Harlan pasó varias semanas en el Siglo 575 antes de conocer a Brinsley Sheridan Cooper. Tuvo tiempo de acostumbrarse a su nuevo alojamiento, a la higiene y claridad del cristal, a la porcelana. Aprendió a llevar el emblema de Ejecutor sin avergonzarse, y a no empeorar la situación como hacían otros, cuando se colocaban la insignia de manera que la volvían hacia una pared o la tapaban con cualquier otro objeto que llevasen.
Los demás sonreían con desprecio cuando se daban cuenta de tales añagazas y su actitud se hacía aún más desdeñosa, como si sospechasen que ello fuese un intento de ganarse amigos por medio del fingimiento.
El Jefe Programador Twissell le presentaba diversos problemas diariamente. Harlan los estudiaba y preparaba sus análisis en borradores que rehacía cuatro o cinco veces, entregando la versión final sin estar muy convencido.
Twissell los examinaba meneando la cabeza y al final decía:
—Bien, vamos a ver.
Luego, sus cansados ojos azules miraban rápidamente a Harlan y su sonrisa se hacía fría mientras decía:
—Voy a comprobar sus conjeturas en la Computaplex.
Siempre llamaba «conjeturas» a los análisis de Harlan. Nunca le comunicó el resultado de sus comprobaciones en la Computaplex, y Harlan no se atrevía a preguntar. Le decepcionaba el que nunca fuesen puestas en práctica las recomendaciones de sus análisis. ¿Sería que la Computaplex daba unos resultados diferentes, o que él había seleccionado un punto equivocado para la inducción del Cambio de Realidad? Quizá le faltaba habilidad para encontrar el Cambio Mínimo Necesario dentro de los límites señalados. (Le costó mucho tiempo acostumbrarse a pronunciar aquella frase por sus iniciales, diciendo simplemente CMN.)
Un día Twissell vino a verle junto con un joven de aspecto tímido, que a duras penas se atrevía a levantar los ojos para mirar a Harlan.
—Ejecutor Harlan —dijo Twissell—, éste es el Aprendiz B. S. Cooper.
Automáticamente Harlan dijo:
—Encantado.
Examinó el aspecto de aquel hombre y lo que vio le dejó indiferente. El joven era más bien de corta estatura, con negros cabellos peinados con raya en el medio. Tenía la barbilla estrecha y sus ojos eran de color castaño indefinible, mientras que sus orejas eran algo grandes y sus uñas mostraban señales de ser mordidas con frecuencia.
—Éste es el muchacho a quien debe enseñar Historia Primitiva —dijo Twissell.
—¡Por Cronos! —dijo Harlan, animándose de pronto—. ¡Caramba! Encantado de conocerle. Casi había olvidado el asunto.
—Prepare un horario de estudios que le sea satisfactorio, Harlan —dijo Twissell—. Si puede dedicarle dos tardes a la semana, creo que será lo más conveniente. Use sus propios métodos de enseñanza. Dejo esta cuestión a su dirección. Si necesita libros microfilmados o documentos antiguos impresos sobre papel, dígamelo, y si existen en la Eternidad o en cualquier parte del Tiempo adonde podamos llegar, se los buscaremos. ¿Conforme, muchachos?
Como hacía siempre, un cigarrillo apareció en su mano como si lo extrajera del vacío y el aire se llenó de humo. Harlan tosió y, por los gestos que hacía el Aprendiz, era evidente que habría hecho lo mismo si se hubiera atrevido.
Cuando Twissell hubo salido, Harlan dijo:
—Bien, siéntate… —dudó un momento y luego concluyó con decisión—, muchacho. Siéntese, muchacho. Mi despacho no es gran cosa, pero considérese en su casa siempre que estemos juntos.
Harlan estaba lleno de entusiasmo. Se movía en su elemento. La Historia Primitiva era algo a lo que podía dedicar todas sus energías.
El Alumno levantó los ojos por primera vez, y dijo con voz confusa:
—Usted es un Ejecutor.
Gran parte del entusiasmo y alegría de Harlan se desvanecieron.
—¿Y qué hay con eso?
—Nada —dijo el Aprendiz—. Sólo que…
—Ha oído al Programador Twissell dirigirse a mí como Ejecutor, ¿no es así?
—Sí, señor.
—¿Cree que fue un error? ¿Algo tan malo que no puede ser cierto?
—No, señor.
—¿Se le ha comido la lengua el gato? —preguntó Harlan brutalmente, y al hacerlo, sintió vergüenza de tratar al muchacho de aquella forma.
Cooper se ruborizó.
—Aún no domino muy bien el Pantemporal Normalizado.
—¿Por qué no? ¿Cuánto tiempo hace que es Aprendiz?
—Algo menos de un año, señor.
—¿Qué edad tiene?
—Veinticuatro fisio-años, señor.
Harlan le miró fijamente.
—¡No me diga que ha ingresado en la Eternidad a los veintitrés!
—Sí, señor.
Harlan se sentó en una silla y se frotó las manos, pensativo. Aquello no era posible. De quince a dieciséis era la edad de ingreso en la Eternidad. ¿Qué podía significar aquello? ¿Una nueva prueba a la que le sometía Twissell?
—Siéntese y empecemos a trabajar —dijo—. Dígame su nombre completo y su Siglo natal.
El Aprendiz tartamudeó:
—Brinsley Sheridan Cooper, del setenta y ocho, señor.
Harlan casi experimentó cierta simpatía por el muchacho. Sólo diecisiete Siglos de distancia del suyo propio. Eran casi unos vecinos en el Tiempo.
—¿Le interesa la Historia Primitiva? —preguntó Harlan.
—El Programador Twissell me ha pedido que la aprenda. No conozco gran cosa sobre este tema.
—¿Qué otras cosas está estudiando?
—Matemáticas: Ingeniería Temporal. Hasta ahora solo he aprendido los fundamentos básicos. En el Siglo 78, yo era mecánico de Rapidvac.
Harlan no consideró necesario preguntarle qué era Rapidvac. Podía tratarse de una aspiradora eléctrica, una máquina calculadora o cierta marca de pintura por aire comprimido. A Harlan no le importaba en absoluto.
—¿Sabe algo de Historia? —preguntó—. ¿Cualquier clase de Historia?
—He estudiado Historia Europea.
—Supongo que se trata de su grupo político.
—Nací en Europa, en efecto. Desde luego nos enseñaron principalmente Historia Moderna. Quiero decir la posterior a las revoluciones del Siete mil quinientos cincuenta y cuatro.
—Bien. Lo primero que debe hacer es olvidar lo que le han enseñado. No significa nada. La Historia que enseñan a los Temporales se modifica con cada Cambio de Realidad. Desde luego ellos no se dan cuenta. Dentro de cada Realidad, su Historia es la única verdadera. En esto estriba la diferencia con la Historia Primitiva y su belleza. No importa lo que nosotros hagamos, la Historia Primitiva existe precisamente en la forma que siempre ha existido. Colón y Washington, Mussolini y Hereford existen siempre.
Cooper sonrió débilmente. Se pasó el dedo meñique a través del labio superior y por primera vez Harlan se dio cuenta de que tenía allí algunos pelos, como si el Aprendiz empezara a dejarse el bigote.
Cooper dijo:
—En realidad, no acabo de acostumbrarme, a pesar del tiempo que llevo aquí.
—¿Acostumbrarse a qué?
—A encontrarme a quinientos Siglos de distancia del mío.
—Yo también soy de muy cerca. Del Noventa y cinco.
—Eso es otra cosa que me cuesta comprender. Usted es más viejo que yo, pero en otro sentido yo soy diecisiete Siglos más viejo que usted. Podría ser el tatarabuelo de su más remoto antepasado.
—¿Qué importa eso? Supongamos que lo sea.
—Bien, pues cuesta acostumbrarse.
Había un tono de obstinación en la voz del Aprendiz.
—Todos tenemos que pasar por ello —dijo Harlan severamente y empezó a hablar de los Primitivos. Al cabo de tres horas, estaba enfrascado explicando las razones de que existieran Siglos anteriores al Primero de la Eternidad.
(Cooper había preguntado en tono lastimero:
—¿Cómo es posible que el Siglo Uno no sea el Primero?)
Por último Harlan le entregó al Discípulo un libro, no muy bueno, pero que serviría para un principiante.
—Ya le daré libros más avanzados a medida que vayamos progresando en nuestros estudios —le dijo.
Al cabo de una semana, el bigote de Cooper era ya tan visible que le hacía parecer diez años más viejo y además acentuaba la estrechez de su barbilla. Bien mirado, decidió Harlan, aquel bigote no favorecía nada al Aprendiz.
—Ya he terminado el libro —le dijo Cooper.
—¿Qué le ha parecido?
—En cierto modo… —hizo una larga pausa y luego continuó la frase—. Algunas partes de los últimos Siglos Primitivos eran muy parecidas al Setenta y ocho. Me han hecho recordar mi hogar. Por dos veces he soñado con mi esposa.
—¿Su esposa? —estalló Harlan.
—Estaba casado antes de venir aquí.
—¡Por el Gran Cronos! ¿Han traído también a su esposa?
Harlan recobró la serenidad. Desde luego, si el Aprendiz tenía veintitrés años cuando ingresó en la Eternidad, era muy posible que estuviese casado. Una cosa sin precedentes conducía inevitablemente a otra.
¿Qué estaba pasando? Si se empezaban a modificar las reglas, pronto se llegaría al punto en que todo se convertiría en un caos. La Eternidad era una organización demasiado delicadamente equilibrada para poder soportar muchas modificaciones.
Quizá fue su irritación en favor de la Eternidad lo que puso una nota de dureza en su voz cuando preguntó:
—¿Supongo que no piensa en regresar al 78.° para ver como sigue su esposa?
El Aprendiz levantó la cabeza y sus ojos eran firmes y serenos.
—No.
Harlan cambió de postura, confuso.
—Bien. Ahora no tiene familia. Ahora es un Eterno y no debe pensar en nadie de los que conoció en el Tiempo normal.
Los labios de Cooper se apretaron y sus rápidas palabras fueron cortantes.
—Está hablando como un Ejecutor.
Harlan apretó los puños sobre la mesa. Dijo con voz ronca:
—¿Qué quiere decir? ¿Que soy un Ejecutor y que tengo la culpa de los Cambios? ¿Que estoy aquí para defenderlos y exigir que los acepte? Mire, muchacho, aún no lleva aquí un año; no puede hablar correctamente el Pantemporal; está lleno de nociones erróneas sobre el Tiempo y las Realidades, pero ya cree que sabe cuanto hay que saber sobre los Ejecutores y cómo se les puede hablar.
—Lo siento —dijo Cooper rápidamente—. No he querido ofenderle.
—No, no. ¿Quién puede ofender a un Ejecutor? Ya ha escuchado lo que dicen los demás, ¿no es eso? Todos dicen: «Helado como el corazón de un Ejecutor», ¿no es así? También dicen: «Un trillón de personalidades cambiadas cada vez que un Ejecutor bosteza». O quizás algunas cosas peores. ¿Y cuál es la respuesta, señor Cooper? ¿Es que se siente más importante al ponerse al lado de ellos? ¿Ello le convierte en un personaje? ¿Tendrá así más categoría en la Eternidad?
—Ya le he dicho que lo siento.
—Bien. Sólo quiero que sepa que me nombraron Ejecutor hace menos de un mes, y que nunca he inducido un Cambio de Realidad personalmente. Y ahora, volvamos al trabajo.
El jefe Programador Twissell llamó a Andrew Harlan a su despacho al día siguiente.
—¿Le gustaría dirigir un CMN, muchacho? —dijo.
Parecía una coincidencia. Durante toda la mañana Harlan había estado reprochándose su cobardía al negar toda relación personal con el trabajo propio de un Ejecutor; su grito infantil de: «Yo no he sido, yo no tengo la culpa de nada».
Era como admitir tácitamente que había algo reprobable en la misión del Ejecutor, y querer disculparse solo porque era demasiado nuevo en el oficio para haber tenido tiempo de convertirse en un criminal.
Recibió con alegría la oportunidad de poder eliminar aquella excusa. Era casi una penitencia que se imponía a sí mismo. Ahora podría decirle a Cooper: «Mire, ahora ya lo hice, y millones de personas tendrán nuevas personalidades; pero fue un acto necesario y estoy orgulloso de haber sido la causa de ello».
De manera que Harlan contestó alegremente:
—A su disposición, señor.
—Bien, bien. Le agradará saber —Twissell aspiró y la punta del cigarrillo brilló con un color rojizo— que todos los análisis han demostrado ser de gran precisión.
—Gracias, señor.
Ahora los llamaba análisis, pensó Harlan, y no conjeturas.
—Usted tiene talento. Una mano maestra. Espero grandes cosas de usted, muchacho. Podemos empezar con este Cambio en el Doscientos veintitrés. Su indicación de que simplemente un embrague atascado en cierto vehículo, puede facilitarnos la bifurcación necesaria, sin efectos secundarios perniciosos, es perfectamente exacta. ¿Quiere usted encargarse de atascar ese mecanismo?
—Sí, señor.
Aquella fue la verdadera iniciación de Harlan en su carrera de Ejecutor. Después de aquello se convirtió en algo más que un hombre con un emblema rojo. Había manipulado en la Realidad. Había descompuesto aquel mecanismo de un coche durante unos rápidos minutos sustraídos al Siglo 223, y como resultado, un joven no llegó a tiempo para asistir a una conferencia sobre la Ingeniería Solar, y un sencillo invento retrasó su aparición en diez años críticos. Aunque parecía extraño, debido a todo ello desapareció de la Realidad una guerra en el 224.°.
¿No era aquello un bien? ¿Qué importaba que se modificasen las personalidades? Las nuevas personalidades eran tan humanas como las anteriores y tan merecedoras de vivir. Si algunas personas resultaban con la vida acortada, otras, en cambio, vivían mucho más y más felices. Una gran obra de literatura, un monumento de la inteligencia y sensibilidad del Hombre, nunca se escribió en la nueva Realidad, pero varias copias de la misma se conservaban en las bibliotecas de la Eternidad, ¿no era cierto? En cambio, fueron creadas otras nuevas obras.
A pesar de todo ello, aquella noche Harlan pasó muchas horas atormentado por el insomnio, y cuando finalmente consiguió dormirse, ocurrió algo que no había sucedido en muchos años.
Soñó con su madre.
A pesar de haber tenido unos principios tan sencillos en su carrera, bastó un fisio-año para que a Harlan se le conociera en toda la Eternidad como el «Ejecutor de Twissell» y, con un deje de maligna ironía, como «El Niño Prodigio» y «El Infalible».
Sus relaciones con Cooper llegaron a ser casi agradables. A pesar de ello, no se hicieron íntimos amigos. (Si Cooper hubiese tratado de demostrar su amistad, Harlan no habría sabido corresponderle.) Sin embargo, trabajaban en buena armonía y el interés de Cooper por la Historia Primitiva creció a tal punto que llegó a rivalizar con el propio Harlan.
Un día Harlan le dijo al Aprendiz:
—Mire, Cooper, ¿le molestaría dejar la clase para mañana? Tengo que desplazarme hasta el Tres mil para comprobar una Observación y la persona que necesito ver está libre esta tarde.
Los ojos de Cooper se encendieron de deseo.
—¿No podría acompañarle?
—¿Le gustaría?
—Desde luego. Nunca he estado en una cabina cronomóvil excepto la vez que me trajeron aquí desde el Siglo Setenta y ocho, y entonces no me pude dar cuenta de nada.
Harlan estaba acostumbrado a usar la cabina del Tubo C, que, de acuerdo con una costumbre inmemorial, se reservaba a los Ejecutores en toda su inconmensurable longitud a lo largo de los Siglos. Cooper no demostró ningún embarazo porque los demás le viesen en compañía de un Ejecutor. Entró en la cabina sin vacilar y se sentó en el asiento circular que corría a todo lo largo de la pared.
A pesar de ello, cuando Harlan estableció el Campo y lanzó la cabina a gran velocidad hacia el hipertiempo, el rostro de Cooper mostró una expresión casi cómica de sorpresa.
—No siento nada —dijo—. ¿Algo va mal?
—Todo marcha normalmente. No siente nada porque en realidad no se mueve. Estamos lanzados a lo largo de la extensión temporal del Tubo. En realidad —continuó Harlan en tono didáctico—, en este momento ni usted ni yo tenemos materia, a pesar de las apariencias. Cien personas distintas podrían estar usando este aparato al mismo tiempo, moviéndose (si podemos llamarlo movimiento) a diversas velocidades en cada dirección del Tiempo y pasaríamos unos a través de los otros, sin darnos cuenta de nuestra mutua presencia. Las leyes del Universo normal no se aplican a los Tubos del Cronomóvil.
Cooper apretó fuertemente las mandíbulas y Harlan pensó, intranquilo: «El muchacho está estudiando Ingeniería Temporal y probablemente sabe de esto más que yo. ¿Por qué no me callo y dejo de hacer el estúpido?».
Se quedó silencioso y contempló sombríamente a Cooper. Desde hacía meses, el bigote del joven había llegado a su plena expansión. Caía ligeramente sobre las comisuras de la boca, enmarcando sus labios en lo que los Eternos llamaban la línea de Mallansohn, porque la única fotografía reconocida como auténtica del inventor del Campo Temporal (una fotografía oscura y desenfocada) le mostraba con un bigote como aquél. Por tal motivo, aquel tipo de bigote gozaba de cierta popularidad entre los Eternos, aunque solo favorecía a unos pocos entre ellos.
Los ojos de Cooper estaban fijos en los números del indicador que señalaba el paso de los Siglos con respecto a ellos. Al fin dijo:
—¿Hasta qué distancia en el hipertiempo llegan los Tubos?
—¿Es que aún no le han enseñado eso?
—En realidad, apenas han mencionado ese tema en la escuela.
Harlan se encogió de hombros.
—La Eternidad no tiene fin. El Tubo es infinito.
—¿A qué distancia en el hipertiempo ha llegado usted?
—Este será el Siglo más lejano a que he llegado. El doctor Twissell ha llegado hasta el Cincuenta mil.
—¡Gran Cronos! —suspiró Cooper.
—Ése no es el fin. Algunos Eternos han llegado más allá del Siglo Ciento cincuenta mil.
—¿Qué aspecto tiene?
—Completamente distinto del actual. Hay muchas especies vivientes, pero ninguna humana. El Hombre ha desaparecido.
—¿La especie se ha extinguido? ¿O ha sido destruida?
—No creo que nadie sepa con exactitud lo que sucedió.
—¿Y no podemos hacer algo para cambiar esa situación?
—Verá, a partir de los Setenta mil… —empezó Harlan y luego se interrumpió bruscamente—. Déjelo. Cambiemos de conversación.
Si existía un tema sobre el que los Eternos se sentían casi supersticiosos, era el de los Siglos Ocultos, el Tiempo que transcurría entre los Siglos 70.000 y 150.000. Era un asunto que rara vez se mencionaba en las conversaciones entre Eternos. Sólo gracias a la estrecha relación que unía a Harlan con Twissell, aquél pudo averiguar algunos datos sobre aquella lejana Era. En realidad, toda la información disponible podía resumirse en que los Eternos no podían penetrar en el Tiempo normal durante todos aquellos Siglos. Las puertas que separaban la Eternidad del Tiempo normal eran infranqueables. ¿Por qué? Nadie lo sabía.
Harlan suponía, por algunos comentarios oídos a Twissell, que se había intentado hacer un Cambio de Realidad en los Siglos inmediatamente anteriores al 70.000.°, pero sin Observación adecuada más allá del 70.000.° no se podía hacer nada.
Recordaba que una vez Twissell había dicho riendo: «Algún día entraremos allí. Mientras tanto, los 70.000 Siglos que tenemos son más que suficientes para darnos trabajo».
Sin embargo, su voz no había sonado muy convincente.
—¿Qué le pasa a la Eternidad después del Ciento cincuenta mil? —preguntó Cooper.
Harlan suspiró. Por lo visto, no había manera de cambiar de tema.
—Nada. Las Secciones continúan, pero no hay Eternos en ninguna de ellas después del Setenta mil. Las Secciones continúan durante millones de Siglos hasta que el Sol se convierte en nova y aún siguen, más y más. La Eternidad no tiene fin. Por eso la llamamos Eternidad.
—Entonces ¿el Sol llega a convertirse en nova?
—Ciertamente. La Eternidad no podría existir sino fuese por este hecho. La nova Sol es nuestra fuente de energía. Dígame, ¿sabe qué potencia se necesita para activar un Campo Temporal? El primer Campo de Mallansohn solo tenía dos segundos desde el extremo hipotiempo hasta el extremo hipertiempo, y consumió toda la energía de una central nuclear durante un día entero. Se necesitaron casi cien años antes de poder enviar un Campo Temporal del grueso de un cabello lo bastante lejos, para poder utilizar la energía radiante de la nova y a fin de construir un Campo que pudiera acomodar a un hombre.
Cooper suspiró.
—Quisiera haber llegado a un punto en mis estudios en que dejaran de hacerme aprender ecuaciones y mecánica de Campo y empezaran a enseñarme algo interesante. Si yo hubiese vivido en el Tiempo de Mallansohn…
—No habría podido aprender nada. Él vivió en el Siglo Veinticuatro, pero la Eternidad no empezó hasta finales del Veintisiete. Ya comprenderá que inventar el Campo no es lo mismo que construir la Eternidad, y los hombres del Veinticuatro no tenían la menor idea de la tremenda importancia del invento de Mallansohn.
—¿Quiere decir que estaba muy por delante de su generación?
—Exactamente. No solamente inventó el Campo Temporal, sino que describió los fundamentos básicos que hicieron posible la Eternidad, y predijo casi todos los aspectos de su funcionamiento excepto los Cambios de Realidad. En realidad, estuvo muy cerca de la verdad… pero creo que nos hemos detenido, Cooper. Vámonos.
Salieron de la cabina.
Harlan nunca había visto al Jefe Programador Twissell tan irritado como en aquella ocasión. La gente decía que era incapaz de albergar ningún sentimiento, que era un instrumento sin alma de la Eternidad, hasta el punto de haber olvidado la cifra exacta de su Siglo natal. Decían que a muy temprana edad su corazón se había atrofiado y que en su lugar le habían colocado una calculadora de bolsillo, parecida a la que llevaba siempre en el bolsillo de sus pantalones.
Twissell nunca se había molestado en desmentir esos rumores. En realidad mucha gente se figuraba que él mismo había llegado a creérselos.
Por esto Harlan, incluso mientras se doblegaba ante el iracundo huracán de palabras, todavía se maravillaba del hecho de que Twissell fuese capaz de dejarse llevar por la ira. Se preguntó si más tarde Twissell se sentiría mortificado, al darse cuenta que su corazón le había traicionado revelándose únicamente como un pobre amasijo de músculos y venas, sujeto a los vaivenes de la emoción.
Entre otras cosas, Twissell le dijo, con voz aguda de rabia:
—¡Por el Padre Cronos, muchacho! ¿Es que se cree ya miembro del Gran Consejo Pantemporal? ¿Es usted quien da las órdenes por aquí? ¿Es usted quien me dice lo que tengo que hacer, o soy yo quien le ordena el trabajo que debe realizarse? ¿Es usted quien dispone todos los viajes de las cabinas en esta Sección? ¿Es que ahora tendremos que acudir a usted para pedirle permiso?
Se interrumpía a menudo con bruscas interjecciones como:
—Contésteme, vamos, contésteme —y luego continuaba lanzando más preguntas desde el hirviente fondo de su ira.
Al final dijo:
—Si alguna otra vez vuelve a salirse de sus atribuciones, le mandaré al Servicio de Mantenimiento como simple operario para siempre. ¿Me ha entendido?
Harlan, pálido de confusión y vergüenza, contestó:
—Nunca se me dijo que el Discípulo Cooper no debía ser llevado en cabina.
Aquella explicación no sirvió para calmar la irritación de Twissell.
—¿Qué excusa es una doble negativa, muchacho? Nunca se le ha dicho que no lo emborrache. Nunca se le ha dicho que no le afeite la cabeza a rape. Nunca se le ha dicho que no le quite la piel a tiras con una navaja de afeitar. ¡Por el gran Padre Cronos, muchacho! ¿Qué se le dijo que hiciera con él?
—Tengo instrucciones de enseñarle Historia Primitiva.
—Entonces, haga eso, ni más ni menos.
Twissell dejó caer su cigarrillo al suelo y lo aplastó salvajemente con el tacón, como si se tratase de un enemigo mortal.
—Quisiera indicarle, Programador —dijo Harlan—, que muchos Siglos de la presente Realidad se parecen a ciertas eras específicas de la Historia Primitiva en varios aspectos. Tenía la intención de llevarlo a esos Tiempos, previa una programación espacio-temporal cuidadosa, a modo de viaje de estudios.
—¿Qué? Dígame, cabezota, ¿es que no piensa pedir permiso para nada? No y no. Limítese a enseñarle Historia Primitiva. Nada de viajes de estudios. No haga ningún experimento en el Laboratorio. Cualquier día se le podría ocurrir hacer un Cambio de Realidad, para que aprendiera el procedimiento.