Harlan entró en la cabina en el Siglo 2456 y miró a sus espaldas para asegurarse de que la barrera que separaba el Tubo y la Eternidad era perfectamente impenetrable, de que el Sociólogo Voy no podía espiarle. Durante las últimas semanas aquello se había convertido en un hábito, en un gesto automático; siempre la mirada furtiva a sus espaldas, por encima del hombro, para convencerse de que no le había seguido nadie hasta el Tubo.
Y luego, aunque ya se encontraba en el 2456.°, Harlan ajustó los mandos para seguir aún más allá, hacia el lejano hipertiempo. Contempló los números en el indicador de Siglos. Aunque las cifras se sucedían con vertiginosa rapidez, le sobraba tiempo para pensar en lo que iba a hacer.
¡En qué extraña forma las palabras del Analista habían cambiado la situación! ¡Cómo había cambiado la misma naturaleza de su crimen!
Y todo dependía de Finge. La frase se grabó en su mente y empezó a resonar en un enloquecido ritmo de su cerebro: Todo dependía de Finge… de Finge…
Harlan había evitado cualquier contacto personal con Finge desde su regreso a la Eternidad, después de los días pasados con Noys en el 482.°. A medida que los hábitos y costumbres de la Eternidad recobraban su imperio, volvieron con redoblada fuerza los remordimientos. El incumplimiento del deber que había parecido no importar en el 482.°, ahora en la Eternidad parecía gravísimo.
Envió su informe por el correo neumático en vez de presentarlo personalmente, y se retiró a sus habitaciones privadas. Necesitaba pensar, ganar tiempo para considerar y acostumbrarse a la nueva orientación de su vida.
Finge no le dio tiempo para ello. Se puso en comunicación con Harlan cuando aún no había transcurrido una hora desde que éste enviara su informe.
La imagen del Programador le contemplaba desde la pantalla.
—Esperaba encontrarle en su oficina —dijo.
—Ya he presentado mi informe, señor —dijo Harlan—. El lugar donde espere una nueva misión carece de importancia.
—¿Usted cree?
Finge miró el rollo de láminas metálicas que tenía en su mano, revisando los grupos de perforaciones.
—No creo que esté completo —continuó—. ¿Puedo ir a sus habitaciones?
Harlan vaciló un momento. El Programador era su jefe, y el negarle la entrada en sus habitaciones privadas tendría un tufillo a insubordinación. Le pareció que sería como una confesión de culpabilidad, y no se atrevió.
—Será bien recibido, Programador —contestó Harlan.
La suave elegancia de Finge contrastaba con el severo aspecto del aposento de Harlan. Su siglo 95 natal tendía a lo espartano en el decorado de las viviendas, y Harlan nunca pudo acostumbrarse a otro estilo. Las sillas de tubo metálico estaban revestidas de un material mate al que se había intentado dar aspecto de madera (aunque con poco éxito). En un rincón de la habitación había un pequeño mueble aún más desacorde con las costumbres del Siglo donde se encontraba ahora.
Finge reparó en él al instante.
El Programador tocó el mueble con su dedo rechoncho, como si quisiera probar su consistencia.
—¿Qué material es ése?
—Madera, señor —dijo Harlan.
—¿Es posible? ¿Madera natural? ¡Sorprendente! Supongo que usan la madera en su Siglo natal.
—Ciertamente.
—Comprendo. El reglamento no lo prohibe, Ejecutor.
Finge se limpió el dedo con los pantalones, para quitarse el polvo del objeto que había tocado.
—Aunque no creo aconsejable el dejarse influir por la cultura del Siglo natal de uno. El verdadero Eterno adopta cualquier cultura en donde se encuentre. Por ejemplo, dudo de que yo haya comido con cubierto de energía pura más de dos veces en los últimos cinco años —suspiró Finge—. Y sin embargo, siempre me ha parecido poco limpio permitir que los alimentos entren en contacto con objetos materiales. Pero no me rindo. No me rindo.
Sus ojos se dirigieron de nuevo hacia el objeto de madera, pero ahora mantuvo sus dos manos en su espalda y continuó:
—¿Qué es eso? ¿Para qué sirve?
—Es una librería —dijo Harlan.
Contuvo el impulso de preguntarle a Finge cómo se sentía ahora que sus manos estaban colocadas en el trasero de sus pantalones. ¿No le parecería más limpio que sus vestidos y su mismo cuerpo estuviesen hechos de pura e impoluta energía?
Finge enarcó las cejas.
—Una librería. Por tanto, esos objetos colocados en los estantes deben ser libros, ¿no es así?
—Sí, señor.
—¿Ejemplares auténticos?
—Completamente, Programador. Los he obtenido en el Siglo Veinticuatro. Los pocos que tengo aquí datan del Siglo Veinte. Si… si quiere examinarlos, le ruego que tenga cuidado. Las páginas han sido restauradas e impregnadas, pero no son de metal. Requieren un trato cuidadoso.
—No voy a tocarlas. No tengo ningún deseo de examinarlos. Supongo que aún conservarán el polvo original del Siglo Veinte. Libros auténticos. Las páginas serán de celulosa, ¿no es cierto? Es lo natural —rió Finge.
Harlan asintió.
—Son de celulosa modificada por el tratamiento de impregnación a fin de darles mayor duración. Desde luego.
Respiró hondo, tratando de conservar la calma. Era ridículo identificarse tanto con aquellos libros, sentir que un desprecio hacia ellos era también un desprecio hacia él mismo.
—Me atrevería a decir —continuó Finge, insistiendo en el tema— que todo el contenido de estos libros podría ser microfilmado en dos metros de película y guardado en un dedal. ¿Qué contienen estos libros?
—Son tomos encuadernados de una revista del Siglo Veinte —dijo Harlan.
—¿Usted lee esas cosas?
Harlan contestó con orgullo:
—Éstos son solo algunos volúmenes de la colección completa que poseo. No existe otra colección como ésta en todas las bibliotecas de la Eternidad.
—Ya comprendo. Se trata de una afición suya. Recuerdo que una vez me contó su interés hacia los Primitivos. Es raro que su Instructor autorizase una cosa semejante. Es malgastar su energía.
Harlan apretó los labios. Aquel hombre, decidió, estaba tratando de enfurecerlo y hacerle perder la serenidad. No podía permitir que se saliera con la suya.
Por ello respondió secamente:
—Tengo entendido que ha venido aquí para hablarme de mi informe.
—En efecto.
El Programador miró a su alrededor, escogió una silla y se sentó con grandes precauciones.
—No está completo, como ya le dije por el intercomunicador.
—¿A qué se refiere?
«Debo conservar la calma», pensó Harlan.
Finge inició una sonrisa nerviosa.
—¿Qué ocurrió, que no haya mencionado en su informe, Harlan?
—Nada, señor.
Y aunque lo dijo con entereza, no las tenía todas consigo.
—¡Vamos, Ejecutor! Ha pasado varios períodos de tiempo en compañía de la joven. ¿O es que no siguió las instrucciones del programa? Supongo que lo ha obedecido exactamente.
Harlan estaba tan atenazado por su conciencia que ni siquiera replicó ante aquel declarado ataque a su competencia profesional.
Solo pudo contestar:
—Lo he seguido en todos sus puntos.
—¿Y qué sucedió? Su informe no dice nada de los períodos pasados a solas con la mujer.
—No sucedió nada importante —dijo Harlan, con la garganta seca.
—Eso es absurdo. A su edad y con su experiencia, no necesita que yo le diga que un Observador no debe opinar sobre lo que es importante y lo que no lo es.
Los ojos de Finge estaban clavados en Harlan. Eran mucho más duros y desafiantes de lo que justificaban sus tranquilas preguntas.
Harlan se dio cuenta de ello, y no se dejó engañar por el tono suave que empleaba Finge. Sin embargo, su sentido del deber le indujo a contestar la verdad. Un Observador debe comunicarlo todo. Un Observador no es más que una sonda lanzada por la Eternidad hacia el Tiempo normal. Debe tantear todo lo que le rodea y luego retirarse. En el cumplimiento de su misión el Observador no tenía personalidad propia; no era, en realidad, un hombre.
Casi automáticamente Harlan empezó a narrar los incidentes omitidos en su informe. Lo hizo con la perfecta memoria del Observador, recitando las conversaciones palabra por palabra, imitando el tono de la voz y los gestos de los interlocutores. Lo hizo reviviendo de nuevo aquellas horas, y casi llegó a olvidar que gracias a las preguntas de Finge y a su rígido sentido del deber, estaba prácticamente confesando su culpabilidad.
Sólo cuando llegó al final de su primera y larga conversación con Noys empezó a vacilar, y la firmeza objetiva del Observador mostró las primeras grietas.
Finge le ahorró más detalles alzando la mano de pronto, y diciendo con su voz dura y aguda:
—Basta. Ya ha dicho bastante. Creo que iba a contarme que hizo el amor con esa mujer.
Harlan se puso furioso. Lo que Finge había dicho era literalmente verdad, pero su tono implicaba algo obsceno, grosero y, lo que era peor, ordinario. Fuera lo que fuese, o lo que pudiera ser, no era nada ordinario.
Harlan se explicaba la actitud de Finge, su implacable interrogatorio, la interrupción del informe verbal en el momento en que lo hizo. ¡Estaba celoso! Harlan habría jurado que estaba en lo cierto. Harlan había conseguido arrebatarle la chica que Finge quería para sí.
Harlan notó una sensación de triunfo, y le pareció agradable. Por primera vez en su vida tenía un objetivo distinto de los fríos deberes de la Eternidad. Seguiría haciendo sufrir a Finge de celos, porque Noys seguiría siendo suya.
En medio de aquella exaltación, se precipitó a presentar la solicitud que en principio había planeado demorar en un plazo prudencial de cuatro o cinco días.
—Voy a solicitar autorización para entablar relaciones con un individuo del Tiempo normal.
Finge pareció despertar de un sueño.
—¿Con Noys Lambent, supongo?
—Sí, señor. Como Programador encargado de esta Sección, mi solicitud tendrá que ser tramitada por usted…
Harlan quería que fuese tramitada por Finge. Que sufriera. Si deseaba la muchacha para él mismo, tendría que decirlo y entonces Harlan podría solicitar que Noys declarase su preferencia. Casi se sonrió ante aquella idea. Se alegraría que las cosas llegaran a aquel punto. Sería un triunfo definitivo.
Normalmente, un Ejecutor no soñaría en ganar semejante confrontación con un Programador, pero Harlan estaba seguro de que Twissell le apoyaría, y Finge no podía dejar de tener en cuenta a Twissell.
Sin embargo, Finge parecía tranquilo.
—Creo que usted ya ha tomado posesión ilegal de la muchacha —dijo.
Harlan enrojeció y presentó una débil defensa:
—El programa insistía en que permaneciésemos juntos. Como nada de lo sucedido estaba específicamente prohibido, no me siento culpable.
Lo cual era mentira; por la expresión divertida de Finge se adivinaba que éste también lo sabía.
—Pero vamos a realizar un Cambio de Realidad —dijo Finge.
—Si es así, rectificaré mi solicitud para obtener relación con la señorita Lambent en la nueva Realidad.
—No creo que eso sea aconsejable. ¿Cómo sabe si ella accedería? En la nueva Realidad, ella puede estar casada o tener un defecto físico. De hecho, voy a decirle lo siguiente: en la nueva Realidad, ella no le querrá. Ella no querrá saber nada de usted.
Harlan tartamudeó:
—Usted no sabe nada de eso.
—¡Bah! ¿Cree que ese gran amor suyo trasciende el Tiempo y el Espacio? ¿Que puede sobrevivir a todos los cambios externos? ¿Es que ha estado leyendo novelas sentimentales?
—En primer lugar, no le creo —explicó Harlan.
Finge dijo fríamente:
—Temo que no le entiendo.
—¡Miente!
Harlan ya no medía sus palabras.
—Está celoso, eso es lo que le pasa. Está celoso. Tenía proyectos respecto a Noys, pero ella me prefiere a mí.
—¿Se da cuenta…? —empezó Finge.
—Me doy cuenta de muchas cosas. No soy un estúpido. Quizá no sea Programador, pero tampoco soy un ignorante. Dice que ella no me querrá en la nueva Realidad. Ni siquiera sabe cuál será la nueva Realidad. Ni siquiera sabe si el Cambio proyectado llegará a ser efectivo. Acaba de recibir mi informe. Debe ser analizado antes de poder coordinar un Cambio de Realidad, para someterlo luego a la aprobación del Gran Consejo. Por tanto, está mintiendo cuando pretende conocer la naturaleza del Cambio.
Finge podía replicar de muchas maneras. Hasta la obnubilada mente de Harlan se daba cuenta de ello. O retirarse mostrándose ofendido, o llamar a un miembro del Cuerpo de Seguridad para detener a Harlan por insubordinación, o gritar a su vez irritado, contestando a las acusaciones de Harlan, o llamar inmediatamente a Twissell y presentar una queja formal; podía hacer mil cosas, y ninguna de ellas agradable para Harlan.
Pero Finge no hizo ninguna de ellas.
—Siéntese, Harlan —dijo suavemente—. Hablemos de esto.
Y como aquello era completamente inesperado, Harlan abrió la boca y se sentó lleno de confusión. Su resolución empezó a flaquear. ¿Qué estaba pasando?
—Sin duda recordará —dijo Finge— que le he dicho que nuestro problema en el Siglo Cuatrocientos ochenta y dos se refería a una actitud indeseable por parte de los Temporales de la Realidad actual hacia la Eternidad. ¿Se acuerda, no?
Hablaba con el tono levemente apremiante de un maestro para con un estudiante no muy brillante, pero Harlan creyó ver un brillo siniestro en sus ojos.
—Desde luego —contestó Harlan.
—Se acordará también que le expliqué que el Gran Consejo Pantemporal no estaba dispuesto a aceptar mi análisis de la situación sin una Observación específica que lo confirmase. ¿No comprende ahora que ya había sido calculado el Cambio de Realidad Necesario?
—Pero la Observación que he realizado sería la confirmación, ¿no?
—Sí.
—Y necesitará tiempo para analizarla adecuadamente.
—Nada de eso. Su informe no significa nada. La confirmación está en lo que acaba de decirme hace unos momentos.
—No le comprendo.
—Mire, Harlan, déjeme que le explique lo que pasa con el Siglo Cuatrocientos ochenta y dos. Entre las clases superiores de la sociedad, especialmente entre las mujeres, se ha desarrollado la creencia de que los Eternos somos realmente Eternos, en el sentido literal de la palabra: que vivimos siempre… ¡Por Cronos, Harlan! Noys Lambent se lo dijo claramente. Usted me repitió sus palabras hace un rato.
Harlan miró a Finge sin verle. Recordaba claramente la suave y acariciadora voz de Noys: «Tú vives eternamente. Eres un Eterno».
Finge continuó:
—Una creencia semejante es mala, pero en sí misma no demasiado. Puede causarnos inconvenientes aumentar las dificultades de la Sección, pero el Análisis nos demuestra que un Cambio solo sería necesario en un pequeño número de casos. De todas maneras, si queremos hacer un Cambio, se comprende que los habitantes del Siglo que deben ser afectados en forma máxima por el Cambio, serán los sujetos a tal superstición. En otras palabras, la aristocracia femenina. Es decir, Noys.
—Es posible, pero acepto el riesgo —dijo Harlan.
—¡No tiene ninguna posibilidad! Usted creerá que su fascinación y su encanto han inducido a esa bella aristócrata a caer en los brazos de un insignificante Ejecutor. Vamos, Harlan, ¡sea realista!
Harlan apretó fuertemente las mandíbulas, pero no respondió.
Finge continuó:
—Fácilmente adivinará qué otra superstición han añadido esas gentes a su creencia en la vida eterna de los Eternos. Dése cuenta, Harlan: la mayoría de las mujeres creen que la intimidad con un Eterno permite a una mujer mortal (lo que ellas creen ser) el obtener la inmortalidad.
Harlan sintió que el piso cedía debajo de sus pies. Podía oír de nuevo la voz de Noys: «Si me hicieras Eterna…».
Finge prosiguió:
—Era difícil aceptar que existiese tal creencia. No tenía precedentes. Sin duda proviene de un error fortuito en un Cambio anterior, pero una investigación hecha en los Análisis de ese Cambio no proporcionó información en uno u otro sentido. El Gran Consejo Pantemporal exigía pruebas evidentes, una corroboración directa. Seleccioné a la señorita Lambent en tanto que ejemplar notable de su grupo social. Y le seleccioné a usted para este experimento…
Harlan se puso en pie.
—¿Que me escogió a mí? ¿Para un experimento?
—Lo siento —dijo Finge secamente—, pero era necesario. Los resultados así lo justifican.
Harlan le miró fijamente.
Finge se agitó levemente bajo aquella silenciosa mirada. Continuó:
—¿No lo comprende? No, ya veo que no. Mire, Harlan, usted es un frío producto de la Eternidad. Nunca le han importado las mujeres. Ellas, y todo lo que a ellas se refiere, le parecen inmorales. O, mejor dicho, las considera pecaminosas. Esas actitudes siempre fueron patentes en usted, y estoy seguro de que, hace un mes, para cualquier mujer usted no tenía más atractivo que un pez muerto. A pesar de ello, aquí tenemos a una mujer, un bello producto de esa refinada civilización, y en la primera noche que pasan juntos, prácticamente es ella quien seduce a usted. Debe comprender que esto es ilógico y ridículo, a menos… Bien, a menos que sea la confirmación que estábamos buscando.
Harlan trató de encontrar las palabras adecuadas.
—¿Quiere decir que ella se prostituyó por…?
—¿Por qué tiene que usar tal expresión? En este Siglo nadie se avergüenza del sexo. Sólo es raro que ella le escogiera a usted. Estoy seguro que lo hizo para obtener la vida eterna; es algo evidente.
En aquel momento Harlan se abalanzó sobre Finge con los brazos levantados, las manos como garras, sin ninguna idea racional o irracional aparte de su impulso de ahogar, de estrangular a Finge.
El Programador dio rápidamente un paso atrás. Con un gesto rápido, aunque tembloroso, sacó de un bolsillo una pistola desintegradora.
—¡Atrás! ¡No me toque!
A Harlan le quedaba la suficiente cordura para detener su acción. El cabello le caía sobre la frente. Su camisa estaba empapada de sudor. Su silbante respiración brotaba entrecortada de las lívidas ventanillas de su nariz.
Finge dijo agitadamente:
—Le conozco bien, Harlan, y sabía que su reacción podía ser violenta. Si es necesario, le mato.
Harlan solo dijo:
—¡Fuera de aquí!
—Ahora mismo. Pero antes va a escucharme. Ya sabe que puedo hacer que lo degraden por atacar a un Programador, pero vamos a olvidar eso ahora. Quiero que sepa, que no he mentido. La Noys Lambent de la nueva Realidad, cualquiera que sea su nueva personalidad, no tendrá aquella superstición. El único propósito del Cambio será, precisamente, eliminar la superstición. Y sin ella, Harlan —Finge casi le escupió las palabras—, ¿cómo puede una mujer como Noys desear a un hombre como usted?
El Programador salió de las habitaciones de Harlan, sin dejar de apuntarle con la pistola desintegradora.
Se detuvo en el umbral para decir con una especie de siniestra alegría:
—Desde luego, si ahora la tuviese, Harlan, podría hacerla suya. Podría mantener sus relaciones con ella y conseguir el permiso. Pero solo si la tuviese ahora. Porque el Cambio será pronto, Harlan, y después, ya no estará a su alcance. Lástima que el presente sea efímero, incluso en la Eternidad, ¿eh, Harlan?
Harlan ya no le miraba. Finge había ganado y abandonaba el campo en plena victoria. Harlan miraba al suelo sin ver, y cuando levantó los ojos, Finge ya no estaba allí… Harlan nunca supo si habían pasado cinco segundos o quince minutos.
Las horas pasaron como en una pesadilla, y Harlan estaba prisionero en la trampa de su propia mente. Todo lo que había dicho Finge era verdad indiscutible. Con su mente de Observador, Harlan podía mirar retrospectivamente, y sus relaciones con Noys, aquellos breves y extraños amores, se le aparecían ahora bajo una luz muy distinta.
No podía ser un caso de amor repentino. ¿Quién iba a creer tal cosa? ¿Amor por un hombre como él?
Era imposible. Las lágrimas le abrasaron los ojos y se sintió avergonzado. Por supuesto, todo sucedió por frío cálculo. La muchacha era atractiva y no tenía principios morales que le impidieran usar sus atractivos para conseguir sus fines. Y lo hizo a pesar de no sentir ningún interés por Harlan. Lo hizo simplemente obedeciendo a su equivocada creencia acerca de lo que era la Eternidad y lo que significaba.
Los largos dedos de Harlan acariciaron maquinalmente los volúmenes de la pequeña librería. Cogió uno y, sin mirar, lo abrió.
Las letras bailaron ante sus ojos, confusas. Los desvaídos colores de las ilustraciones le parecieron manchas informes y sin contenido.
¿Por qué se había molestado Finge en decirle todo aquello? A decir verdad, no hacía ninguna falta. Un Observador, o quien quiera que actuase como Observador, no podía tener acceso a los objetivos de su Observación. Ello podía perjudicar a su neutralidad ideal de inhumano y objetivo instrumento.
Lo hizo para atormentarle, para dar satisfacción a sus celos.
Harlan pasó los dedos por la página abierta de la revista. Estaba contemplando una reproducción de un vehículo terrestre de color rojo brillante, parecido a los vehículos característicos de los Siglos 45, 182, 590 y 984, así como de los últimos Tiempos Primitivos. Era una máquina elemental, con motor de combustión interna. En la Era Primitiva los derivados del petróleo natural constituían el origen de la energía y la goma natural protegía las ruedas. Desde luego, eso no se aplicaba a ninguno de los Siglos posteriores.
Harlan se lo había explicado a Cooper. Fue toda una disertación; en aquel momento, como si su mente quisiera apartarse de su desdichada situación actual empezó a recordar. Las imágenes de su conversación volvieron a la vida.
—Estos anuncios —había dicho— nos dicen más acerca de los Tiempos Primitivos que los artículos llamados de noticias en el mismo volumen. Los artículos noticiosos exigen un conocimiento básico del mundo a que se refieren. Se emplean muchos términos para los que no ofrecen ninguna explicación. Por ejemplo, ¿qué es una pelota de golf?
Cooper confesaba prontamente su ignorancia.
Harlan continuó en el tono didáctico que no podía evitar en tales ocasiones:
—Podemos deducir que se trata de una esfera pequeña gracias al comentario casual que se hace de la misma. Sabemos que se usaba para un juego deportivo, puesto que parece mencionada bajo el epígrafe «Deportes». Podemos aventurar otra deducción y suponer que era golpeada con alguna clase de bastón largo, y que el propósito del juego consistía en introducir la pelota en un agujero del suelo. Pero ¿es necesario molestarnos en razonar y deducir? ¡Observemos este anuncio! Su única finalidad es inducir a los lectores a que compren esa clase de pelota, pero al hacerlo nos ofrece un excelente retrato del objeto en primer plano, así como un dibujo en sección para mostrar su estructura.
Cooper, que procedía de un Siglo en el que la publicidad no era tan usada como en los últimos Siglos de los Tiempos Primitivos, encontró todo aquello algo difícil de entender y así lo dijo.
—¿No es desagradable la ostentación que esas gentes hacían de sus creaciones? ¿Quién puede ser tan estúpido como para creer a una persona que ensalza su propio producto? ¿Acaso va a confesar sus defectos? ¿Retrocederá ante cualquier exageración?
Harlan, cuyo Siglo natal conocía bien el arte de la publicidad, enarcó las cejas, tolerante, y contestó:
—Tenemos que aceptarlos como son. Nunca combatimos las costumbres de cualquier civilización, mientras no causen un grave daño a la Humanidad.
La mente de Harlan volvió de pronto a considerar su presente situación, y su mirada se clavó en los chillones y tentadores anuncios de la revista. De repente se preguntó: Lo que acababa de pensar, ¿no guardaba cierta relación con su problema? ¿No estaba buscando inconscientemente una solución a sus dificultades, que pudiera devolverle al lado de Noys?
¡Los anuncios! Un procedimiento para atraer a los desinteresados.
¿Qué le importaba a un fabricante de vehículos terrestres si el deseo de un individuo desconocido hacia su producto era espontáneo o provocado? Si el cliente —ésa era la palabra— podía ser artificialmente convencido o sugestionado para sentir tal deseo y actuar en consecuencia, ¿no era eso todo lo que le importaba al fabricante?
Entonces, ¿qué importancia tenía que Noys le quisiera por amor o por cálculo? Cuando hubiesen pasado algún tiempo juntos, ella aprendería a amarle. Él haría que ella le amase, y, en definitiva, el amor y no sus motivos era lo que importaba. Ahora deseó haber leído alguna de las novelas del Siglo normal que Finge había mencionado con desprecio.
Una nueva idea hizo que Harlan apretara los puños. Si Noys acudió a él, a Harlan, para obtener la inmortalidad, ello solo podía significar que aún no había cumplido la condición necesaria para obtener aquel don. Era imposible que hubiese hecho el amor con otro Eterno anteriormente. Aquello significaba que su relación con Finge no pasó de ser la de una secretaria con su jefe. De lo contrario, ¿qué necesidad tenía de acudir a Harlan?
Sin embargo, Finge habría probado…, debió intentar… Finge pudo querer aprovecharse de aquella superstición; sin duda debió ocurrírsele, estando Noys delante de él como constante tentación. Esto significaba que ella lo había rechazado.
Tuvo que recurrir a Harlan, y Harlan había tenido éxito. Por aquella razón, Finge se vengaba torturando a Harlan, al explicarle los motivos de Noys y al demostrarle que nunca podría hacerla suya.
Sin embargo, Noys rechazó a Finge, aun creyendo que rechazaba la vida eterna, y en cambio había aceptado a Harlan. Pudo escoger, y se decidió por Harlan. Por lo tanto, no era solo cálculo. Los sentimientos también jugaban su parte.
Los pensamientos de Harlan eran deshilvanados y confusos, y a cada momento que pasaba su agitación era mayor.
Debía acudir al lado de ella, en seguida. Antes de que se produjese el Cambio de Realidad. Como le había dicho Finge en su rencor: el presente es efímero, incluso en la Eternidad.
—¿No era verdad? ¿Podía hacerse otra cosa?
Harlan sabía exactamente lo que debía hacer. Los insultos de Finge le habían llevado a un estado en el que se encontraba dispuesto para cometer cualquier crimen. Y el último dardo de Finge le había dado la idea de cómo hacerlo.
Después de aquello ya no perdió un instante. Dejó sus habitaciones con exaltación, casi con alegría, a paso rápido, dispuesto a cometer un crimen contra la Eternidad.