Nadie le hizo preguntas. Nadie lo detuvo. El aislamiento social de un Ejecutor tenía sus ventajas. Por los pasillos de acceso a las cabinas llegó a una de las entradas al Tiempo normal y ajustó los mandos. Desde luego, era posible que alguien se encaminase allí con una finalidad legítima, y se diera cuenta de que el acceso estaba en uso. Vaciló un momento y luego decidió estampar su sello en el registro que estaba al lado del acceso. Una entrada en uso oficial no llamaría la atención. En cambio, una entrada en actividad sin permiso llamaría demasiado la atención.
Desde luego, podía ser Finge quien tropezase por azar con aquel acceso. Tenía que correr ese riesgo.
Noys seguía de pie tal como la había dejado. Amargas horas (fisio-horas) habían transcurrido desde que Harlan abandonó el 482.° por una Eternidad fría y solitaria, pero ahora regresaba en el mismo Tiempo, a segundos de diferencia del momento en que se había marchado. Noys no había tenido tiempo de volverse.
Ella pareció sorprendida.
—¿Has olvidado algo, Andrew?
Él la contempló con pasión, pero no hizo ningún gesto para acudir a su lado. Recordaba las palabras de Finge y temía que ella le rechazase. Dijo duramente:
—Debes hacer lo que te diga.
—Sucede algo, ¿no es cierto? —dijo Noys—. Acabas de marcharte hace solo un momento.
—No te preocupes —dijo Harlan.
Era todo lo que podía hacer para no cogerla en sus brazos, para calmarla. En vez de ello, le habló con dureza. Era como si un demonio le obligase a hacer todo aquello contra su voluntad. ¿Por qué había vuelto en el primer momento posible? Sólo consiguió asustarla con su casi instantáneo regreso después de su despedida.
En realidad, conocía la razón. Tenía un margen de seguridad de dos días en su programa. Las primeras horas de aquel período marginal eran más seguras y presentaban menos posibilidades de ser descubierto. El tratar de aprovechar al máximo la ventaja que aquello le proporcionaba era una tendencia natural. De todos modos, corría un grave riesgo. Era fácil equivocarse y entrar en el Tiempo normal antes de abandonarlo algunas fisio-horas antes. ¿Qué podía suceder entonces? Era una de las primeras reglas que había aprendido como Observador. Una persona que ocupe dos puntos del Espacio, en el mismo Tiempo y en la misma Realidad, corre el riesgo de encontrarse a sí misma.
Aquello debía ser evitado a toda costa. ¿Por qué? Harlan solo sabía que no debía encontrarse a sí mismo. No quería verse mirando a los ojos de otro Harlan llegado antes o después. Además, sería una paradoja, y como solía decir Twissell: «Las paradojas no existen en el Tiempo, pero solo gracias a que el Tiempo evita deliberadamente cualquier paradoja».
Mientras Harlan pensaba confusamente en todo aquello, Noys le contemplaba con sus grandes y luminosos ojos.
Ella se le acercó y puso sus suaves manos en las de él, que ardían, diciendo con cariño:
—Estás en dificultades.
A Harlan le pareció que su mirada era cariñosa, llena de amor. Pero, ¿cómo podía ser? Ya había logrado lo que buscaba. ¿Qué más quería? La tomó de las muñecas y le dijo con voz ronca:
—¿Querrás acompañarme ahora mismo, sin preguntar nada? ¿Harás exactamente lo que yo te diga?
—¿Debo hacerlo? —preguntó ella.
—Sí debes, Noys. Es muy importante.
—Entonces, iré.
Lo dijo con naturalidad, como si todos los días le hiciesen peticiones semejantes y estuviese acostumbrada a aceptarlas.
Cuando llegaron junto a la cabina, Noys titubeó un poco, pero luego entró.
—Vamos al hipertiempo, Noys —dijo Harlan.
—Eso significa el futuro, ¿verdad?
La cabina zumbaba ya levemente cuando entraron. Apenas se hubo sentado ella, Harlan desplazó disimuladamente una palanca con el codo.
Contrariamente a lo que él temía, ella no dio muestras de vértigo cuando empezó la indescriptible sensación de «viajar» a través del Tiempo.
Guardó silencio, inmóvil y bella. Tanto, que al mirarla se le oprimió el corazón y no le importó lo más mínimo la traición que acababa de cometer al introducir a una Temporal en la Eternidad sin autorización.
—¿Esta escala muestra los números de los años, Andrew? —preguntó ella.
—De los Siglos.
—¡No me digas que ya hemos avanzado un millar de años hacia el futuro!
—En efecto.
—Pues no me lo parece.
—Ya lo sé.
Ella miró a su alrededor.
—Pero ¿cómo avanzamos?
—No lo sé, Noys.
—¿No lo sabes?
—En la Eternidad hay muchas cosas que difícilmente se comprenden.
Las cifras del indicador volaban, cada vez más rápidas, hasta resultar ilegibles. Con el codo, Harlan había puesto al máximo la palanca de velocidad. El consumo de potencia podía suscitar alguna curiosidad en las centrales de energía, pero no era probable. Nadie le esperaba en la Eternidad cuando regresó allí con Noys, y con eso tenía a su favor nueve posibilidades entre diez. Lo que ahora importaba era buscar un lugar seguro para ella.
Volviéndose hacia su interlocutora, Harlan explicó:
—Ni siquiera los Eternos lo sabemos todo.
—Y yo no soy una Eterna —murmuró ella—. ¡Es tan poco lo que sé!
El corazón de Harlan dio un vuelco. ¿Todavía no se consideraba una Eterna? Pues ¿qué había dicho Finge…?
Déjalo correr, pensó. Déjalo correr. Ella está contigo, te sonríe. ¿Qué más quieres?
No obstante, habló sin poder evitarlo.
—Tú crees que los Eternos vivimos siempre, ¿no?
—Bien, puesto que les llaman Eternos, y todo el mundo dice que lo son…
Le dirigió una radiante sonrisa.
—Pero no es verdad, ¿o sí?
—Así pues, ¿tú no lo crees?
—Cuando estuve en la Eternidad, al cabo de algún tiempo me di cuenta de que no hablabais como si fuerais a vivir siempre. Además, vi hombres ancianos.
—Sin embargo, tú lo dijiste… aquella noche.
Ella se movió a lo largo del asiento para acercársele, sin dejar de sonreír.
—Es que pensé: ¡quien sabe!
Harlan continuó, sin lograr dominar del todo la tensión que se reflejaba en su voz:
—¿Qué puede hacer un Temporal para convertirse en Eterno?
La sonrisa de ella desapareció, y quizá fue imaginación de Harlan, pero le pareció ver en las mejillas de Noys un leve rubor.
—¿Por qué me lo preguntas? —dijo.
—Para saberlo.
—Es una tontería, y prefiero no hablar de ello —replicó. Bajó la vista para contemplarse sus graciosos dedos, terminados en uñas que brillaban sin color definido bajo la luz amortiguada de la cabina. Harlan pensó distraídamente que en una fiesta de sociedad, con unas cuantas lámparas ultravioleta entre la iluminación de sala, aquellas uñas podían brillar con un color verde o rojo oscuro, según el ángulo en que ella mantuviera sus manos. Una muchacha inteligente como Noys podía obtener quizá media docena de tonos, y fingir que los colores reflejaban sus sentimientos. Azul de inocencia, amarillo brillante de alegría, morado de pena, escarlata de pasión.
—¿Por qué me has amado? —dijo Harlan.
Ella se apartó el cabello de la frente y le miró con un rostro pálido y grave.
—Si quieres saberlo, uno de los motivos fue la creencia de que una muchacha puede convertirse en Eterna de esa forma. No me importaría vivir eternamente.
—Acabas de decir que no creías en eso.
—No lo creía, pero no podía perjudicarme la prueba. Especialmente porque…
Él la miraba con serenidad, hallando consuelo a su dolor y desengaño en una actitud de fría reprobación, inspirada en la moralidad de su Siglo natal.
—Continúa —dijo Harlan.
—Especialmente porque deseaba hacerlo.
—¿Deseabas amarme?
—Sí.
—¿Por qué a mí?
—Porque me gustabas. Porque pensé que eras curioso.
—¿Curioso?
—Bien, raro, si lo prefieres. Siempre procurabas no mirarme, pero acababas mirándome. Tratabas de odiarme, y sin embargo yo podía ver que me deseabas. Sentía un poco de compasión por ti, creo.
—¿Compasión? ¿Por qué?
—Porque te creabas tanto problema con tu deseo, cuando la cosa es tan sencilla. Si te gusta una chica, no tienes más que decírselo. Es fácil ser amable. ¿A qué sufrir?
Harlan asintió. ¡Aquella era la moralidad del Siglo 482! Luego murmuró:
—¡Una cosa tan sencilla! ¡No hay más que decirlo!
—Desde luego, es preciso que la chica tenga ganas, y que no tenga otro compromiso. ¿Por qué no? A mí me parece muy sencillo.
Ahora fue Harlan quien bajó los ojos. Desde luego, era una cosa bien fácil.
—Y, ¿qué opinas de mí ahora? —preguntó humildemente.
—Que eres muy simpático —dijo ella suavemente— y que si quisieras mostrarte natural… ¿Por qué no sonríes nunca?
—No puedo sonreír en estos momentos, Noys.
—Por favor. Quiero ver cómo te sienta. Vamos a ver.
Ella le puso los dedos en las comisuras de la boca y las estiró. Él echó la cabeza atrás, con sorpresa, y no pudo evitar una sonrisa.
—Lo ves. Eres casi guapo. Con alguna práctica…, poniéndote delante de un espejo y sonriendo a menudo, y haciendo algún guiño con los ojos… Apuesto que llegarías a ser realmente atractivo.
Pero la recién nacida sonrisa de Harlan desapareció.
Noys dijo:
—¿Estamos en dificultades, no es cierto?
—Sí, Noys. Dificultades graves.
—¿Por lo que hicimos tú y yo aquella noche?
—No exactamente.
—Aquello fue culpa mía, ya lo sabes. Si quieres, yo misma lo explicaré.
—¡Nunca! —dijo Harlan con energía—. Nunca te consideres culpable por ello. No has hecho nada, nada, de que sentirte culpable. Es otra cosa.
Intranquila, Noys miró el indicador de Siglos.
—¿Dónde estamos? Ni siquiera puedo ver los números.
—¿En qué Tiempo estamos? —la corrigió automáticamente Harlan.
Redujo la velocidad y los Siglos pudieron leerse en el indicador.
Los hermosos ojos de Noys se agrandaron y sus pestañas contrastaron con la blancura de su cutis.
—¿Es posible?
Harlan lanzó una rápida ojeada al indicador. Estaba en 72.000.
—Puedes estar segura.
—Pero ¿adonde vamos? —preguntó ella.
—Al más lejano hipertiempo —dijo él, sombrío—. Lo más lejos posible, donde no puedan encontrarte.
Y en silencio, ambos contemplaron el rápido paso de los números. En silencio, Harlan se repitió una y otra vez que la muchacha era inocente de las acusaciones de Finge. Había confesado sin rodeos que aquellas acusaciones eran verdad en parte, pero también había admitido, con igual franqueza, la existencia de una atracción personal.
Levantó los ojos al darse cuenta del movimiento de Noys. Ella había pasado al otro lado de la cabina y con un gesto decidido, había detenido el aparato con una deceleración brusca, que resultó extremadamente desagradable para los dos.
Harlan se agarró al borde del asiento y cerró los ojos hasta que pasó el mareo.
—¿Qué pasa? —preguntó Harlan.
Ella estaba pálida, y durante un segundo no contestó. Luego, dijo:
—No quiero ir más lejos. Los números son muy elevados.
El indicador de Siglo marcaba: 111.394.
—Es suficiente —dijo él.
Luego, Harlan tendió la mano, muy serio.
—Ven, Noys. Éste será tu hogar por algún tiempo.
Juntos caminaron como niños por los desiertos corredores, cogidos de la mano. Las luces estaban encendidas en los pasillos y las oscuras habitaciones se encendían alegremente al apretar un botón. El aire era fresco y agradable, indicando la existencia de buena ventilación, aunque no se notaba ninguna corriente.
Noys susurró:
—¿No hay nadie aquí?
—Nadie —dijo Harlan.
Trató de que su voz sonara firme y decidida. Como se hallaban en uno de los Siglos Ocultos, quiso romper el encanto, pero sus palabras no pasaron de ser un susurro.
Ni siquiera sabía cómo referirse a algo tan lejano en el hipertiempo. Llamarlo el Siglo uno-uno-uno-tres-nueve-cuatro parecía ridículo. Tendría que decir simplemente: «Más allá del Siglo cien mil».
Era absurdo el preocuparse ahora de este problema, pero una vez agotada la excitación de la huida, se encontraba solo en una región de la Eternidad donde ningún humano había puesto los pies, y aquello no le gustaba. Sentía vergüenza redoblada, puesto que Noys podía darse cuenta, por no poder dominar un leve temblor correspondiente al leve terror que empezaba a experimentar.
Noys dijo:
—Está muy limpio. No se ve rastro de polvo.
—Automático —dijo Harlan. Con un esfuerzo que pareció arrancarle las cuerdas vocales, alzó la voz hasta el tono normal—. Pero no hay nadie aquí, ni en los híper o hipotiempos, por miles y miles de Siglos.
Noys pareció entenderlo fácilmente.
—¿Cómo es posible que esté tan bien equipado? Hemos hallado depósitos de alimentos y una biblioteca de microfilms, ¿no te has fijado?
—Sí, ya lo he visto. En efecto, todo está dispuesto. Todas están plenamente equipadas. Cada Sección.
—Pero, ¿por qué, si nadie viene aquí nunca?
—Es una cosa lógica —dijo Harlan.
—El hecho de hablar de aquel asunto hizo desaparecer algo del misterio de aquel lugar. Al explicar en voz alta lo que ya sabía, empezaba a contemplarlo como una cosa prosaica. Harlan continuó:
—En los comienzos de la Historia de la Eternidad, uno de los Siglos del Trescientos inventó un duplicador de masa. ¿Sabes a qué me refiero? Estableciendo un campo de resonancia, la energía puede ser convertida en materia. Las partículas subatómicas ocupan exactamente los mismos niveles, bajo las mismas condiciones de incertidumbre, que en los átomos en el objeto usado como modelo. El resultado es una copia exacta. Los de la Eternidad hemos utilizado ese instrumento para nuestros fines. En aquellos tiempos solo se habían construido seiscientas o setecientas Secciones. Teníamos proyectos de ampliación, desde luego. Uno de los lemas de aquella época era: «Diez nuevas Secciones cada fisio-año». El duplicador de masa resolvió el problema de una vez para siempre. Construimos una nueva Sección completa con alimentos, reserva de energía, agua y los automatismos más adelantados; la usamos como patrón y la duplicamos para cada Siglo a través de toda la Eternidad. No sé cuánto tiempo estuvo funcionando el duplicador, millones de Siglos, probablemente.
—¿Todas iguales, Andrew?
—Todas exactamente iguales. A medida que la Eternidad se extiende, simplemente nos instalamos adaptando la construcción original según las costumbres del Siglo en que nos hallemos. El único problema surge cuando nos encontramos con una civilización basada en el uso de la energía pura. La verdad es que… nosotros aún no habíamos llegado a esta Sección.
(No era preciso decirle que los Eternos no podían penetrar en el Tiempo normal en aquellos Siglos Ocultos. ¿Qué importaba ahora?)
Harlan la miró y observó que pareció preocupada. Continuó rápidamente:
—No es un despilfarro el construir tantas Secciones. Sólo gastamos energía, y como disponemos de la nova… Ella le interrumpió:
—No es eso. Es que no puedo recordarlo.
—¿Recordar el qué?
—Dijiste que el duplicado de masa se inventó en los Trescientos. Sin embargo, nosotros, en el Siglo Cuatrocientos ochenta y dos no lo conocemos. Y no recuerdo haber visto nada de esto en las Historias.
Harlan se quedó pensativo. Aunque ella solo medía cinco centímetros menos que él, de súbito se sintió un gigante a su lado. Ella era como un niño y él era un semidiós de la Eternidad, que debía enseñarla y conducirla pacientemente hasta la verdad.
Harlan dijo:
—Noys, querida, busquemos un lugar donde podamos sentarnos y donde… pueda explicarte algo.
El concepto de una Realidad variable, una Realidad que no fuese fija, eterna e inmutable, no era una idea que pudiese ser aceptada fácilmente por cualquiera.
A veces, en sueños, Harlan regresaba a los primeros días de su época de Discípulo y evocaba los desgarradores intentos de divorciarse de su Siglo y de su Tiempo.
Al Aprendiz corriente le costaba seis meses el aprender toda la verdad, el descubrir que nunca más podría regresar a sus orígenes en un sentido absoluto. No era solo la Ley de la Eternidad la que lo impedía, sino el frío hecho de que sus orígenes, según él los entendía, podían en cierto modo no existir.
Aquello afectaba a los Aprendices de distintas maneras. Harlan recordaba cómo el rostro de Bonky Latourette se había vuelto blanco el día que el Instructor Yarrow explicó claramente lo que era la Realidad.
Ninguno de los Discípulos pudo comer aquella noche. Se agruparon juntos buscando una especie de consuelo psíquico, todos excepto Latourette, que había desaparecido. Hubo muchas falsas risas y se cruzaron tristes bromas entre ellos.
Alguien dijo con voz trémula e insegura: «Supongo que ya no tengo madre, que nunca la he tenido. Si regresara al Noventa y cinco me dirían: ¿Quién eres tú? No te conocemos. No constas en nuestros registros. Ya no existes».
Todos sonrieron débilmente y movieron la cabeza. Eran unos chicos solitarios, y no les quedaba nada excepto la Eternidad.
Encontraron a Latourette a la hora de dormir, tendido en su cama y respirando débilmente. Tenía la ligera marca de una hipodérmica en el brazo, y, afortunadamente, también se dieron cuenta de ello.
Avisaron a Yarrow, y por un momento pareció que aquél era el fin de la carrera de un Aprendiz, pero al final consiguieron hacerlo volver en sí. Una semana más tarde volvía a ocupar su asiento en la clase. Sin embargo, la marca de aquella noche quedó impresa en la personalidad del muchacho, según pudo comprobar Harlan en posteriores encuentros.
Y ahora Harlan tenía que explicar la Realidad a Noys Lambent, una muchacha que no tenía mucha más edad que aquellos Aprendices, y explicársela de una vez y completamente. Tenía que hacerlo. No quedaba otro remedio. Ella tenía que saber exactamente lo que les esperaba y lo que debía hacer.
Harlan se lo explicó. Comieron carne en conserva, frutas congeladas y leche en una larga mesa de reuniones donde cabían doce personas, y allí se lo dijo.
Lo hizo tan suavemente como le fue posible, pero casi no fue necesaria su precaución. Ella comprendió rápidamente todas las ideas que él le exponía y, antes de llegar a la mitad de su explicación, Harlan observó, con sorpresa, que ella no mostraba reacciones negativas. No se mostró asustada. No pareció confusa ni desamparada. Sólo parecía furiosa.
La ira tiñó el rostro de Noys de un rojo subido mientras sus oscuros ojos parecían aún más negros.
—¡Pero eso es criminal! —dijo—. ¿Quiénes son los Eternos para hacer semejante cosa?
—Se hace por el bien de la Humanidad —dijo Harlan.
Desde luego, ella no podía comprenderlo. La compadeció por su mentalidad de Temporal, sujeta siempre a los límites de su Siglo.
—¿Lo crees así? Supongo que por eso eliminaron el duplicador de masa.
—Tenemos copias. No te preocupes por eso. Nosotros lo conservamos.
—Vosotros lo guardáis. Pero, ¿qué hay con nosotros? —dijo Noys—. Nosotros, los del Cuatrocientos ochenta y dos, podríamos tenerlo.
Ella hizo un gesto con los puños cerrados.
—No os habría beneficiado. Mira, querida, no te excites y escúchame.
Con un gesto casi convulsivo, Harlan (que aún tenía que aprender a tocarla naturalmente, sin que su gesto pareciera una ridícula invitación a que lo rechazara) cogió las manos de Noys y las apretó con fuerza.
Por un instante, ella trató de liberarse y luego se sometió. Rió suavemente.
—¡Bah! Continúa, y no pongas esta cara tan solemne. No digo que tú tengas la culpa.
—No debes culpar a nadie. No existe culpa. Hemos hecho lo que debía hacerse. El duplicador de masa es un ejemplo típico. Lo estudiábamos en la Escuela. Cuando se puede duplicar la materia, también pueden duplicarse personas. De esto pueden resultar problemas muy difíciles.
—Debemos permitir que la Sociedad resuelva sus propios problemas.
—Cierto, pero nosotros hemos analizado aquella sociedad a lo largo de su evolución en el Tiempo, y vemos que no ha resuelto su problema de una manera satisfactoria. Ten en cuenta que su fracaso también afecta a todas las civilizaciones siguientes. Se ha llegado a la conclusión de que no existe una solución satisfactoria para el problema del duplicador de masa. Es una de esas cosas, como las guerras atómicas y la esclavitud, que no pueden permitirse. Sus resultados nunca son satisfactorios.
—¿Cómo puedes estar seguro?
—Tenemos nuestros Cerebros electrónicos, Noys; calculadoras mucho más exactas que cualquier otra que se haya podido inventar en cualquier Realidad.
Podemos analizar las posibles Realidades y evaluar las ventajas entre miles y miles de variables.
—¡Bah! ¡Máquinas! —dijo ella con desprecio.
Harlan frunció el ceño y luego trató de convencerla.
—No seas así. Es natural que te haya sorprendido el saber que la vida no es tan inmutable como pensabas. Hace un año, tú misma y el mundo donde vivías es posible que solo fuerais una probabilidad teórica, pero, ¿qué importa eso? Posees todos tus recuerdos, sean de hechos hipotéticos o no. ¿No es cierto que puedes recordar tu propia infancia, y a tus padres?
—Naturalmente.
—Entonces es lo mismo que si la hubieras vivido. ¿No es verdad? Quiero decir que no importa si la has vivido en realidad o no.
—No estoy tan segura; tendría que pensarlo. ¿Qué sucedería si mañana me vuelvo a encontrar hecha una probabilidad teórica, o un fantasma o como lo llames?
—Habría una nueva Realidad y una nueva Noys con nuevos recuerdos. Sería como si nada hubiese ocurrido, excepto que la suma total de la felicidad humana habría aumentado.
—No me parece del todo convincente.
—Además —la interrumpió Harlan—, nada puede sucederte ahora. Habrá una nueva Realidad, pero tú estás en la Eternidad. Ya no pueden cambiarte.
—Acabas de decir que ello no tiene importancia —dijo Noys, pensativa—. ¿Por qué te has tomado tantas molestias, pues?
Harlan contestó con emoción:
—Porque te quiero tal como eres. Exactamente igual. No quiero que cambies. De ninguna manera, ni para bien ni para mal.
Estuvo a punto de confesar la verdad, que sin la ventaja de aquella superstición acerca de los Eternos y la inmortalidad, ella nunca se habría interesado por él.
—Entonces, ¿tendré que quedarme aquí para siempre? —dijo ella, mirándole fijamente—. Me sentiré muy sola.
—No, no. No pienses en eso —dijo Harlan con ansiedad, apretándole las manos tan fuerte que ella gimió—. Estudiaré tu nueva personalidad después del Cambio en el Cuatrocientos ochenta y dos, y entonces volverás allí para fingir esa personalidad. Yo lo arreglaré. Pediré permiso para establecer una relación formal contigo, y conseguiré que los Cambios ulteriores no te afecten. Soy un Especialista y buen Ejecutor, y conozco bien la técnica de los Cambios de Realidad. —Luego, añadió sombríamente—: También sé otras cosas más.
—Lo que hemos hecho ¿está permitido? —preguntó Noys—. Quiero decir, si te es posible llevar a otra persona a la Eternidad y evitar que sufra los efectos del Cambio. Por lo que me has dicho, creo que debe constituir una falta.
Por un momento Harlan sintió frío, y el ánimo abatido por la inmensa soledad de los miles de Siglos que los rodeaban. Por un instante se sintió desterrado de aquella Eternidad que era su único hogar y su única fe; solo la mujer por quien había renunciado a todo aquello permanecía a su lado.
—Sí, es un crimen —dijo Harlan, desde el fondo de su alma—. Es un crimen enorme y me siento terriblemente avergonzado por ello. Pero lo volvería a cometer, una y mil veces si fuese necesario.
—¿Lo has hecho por mí, Andrew? ¿Por mí?
Él no pudo mirarla a los ojos.
—No, Noys, lo he hecho por mí mismo. No podría soportar el perderte.
—Si nos sorprenden… —dijo ella.
Harlan sabía lo que podía sucederles. Lo sabía desde aquel momento de inspiración que tuvo la primera noche que conoció a Noys. Pero a pesar de todo, no se atrevía a pensar en sus terribles consecuencias.
—No temo a nadie —contestó—. Sé cómo cuidar de mí mismo, y otras muchas cosas que ellos ignoran.