Cooper.

—Ahora, recuerde esto. Proceda despacio. Emplee semanas, si es necesario. Acostúmbrese espiritualmente a las costumbres de aquella era. Las instrucciones del Ejecutor Harlan le servirán de mucho menos, pero no pueden preverlo todo, naturalmente. Tendrá a su disposición un receptor de radio, construido de acuerdo con la técnica del Siglo Veinticuatro, lo que le permitirá estar al corriente de los acontecimientos, y, lo que es más importante, aprender la correcta pronunciación y forma de hablar del lenguaje de aquel tiempo. Hágalo cuidadosamente. Estoy seguro de que el inglés de Harlan es excelente, pero desconocemos la pronunciación autóctona.

—¿Qué puede suceder si no llego al lugar exacto? —preguntó Cooper—. Quiero decir, si no es exactamente el año Dos mil trescientos diecisiete.

—Compruébelo con atención, por supuesto. Pero estamos seguros de que llegará allí. Tiene que llegar.

Harlan pensó: «Llegará, porque ya llegó una vez. El círculo sigue…».

Cooper debió parecer poco convencido, porque Twissell continuó:

—La exactitud del foco ha sido graduada exactamente. Pensaba explicarle nuestros métodos y creo que ahora es el momento. Además, ayudará a que el el ejecutor Harlan comprenda el funcionamiento de los instrumentos.

Harlan abandonó la ventana como un rayo para volverse hacia los instrumentos. Una esquina de la negra cortina de desesperación se levantó. ¿Qué sucedería si…?

Twissell seguía dando sus últimas instrucciones a Cooper en tono preciso y preocupado, como un profesor dando su última clase. Sólo una parte de la mente de Harlan seguía escuchándole.

Twissell dijo:

—Naturalmente, uno de nuestros problemas más serios era el de determinar hasta qué punto penetra en los Tiempos Primitivos un objeto al que se aplica un impulso dado. El método más directo habría sido el de enviar a un hombre hacia el hipotiempo por medio de esta cabina, usando impulsos cuidadosamente calculados. Sin embargo, para llevar este sistema a la práctica era necesario incurrir en un pérdida de tiempo en cada caso, mientras nuestro mensajero fijaba el Siglo dentro de una aproximación centesimal por medio de la observación astronómica u obteniendo la información por radio. Eso habría sido muy lento y además peligroso, ya que nuestro enviado podía ser descubierto por los autóctonos, probablemente con resultados catastróficos para nuestro proyecto. En vez de ello, he aquí lo que hicimos: lanzamos hacia el pasado una masa conocida de un isótopo radiactivo llamado niobio-noventa y cuatro, que se transforma por emisión de partículas beta en el isótopo estable molibdeno-noventa y cuatro. Este proceso tiene una vida media de quinientos siglos, casi exactamente. La intensidad de radiación original de la masa nos era conocida. Esa intensidad disminuye con el tiempo de acuerdo con la proporción simple descrita en la cinética de primer grado y desde luego puede ser medida con gran precisión. Cuando la cabina llega a su destino en el hipotiempo, la cápsula que contiene el isótopo se descarga automáticamente sobre las rocas y la cabina regresa en seguida a la Eternidad. En el mismo instante del fisiotiempo en que la cápsula aparece en el Tiempo normal, simultáneamente aparece en todos los Tiempos futuros, aunque correlativamente más vieja. Y en el Quinientos setenta y cinco, en el mismo lugar de descarga en el Tiempo normal y no en la Eternidad, un Ejecutor localiza la cápsula por su radiación y la recupera. Se calibra la intensidad de su radiación, y entonces se conoce el tiempo que ha estado enterrada en la montaña y el Siglo adonde llegó el cronomóvil en el hipotiempo, con una aproximación de dos decimales. Hemos enviado docenas de cápsulas, utilizando distintos niveles de impulsos, y con los resultados hemos trazado una gráfica de calibración. Esta sirvió para comprobar las cápsulas que no se enviaron hasta los Tiempos Primitivos, sino a los primeros Siglos de la Eternidad, donde también podíamos hacer observaciones directas. Naturalmente, hubo algunos fracasos. Las primeras cápsulas se perdieron hasta que aprendimos a tener en cuenta los cambios geográficos ocurridos entre el Tiempo Primitivo y el Quinientos setenta y cinco. Después, tres de las últimas cápsulas que enviamos no llegaron a aparecer en el Quinientos setenta y cinco. Supusimos que algo falló en el mecanismo de descarga y quedaron enterradas en un lugar demasiado profundo para ser localizadas. Detuvimos nuestros experimentos cuando la fuerza de la radiación aumentó tanto que empezamos a pensar que los autóctonos podrían darse cuenta de ello y preguntarse qué hacían en su región aquellos artefactos radiactivos. Pero teníamos suficientes datos para nuestro propósito y ahora estamos seguros de poder enviar a un hombre a cualquier centésima de Siglo de los Tiempos Primitivos. ¿Ha comprendido, Cooper?

—Perfectamente, Programador Twissell —dijo Cooper—. Ya había visto la gráfica de calibración, sin que entonces comprendiera su propósito. Ahora lo veo claro.

Pero Harlan estaba interesado en otro asunto completamente distinto. Tenía la mirada fija en el arco graduado que indicaba los Siglos. El brillante arco del indicador era de porcelana y metal, y estaba dividido por finas líneas que representaban los Siglos, decisiglos y centisiglos. Líneas plateadas que brillaban sobre la porcelana, marcando las divisiones claramente. Las cifras eran muy diminutas, e inclinándose, Harlan no pudo leer los Siglos desde el 17 al 27. La delgada aguja indicaba la línea del Siglo 23,17.

En otras ocasiones Harlan había visto otros Indicadores de Siglos parecidos, y casi automáticamente dirigió su mano hacia el mando de ajuste. El instrumento no respondió a su presión. La aguja siguió en el mismo lugar.

Casi dio un salto cuando escuchó la voz de Twissell que se dirigía a él.

—¡Ejecutor Harlan!

—Sí, Programador —exclamó, y recordó entonces que no le podían oír. Se dirigió a la ventana y asintió con un gesto.

Twissell dijo, casi como si adivinase los pensamientos de Harlan:

—El indicador de Siglos está graduado para un impulso hacia el pasado hasta Veintitrés, coma, diecisiete. No necesita ningún ajuste. Su única misión es conectar la energía en el momento adecuado del fisio-tiempo. Hay un cronómetro a la derecha del indicador. Haga un gesto cuando lo haya localizado.

Harlan asintió.

—Alcanzará el cero en cuenta atrás. A menos quince segundos, cierre los puntos de contacto. Es sencillo. ¿Lo ha entendido?

Harlan asintió de nuevo.

Twissell continuó:

—La sincronización no es vital. Puede hacerlo a menos catorce o trece o incluso a menos cinco segundos, pero le ruego que procure hacerlo antes de los menos diez segundos por razones de seguridad. Una vez haya cerrado el contacto, un mecanismo automático sincronizado con el cronómetro se encargará del resto, asegurando que el impulso final de potencia tenga lugar precisamente en el instante cero. ¿Me ha comprendido?

Harlan volvió a asentir. Comprendía mucho más de lo que Twissell había dicho. Si no cerraba el contacto a menos diez segundos, otro técnico lo haría en su lugar.

Harlan pensó fríamente: «No habrá necesidad de ningún extraño».

Twissell dijo:

—Nos quedan treinta fisio-minutos. Cooper y yo vamos a comprobar las provisiones.

La puerta se cerró detrás de ellos y Harlan se quedó a solas con los instrumentos, el temporizador (que ya empezaba la cuenta atrás)… y una decisión sobre lo que debía hacer.

Harlan se apartó de la ventana. Puso la mano en su bolsillo y empuñó el látigo neurónico que llevaba. Durante todas aquellas horas lo había llevado consigo. Su mano temblaba un poco.

Volvió a pasar por su mente un pensamiento familiar: «Sansón derribando el templo».

Otra parte de su cerebro pudo pensar aún: «¿Cuántos Eternos habrán oído hablar alguna vez de Sansón? ¿Cuántos saben cómo murió?».

Solo le quedaban veinticinco minutos. No podía estar seguro de los que necesitaría para llevar a cabo su trabajo. Ni siquiera estaba seguro de si tendría éxito.

Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Sus manos húmedas casi dejaron caer la pistola al suelo antes de que pudiera empezar a desarmarla.

Trabajó rápidamente, absorto en su tarea. De todos los aspectos de su plan, el que menos le preocupaba era la posibilidad de que él mismo pudiera pasar a la Irrealidad.

A menos un minuto, Harlan estaba al lado de los mandos.

Pensó si aquél sería el último minuto de su vida.

No veía otra cosa sino la lenta marcha de la aguja del cronómetro que marcaba los segundos transcurridos.

Menos treinta segundos.

Pensó: «No sentiré dolor. No es la muerte».

Trató de pensar solo en Noys.

Menos quince segundos.

¡Noys!

Menos doce segundos.

¡Contacto!

El mecanismo sincronizado empezó a funcionar. El arranque tendría lugar a la hora cero. A Harlan solo le quedaba un último recurso. ¡El golpe de Sansón!

Su mano derecha se movió, tomando la palanca del indicador de Siglos.

¡Noys!

Su mano derecha se mo… CERO… vió convulsivamente. Ni siquiera le dirigió una mirada.

¿Era aquello la no-existencia?

Todavía no. Todavía no era la no-existencia.

Harlan miró a través de la ventana de observación, no se movió. El tiempo pasó y él no se dio cuenta de su curso.

La sala estaba vacía. Donde estuvo la gigantesca esfera de la cabina ahora no había nada. La base de metal que le había servido de apoyo permanecía vacía, levantando sus brazos de hierro en el aire de aquella gran sala.

Twissell, extrañamente empequeñecido en aquel lugar que se había convertido en una caverna vacía, era el único que se movía, paseando nerviosamente de un lado a otro.

Los ojos de Harlan le miraron por un momento y luego dejaron de verle.

Sin ningún sonido ni movimiento aparente, la cabina apareció de nuevo en el lugar que había abandonado. Su paso a través de la frontera invisible que separaba el Tiempo pasado del Tiempo presente no había desplazado ni una molécula de aire.

Twissell estaba ahora oculto a los ojos de Harlan por la gran esfera, pero un momento después apareció por uno de los lados, corriendo.

Con un gesto de la mano hizo funcionar el mecanismo que cerraba la puerta del cuarto de mandos. Se lanzó a su interior gritando, lleno de excitación:

—Lo hemos conseguido. Lo hemos conseguido. Hemos cerrado el círculo.

No tuvo fuerzas para decir nada más.

Harlan no contestó.

Twissell miró por la ventana, con las manos apoyadas en el grueso cristal. Harlan se fijó en las manchas de la edad que aparecían sobre ellas y la forma en que temblaban. Era como si su mente ya no tuviera la capacidad de distinguir lo importante de lo trivial, sino que estuviera captando todas sus impresiones en forma inconexa.

Cansado, pensó: «¿Qué importa eso ahora? Ya no hay nada que importe».

Twissell dijo:

—Ahora puedo decirle que estaba más preocupado de lo que quería confesar. Sennor solía decir que este proyecto era imposible. Insistía en que debía ocurrir algo que lo impidiese… ¿Qué le sucede?

Se había vuelto nada más oír la exclamación de Harlan.

Harlan movió la cabeza, como quitando importancia, y consiguió articular:

—Nada.

Twissell no insistió y siguió hablando. Era difícil saber si se dirigía a Harlan o a un auditorio invisible. Era como si ahora liberase, por medio de aquellas palabras, sus años de reprimida ansiedad.

—Sennor siempre dudaba. Los demás razonamos con él, y tratamos de convencerle con demostraciones matemáticas y los trabajos de generaciones de investigadores que nos habían precedido en el fisio-tiempo de la Eternidad. Todo lo dejaba de lado, argumentando solo la paradoja del hombre que se encuentra a sí mismo. Ya le ha oído contarla. Es su tema favorito. Nosotros conocíamos nuestro propio futuro, según Sennor. Yo, Twissell, por ejemplo, sabía que sobreviviría, a pesar de mis años, hasta que Cooper emprendiese su viaje más allá del límite de la Eternidad. Conocía otros detalles de mi futuro, otras cosas que haría. «Imposible», decía Sennor. «La Realidad debe cambiar para corregir tal conocimiento, aunque esto significara que el círculo no llegase a cerrarse y la Eternidad no pudiera establecerse.» Por qué argumentaba así, no lo sé. Quizá creía en ello honestamente, quizás era como un deporte intelectual para él, quizás era solo el deseo de sorprender a los demás con un punto de vista original. De cualquier modo, el proyecto siguió adelante y los puntos explicados en la Memoria empezaron a cumplirse. Encontramos o Cooper, por ejemplo, en el Siglo y en la Realidad indicada en la Memoria. Los argumentos de Sennor no podían explicarlo, pero a él ya no le interesaba, porque andaba ocupado en otra cosa. Y a pesar de todo, a pesar de todo —Twissell rió suavemente, con algo de timidez y dejó que su cigarrillo, olvidado, llegase casi a quemarle los dedos— debo confesar que nunca me sentí tranquilo. Algo podía ocurrir. La Realidad en que fue establecida la Eternidad podía cambiar en alguna forma para impedir lo que Sennor llamaba una paradoja. Y se transformaría en otra Realidad donde no existiría la Eternidad. A veces, en medio de una noche de insomnio, casi llegaba a convencerme de que tenía que ser así…, pero ahora ha pasado y puedo reírme de mis temores absurdos.

Harlan dijo en voz baja:

—El Programador Sennor tenía razón.

Twissell se volvió hacia él de pronto.

—¿Qué?

—El proyecto ha fracasado —la mente de Harlan se estaba despejando de las sombras que la envolvían—. El círculo no se ha cerrado.

—¿Qué está diciendo, muchacho? —las descarnadas manos de Twissell cayeron sobre los hombros de Harlan con fuerza sorprendente—. Está enfermo, muchacho. Debe ser la tensión nerviosa.

—No estoy enfermo. Es odio. A usted, a mí mismo. No estoy enfermo. Mire el indicador de Siglos. Mírelo usted mismo.

—¿El indicador?

La aguja señalaba el Siglo 27, fija al extremo derecho del cuadrante.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Twissell: la alegría había desaparecido de su rostro, y el horror se reflejaba ahora en sus ojos.

Harlan dijo claramente:

—He fundido el mecanismo de cierre y liberado el ajuste del indicador.

—¿Cómo pudo…?

—Tenía un látigo neurónico. Lo he desmontado para usar la micropila atómica en una sola descarga, como un soplete. Aquí está todo lo que queda de ella —Harlan movió con el pie un pequeño montón de fragmentos metálicos en un rincón.

Twissell aún no lo comprendía.

—¿En el Veintisiete? ¿Quiere decir que Cooper está ahora en el Siglo Veintisiete?

—No sé dónde se encuentra —dijo Harlan con voz apagada—. He movido el indicador hacia el hipotiempo, más allá del Veinticuatro. No sé dónde. No miré. Luego lo volví atrás. Tampoco miré.

Twissell le miró fijamente. Su rostro iba tomando un color pálido, amarillento, mientras sus labios temblaban un poco.

—No sé dónde está ahora —repitió Harlan—. Está perdido en los Tiempos Primitivos. El círculo se ha roto. Pensé que todo terminaría cuando hice aquel movimiento. A la hora cero. Parece absurdo. Ahora tenemos que esperar. Habrá un momento en el fisio-tiempo, cuando Cooper se dé cuenta de que está en otro Siglo, en que hará algo que contradiga las instrucciones de la Memoria, cuando él…

Harlan se interrumpió, lanzando una carcajada lenta y temblorosa.

—¿Qué importa eso? Sólo es una demora hasta que Cooper acabe de romper el círculo. No hay manera de impedirlo. Minutos, horas, días, ¡qué importa! Cuando llegue el momento, la Eternidad dejará de existir. ¿Me oye? Será el fin de la Eternidad.